JUEGO DE OJOS LAWRENCE DURRELL

 JUEGO DE OJOS

LAWRENCE DURRELL


Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



 

 

Fecha de publicación: 5 de junio de 2013

 

El pasado febrero, sin fastos ni cohetones, se cumplió el 101 aniversario del natalicio de Lawrence Durrell, el escritor británico cuya famosa obra, el Cuarteto de Alejandría,  le concedió un lugar privilegiado y merecido en la literatura universal. A Durrell siempre se le ha referido como un escritor de la Gran Bretaña, aunque nació en la India, hijo de padres ingleses y sólo recientemente supe que nunca tuvo la ciudadanía británica y, un dato no confirmado, que él siempre se resistió a ser considerado como tal.

Las novelas Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960) que forman la tetralogía de Durrell son un despliegue de fuegos artificiales en cuanto a recursos lingüísticos, en el manejo de los personajes y las atmósferas, así como una obra de excelente y propositiva factura formal. “Como la literatura no nos ofrece Unidades, me he vuelto hacia la ciencia, para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la relatividad”, señala Durrell para explicar su aspiración de representar el espacio-tiempo en esta obra; confieso que después de leer en dos ocasiones el Cuarteto nada se agregó a mi conocimiento de la teoría de la relatividad que es muy escaso, por no decir nulo; en cambio, mi entusiasmo por la literatura de Durrell creció exponencialmente.

Las cuatro novelas narran, desde la perspectiva de otros tantos personajes, prácticamente el mismo periodo y los mismos acontecimientos. Sólo en Clea hay un desarrollo de la trama que abarca un periodo más largo que las otras novelas. La pluma creativa de Durrell hace, sin embargo, que cada novela resulte diferente, como si fuese una historia distinta la que se cuenta; la voz narrativa de los personajes, cargada de una espectacular riqueza interior se funde imperceptiblemente con los recursos literarios formales y dan al lector la impresión de acercarse, en cada volumen, a una historia nueva con los mismos personajes.

En diversos análisis de esta cuarteta de novelas, se ha señalado la viveza que logra Durrell en la descripción de la ciudad de Alejandría –lugar donde se desarrolla la trama- hasta convertirla en una protagonista más; sitio escurridizo y misterioso que no se deja atrapar. La relación entre el narrador-escritor de la primera novela, Darley, con Justine, la protagonista, parece ser una analogía de la mirada occidental de aquél frente a los enigmas de la cultura árabe: “lo que me hechizaba era la ilusión de que tal vez podría llegar a saber cómo era de verdad”, dice el narrador de su amante; y al igual que Justine, parece que la ciudad se resiste a ser descifrada por los ojos extranjeros de Darley, visto que muchas de sus percepciones quedan exhibidas como simples, incompletas o ajenas si se confrontan con la capacidad natural de Clea o Balthazar para escudriñar su esencia misteriosa. Esta naturaleza huidiza proviene en parte de su complejidad, semejante a la de Justine, descrita por Darley como “una hija auténtica de Alejandría, es decir, ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una ensambladura”.

Sin duda alguna, las relecturas de este libro maravilloso son siempre aleccionadoras y sorprendentes. Cuánta razón les asiste a los críticos cuando aseguran que Durrell ofreció a sus lectores cinco libros: cada una de las novelas, que pueden no depender una de otra, y las cuatro que, en conjunto, son una obra aparte. La primera lectura me impactó con el trabajo formal del género, la meticulosidad con que se desarrollan las cuatro historias y los abundantes recursos que puso de manifiesto Durrell para hacer cuatro libros diferentes a partir del mismo argumento. En la novela autobiográfica El libro negro, publicada en 1938, el escritor describe nítidamente el secreto de su oficio: “un ataque, con los puños desnudos, a la literatura”.

En una segunda lectura, después de haber dejado reposar los libros unos diez años, mi interés se centró en los personajes y cómo en cada libro se agregaban pinceladas que no modificaban el retrato original sino sólo lo hacían más complejo. Personajes como Melissa, la prostituta griega enamorada de Darley y quien mejor describe la relación amorosa del escritor con Justine; Clea, enigmática y sabia; Balthazar, más enterado que un narrador omnipresente; Nessim, poderoso y débil al mismo tiempo. Incluso personajes secundarios como el barbero Mnemjian, el sirviente Hamid, Pombal, Leila, Scobie, Naruz y Capodistria tienen un encanto irresistible.

Balthazar es quizá mi novela preferida de las cuatro, por la enorme riqueza del lenguaje con que Durrel dotó a su personaje, lo cual es, con todo, una afirmación osada, pero siempre me pareció que Balthazar, el personaje que da nombre a la segunda novela, más que médico, pues tal en su oficio en la historia, es más semejante a los druidas galos, poseedor de una sabiduría casi mágica que le permite ser condescendiente con los actos más siniestros o más sublimes de los humanos y dueño también de una serenidad que trasciende las emociones que insuflan vida a los personajes con los que convive y que, sin embargo, forman parte irremplazable de su propia vida; emociones que él explica puntualmente: “la etiología del amor y la locura son idénticas, sólo es cuestión de grado”, porque, al final, parece flotar siempre sobre los personajes la ambición febril por explicar intelectual o emotivamente el amor.


Miguel Ángel Sanchez de Armas
Profesor - investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM, Maestro por la UPAEP, maestro por la U. de Sevilla y Doctor por la U. de Sevilla.

twitter@sanchezdearmas


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