1 JUNIO, 2020
Estados Unidos no es sólo una potencia económica y militar, es una civilización de rasgos distintivos y una cultura de altos registros en el arte, la ciencia, la literatura, el pensamiento. Su influencia es tan ubicua que apenas podemos verla como separada de nosotros, como una creación nacional. Jorge G. Castañeda ensaya aquí una mirada abarcadora y generosa sobre esa civilización y esa cultura.
Yo estudiaba en París cuando abrieron los dos primeros McDonald’s en Champs Élysées y en Boulevard Saint-Michel, frente a los edificios centrales de la Sorbona. Fue por 1974, cuando seguía existiendo un poderoso movimiento estudiantil en la capital francesa, y la izquierda unida iniciaba su ascenso a la presidencia, que conquistaría en 1981. Como yo vivía en un pequeño estudio en el barrio francés y cursaba mi doctorado en la Sorbona, unas dos veces a la semana me compraba una Big Mac con papas y me la llevaba a casa… nunca a la escuela. En Francia surgió un gran debate en torno a McDonald’s, pero para mí y para algunos amigos mexicanos en París, la discusión se antojaba irrelevante. A todos nos encantaba la comida mexicana, pero en ese entonces no se conseguía allá. Incluso ahora, en la capital francesa tan sólo cuentan con cocina tex-mex de tercera. Durante los años sesenta, habíamos aprendido a comer hamburguesas en México, cuando no existían McDonald’s, pero sí cientos de Denny’s, Burger Boy y Sanborns. En ese entonces, las hamburguesas se destinaban a consumidores de clase media alta. Sólo McDonald’s, veinte años después, las pondría a disposición de los mexicanos de a pie.
Ilustraciones: Víctor Solís
El debate francés sobre Estados Unidos incluía cocina, contaminación visual, historia y, lógicamente, “imperialismo yanqui”. Para nosotros, en nuestras conversaciones con estudiantes de filosofía parisinos, fluidos en estructuralismo, también abarcaba, o incluso se reducía a, dólares y centavos (o francos). McDonald’s era más barato, más llenador, más rápido e igual de francés (gracias a las papas). Por petulantes que fueran los estudiantes de la Rive Gauche en los años setenta, nunca elevamos nuestros debates hasta abarcar la naturaleza o existencia de una civilización estadunidense. Pero eso discutíamos.
Tal vez debí haber notado en ese entonces —hace casi medio siglo— que si existía alguien producto de esa civilización estadunidense, se trataba de mí. En ese entonces, al igual que ahora, no me hice ciudadano de Estados Unidos, pero pasé muchos de mis años de infancia, adolescencia y adultez ahí, al igual que millones de mexicanos. Hablaba inglés y otros dos idiomas, al igual que decenas de millones de asiáticos, europeos, africanos y latinoamericanos. Comía hamburguesas y tacos, escuchaba música mexicana y a Dylan, y creía que mucho de lo que ocurría en el mundo se decidía en Washington, para bien o para mal. Mi caso no era excepcional, sino sólo una muestra de la civilización imperante.
He aquí, tal vez, el verdadero quid del excepcionalismo estadunidense, tras dos largos siglos de metamorfosis ininterrumpidas. Las demás civilizaciones que sobreviven en nuestros días son más antiguas (el islam y China), se desvanecen (Europa) o apenas resurgen tras largas etapas de sublimación a causa de la opresión y la colonización (África). Estados Unidos ya no disfruta de la singularidad de la hegemonía económica ni de la prosperidad de todos sus habitantes. A pesar de su inmensa superioridad militar, no la puede ejercer con consistencia porque su configuración y consenso sociales ya no lo permiten. Pero en realidad no necesita de la fuerza bruta para proyectar sus puntos de vista, intereses y presencia, aunque la amenaza siga siendo indispensable. La esencia de esa civilización, que le permitirá a Estados Unidos reclamar el siglo XXI como propio, radica en su naturaleza clasemediera, sin importar que su base social ya no sea la de antes. El núcleo de la civilización estadunidense reside en la igualdad ante la ley, pero también ante la pantalla grande y la banda de rock o el rapero, ante la moda y el lenguaje, ante las costumbres sexuales y las drogas, ante el automóvil y el teléfono. Por lo menos en cuanto a acceso a todo lo anterior, todos son iguales.
La noción de una civilización estadunidense dominante nos conduce al tema de la cultura estadunidense, principal flanco de ataque de miles de franceses, mexicanos, argentinos, alemanes y muchos otros observadores. No soportan o no comprenden que las capitales culturales del mundo se encuentren en Estados Unidos. Incluso un gran admirador del país como Mario Vargas Llosa abriga dudas sobre la cultura estadunidense: “Acaso la de Estados Unidos sea la sociedad menos conservadora de la tierra, la que cambia más rápido, reemplazando sin muchos miramientos ni nostalgias las viejas instituciones, ideas, conductas y creencias por otras nuevas […] hasta ahora, tanto en lo económico como en lo político y social —lo cultural es la excepción que todavía confirma la regla—, Estados Unidos, por lo menos en este siglo que termina, ha dado la pauta de la evolución de la humanidad”.
Con la posible excepción de la alta costura, donde París y Milán siguen dominando, y el teatro, donde Londresse mantiene firme, Nueva York, Los Ángeles y otras tantas metrópolis estadunidenses predominan en literatura (alta y baja), cine, música clásica y contemporánea, filosofía (junto con los franceses), economía y danza, las artes en general y cualquier otra definición concebible de cultura. Estas páginas quieren demostrar que la cultura estadunidense, en el sentido más amplio, es la más sofisticada, imaginativa, abierta y absorbente del mundo, aunque tantas personas la detesten. ¿Qué explica ese desdén omnipresente?
Los extranjeros desprecian y devoran la cultura estadunidense; admiran su innovación —tecnológica, literaria o musical— y desdeñan su supuesta vulgaridad, violencia, simpleza y el hecho de que sea masiva. Por su parte, muchos norteamericanos descartan la cultura foránea por ser intelectual, arrogante, inaccesible e irrelevante, sin detenerse a pensar que muchos de sus mejores escritores, pintores, músicos y directores vivieron en el extranjero o emigraron desde allá. La contradicción es asombrosa.
¿Por qué tantos talentos culturales extranjeros han trabajado en Estados Unidos y por qué tantos grandes creadores norteamericanos han producido fuera de su país? La clave está en reconocer lo que innumerables foráneos y estadunidenses siempre han presentido: la Unión Americana fue el primer país que produjo una cultura de masas. ¿Cómo sucedió? Mientras que a lo largo de los siglos los países europeos, latinoamericanos y asiáticos construyeron literatura, filosofía, arte, arquitectura y música para una minoría, Estados Unidos carecía de la historia autoritaria, de la religión centralizada y de instituciones monárquicas que favorecieran una cultura elitista. En cambio, con el surgimiento de la primera sociedad de clase media del mundo a principios del siglo xx, los productos culturales se generaron para esos nuevos consumidores de la misma manera que los coches, las casas y las hieleras.
Con el tiempo, las sociedades más tradicionales desarrollaron sus propias clases medias, que a su vez acogieron y copiaron la cultura estadunidense. De hecho, Estados Unidos siempre le brindó alta cultura a su élite rica e ilustrada, pero también baja cultura popular al resto de su sociedad. En vez de enorgullecerse por desarrollar una cultura de masas y complementarla con una excelente cultura de élites, los estadunidenses suelen expresar un cierto complejo de inferioridad cultural, sobre todo en relación con la antigua Europa.
La respuesta inicial a estas paradojas recae en la naturaleza masiva de la cultura estadunidense, desde sus inicios. Si se comparan la Ilustración francesa en el siglo xviii; los filósofos y dramaturgos británicos como Shakespeare, Locke y Hume; los literatos españoles del Siglo de Oro, o los poetas, compositores y filósofos alemanes de finales del siglo xviii y principios del xix, con las propuestas culturales de Estados Unidos a finales del siglo xviii, pues… no hay comparación. Una pizca de pensadores políticos —algunos de ellos de un talento excepcional— se reunieron a redactar la Declaración de Independencia, la Constitución y la Carta de Derechos (junto con El Federalista). Sin embargo, resultaría difícil aplicar el término cultura estadunidense a la producción artística, literaria, musical y filosófica de aquel momento.
La razón es obvia: Estados Unidos apenas se convertía en nación, mientras que las naciones europeas precedieron a sus Estados —fue el caso de Alemania— o sus Estados las forjaron como naciones: sucedió en Francia, Rusia, España y Gran Bretaña. La Unión Americana no era un productor cultural en el siglo XVIII porque no existía. Empezó a serlo en la primera mitad del siglo XIX, cuando se transformó en una nación unificada, treinta o cuarenta años antes de la Guerra de Secesión.
Los primeros autores estadunidenses reconocidos, muy publicados e incluso traducidos, surgieron apenas en las décadas de 1820 y 1830. Tras Fenimore Cooper (cuyo primer tiraje de El último de los mohicanos, en 1826, fue de 5000 copias) y Washington Irving, a mitad de siglo, escritores como Edgar Allan Poe (quien murió en 1849), Nathaniel Hawthorne (cuya Letra escarlata vendió 2500 ejemplares en sus primeros diez días, en 1850), Henry David Thoreau y Herman Melville (quien publicó desde 1851, pero sólo fue leído décadas después) empezaron a crear una verdadera literatura estadunidense. De hecho, Jorge Luis Borges declaró, con cierta autoridad, que: “Nadie ignora que el género policial fue inventado hará unos cien años por el ingenioso inventor norteamericano Edgar Allan Poe”.
Para la década de 1870, con Henry James y, sobre todo, con Mark Twain, empezó a desarrollarse la verdadera literatura estadunidense. Eso fue en contraste con la escritura en lengua inglesa que surgió del lado occidental del Atlántico. J. V. Bryce lo expresó así: “Fenimore Cooper, Hawthorne, Emerson, Longfellow y quienes han tomado su relevo pertenecen a Inglaterra tanto como a Estados Unidos; y los escritores ingleses, conforme más reconozcan la vastedad del público norteamericano al que se dirigen, más se sentirán estadunidenses a la par que británicos, y encontrarán en Norteamérica un público no sólo mayor, sino más receptivo”.
Los europeos desdeñaban la cultura estadunidense durante los primeros años de la república, no tanto por esnobs ni por arrogantes, sino como efecto secundario de ser más viejos. El desprecio de los demás países crecería exponencialmente y se transformaría cuando, hacia 1870, a causa de la urbanización, el transporte, el fin de la Guerra de Secesión y el auge económico que produjo la industrialización, Estados Unidos se convirtió en un productor y consumidor cultural extraordinario. Bryce cita a un hombre de la ciudad de Carl Sandburg a finales de siglo: “Chicago aún no tiene tiempo para la cultura, pero cuando ésta se afiance, la hará volar”. De hecho, según Borges, Estados Unidos ya estaba haciendo volar a la poesía: “Es innegable que todo lo específicamente moderno de la poesía de nuestro tiempo procede de dos hombres de genio norteamericano: Edgar Allan Poe y Walt Whitman”. Aunque, ciertamente, no todos los contemporáneos extranjeros de Bryce compartían su optimismo o el de Borges; el sociólogo alemán Max Weber detestó la urbe sobre el lago Michigan cuando visitó los astilleros en 1904: “Chicago es repugnante, es la ciudad más fea que he visto en mi vida”.
Los estadunidenses nacieron iguales, pero su cultura nació tarde, y nació como cultura de masas. En expresión de Carlos Fuentes: nació moderna. Por el contrario, José Ortega y Gasset pensaba que Estados Unidos prácticamente no había nacido (por lo menos hasta la década de 1930): “Ser joven es no ser todavía. Y esto, con otras palabras, es lo que intento sugerir respecto a América. América no es todavía”. Lo repito: se trataba de una cultura de clase media, por la clase media y para la clase media. Ése es el significado profundo del famoso elogio que le dedicó Hemingway a Mark Twain en The Green Hills of Africa: “Toda la literatura estadunidense moderna proviene de un libro de Mark Twain llamado Huckleberry Finn. […] Toda la escritura estadunidense proviene de ahí. No hubo nada antes. No ha habido nada tan bueno desde entonces”. Podemos citar de nuevo a Borges, el escritor latinoamericano más familiarizado con la literatura de Estados Unidos —tradujo Hojas de hierba y Las palmeras salvajes—: “La primera novela que terminé fue Huckleberry Finn”.
Aquel libro se publicó en 1884. Vendió más de cincuenta mil copias durante los primeros meses y, para su 75 aniversario, más de diez millones. Twain era un verdadero estadunidense, y se le ha consumido en masa desde su publicación hasta nuestros días. Pero incluso un autor británico como Robert Louis Stevenson vendió mucho más en Estados Unidos que en su patria: un cuarto de millón de copias durante sus primeros diez años de publicación en la Unión Americana.
Quizás la literatura estadunidense haya nacido moderna, versátil, diversa y en agitación constante porque no contó con instituciones literarias que la enmarcaran. Incluso podríamos parafrasear el comentario atribuido a Franz Boas, el fundador alemán de la antropología moderna (en la Universidad de Columbia): lo que posibilitó esto fue la ausencia de instituciones centenarias en Estados Unidos. O, como lo expresó un antropólogo chino en 1943, “una cultura joven, al igual que una persona joven, no tiene tabúes”.
Tal vez el primer piso en ese andamiaje cultural, cuya construcción se hallaba bastante avanzada en 1870, a pesar de que la Guerra de Secesión la interrumpió drásticamente, fue la alfabetización. Para 1870, 88 % de la población blanca de la Unión Americana sabía leer, gracias en gran parte a la educación primaria casi universal.
La alta alfabetización entre los blancos se debía en parte a las características de la primera ola de migrantes: irlandeses y alemanes que tendían a aislarse y a practicar la introspección. La mejor forma de asimilarlos consistía en extraer a los niños de su entorno tradicional, y la mejor opción para ello era la educación universal. La única manera de construir una cultura nacional careciendo de una previa en la cual apoyarse fue mediante la educación universal, que abarcaba, como ya mencionamos, a todos los varones blancos y, después, a las mujeres. No así al resto de la población no blanca. En ese entonces, al igual que ahora, debían ajustarse las cifras por raza: sólo 20 % de la población negra estaba alfabetizada.
La cantidad de revistas, periódicos y libros que los norteamericanos leyeron durante el último cuarto del siglo xix creció con rapidez y superó a la de Europa Occidental, incluso en términos per cápita. Ya en 1829, la cantidad de periódicos impresos por habitantes en Pensilvania era nueve veces más alta que en todas las islas británicas. En Francia, donde la lectura de diarios se difundió más que en Gran Bretaña, en 1870, por ejemplo, se imprimían un millón de periódicos al día; en Estados Unidos, la circulación era siete veces mayor. Ese mismo año, la tasa de alfabetización entre norteamericanos blancos superaba con creces a la británica (77 %), la francesa (70 %), la alemana (68 %) y la española (25 % en 1860). Si existía una demanda creciente de material de lectura, una oferta que la satisficiera se tornaba inevitable. A principios del siglo XX, se publicaban2200 libros de ficción al año en el país.
Muchos los compraban individuos, pero también las 1700 bibliotecas públicas gratuitas repartidas por todo el territorio en 1900. En 1908, Países Bajos, en contraste, presumía… seis bibliotecas públicas. Esas instituciones contribuyeron en gran medida a la homogeneidad (dentro del sistema) y a la diversidad del país, pues conservaron los íconos de especificidad de cada sector. Aún recuerdo cuando las credenciales de biblioteca eran una identificación válida en Estados Unidos. Quince novelas estadunidenses vendieron más de cien mil copias en 1901, una cifra sorprendente para un país de 76 millones de habitantes. De ahí la conclusión lapidaria de Bryce: “Más personas reconocen el nombre de un escritor famoso en Estados Unidos que en cualquier país de Europa”.
La explicación de esas cifras sorprendentes recae sin duda en la educación pública. A principios del siglo pasado, 31 estados tenían educación primaria pública obligatoria, y 85 % de los niños de entre 8 y 14 años se encontraba en la escuela. El congreso de Massachusetts aprobó en 1836 la primera legislación en el país que volvía obligatoria la educación. En Italia, por ejemplo, sólo alcanzaron un porcentaje similar de matriculación treinta años después. Incluso en nuestros días, el mercado lo demuestra: Michelle Obama vendió más de un millón de copias de su autobiografía durante su primera semana de lanzamiento. Ningún otro país puede igualar esas cifras, ni las fascinantes del Doctor Faustus, que publicó Thomas Mann en cuatro volúmenes en 1947, gracias al Club del Libro del Mes: 250 000 para una obra de lectura pesada, antes de que existieran las recomendaciones de Oprah. Hoy en día, los estadunidenses leen un promedio de 12 libros al año; la cifra de Gran Bretaña es de 10; para Brasil, 1.8; para Argentina, 4.
La industria del cine representa un segundo mercado cultural masivo que creció de manera meteórica al inicio del siglo pasado. Varios cines de miles de butacas se abrieron en las principales ciudades del país. El primer gran cine en inaugurarse en Francia, en 1899, acogía a 205 espectadores; en Berlín, el primer recinto para más de mil visitantes abrió en 1912. Poco después de la Primera Guerra Mundial, la asistencia semanal al cine en Estados Unidos alcanzó los40 millones de personas; según un cálculo, todos los habitantes urbanos del país asistían por lo menos una vez a la semana. En las décadas de 1920 y 1930 se estrenaron más de 800 películas al año, alrededor de 50 % más que la cifra actual.
En cambio, la industria fílmica francesa —la primera y al principio la más grande del mundo— estrenaba menos de 200 películas al año tras la Primera Guerra Mundial. La asistencia, aunque fuera alta, nunca alcanzó el mismo nivel que en Estados Unidos. Lo mismo sucedió en Alemania, Gran Bretaña y España. Si bien Hollywood se convirtió en falso sinónimo de la baja cultura estadunidense, también demostró de manera brillante la naturaleza masiva de la cultura en Estados Unidos desde el inicio mismo de la industria del cine. Las cifras de asistencia en 1915 de El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith, por muy racista que fuera, eclipsaron las de cualquier otro lugar del mundo. En Nueva York se vendieron más de un millón de boletos. En total, más de tres millones de personas acudieron a los cines a verla; las películas más vistas en Francia, lugar de nacimiento del cine, —Fantômas o Les vampires, por ejemplo— nunca alcanzaron el millón de espectadores durante toda la Primera Guerra Mundial.
La industria cinematográfica estadunidense recorrió el planeta rápidamente. Ya en 1929, un crítico literario japonés se lamentaba de que “Japón también se ha convertido en un Estado vasallo de Hollywood. Incluso en las provincias, todos los cines proyectan por lo menos una película estadunidense, y en nuestras ciudades, algunos sólo ofrecen cintas occidentales, casi siempre de Estados Unidos… Entre los jóvenes rurales y las colegialas urbanas, los oficinistas y los profesores de lenguas de secundaria, difícilmente se encuentra a alguien que no conozca los nombres de Ronald Coleman, Lillian Gish, Harold Lloyd y Clara Bow”.
La música constituye otro ejemplo de la naturaleza masiva congénita de la cultura estadunidense. El fonógrafo fue indispensable, pero no lo explica todo. Llegó al mercado en 1900, y para 1920 la mitad de los hogares poseían uno; si corregimos para no incluir al sur ni a las zonas rurales, la proporción real fue mucho más alta. Así, casi todos los que querían escuchar música en casa —excepto las personas de color, sobre todo en el sur y, en parte, en el oeste y en Texas— podían hacerlo. Los cantantes de ópera y los pianistas se convirtieron en celebridades. Pero la tecnología clave fue la radio. Para 1930, la mitad de los hogares —alrededor de 15 millones— contaban con un radio, ya estuviera conectado a la red eléctrica o funcionara con baterías. En Francia, la cifra correspondiente era de1.3 millones; en Alemania, 4.5 millones; en México, apenas alcanzábamos los 50 000. La destrucción de las economías europeas, junto con la catástrofe demográfica que engendró la Primera Guerra Mundial probablemente explique parte de la discrepancia.
En 1926, nacieron las estaciones de radio, con la National Broadcasting Company (NBC). Aunque no todo lo que se ofrecía en ellas, como las noticias, la comedia o la publicidad, pudiera considerarse cultural, buena parte sí lo era. Para la música en general, y la música clásica en particular, la radio se convirtió en un asombroso instrumento de difusión masiva. En 1937, la NBC contrató a Arturo Toscanini para crear su orquesta sinfónica, cuyas piezas se transmitieron hasta 1954.
Nada de esa magnitud ocurrió a la misma velocidad en Europa ni Japón, ni hablar de Latinoamérica. En Estados Unidos, quien pudiera conducir una orquesta, componer una sinfonía, cantar blues o bailar en un musical de Broadway contaba con un público potencial de millones de personas. A veces, el flujo de oferta generado para esa increíble demanda buscaba complacer al mínimo común denominador en calidad, sofisticación, originalidad e imaginación. A veces, apuntaba al rasero más alto. El punto es que existía una audiencia masiva que tan sólo requería que le brindaran productos culturales diversos. Se los brindaron. Los productos culturales que consumió se difundieron rápidamente por el mundo, incluyendo, por vez primera, la extraordinaria oferta cultural generada por los afroamericanos en literatura, pero sobre todo en jazz y blues.
Esa naturaleza masiva de la cultura estadunidense ha confundido a los comentaristas y visitantes extranjeros, porque amalgama géneros y estilos que muchos preferirían mantener separados. Pero los productores culturales, es decir, la gente que creaba la oferta de productos culturales para la demanda casi infinita de Estados Unidos, comprendían la lógica subyacente a la peculiar naturaleza masiva de su cultura. Ahí yace parte de una segunda y fascinante explicación de la cultura estadunidense. Y se encuentra en los brazos abiertos con los que Estados Unidos recibió a los artistas foráneos, y el entusiasmo de los mismos al buscar las costas estadunidenses para escribir, pintar, cantar, componer y filmar obras que todo el mundo pudiera disfrutar.
La gran ausente de esta breve descripción de la cultura estadunidense fue la televisión, junto con su corolario inevitable: la publicidad y el consumo masivo. El primer anuncio televisivo de la historia, para los relojes Bulova, se transmitió en 1941 en un canal neoyorquino, casi en la misma fecha en que inició la televisión comercial. A pesar de los esfuerzos de todas las administraciones estadunidenses desde el inicio de la Guerra Fría por propagar facetas diferentes de la producción cultural del país, pocas de sus invenciones han permeado tanto otras latitudes como la televisión. La Coca Cola podría ser una excepción.
La cultura estadunidense tiene aspiraciones de universalidad como ninguna otra y los consumidores de productos culturales de todo el mundo la han recibido con los brazos abiertos. No se trata de un fenómeno reciente; gracias al cine, la cultura estadunidense se empezó a expandir fuera de sus fronteras en la década de 1930. De manera similar, las tropas de Estados Unidos difundieron su música popular al otro lado del océano durante la Segunda Guerra Mundial. Gracias a su extraordinaria novedad y alcance, para mediados de los cincuenta ya se había extendido por gran parte del mundo. Pero la televisión fue lo que realmente universalizó las características principales de la cultura estadunidense a partir de la década de 1960, cuando el resto del mundo entró a la era televisiva. Por consiguiente, lo que la mayoría de la gente recibió de la cultura estadunidense consistió en lo que la televisión transmitía. No se trataba, pues, del producto de exportación más refinado, aunque puede que eso esté cambiando en la actual época dorada de la televisión.
En 1953, una de las primeras producciones del Ed Sullivan Show atrajo una audiencia de más de 50 millones de personas. Para 1955, dos tercios de los hogares norteamericanos —48 millones— poseían una televisión; en 1960, la cifra se acercó a 90 %, o más de 70 millones de hogares. Aunque la televisión en vivo de hecho arrancara en Alemania en 1936, con la transmisión de los Juegos Olímpicos de Berlín, para 1957, el total de televidentes en lo que entonces era Alemania Occidental apenas alcanzaba el millón. Las cifras francesas palidecían frente a ellas: sólo 3000 aparatos en todo el país en 1950. En 1958, el total sumaba un millón, cuando Gran Bretaña ya tenía casi 10. Las cifras estadunidenses eclipsaban a las de toda Europa Occidental.
Los números en otras partes del mundo son más dispares. En México, había 20 000 televisiones en 1952 y tan sólo 1.2 millones en 1965, cuando el país contaba con 35 millones de habitantes. Brasil, que presumía alrededor del doble de población que México, contaba con 120 000 aparatos en 1953, y 1.2 millones en 1960. La distancia con la India era enorme: 400 000 televisiones en 1960 (para una población de 400 millones); un millón en 1965 y, en una fecha tan tardía como 1970, con 600 millones de habitantes, tan sólo 25 millones de dispositivos. Por último, incluso Japón quedó muy atrás, aunque su reconstrucción prácticamente hubiera terminado: 8000 aparatos en 1953, 1.5 millones en 1958 y 22 millones en 1970, cuando su población alcanzaba los 100 millones. Para un país rico, eso demuestra el contraste con Estados Unidos: en 1960, el 90 % de los hogares norteamericanos poseían una televisión; en Japón, apenas había 6 millones.
Cuando la televisión se convirtió en un producto de masas fuera de Estados Unidos, fue como vehículo internacional de las partes menos interesantes, satisfactorias o iluminadoras de la cultura estadunidense, a pesar del talento de muchos de los guionistas. Ni el rock ‘n’ roll ni Hollywood podían competir. Incluso se exportó el papel algo ridículo de las mujeres en la televisión estadunidense de los años cincuenta y sesenta. Innumerables telenovelas mostraban a las amas de casa suburbanas esperando pacientemente a que sus maridos volvieran del trabajo mientras usaban un electrodoméstico tras otro para facilitarse la vida. La televisión estadunidense de calidad —noticieros, talk shows, entrevistas, teatro— no era exportable en ese entonces, así que no se exportó.
La civilización estadunidense también le brindó al mundo la comedia musical moderna. Aunque disfrute de muchos legados —la ópera europea, los espectáculos minstrel en el sur y las operetas británicas de Gilbert y Sullivan—, para la década de 1920, se había convertido en el epítome de la cultura popular estadunidense. Quizás las Ziegfeld Follies hayan sido la primera amalgama de música, baile, actuación, producción y canto en un espectáculo importante; a partir de1920, el género se consolidó como una creación estadunidense. Sus autores son el orgullo del país: Cole Porter, Rodgers y Hammerstein, George Gershwin, Irving Berlin. Oklahoma, de 1943, fue el primer musical bien pulido, que combinaba estrellas de la actuación —sobre todo vocalistas femeninas—, compositores, coreógrafos, producción de escenario, orquesta y estilo.
Al pasar de los años, el género evolucionó y los británicos contribuyeron bastante a su éxito en Londres y Broadway. Su popularidad a nivel mundial fue tal que en nuestros días se puede asistir a un musical de Broadway prácticamente en cualquier momento y en cualquier ciudad del mundo. Las generaciones subsecuentes mantuvieron viva la tradición, con éxito creciente: autores como Andrew Lloyd Weber, Bob Fosse y Lin-Manuel Miranda. Los musicales son el compendio de todo lo que he descrito en términos de apertura, receptividad y paradoja. ¿Dónde más compondría el nieto de puertorriqueños hispanohablantes un musical en inglés —sobre un migrante indocumentado del Caribe que se convirtió en Secretario del Tesoro—y ganaría millones de dólares en Broadway?
Los musicales encierran tres maravillosas virtudes culturales de Estados Unidos. Primero, un optimismo sin límites: hay pocos musicales trágicos, como Amor sin barreras. La mayoría cuentan con final feliz. La segunda es un profesionalismo sin igual: todos hacen lo suyo a la perfección, ya sea actuar, cantar, bailar, el vestuario, la producción, la publicidad o las giras nacionales e internacionales. Y la tercera: recursos, organización y gestión de proyectos al servicio de la alegría y la felicidad. Es difícil imaginar algo más estadunidense, o a algún otro pueblo produciendo algo como los musicales. Quienes los menosprecian no saben de lo que se pierden, ya sea que les guste una obra en particular u otra.
La civilización estadunidense es tan inseparable de su cultura como la Coca y McDonald’s de Stephen Spielberg y Spike Lee, como Levi’s de Phillip Roth, como la lengua inglesa del hip-hop y el rap, como Jimi Hendrix de Yo-Yo Ma. Los extranjeros consumen todo lo anterior, pero desdeñan intelectualmente la baja cultura pop mientras idolatran los museos, editoriales, salas de conciertos y espectáculos de rock. A los estadunidenses les frustra que los latinoamericanos, europeos e indios se sientan superiores y elijan con hipocresía: Jonathan Franzen, sí; la versión estadunidense de House of Cards, no. Todos tienen razón y carecen de ella a la vez.
Hay pocos aspectos de la vida en Estados Unidos que desconciertan, provocan y maravillan a los extranjeros tanto como su cultura multifacética de doscientos años de antigüedad. Es receptiva, ubicua, producida y consumida en masa, multicultural y autoritaria, se encuentra amalgamada con otros aspectos del poder suave de Estados Unidos y siempre resulta irritante. Le dio al mundo el jazz, el blues y el rock ‘n’ roll, pero también a Mickey Mouse y al Pato Donald. El primero llegó a los cines mexicanos en 1933, y a la televisión en 1968.
En parte por esas razones, Estados Unidos no cuenta con un Ministerio de Cultura, a diferencia de la mayoría de los gobiernos actuales, ni con agregados culturales en gran parte de sus embajadas. No los necesita. Como comentó Jean Baudrillard: “No existe un discurso cultural. No hay ministerio, comisiones, subsidios ni promoción cultural”. Los representantes culturales de Estados Unidos en el extranjero, y su aparato cultural en casa, son diferentes, en parte, porque debían ganar dinero. Las civilizaciones no adscriben agregados culturales. Ofrecen algo más.
Este pasaje forma parte del capítulo “Bendiciones de la civilización estadunidense”, a su vez parte del ambicioso libro de Jorge G. Castañeda sobre la historia y el ethos profundo de ese país: Estados Unidos en la intimidad y en la distancia, que será publicado este verano por Penguin Random House en castellano y por Oxford University Press en inglés, con el título America through Foreign Eyes. Hemos suprimido las notas al pie de página, que abundan más que eruditamente en el original, para dejar fluir el texto.
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