Por Paula Segovia
En 1972 Federico Fellini estrena Roma, su Roma en Technicolor. Mientras que Ettore Scola, con treinta años de por medio, se apodera del nuevo formato digital y rueda Gente di Roma (2003), que hasta ahora es su última película. Dos grandes del cine italiano se recrean en la ciudad de sus sueños cinematográficos. Sin embargo, ambos son forasteros en la ciudad eterna, respectivamente, inmigrantes internos del norte y del sur de Italia, que con sus obras rinden un sentido homenaje a la ciudad que los ha acogido como suyos. Roma y Gente di Roma son, sin duda, dos road movies, dos películas de viajes, que nos conducen por las carreteras del alma romana. Hijas de ese particular género del cine norteamericano, del que ambos directores reconocen abiertamente su influencia y pasión. Pero, recorrer Roma en automóvil es imposible, la máquina que ha conducido todo viaje iniciático en las películas norteamericanas queda desechada desde un principio por ambos directores. Fellini al arribar a la urbe en medio de una torrencial lluvia y una congestión de tráfico kilométrica, aparca el automóvil y opta por iniciar su recorrido en las poco convencionales excavadoras que abren paso al futuro metro romano, o en los motorinos, que se desplazan en masa en medio de la noche. Mientras que Scola pisa los históricos adoquines romanos con las ruedas de un autobús urbano o acompaña al ciudadano de a pie en su cotidiano recorrido callejero. Ambos viajes conforman un auténtico y monumental travelling de la jornada romana, que se repite día tras día.
Roma, la ciudad eterna
Fellini contempla la Roma fascista desde Rimini, su ciudad natal, con la dulcificada mirada de la infancia, como posteriormente lo hará en Amarcod (1973). En la posguerra, su alter ego, un joven inmigrante del norte, llega a la estación Termini, a la Roma pobre, caótica y gritona, al submundo de pensiones familiares, de espectáculos de variedades y burdeles. Un mundo sepultado en la Roma presente de los años setenta del siglo XX, una ciudad cosmopolita que revive la grandeza del remoto pasado imperial, una ciudad eterna que inmortaliza las vidas cotidianas pasadas, las casas patricias y la Necrópolis, y sus principales monumentos, el Coliseo, el Castel Sant'Angelo, Villa Borghese, como los lugares míticos y, a la vez, trillados del turismo.
Contrariamente, Scola no añora el pasado ni evoca su pasado personal, incluso muestra a la época fascista como una herida viva y traumática de recordar. Con la mirada documental, que ha dominado el último trayecto de su obra, recorre el presente siglo XXI, contemplando las glorias imperiales pasadas como simples caricaturas que sobreviven con las migajas que les lanza el presente: falsos gladiadores que permiten una foto por cinco o tres dólares, según la oferta de la clientela, mientras que en el Palazzo Senatorio una empleada limpia una pequeña reproducción de la loba capitolina y un trabajador se mofa de una anciana escultura del César con el discurso funerario de Marco Antonio, sacado de la obra de Julio César de Shakespeare.
Con sus memorias, caprichosas y selectivas, ambos directores conforman una dualidad inseparable, la grandilocuencia del pasado y la modestia del presente, pero ambos son mitos fundacionales del cine romano, son parte de la ciudad eterna. Como le dice Gore Vidal a Fellini: "Me gusta Roma, no importa si estás vivo o muerto".
"Eso es lo bueno de Roma, es grande y nadie te conoce"
En un café añorado del Rimini de Fellini, un hombre hace esta afirmación a propósito de Roma. Nada más cierto para describir la otrora capital imperial, la actual gran ciudad republicana, el lugar ideal para confundirse con la masa, para pasar inadvertido o volverse el centro de todo. Los grandes personajes fellinianos se dan cita en la ciudad: las matronas familiares, las prostitutas voluptuosas, los decadentes artistas de variedades, los músicos callejeros, los jóvenes hippies, la burguesía y el clero. Mientras que Scola apuesta por un reparto más contemporáneo: parados, inmigrantes, mendigos, ludópatas, ancianos, homosexuales y lesbianas, los desheredados de la sociedad, como nuevos rostros del cine italiano.
El otro romano
En ambas obras coincide un personaje crucial: el joven periodista inmigrante. En el caso de Fellini es su alter ego, un joven anónimo del norte que emigra a Roma en busca de trabajo y es acogido en una pensión familiar. Sin embargo, en el presente, esta figura del provinciano que llega a descubrir la gran ciudad es sustituida por un escritor notable, con nombre y apellido, como es el caso del norteamericano Gore Vidal, que escoge Roma por su céntrica ubicación y por su facilidad de resucitar, una y otra vez, cual ave Fénix.
Scola, por su parte, apuesta por el inmigrante externo, el extra comunitario, el diferente, el marginado. Abre su relato con un joven periodista que se dedica a recorrer las calles de Roma, grabando con una cámara oculta a ese medio millón de chinos, paquistaníes, hindúes, rusos, afganos, turcos, griegos, árabes, dominicanos y, sobre todo, a la población negra proveniente de África. Miles de rostros ocultos deambulan por Roma, que ni los ama ni los odia, y por los romanos, que los ignoran, porque creen que algún día partirán como lo hicieron los invasores bárbaros.
"Roma es la ciudad de la iglesia, del gobierno y de las películas"
Gore Vidal afirma ante Fellini que estos tres poderes son fabricantes de sueños. Nada más cierto en Roma. Fellini retrata la alianza entre la nobleza y la iglesia en un satírico e improbable desfile de moda eclesiástica, demostrando entre bambalinas la patética opulencia y el poder de esta conveniente alianza. Contrariamente, Scola muestra una Roma laica, pluricultural, que ya ha despertado del letargo del poder de los dioses, ausente por completo de la hegemonía Vaticana, un lugar dónde los seres divinos ya son de piedra y están enterrados junto a las ruinas imperiales, a las que los romanos prestan escaso interés.
El punto de encuentro entre Fellini y Scola es la manifestación multitudinaria romana, la protesta ante el gobierno de turno, el reconocimiento del poder, a través del opuesto que lo critica. Así la manifestación de la Roma de Fellini impide el paso a la ciudad del equipo cinematográfico y crea un caos automotor, sus pancartas llaman a sublevarse contra el poder burgués, pero sin aludir a ningún hecho histórico determinante. Mientras que la Roma de Scola, consecuentemente, denuncia la legislación migratoria del presente siglo y es más bien un acto de solidaridad masiva. Pero el caos multitudinario juega una mala pasada y una madre pierde a su hijo, para posteriormente reencontrarse con el pequeño. Mientras, el director de cine Nanni Moretti se presenta como el orador de la tribuna, manifestando abiertamente el compromiso de la generación de relevo del cine italiano.
Pero Fellini y Scola no pueden abstraerse de algo esencial de su ser, el cine. Scola recrea en uno de sus episodios la deportación de judíos romanos por parte de los alemanes nazis, a través de una filmación cinematográfica en la calle. Pero Fellini va más allá, en su Roma se interpreta a sí mismo, como un director de cine que guía discretamente la línea argumental del presente. Su aparatosa grúa monumental irrumpe en la ciudad para mostrar desde lo alto su miseria y su grandeza, su equipo cinematográfico se sumerge en el subsuelo romano y recorre la superficie en sus calles, monumentos y restaurantes. Finalmente, su camarógrafo es víctima de un robo de su bien más preciado: la cámara. El cuento romano de la cotidianidad o la idea de Fellini cumplida: ver a Roma desde un punto de vista más objetivo, tal como lo declara a un grupo de estudiantes al iniciar su trabajo en la ciudad.
Al final de la jornada, la noche cae sobre la ciudad, Fellini intercepta a Anna Magnani, que regresa a su casa. Ella es Roma, la Roma pasada pero presente de la posguerra en la pantalla grande, el rostro de Roma, città aperta (Roberto Rossellini, 1945). Es el último personaje romano de Fellini y la última actuación cinematográfica de la actriz. Y Scola cierra su obra con el simbólico encuentro de un mendigo y su hermano, un aristócrata romano, un papel que iba a ser interpretado por el actor romano Alberto Sordi, que murió durante el rodaje de Gente di Roma. Sin duda, el mejor homenaje a Roma en sus actores más emblemáticos. Mitos de la ciudad eterna.
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