Texto de Bertrand Russell, publicado en Principios de Reconstrucción Social.
Por Bertrand Russell
El ser humano teme al pensamiento más de lo que teme a cualquier otra cosa del mundo; más que la ruina, incluso más que la muerte.
El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructivo y terrible. El pensamiento es despiadado con los privilegios, las instituciones establecidas y las costumbres cómodas; el pensamiento es anárquico y fuera de la ley, indiferente a la autoridad, descuidado con la sabiduría del pasado.
Pero si el pensamiento ha de ser posesión de muchos, no el privilegio de unos cuantos, tenemos que habérnoslas con el miedo. Es el miedo el que detiene al ser humano, miedo de que sus creencias entrañables no vayan a resultar ilusiones, miedo de que las instituciones con las que vive no vayan a resultar dañinas, miedo de que ellos mismos no vayan a resultar menos dignos de respeto de lo que habían supuesto.
¿Va a pensar libremente el trabajador sobre la propiedad? Entonces, ¿qué será de nosotros, los ricos? ¿Van a pensar libremente los muchachos y las muchachas jóvenes sobre el sexo? Entonces, ¿qué será de la moralidad? ¿Van a pensar libremente los soldados sobre la guerra? Entonces, ¿qué será de la disciplina militar?
¡Fuera el pensamiento!
¡Volvamos a los fantasmas del prejuicio, no vayan a estar la propiedad, la moral y la guerra en peligro!
Es mejor que los seres humanos sean estúpidos, amorfos y tiránicos, antes de que sus pensamientos sean libres. Puesto que si sus pensamientos fueran libres, seguramente no pensarían como nosotros. Y este desastre debe evitarse a toda costa.
Así arguyen los enemigos del pensamiento en las profundidades inconscientes de sus almas. Y así actúan en las iglesias, escuelas y universidades.
En la vida cotidiana de la mayoría de las personas el miedo desempeña un papel de mayor importancia que la esperanza; están preocupadas pensando más en lo que los otros les puedan quitar que en la alegría que pudiesen crear en sus propias vidas y en las vidas de los que están en contacto con ellas.
No es así como hay que vivir. Aquellos cuyas vidas son provechosas para ellos mismos, para sus amigos o para el mundo, están inspirados por una esperanza y sostenidos por la alegría; ven en su imaginación las cosas como pudieran ser y el modo de realizarlas en el mundo.
En sus relaciones particulares no se preocupan de encontrar el cariño o respeto de que son objeto; están ocupados en amar y respetar libremente, y la recompensa viene por sí, sin que ellos la busquen. En su trabajo no tienen la obsesión de los celos por sus rivales, sino que están preocupados con la cosa actual que tienen que hacer. No gastan en política, tiempo ni pasión defendiendo los privilegios injustos de su clase o nación; tienen por finalidad hacer el mundo en general más alegre, menos cruel, menos lleno de conflictos entre doctrinas rivales y más lleno de seres humanos que se hayan desarrollado libres de la opresión que empequeñece y frustra.
Muchos hombres y mujeres desearían servir a la Humanidad, pero están perplejos y su poder parece infinitesimal. La desesperación se apodera de ellos; los que tienen las pasiones más fuertes sufren más por el sentido de su impotencia y están más propensos a la ruina espiritual por falta de esperanza.
En tanto que creamos solamente en el inmediato futuro, no es mucho lo que podemos hacer.
No podemos destruir el excesivo poder del Estado o de la propiedad privada.
No podemos, en estos momentos y entre nosotros, llevar una nueva vida a la educación.
Debemos reconocer que el mundo está gobernado con un espíritu erróneo y que un cambio de espíritu no puede venir de un día a otro.
Debemos poner nuestras esperanzas en el mañana, tiempo en que lo que se piensa hoy por unos pocos sea el pensamiento común de muchos.
Si tenemos valor y paciencia podemos pensar los pensamientos y sentir las esperanzas porque, más pronto o más tarde, serán inspirados los hombres, y la debilidad y el desaliento se convertirán en energía y ardor.
Por esta razón, lo primero que debemos hacer es ser claros en nuestras propias mentes en cuanto a la clase de vida que creemos buena y a la clase del cambio que deseamos en el mundo.
Bertrand Russell: Principios de Reconstrucción Social. Londres (1916)
El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructivo y terrible. El pensamiento es despiadado con los privilegios, las instituciones establecidas y las costumbres cómodas; el pensamiento es anárquico y fuera de la ley, indiferente a la autoridad, descuidado con la sabiduría del pasado.
Pero si el pensamiento ha de ser posesión de muchos, no el privilegio de unos cuantos, tenemos que habérnoslas con el miedo. Es el miedo el que detiene al ser humano, miedo de que sus creencias entrañables no vayan a resultar ilusiones, miedo de que las instituciones con las que vive no vayan a resultar dañinas, miedo de que ellos mismos no vayan a resultar menos dignos de respeto de lo que habían supuesto.
¿Va a pensar libremente el trabajador sobre la propiedad? Entonces, ¿qué será de nosotros, los ricos? ¿Van a pensar libremente los muchachos y las muchachas jóvenes sobre el sexo? Entonces, ¿qué será de la moralidad? ¿Van a pensar libremente los soldados sobre la guerra? Entonces, ¿qué será de la disciplina militar?
¡Fuera el pensamiento!
¡Volvamos a los fantasmas del prejuicio, no vayan a estar la propiedad, la moral y la guerra en peligro!
Es mejor que los seres humanos sean estúpidos, amorfos y tiránicos, antes de que sus pensamientos sean libres. Puesto que si sus pensamientos fueran libres, seguramente no pensarían como nosotros. Y este desastre debe evitarse a toda costa.
Así arguyen los enemigos del pensamiento en las profundidades inconscientes de sus almas. Y así actúan en las iglesias, escuelas y universidades.
En la vida cotidiana de la mayoría de las personas el miedo desempeña un papel de mayor importancia que la esperanza; están preocupadas pensando más en lo que los otros les puedan quitar que en la alegría que pudiesen crear en sus propias vidas y en las vidas de los que están en contacto con ellas.
No es así como hay que vivir. Aquellos cuyas vidas son provechosas para ellos mismos, para sus amigos o para el mundo, están inspirados por una esperanza y sostenidos por la alegría; ven en su imaginación las cosas como pudieran ser y el modo de realizarlas en el mundo.
En sus relaciones particulares no se preocupan de encontrar el cariño o respeto de que son objeto; están ocupados en amar y respetar libremente, y la recompensa viene por sí, sin que ellos la busquen. En su trabajo no tienen la obsesión de los celos por sus rivales, sino que están preocupados con la cosa actual que tienen que hacer. No gastan en política, tiempo ni pasión defendiendo los privilegios injustos de su clase o nación; tienen por finalidad hacer el mundo en general más alegre, menos cruel, menos lleno de conflictos entre doctrinas rivales y más lleno de seres humanos que se hayan desarrollado libres de la opresión que empequeñece y frustra.
Muchos hombres y mujeres desearían servir a la Humanidad, pero están perplejos y su poder parece infinitesimal. La desesperación se apodera de ellos; los que tienen las pasiones más fuertes sufren más por el sentido de su impotencia y están más propensos a la ruina espiritual por falta de esperanza.
En tanto que creamos solamente en el inmediato futuro, no es mucho lo que podemos hacer.
No podemos destruir el excesivo poder del Estado o de la propiedad privada.
No podemos, en estos momentos y entre nosotros, llevar una nueva vida a la educación.
Debemos reconocer que el mundo está gobernado con un espíritu erróneo y que un cambio de espíritu no puede venir de un día a otro.
Debemos poner nuestras esperanzas en el mañana, tiempo en que lo que se piensa hoy por unos pocos sea el pensamiento común de muchos.
Si tenemos valor y paciencia podemos pensar los pensamientos y sentir las esperanzas porque, más pronto o más tarde, serán inspirados los hombres, y la debilidad y el desaliento se convertirán en energía y ardor.
Por esta razón, lo primero que debemos hacer es ser claros en nuestras propias mentes en cuanto a la clase de vida que creemos buena y a la clase del cambio que deseamos en el mundo.
Bertrand Russell: Principios de Reconstrucción Social. Londres (1916)
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