La larga marcha de Emile Cioran Por Miguel Russo

 


La larga marcha de Emile Cioran

Por Miguel Russo

Según él, había pocas cosas más terribles que haber nacido el 8 de abril de 1911 en Rasinari, un pequeño pueblito de Rumania. Y esa certeza suya no era tan desmesurada. Claro, habría cosas peores. Por ejemplo, según sus palabras, el traslado, con sólo diez años, a otra pequeña aldea, esta vez en Transilvania, llamada Sibiu.

Entonces, para recuperarse de tanto en tan poco tiempo, Emile Cioran empezó a leer. Y leyó sin descanso (Diderot, Balzac, el aforista Lichtenberg, Flaubert, Dostoievski, Tagore). Tenía otro vicio secreto: las putas. “Creo que pasé toda mi adolescencia entre bibliotecas y burdeles”, decía. Ya en la facultad, en Bucarest, se dedicó con vehemencia a la obra de Kierkegaard y Bergson primero; de Schopenhauer y Nietzsche después, y de Kant y Hegel poco más tarde.

Caminaba, caminaba toda la noche, pensando, reelaborando teorías propias conformadas por las que iba leyendo. A los veinte decidió suicidarse.
Pensaba, caminando: “Soy uno de esos que, por millones, se arrastran sobre la superficie de la Tierra. Uno más solamente. Esa banalidad justifica cualquier conclusión, cualquier conducta: libertinaje, castidad, suicidio, trabajo, crimen, pereza, rebeldía. Cada cual tiene razón en hacer lo que hace”.

No practicó ni la castidad ni el trabajo ni el asesinato. Tampoco se suicidó. En su lugar, escribió un libro terrible, En las cimas de la desesperación: “Todo es posible y nada lo es; todo está permitido y nada lo está. Cualquiera que sea la dirección que tomemos, no será mejor que las demás”. Pero siempre quiso irse, y quizás el suicidio era sólo una forma de hacerlo. Pretendió ir a Madrid, pero se lo impidió la Guerra Civil, así que siguió escribiendo y generando polémicas. En tiempos de acusar, lo acusaron de nihilista, de masoquista, de anticlerical. La máxima acusación fue la de despertar confusiones intencionalmente. Todo era cierto. En septiembre de 1937 –como premio solemne o como una manera piojosa de sacárselo de encima– lo becaron para continuar su “carrera” en París. Pensó, una y otra vez, en esa palabra que siempre ponía entre comillas. Una noche, mientras caminaba entre las putas de siempre, comprendió que Rumania dejaba de ser, poco a poco, su patria.

En lugar de asistir a las clases de la Sorbona (la “carrera”), prefirió recorrer Francia en bicicleta: cada vez que, pedaleando, pasaba por una universidad, entraba en el comedor y conseguía que lo dejaran comer gratis. Por las noches, como un enloquecido, continuaba con su costumbre de caminar en soledad por entre las putas parisinas. “¿Hay, acaso, una forma mayor de soledad?”, preguntaba a nadie y sonreía. En una de esas largas caminatas, lo sorprendió la madrugada a orillas del mar. Una bandada de gaviotas se le acercó confundiéndolo con una presa fácil. Se sobresaltó y las alejó a pedradas. “No necesitaba a nadie, pero esos chillidos estridentes y sobrenaturales me hicieron entender que sólo lo siniestro podía apaciguarme”, dijo después, a nadie. Pero para entender ese momento había esperado toda la noche, o toda la vida, que suele ser lo mismo.

Otra mañana, en un matadero de las afueras de París, hasta donde llegó en su pedaleo febril, observó largamente cómo un grupo de vacas eran golpeadas para que prosiguieran su derrotero hasta el lugar de la matanza, ya que, a último momento, ante el olor de la inminencia de la muerte, se negaban a avanzar. “Esta escena es la misma que, cuando rechazado por el sueño, no tengo fuerzas para afrontar el suplicio cotidiano del tiempo”.

El insomnio estaba siempre presente, como una mano que lo acaricia y lo somete. En su deambular, recorre cementerios, quizás con la secreta ilusión de volver a sus visiones de la infancia, cuando perdido por todos iba al camposanto de su pueblito natal para buscar calaveras y –primitivo, harto, desahuciado– jugar al fútbol con ellas. Y con su insomnio a cuestas, camina pensando cambiar de lengua, de soledad, de nacionalidad. Y pensando escribe: “Un escritor no nos marca porque lo hayamos leído mucho, sino porque hemos pensado en él más de la cuenta”.

Creer, para él, era descreer. Y descreía de todo en voz alta. De los místicos que no entendieron jamás lo ridículo de dirigirse a Dios cuando todos saben que Dios no lee. De los sabios que impidieron que los mortales se entregaran definitivamente a sus instintos y a la expansión de la locura. Del lenguaje, ya que cada vez que piensa en lo esencial cree entreverlo en el silencio o en el grito.
Caminar, pensar, escribir: “Primer deber al levantarse: avergonzarse de uno mismo”. Caminar, pensar, escribir, arremeter contra todo. Y, arremetiendo, publica: Silogismos de la amargura, La tentación de existir, La caída en el tiempo, Breviario de podredumbre.

Y arremetiendo combate su insomnio, única forma que entiende oportuna para decidirlo a dejar, como él mismo quería, una imagen incompleta de sí mismo.
Su pesimismo, su indiferencia, su desprecio por cualquier circunstancia de la vida motivaron la enorme repercusión que tenían sus escritos en la sociedad francesa, tan ligada al espíritu existencialista de época.

Saint-John Perse lo consideraba uno de los más grandes escritores franceses –y remarcaba el “franceses”– después de Valéry. Susan Sontag dijo que era una conciencia sintonizada con la nota más aguda del refinamiento. Sin embargo, Cioran rechazaba a todos y a cada uno de sus alabanzas, de sus premios, de sus palmadas en la espalda. Sólo esperaba la noche, y la noche llegaba con dos presencias. Una, cotidiana, la de las putas. Otra, atroz: “La vida es soportable gracias al sueño; cada mañana, tras una interrupción, comienza una nueva aventura. El insomnio suprime la inconsciencia, obliga a 24 horas diarias de lucidez”.

Samuel Beckett, otro que sabía de soledades, era su amigo. La ilusión de Cioran era esperar la noche para caminar en silencio con él, entre las putas, por los barrios más marginales de París hasta que el sol saliera anunciando algo que se les escapaba a ambos. De vez en cuando, uno de los dos decía una palabra. Ninguno de los dos vivía en el tiempo, sino paralelamente al tiempo. Cioran sabía, en esos momentos, que la historia era una dimensión de la cual el hombre hubiera podido, y debido, prescindir: “¡Interrogarse sobre el hombre durante tantos años! Imposible exagerar más el gusto por lo malsano”.

Siguió caminando, siguió escribiendo: El aciago demiurgo, Desgarradura, Ejercicios de admiración. Siguió paseando por el Quartier Latin de París, de noche, envuelto en su inmortal sobretodo negro y con la melena blanca desordenada, admirando a su manera a Borges, el flamenco y Schubert. Riéndose del desánimo de Sabato cuando el autor de Sobre héroes y tumbas lo visitó casi al final de su vida. Siguió lejos de todo y lejos de todos hasta que la estupidez de la muerte cortó su despiadada idea de la felicidad, un 20 de junio de 1995, unas horas después de haber escrito en su libreta mientras trataba de mirarlo todo: “Me gustaría ser libre, inimaginablemente libre. Libre como un ser abortado”.

24/06/12 Miradas al Sur

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