Midnight Cowboy: Encrucijadas del destino

 



 

Tras la publicación de la novela de James Leo Herlihy (1927-1993), el director inglés John Schlesinger fue capaz de explorar su soledad, compartir su mirada crítica y, mediante la adaptación de guion de Waldo Salt, crear Midnight Cowboy (1969), que supone el fin del sueño americano a finales de la década de los 60.

Un periodo complejo y convulso internacionalmente, donde los cambios marcan y definen el carácter de la sociedad.

El crecimiento económico y los avances tecnológicos mejoraron la calidad de vida de la población, las mujeres entraron al mundo del trabajo y se amplió la educación secundaria y universitaria a nuevos sectores. Los medios de comunicación permitieron conocer muy rápidamente los acontecimientos que sucedían al otro lado del planeta.

Cambios políticos, regímenes autoritarios, la guerra de Vietnam, las relaciones patriarcales en la familia yuxtapuestos a la tendencia cultural del movimiento hippie, el baby boom, tras la Segunda Guerra Mundial, que nutría de adolescentes toda la década, y la aparición del rock and roll con los Beatles a la cabeza, convirtieron el mundo en algo diferente.

Ofrecieron nuevas posibilidades a la humanidad capacitándola, al menos en su sentir, para vencer todos los obstáculos y transformar la realidad. Activismo político, libertad sexual o consumo de drogas era algo popular entre los adolescentes de la época.

Enmarcado en este contexto, el director nos ofrece, en su debut estadounidense, esta magnifica pieza retratando todos estos acontecimientos.

Cuando este se implica de lleno en el tema, no hay vuelta atrás. La lectura inicial de una historia bien contada da paso a mostrar la ciudad de Nueva York desde diversos ángulos y perspectivas, a plasmar los cambios de luz que enriquecen cada plano con su juego de sombras, a componer esa música entrañable, inherente a los personajes y sus sentimientos y a descubrir las localizaciones elegidas, formando un conjunto indisoluble que construye, parte a parte, esta realidad.

En este caso la suma de los factores hace crecer exponencialmente el resultado convirtiéndola en una película imprescindible.

Un western urbano, ambientado en la Gran Manzana, de guion excelente, fotografía soberbia, interpretaciones brillantes y una canción que quedará para el recuerdo.

Los comienzos siempre marcan el rumbo de la historia y esta, con escenas cargadas de simbolismo, no iba a ser menos; autocine tejano que nos ofrece las claves, caballito de juguete que se mece en la pradera, muestra del falso cowboy que va perdiendo sus ilusiones a medida que pasa el tiempo. Significados que nos cuentan mucho más de lo que representan.

Al principio del metraje oímos a Joe Buck, y sin verlo, ya queremos saber quién canta esa canción, frente al espejo sentimos la seguridad que trasmite y en el camino al bus compartimos sus recuerdos. No pasaron más de diez minutos y ya nos ha conquistado. Eso, pocos lo hacen.



Un cowboy ataviado con sus mejores galas sale de su casa con sombrero de ala ancha, botas lustrosas, radio en mano e ilusiones en la maleta. Travelling que despide su pasado y nos embarca, junto al protagonista, en un viaje hacia sueños e ilusiones.

Apuesta innovadora y emocionante. Joe lleva el auténtico traje de los vaqueros de Texas, joven e ingenuo, dispuesto a comerse el mundo, parte hacia un nuevo destino donde parece que llueven las oportunidades, dejando atrás un pasado y un hogar que no le han aportado lo suficiente.

Con sus mejores luces sale con la intención de brillar, pero sus ilusiones van perdiendo color en el camino hasta el punto de lanzar su ropa (y sus fracasos) en una papelera de Miami. Dejando el vaquero en la basura empieza a construir un nuevo destino. Su propio destino.

Ese camino que se decolora trascurre en Nueva York y es ahí donde radica la verdadera historia. Un antojado y ficticio western que se convierte en balada triste.

La ciudad se descubre a través de los ventanales de un hotel. Radiografía urbana conocida que va deshumanizándose a cada paso, convirtiéndose en real, tangible y difícil. El examen crítico de una sociedad capitalista deshumanizada se presenta al pasar de largo, dejando a un hombre tendido en la calle y terminando abruptamente en una excéntrica fiesta (factoría Andy Warhol), en la que dan rienda suelta a la eclosión de nuevas ideas y, sin tapujos, disfrutan de todo lo que su vida diaria no les permite, un mundo diferente se abre ante sus ojos. Lujos de Quinta Avenida que contrastan con las calles mugrientas, oscuras salas de cine y ese maltrecho apartamento, listo para el derrumbe, donde los protagonistas comparten su vida. Escapar del frío, la pobreza y el hambre no es tarea fácil, esta dura vida no les ofrece ni un resquicio de oportunidad.

Juntos exploran el camino, jóvenes que desean comerse el mundo, y se lanzan repletos de ilusiones e ingenuidad a un entorno hostil que no les acoge ni les ayuda. Todo un reflejo de lo que acontecía en esos momentos. Schlesinger descarna una cruel realidad a través de la relación de Joe y Ratso.

El plano del puente nos enmarca la pareja quijotesca y complementaria, dos mundos, real e ideal, enfrentados en una pintoresca relación. Ambos transmiten, a modo de Don Quijote y Sancho Panza, una compenetración admirable.

El timador Ratso, sucio y harapiento, vive en un mundo implacable, donde solo sirven los bolsillos llenos, sus miradas pícaras y perspicaces representan, junto con sus peculiares andares, un personaje solemne y digno de compasión.

El vaquero pueril Joe Buck encarna la inocencia norteamericana. De aspecto juvenil e ingenuidad sexual, nos transmite luz en un sombrío mundo, en el que la realidad material sobrepasa a los sentimientos. Protagonismo lumínico que acompaña y delimita a ambos durante todas las secuencias, tamiza la realidad y aporta más sentido, si cabe, a la historia narrada.

El tándem formado por un joven y desconocido, hasta esa fecha, John Voight junto con el rol que afronta Dustin Hoffman es insuperable. Y aunque, a este último, el éxito ya le llegó con El graduado (Mike Nichols, 1967), en esta obtuvo los mayores elogios de su carrera. Con su físico característico y su voz nasal nos regala una de sus mejores interpretaciones, junto con las de Kramer vs Krammer (Rober Benton, 1979) o Rain Man (Barry Levinson, 1988).

Joe es la luz que Ratso necesita en su lúgubre y desconfiado mundo; este, a su vez, lo baja de las nubes haciéndole consciente del mundo real en el que viven. Ambos persiguen reafirmar su existencia, crean un vínculo de mutua dependencia y comprenden, demasiado tarde, el incalculable valor de su amistad. Complicidad en la desgracia, desescaman sus miedos e inseguridades en una convivencia a golpe de infernillo, tazas mugrientas y hurtos esporádicos.

Decisiones concatenadas marcan constantemente la vida de ambos, ganando una solidez inusitada, esta relación se torna, por momentos, de necesidad a voluntad, marcando el ritmo y el destino de sus protagonistas. Imágenes que destilan tristeza, al trasluz de los cristales, transmiten y calan hondo en nuestros corazones. Planos magistrales que, desde el comienzo hasta el final, se convierten en recuerdos imborrables para la memoria del espectador.

Sirva como aperitivo el de la espléndida salida. Un comienzo donde Joe, ataviado con sus mejores galas, se contempla en el espejo dispuesto a marcar su propio destino. Ese que lo lleve a cumplir sus sueños, lejos de praderas y rodeos, donde su seguridad y confianza le dan alas para salir a comerse el mundo. Bendita ingenuidad.

Pero las cosas nunca son como uno espera y la realidad siempre supera a la ficción. En los últimos momentos de la película, otras sombras lo acompañan. Surgen nuevos caminos ante un Joe diferente, menos inocente, pero quizá más perdido que nunca. Deberá crear de cero nuevas referencias. Con otra mirada, se encuentra de nuevo, en un punto de partida.



Más allá de los principales tenemos a las protagonistas femeninas, que orbitan en torno a ellos, cada una con su peculiaridad. Desde el abrigo de pieles que luce Shirley (Brenda Vaccaro) para destacar el lujo y la opulencia hasta la ropa interior y la manipulación que Cass (Sylvia Miles) ejerce sobre Joe demostrándonos su ingenuidad, desfila una gama de colores y texturas destacable que marcan el estilo general de la época que imprimió moda y tendencia.

Cuajado de flashbacks en blanco y negro que nos apostillan momentos pasados de Joe: Una infancia relativamente feliz da paso a una difícil adolescencia, desembocando en un futuro de sueños e ilusiones. Primer esbozo del esquema primario, que muestra parte de la espina dorsal del metraje, consiguiendo que la historia fluya por sí misma. Muestra las heridas que definen esa mirada ingenua y angelical del personaje y presentan a su antigua novia, Annie (Jennifer Salt), interpretada por la hija del guionista, pieza clave en sus recuerdos y emociones.

Estos saltos temporales descubren, como engranajes, otro lado del metraje. Una línea argumental esbozada y no explorada que nos introduce en la moral del personaje.

Complementan el argumento y le aportan solidez. Pero no se trata tan solo de dar información para construir el personaje, tampoco de un recurso para que empaticemos emocionalmente con él; se trata de un argumento paralelo que, asociado al principal, ensambla el uno al otro, como los aminoácidos, para formar una cadena proteica. Estructura, como la película, compleja e indisoluble, cargada por completo de sentido argumental.

Las melodías de armónica de John Barry y la canción de Harry Nilsson Everybody´s Talkin’ aderezan este ingenio visual y nos muestran el devenir de los hechos y oportunidades.

Gracias a ellos, los protagonistas, crecen y evolucionan, cada uno según su propia necesidad, buscando dar sentido a su existencia y alcanzar la ansiada felicidad.

Agotado el sueño de la gran ciudad parten hacia la tierra prometida. El quejido de la armónica acompaña un renacer a la esperanza, anticipando nuevas perspectivas bajo el sol de Florida. Despojados de miedos y fracasos, se apean, cada uno a su manera, en su último destino.


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