ÉTICA SIN ATRIBUTOS Camps Victoria

 



ÉTICA SIN ATRIBUTOS

 

A los mejores les falta convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada.

W. B. YeatsSecond Coming

En dos sentidos distintos, pero complementarios, la ética de nuestro tiempo puede ser calificada como una ética sin atributos, un título reminiscente del conocido libro de Rober Musil, El hombre sin atributos. Por una parte, nuestro tiempo se parece al descrito por el autor vienés: una época de crisis en la que ya no es posible una mirada totalizadora con voluntad de comprender el mundo, una cultura desengañada y vacía, llena de contradicciones imposibles de evitar. Una época que invita a ser contemplada con un pesimismo insuperable, aun cuando en los primeros decenios del siglo xx –de ellos habla Musil– no habían ocurrido aún los grandes horrores de las dos guerras mundiales, los fascismos, el holocausto y las confrontaciones étnicas con las que acaba el siglo. Eso, si nos limitamos a hablar de Europa y dejamos el resto del mundo.

Pero hay otro sentido, más alentador, que me permite calificar la ética contemporánea como una ética sin atributos, y es el que quiero tomar como hipótesis de mis reflexiones. La ética (o la moral) de las sociedades democráticas, sociedades secularizadas que cuentan con un estado de derecho, no puede ser sino una ética sin atributos, es decir, una ética sin adjetivos que la califiquen ideológicamente y, en especial, sin calificativos religiosos. Nuestra ética, la ética a la que quiero referirme aquí, no puede ser ya una ética católica, islámica o evangélica. No porque las morales religiosas hayan desaparecido. Sigue habiendo mucha gente que no concibe la moral sino como la expresión de una doctrina religiosa. Pero el universo de las morales religiosas es el de los creyentes de cada iglesia, son morales o éticas que no valen para todos. Los estados democráticos se han ido secularizando, lo que significa que no pueden imponer a la ciudadanía una normativa moral derivada de una determinada confesión religiosa. Ahora bien, que las sociedades se hayan secularizado y los estados sean laicos, no implica que podamos prescindir de la ética como si fuera algo solo explicable desde ideologías o creencias muy particulares. Como dijo Kant, uno de los filósofos más determinantes para explicarnos qué es la ética y de dónde procede, esta está relacionada con nuestra condición de personas racionales. Somos personas morales porque somos capaces de decidir cómo debemos vivir, cómo debemos relacionarnos con los demás y organizarnos socialmente, de acuerdo con una ley universal –la ley moral– que llevamos inscrita en la razón. Dicha capacidad nos permite concebirnos a nosotros mismos como seres libres y capaces de decidir el conjunto de normas que deben orientar la existencia. Voluntad de hacer el bien y normatividad son dos elementos indiscutibles de cualquier ética: la ética se concreta en un conjunto de normas –no matar, no robar, proteger a los más débiles, respetar a todo el mundo...–, normas que son las que son porque vienen impuestas por nuestra condición de seres racionales. A partir de tales principios –imperativos categóricos, en el lenguaje de Kant– hemos llegado, por ejemplo, a la Declaración Universal de Derechos Humanos. 

Ahora bien, la ética de la que hablo, que no se identifica con una doctrina religiosa concreta y específica sino que más bien es la expresión del sentido que debemos dar a la humanidad, es una ética muy indeterminada. Consiste en una serie de valores y principios abstractos –la justicia, la paz, el respeto, la solidaridad, la tolerancia, el civismo–, unos valores y unos principios que, precisamente porque son abstractos, pueden ser suscritos sin demasiada dificultad por casi todo el mundo. Compartimos, de hecho, grandes palabras, a menudo vacías de contenido. Nadie se atreve hoy a negar que hay que hacer justicia, que la paz es mejor que la guerra, que todas las personas han de ser respetadas. Cualquiera se lanza a hacer declaraciones del estilo de que es una vergüenza que no seamos capaces de acabar con las hambrunas que hay en el mundo. El caso es, sin embargo, que la realidad no cesa de desmentir estas y otras declaraciones de principios. La realidad se nos muestra llena de injusticias, de violencia o de intolerancia. Las guerras se siguen justificando, por parte de los poderosos que las declaran, echando mano de todos los eufemismos que están a su alcance, para cubrirlas con la apariencia de guerras legítimas que defienden causas justas. No es que lo mismo no ocurriera cuando las morales se apoyaban en un fundamento religioso. Ocurría igual o peor, pero con una diferencia. El creyente por lo menos sabía que era un pecador y que alguien, más allá de este mundo, estaba juzgándole y podía pedirle cuentas. Hoy también tenemos jueces que juzgan lo que hacemos, pero son de este mundo, tienen nombres y apellidos y viven entre nosotros. Además, lo que tales jueces juzgan es la transgresión de la ley, no la falta de ética. 

Con lo cual no quiero decir en absoluto que hayamos retrocedido desde el punto de vista moral por el hecho de haber abandonado o superado la dominación de las morales religiosas. Hemos progresado moralmente, porque somos más autónomos. Somos nosotros quienes decidimos qué debemos hacer y qué normas deben guiar nuestra conducta. También lo dijo Kant: la moral debe ser autónoma y no heterónoma. No hay que identificar la moral con el derecho o con una doctrina religiosa, sino que, ante cualquier norma legal o religiosa –ante cualquier «máxima», escribe Kant– debemos preguntarnos si lo que dicha norma prescribe es o no lo que debemos hacer. Dicho de un modo breve y más comprensible: sabemos que asesinar es malo no porque esté penalizado por la ley, sino que está penalizado por la ley porque es malo. 

Una ética autónoma es progresista, porque el progreso humano siempre ha ido acompañado de más libertad. Y la libertad, además, es la condición de posibilidad de la ética: no se nos puede hacer responsables de lo que hacemos forzados por la necesidad, como crecer, envejecer y morir, sino solo de lo que hacemos desde la libertad. Ahora bien, el gran problema con el que choca la ética contemporánea, una ética sin atributos, una ética autónoma y creativa, es precisamente la falta de una doctrina sólida en la que fundamentarse. Una doctrina que nos diga sin ambigüedades ni palabras huecas qué está bien y qué está mal. Como se le dice al niño que debe obedecer a su madre, porque aún es incapaz de entender conceptos abstractos como los valores de la justicia y el respeto, un niño que aún no ha aprendido a razonar. Una ética sin atributos es una ética para personas adultas, capaces de dar razones de lo que hacen y de pensar por sí mismas. Pero pensar y decidir por uno mismo es complicado, exige un esfuerzo suplementario, obliga a hacerse responsable de lo que se ha decidido y a dar explicaciones con respecto a lo que se ha hecho mal. En el mundo actual es harto conocido que todo es muy incierto, casi nada es o blanco o negro, abundan los grises, todo parece relativo o complejo. Nos pasa lo que le pasaba a Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos, que actuaba de forma contradictoria, que solo daba respuestas parciales, que no encontraba nada categóricamente malo, porque todo podía ser también bueno desde algún punto de vista. Él mismo sintetiza su moral cuando dice claramente que«cree en la moral sin creer en ninguna moral determinada».  

Las palabras citadas son una buena muestra, como digo, de lo que nos pasa hoy. Estamos desorientados. Incluso diría que la desorientación puede ser muy positiva si somos conscientes de ella y deducimos de tal realidad que solo con la colaboración de todos se podrá llegar a construir una ética más sólida y más sustantiva. Como dice Hannah Arendt, vivimos en un mundo patas arriba, donde todas las convicciones que tuvieron sentido en otros momentos, se han ido desvaneciendo y tenemos que aprender a andar «sin barandillas», sin ninguna ayuda. Tal reconocimiento debería hacernos más humildes y también más comunitarios. Gracias a las tecnologías de la comunicación es cierto que nos comunicamos con mayor facilidad, pero la comunicación sirve más para dar relieve a las diferencias que nos separan y nos dividen que a aquello que tenemos en común y podría unirnos.  

La construcción de una ética sin atributos –o sin barandillas, para tomar la expresión de Hannah Arendt– es un reto que debemos afrontar como ciudadanos de una democracia. De hecho, estamos recogiendo los frutos de más de un siglo que se propuso enterrar a la ética, desacreditarla y excluirla del pensamiento filosófico. La filosofia de la primera mitad del siglo xx es más bien negativa por lo que hace a la reflexión sobre la moral. Considera o bien que es un discurso poco científico o que es un discurso burgués e hipócrita. A finales del xix, el positivismo entronizó a la ciencia empírica como el único conocimiento válido y con sentido; Marx rechazó cualquier forma de moral, porque la consideró una ideología al servicio de las clases dominantes; Nietzsche elaboró una genealogía de la moral, para poner de manifiesto todas las incoherencias de una moral fruto del resentimiento y cuyo objetivo era la aniquilación del individuo; Freud culpabilizó a las prohibiciones morales del malestar en la cultura; Sartre, por su parte, denunció como «mala fe» cualquier intento de construir una normativa universalmente válida; finalmente, la revolución del ‘68 puso la puntilla final y acabó de destronar al discurso moral. Es lo que hemos heredado, una crítica del pensamiento ilustrado y de la modernidad, lúcida y brillante sin duda, pero absolutamente destructiva y desaprovechable para construir una nueva ética. Tal es la razón por la que no tenemos barandillas en las que apoyarnos. La posmodernidad solo ha venido a alimentar el escepticismo.  

Desde el escepticismo no se construye ética alguna. A mi juicio, la ética se nutre sobre todo de la insatisfacción que produce la realidad que conocemos y nos rodea. La ética no se basa en la complacencia, ni mucho menos en la autocomplacencia. Si pensamos que todo está bien como está, ¿para qué cambiarlo? Ahora bien, la insatisfacción de la que nace la ética no puede dar lugar a actitudes estrictamente negativas, que hagan imposible o inútil la esperanza, la esperanza de cambiar algo, de corregir algunos de los defectos e injusticias de este mundo, esperanza sobre de todo de mejorar la convivencia y progresar hacia un mundo más equitativo y más libre.  

No se construye la ética desde el escepticismo, pero tampoco desde la seguridad de quien cree conocer la ciencia del bien y del mal. La ética requiere partir de unas convicciones claras y desarrollar al mismo tiempo un espíritu relativista que dé contenido a las grandes palabras –vida, paz, justicia, tolerancia– pero desde una actitud abierta y dialogante. Ambas cosas, convicciones claras y espíritu relativista, son necesarias para evitar los que a mi juicio son los dos peligros de una ética sin atributos: el fundamentalismo y la indiferencia. Una persona con convicciones firmes e incapaz de relativizarlas es fundamentalista y fanática. Una persona que lo relativiza todo y no es capaz de sostener ninguna convicción, cae en la indiferencia. Tiene especial sentido en nuestro tiempo la división entre liberales anémicos y fundamentalistas apasionados, expresada en el poema de Yeats cuya cita encabeza este capítulo: «A los mejores les falta convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada». 

El fanatismo es una actitud vinculada al entusiasmo, a la adhesión total a unas creencias que se aceptan sin matices y sean cuales sean las consecuencias. El fanatismo está vinculado a doctrinas claras, con normas que eluden diferentes interpretaciones. La yihad o guerra santa del islamismo es una opción fanática, cuando se entiende «guerra» en el sentido más literal y se vincula a un mandamiento divino que la justifica por sí misma. Los terrorismos son fanáticos, porque no ponen en cuestión la pertinencia de medios violentos para alcanzar unos fines que pueden ser muy válidos y legítimos. En cierto modo, el fanatismo es una actitud muy moral, pero sin flexibilidad alguna, absolutamente rígida. De ahí que el fanático, en realidad, no sea una persona libre, porque no es ella quien decide autónomamente qué debe hacer, sino la doctrina en la que cree y le va señalando el camino a seguir. La duda está excluída del pensamiento fanático.  

Quizá parezca extraña mi afirmación de que el fanatismo es uno de los peligros de una ética que, a su vez, califico como «sin atributos», esto es, una ética sin doctrina, una ética que tiene que ir haciéndose a sí misma. Parece que el fanatismo es más propio de las éticas con atributos, éticas adjetivadas, como la católica o la islámica. Pero el caso es que las actitudes y comportamientos fanáticos son más frecuentes de lo que creemos y no siempre cuentan con un respaldo doctrinal. En un excelente escrito sobre el fanatismo, Amos Oz así lo reconoce al tiempo que dice, no desprovisto de ironía, que las universidades deberían organizar cursos de «fanatismo comparado», pues hay fanatismo en todas partes. Son fanatismos que se expresan de una forma silenciosa y aparentemente civilizada, que están presentes en nuestro entorno y quizá también dentro de nosotros mismos. Es el fanatismo de los «pacifistas deseosos de dispararme directamente solo por defender una estrategia un poco diferente de la suya para conseguir una paz con los palestinos»[1]. Lo cual no significa que no deban defenderse las propias convicciones, incluso con vehemencia. Pero una cosa es la convicción y otra una especie de superioridad moral que hace imposible o inútil el diálogo. Una cosa son las convicciones de cada uno y otra la razonabilidad imprescindible para contrastarlas con otras convicciones no menos importantes para quien las tiene. Precisamente porque ya no podemos fundamentar nuestras convicciones en religiones o ideologías, porque la época de los grandes relatos acabó hace tiempo, prolifera el fanático que defiende sus ideas sin imaginación, sin la capacidad de escuchar y de hacer lo que define la actitud ética propiamente dicha: saber ponerse en el lugar del otro.  

El segundo peligro que amenaza a la ética hoy se encuentra en el extremo opuesto al fanatismo. Es la indiferencia. Un peligro sin duda más extendido que el anterior pues, por lo menos, el fanático ha de esforzarse por defender unas convicciones. El indiferente, no. Prescinde de los principios, ni los tiene ni le hacen ninguna falta. Ha hecho extensiva al terreno de la moral la máxima liberal del «dejar hacer»: todo está permitido y todo vale igual.  

No hace mucho el escritor italiano Claudio Magris se refería a la cuestión diciendo que «un indiferentismo moral desenvuelto y apático» ha acabado siendo «el signo del laicismo», un laicismo identificado con una especie de «opinión difusa y dominante», que fácilmente «degenera en indiferencia, en olvido del sentido de lo sagrado y del respeto, en renuncia a la elección personal y a la independencia de juicio». El editor Leonardo Mondadori recogía las ideas de Magris, para vincular la escasa dimensión moral de nuestro tiempo a unos medios de comunicación que solo buscan exaltar la transgresión «agarrándose a la Nada del exhibicionismo desbocado, el erotismo difuso o la violencia». Las personas bienpensantes –añadía– suelen rechazar tales críticas, porque las consideran propias de un moralismo anacrónico. A lo cual Mondadori replicaba: «¡Viva la moral y la santa indignación! [...], ha llegado el momento de llamar a las cosas por su nombre y sustituir el lenguaje neutro y amorfo de la absolución colectiva por las “anticuadas” categorías del lenguaje bíblico, que define al mal como aquello que ofende la dignidad del ser humano y al bien como aquello que la promueve».  

Efectivamente, el miedo a incurrir en posiciones totalitarias nos previene de utilizar palabras como el bien y el mal por miedo a parecer maniqueos y dogmáticos. Pero lo indiscutible es que la ética se construye desde la distinción entre el bien y el mal y no desde la indiferencia. Que sea difícil o imposible demostrar la validez de unas determinadas convicciones, no implica que no tengamos la obligación de defenderlas, si creemos en ellas. Al contrario: «Darse cuenta de la validez relativa de las propias convicciones y, a pesar de ello, defenderlas sin titubeo, es lo que distingue al hombre civilizado del bárbaro». Es una cita del economista Schumpeter. Hubo un tiempo en que los economistas decían estas cosas. 

Las convicciones, en efecto, son perfectamente compatibles con un espíritu relativista. Relativista o razonable, es decir, una voluntad de contrastar las ideas propias con las del contrario, de escuchar y dialogar desde el supuesto de que todo el mundo tiene una historia y unos puntos de vista, pero que ninguna historia es más válida ni más convincente que la del otro. La condición humana nunca llega a conocer toda la verdad, lo cual la hace inseparable del relativismo.  

Sin duda el lector piensa que decir que la ética debe evitar tanto el fanatismo como la indiferencia manteniendo, al mismo tiempo, unas cuantas convicciones, pero con un espíritu relativista, no es otra cosa que un galimatías intelectual, que no conduce a ningúna parte. Los filósofos siempre han sido hábiles en enredos de este tipo. Pero creo que es posible desenredar la madeja y aclarar algo más el sentido que debe tener una ética sin atributos. Para ello me serviré de una filósofa que he citado antes, Hannah Arendt, la cual no dedicó demasiada atención a la ética en sí misma pero sí a la responsabilidad. Y no a una difusa responsabilidad colectiva, que le parecía un puro engaño, sino a la responsabilidad inseparable de la autonomía moral.  

En el libro Eichmann en Jerusalem. La banalidad del mal [2] Arendt llega a la conclusión de que la conciencia moral consiste en la activitat de pensar y de ser capaz de formarse un juicio sobre la realidad. Parece obvio que para tener un juicio moral hace falta pensar. Pero precisamente eso es lo que no supo hacer Eichmann, uno de los máximos responsables del genocidio judío. El problema de Eichmann –dice Arendt– es que había dejado de pensar, había dejado de interrogarse sobre lo que hacía, arrastrado por un sistema que lo había convertido en un mero burócrata. No fue capaz de desdoblar su yo y preguntarse si estaba haciendo lo que era justo y correcto. Eichmann no era exactamente un hombre malvado o demoníaco. Sencillamente, no tenía motivos para hacer el bien, porque dejó de preguntarse dónde residía el bien. No actuaba como una persona libre y responsable. Había renunciado a la condición de ser humano.  

Arendt escribió toda su obra desde la crítica a los totalitarismos, esto es, a los comportamientos fanáticos. Contra la mentalidad totalitaria propugnó una «mentalidad amplia», consistente en el esfuerzo por mirar a la realidad y a uno mismo desde la posición del espectador que contrasta puntos de vista con el fin de emitir el mejor juicio o el juicio más imparcial. Solo haciendo tal esfuerzo conseguiremos no abdicar de la responsabilidad y mantener la integridad moral.  

De acuerdo con ideas como las anteriores, los pasos para edificar una ética para el siglo xxi, una ética independiente de cualquier otra doctrina que no sea la de los valores fundamentales que sustentan a los derechos humanos, son el diálogo con uno mismo y el diálogo con los otros. En tiempos de incertidumbres de todo tipo –económicas, educativas, políticas, también morales– no tenemos más remedio que confiar en poner en marcha un buen procedimiento que sirva para llegar a la mejor interpretación de los principios que consideramos irrenunciables, como son el valor de la libertad, de la igualdad o del pluralismo. Nuestra ética será una ética de los medios más que de los fines últimos. Porque nuestro problema ya no es reivindicar la libertad, la igualdad o el pluralismo, esas grandes palabras que –como escribió Valéry– «tienen más valor que sentido». Nuestro problema es precisamente encontrarles sentido a las grandes palabras, encontrar la interpretación más justa y adecuada a las preocupaciones de hoy. Es preciso interpretar el sentido que debe tener, por ejemplo, la igualdad de oportunidades, interpretar hasta dónde se puede llegar en la aceptación del pluralismo manteniendo, al mismo tiempo, una mínima cohesión social y moral, interpretar también el sentido de la libertad individual, para que no redunde en menoscabo de la libertad de los demás. Nuestra ética será una ética más del «cómo» que del «qué» debemos hacer.  

Es evidente que hace falta una ética. En cierto modo, la ética se ha puesto de moda, se la reclama a menudo, la echamos de menos cada vez que se nos viene encima una crisis que pone al descubierto comportamientos indecentes, corrupciones y vulneraciones de la ley con total impunidad. Tal es la razón de que haya surgido un abanico de éticas aplicadas, que procuran salir al paso de los conflictos más graves planteados por las distintas actividades profesionales. Tenemos, así, una ética de la empresa, una ética de la comunicación, una ética de la investigación, una bioética, una tecnoética. Pero, como dice bien Alain Etchegoyen, un tal «vals de las éticas expresa, bajo la forma de una moda efímera, la necesidad de un retorno a la moral», entendiendo aquí por «moral» la esencia de cualquier ética[3]. En el fondo de las éticas más o menos «corporativas», que buscan respuestas urgentes, hay una exigencia más fundamental, que es la de encontrar las características de un humanismo que oriente la globalización de nuestras relaciones sociales y morales.  

La paradoja de la moral es que, a medida que progresamos ganando unos ámbitos mayores de libertad, vamos utilizando la libertad para inmoralidades más perversas. El siglo xx lo confirma con creces. Sería un contrasentido renunciar a los derechos y libertades individuales, que tanto ha costado ganar, pero también lo es identificar la autonomía moral con la pura espontaneidad individual sin atender a otras circuntancias. La batalla por la libertad está casi ganada. Jurídica y políticamente somos mucho más libres. Pero la libertad puede utilizarse bien o mal, puede servir para construir o para destruir los fundamentos morales de la sociedad. No se trata de limitarla para impedir que eso ocurra. Sería peor el remedio que la enfermedad. De lo que se trata es de aprender a utilizar la libertad responsablemente, virtuosamente, como dirían los clásicos. A mi juicio, ahí está el núcleo de la ética que hay que construir.  

Desde Sócrates, los filósofos no han dejado de filosofar sobre la moral. Pero una cosa es la reflexión teórica y otra la práctica moral, que no compete solo a los filósofos. Lo que, en la opinión de Arendt, consiste en el cultivo del pensamiento y del juicio crítico es una cuestión de todos. La reflexión y el pensamiento no son constantes de nuestro tiempo. Pero parece evidente que sin ellos el mundo empobrece. En estos días en que el único tema que concentra la atención de todos es la crisis económica, el financiero filántropo George Soros nos habla de su condición de «filósofo fracasado» y sostiene que, para entender lo que está pasando, habrá que encontrar un nuevo paradigma, otra forma de pensar la realidad no ceñida exclusivamente a los mercados. Propone una «teoría de la reflexividad», que reconsidere la relación entre pensamiento y realidad, uno de los problemas eternos de la filosofía. Ojalá la crisis nos lleve a valorar de otra forma el pensamiento reflexivo exigido por una forma de vivir en general más pausada que la propugnada por el capitalismo desaforado, y a encontrar juntamente el lugar de la ética en el conjunto de la cultura.

 

1 A. Oz, Conrtra el fanatismo. Madrid, Siruela, 2003.

 

2 H. ArendtEichmann en Jerusalem. Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona, Lumen, 1999.

 

3 A. EtchegoyenLa valse des éthiques. París, Éditions Fra



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