“En términos de estilo, fue con El fuego fatuo con el que realmente encontré lo que me parecía correcto, la mejor forma de expresar lo que tenía en mente”
-Louis Malle
Tras rodar su cortometraje documental sobre el Tour de Francia e ir dos veces a Argelia con la intención de hacer un documental que no se hizo realidad, Louis Malle regresa a Paris en el otoño de 1962 con el propósito de escribir el guion de su siguiente filme. Tiene la idea de relatar la historia de un hombre joven que decide suicidarse. En la cabeza tenía el recuerdo trágico de un amigo suyo, un periodista que les dijo a sus familiares y conocidos que se iba de viaje y días más tarde fue encontrado muerto en su casa: se había suicidado con un arma de fuego. Malle empezó a trabajar en el concepto, haciendo del protagonista un hombre con problemas de alcoholismo que tras una larga noche se mata al amanecer. La amenaza terrorista de la OAS (Organisation de l’Armée Secrète) que se extendía en esos momentos sobre toda París añadía, además, una larga sombra sobre el personaje. Tentativamente el proyecto se llamó Assez de champagne o Trente ans ce soir.
Malle no estaba conforme con lo que había escrito y a propósito del tema un amigo le comentó del libro El fuego fatuo que había acabado de leer. Malle recordó haberlo leído después de concluida la Segunda guerra Mundial. Volvió a repasarlo y entendió que debía adaptar esta novela de Pierre Drieu La Rochelle publicada en 1931 e inspirada en el suicidio del poeta surrealista Jacques Rigaut, amigo cercano del autor, y cuya muerte le provocó un gran sentimiento de culpa. Drieu La Rochelle había sido un colaboracionista y miembro del fascista Partido Popular Francés (PPF) y tras la guerra se suicidó en 1945.
Malle hizo la adaptación del libro él solo, tratando de ser muy fiel al texto, excepto en el momento en que suceden los hechos: los llevó al tiempo presente para estar aún más cercano a un relato y a un guion a los que él se sintió estrechamente vinculado. También hizo del personaje un alcohólico, no un adicto al opio y a la heroína. “De alguna forma estaba tratando de esconderme detrás de Drieu La Rochelle y de Jacques Rigaut, y de esta historia que no era la mía. Pero realmente lo era, me sentí muy involucrado. Ocurría que había llegado a los treinta años y eso siempre es un momento difícil. Pensaba que ya no era joven, como Alain Leroy, el personaje del libro y del guion. Yo era Alain Leroy” (1), contaba Malle. El guion estuvo listo en las primeras semanas de 1963.
El fuego fatuo (Le Feu follet, 1963) se rodó en la primavera –en locaciones auténticas de París y Versalles e inicialmente a color, para luego decidirse por un austero blanco y negro– y se montó rápidamente para estar listo para estrenarse en el Festival de Cine de Venecia. El futuro realizador alemán Volker Schlöndorf, que había sido practicante en Zazie en el metro, fue el asistente del director en esta cinta. Aunque Malle pensó hacer el filme con actores naturales –incluso hizo algunos castings con pintores, escritores y gente conocida suya- buscó finalmente como protagonista al actor que protagonizó Ascensor para el cadalso, Maurice Ronet, que no solo era su amigo, sino que se le parecía físicamente, pese a ser cinco años mayor. El interprete se encontraba rodando en Madrid y aceptó el papel incluyendo la exigencia de Malle de perder veinte kilos para lograr el aspecto emaciado que se requería para interpretar a Alain. Junto él estarían Léna Skerla, Alexandra Stewart (que va a ser pareja de Malle y la futura madre de su hija Justine) y Bernard Noël, mientras Jeanne Moreau haría un cameo. El resto son actores de teatro y personas sin mayor experiencia artística.
Ronet es prácticamente un alter ego de Malle dentro y fuera del filme: compartían el gusto por la noche y el alcohol; es la ropa de Malle la que hay en el closet y en los armarios de la habitación del personaje, incluso la pistola que aparece en el filme es de su propiedad. Nunca antes Malle se había sentido tan cercano a un actor y a su personaje como aquí, incluso por momentos lamentaba que fuera Ronet, cuya interpretación no siempre lo dejaba satisfecho, y no él mismo quien representara a Alain, tal era el grado de identificación que sentía. Pese a las prevenciones y celos de Malle, el de El fuego fatuo fue el rol más importante de la carrera de Maurice Ronet, quien fallecería en 1983. Y para el propio Malle esta película fue la más satisfactoria de la etapa inicial de su carrera. Significó además el inicio de su asociación profesional con la montajista Suzanne Baron, quien va a acompañarlo hasta 1984.
Malle –quien siempre pareció lograrlo todo precozmente- vivió una fuerte crisis personal el 30 de octubre de 1962, cuando cumplió treinta años. La ansiedad y la desazón lo rodeaban, sus filmes eran exitosos pero demasiado diferentes en temas y estilos, mientras Godard, Truffaut y Chabrol -tras las banderas de la “nueva ola”- imponían una revolución estética de la que él no se sentía parte. Además como lo expresa Philippe Collin -quien colaboró en la puesta en escena de este filme- en el cortometraje documental Malle’s Fire Within producido por Abbey Lustgarten en 2008 para la Criterion Collection: “Truffaut era el hombre que amaba a las mujeres, Godard fue el hombre que dio a luz al cine, Chabrol era el gran sátiro de la burguesía y Malle no tenía una imagen asociada con él”. En una entrevista en video realizada en septiembre de 1994 por la periodista Angelika Wittlich para la televisión alemana, Malle confesaba que en ese entonces “pensaba «si fuera realmente honesto, diría hasta aquí llegué. Ya hice lo que tenía que hacer». No quería convertirme en un adulto. No quería volverme alguien que fuera parte del establecimiento”. El fuego fatuo fue su forma de exorcizar esa crisis personal, reconocerse a sí mismo como un ser egocéntrico, agresivo, noctámbulo, obsesionado con su trabajo y que en ese momento no era exactamente un buen ser humano.
Alain Leroy (Maurice Ronet), exoficial del ejército francés y que combatió en Argelia, es un fracaso como adulto. Adicto al alcohol, jamás quiso asumir las responsabilidades que implicaba madurar y por eso lo suyo es una eterna y cómoda adolescencia sin compromisos ni ataduras. Separado hace seis meses de su esposa estadounidense –que vive en Estados Unidos, pero sostiene sus gastos médicos- se refugia en una clínica de reposo en Versalles para desintoxicarse de su alcoholismo, con frecuentes fugas a encontrarse con antiguas amantes. Alain ya está curado, pero no desea salir al mundo y enfrentarlo. En la casa de reposo hacen todo por él, incluso pensar. Su habitación es ahora su mundo. Ahí están sus libros, su música, las fotos de su mujer, su diario, sus insólitos recortes de prensa. Y un espejo, al que volveremos una y otra vez, donde se lee una fecha que es como una cita, como una premonición: 23 de julio. Confrontado por el director de la clínica, que ya no ve justificación a su estadía, Alain decide ir a París a volver sobre sus pasos previos.
La película es esa visita que Alain hace a su pasado, a sus amigos de antaño. Quizá en el fondo lo que anhela sea constatar que nada ha cambiado, que todos siguen siendo como él, que el tiempo se detuvo para todos y que él podrá encajar sin problemas entre ellos. Pero no. Sus compinches se han asentado, las aventuras y el desenfreno han terminado, la fiesta ya se acabó. Alain se quedó rezagado y no sabe cómo volverse un hombre, quizá sencillamente no desea hacerlo. Le sigue interesando el dinero fácil, las mujeres, la vida disoluta llena de acción y cero responsabilidades. Le horroriza envejecer. En una visita que hace al hogar de uno de sus antiguos compañeros, el “camarada” Dubourg, lo encuentra casado y con dos hijas, convertido en un feliz hombre de familia. Ambos se van a caminar y Dubourg le dice con la certeza de un diagnóstico clínico: “He envejecido. Sí, he envejecido. Ya no tengo esperanza, pero sí una certeza: salí de mi juventud para entrar en otra vida. Tú le das la espalda. Te niegas a ser adulto. Te quedas hundido en tu adolescencia. De ahí viene tu angustia”. Luego hablan de mujeres y Alain se reconoce incapaz de amarlas, pero dependiente por completo de ellas: “solo a través de ellas tengo la impresión de contactar con las cosas”, le dice Alain. Es en esta caminata despreocupada en que ambos se topan con una aparición que dura escasos diez segundos, una bellísima mujer, parecida a Natalie Wood, que se baja de un taxi y se queda mirándolos. Parece algo espontáneo, documental, un momento improvisado que hubiera tomado con la guarda baja a Malle y a los actores, pero que les sirvió para seguir hablando del embeleso –y el temor- que a Alain le producen las mujeres. Seres que, por cierto, en este filme no hacen sino consentirlo. Ellas siempre fueron su dicha y su ruina.
“Me hubiera gustado tanto ser amado, que creo que amo”, le dice Alain más tarde a Bostel, otro interlocutor. Su sed de amar y su incapacidad para hacerlo se antojaban una carga existencial demasiado grande para él. Se reconoce incapaz de tocar realmente a alguien, de llegar al fondo de otro ser. “No puedo extender mis manos, no puedo tocar las cosas, además cuando las toco, no siento nada”, afirma el personaje, víctima de un hastío vital que no tiene reversa.
Es evidente además que en todas las visitas que hace en París habla indirectamente de sus intenciones de suicidarse. “He venido a despedirme”, le dice a Eva (Jeanne Moreau), otra de sus antiguas amistades. Ella y todos los demás parecen no comprender la real dimensión de sus palabras, pero a todos les dice adiós. Él no va a ser capaz de cambiar ni de crecer. No tiene un camino diferente a terminar con su vida. En eso la película está muy en sintonía con las corrientes existencialistas del cine de los años sesenta, tal como Antonioni y Bergman proponían. De regreso a su habitación en la casa de reposo, Alain termina de leer El gran Gatsby:
No se había dado cuenta de que ya se encontraba más allá de él, en algún lugar- allende la vasta penumbra de la ciudad, donde los oscuros campos de la república se extendían bajo la noche.
Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros. En ese entonces nos fue esquivo, pero no importa; mañana correremos más aprisa extenderemos los brazos más lejos… hasta que, una buena mañana…
De esta manera seguimos avanzando con laboriosidad, barcos contra la corriente, en regresión sin pausa hacia el pasado.
Concluyen así las palabras de F. Scott Fitzgerald. Alain cierra el libro. Y se libera para siempre. No solo él: para Louis Malle hacer El fuego fatuo también fue una liberación, una necesaria liberación. Ahora podía seguir caminando, ya no tenía deudas consigo mismo.
Referencias:
1. Philip French (Ed.), Malle on Malle, Londres, Faber and Faber, 1996, p. 39
https://www.tiempodecine.co/web/la-fiesta-se-ha-acabado-el-fuego-fatuo-de-louis-malle/
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