Entrevista a Víctor Guédez

 Educador, crítico de arte, consultor de empresas, Víctor Guédez es autor de más de treinta libros dedicados a la Educación, la Gerencia, las Artes visuales y más. El más reciente se titula “Liderar, emprender y gerenciar la crisis”

Víctor Guédez / Vasco Szinetar©

Por NELSON RIVERA

Comienza usted por establecer en Liderar, emprender y gerenciar la crisis una premisa: el liderazgo debe tener fundamento ético. ¿Es posible un liderazgo ético? ¿Acaso el liderazgo no supone ventajas sobre los demás? Por su naturaleza, ¿no tiende al exceso, a la manipulación, al aprovechamiento, al uso de la superioridad? ¿El líder, para serlo, no está obligado a tener una relación flexible con postulados como “no hacer daño”, “hacer el bien”, “ser mejor” y “hacer mejor al otro”? 

—Las posibles respuestas a este conjunto de inquietudes se despejan al precisar lo que entendemos por liderazgo. Esta delimitación es necesaria porque el espacio que separa a un líder de un déspota es más estrecho de lo que generalmente se piensa. Recordemos que un líder es aquel que es capaz de influir, inspirar e involucrar a sus seguidores. Se influye cuando se logra despertar en el otro la admiración suficiente para asegurar, no solo un seguimiento miope, sino fundamentalmente para estimular una actitud de fidelidad y lealtad, así como de valoración y aprecio. Pero el líder también es capaz de inspirar, en tanto que fomenta el agigantamiento y la autoestima del otro en función de hacerlo sentir que es capaz de redimensionar sus fuerzas y de conquistar capacidades que superen sus propias expectativas. Además de influir y de inspirar, el líder ejerce la disposición conveniente para que los seguidores se involucren como resultado de identificarse con las visiones, propósitos, aspiraciones y esperanzas que ese líder profesa. En definitiva, un líder influye, inspira e involucra simultáneamente a quienes creen en él y a quienes lo siguen con una motivada identificación.

Pero es justamente en ese punto de culminación donde surge una desafiante exigencia que se expresa en la pregunta: ¿acaso esos tres atributos del líder no han privilegiado también las conductas y logros de déspotas como Hitler, Mussolini, Stalin, Pinochet y de otros que lamentablemente están muy cerca? La respuesta  es obvia, ya que estas características fueron asumidas por los referidos personajes con destacadas y desatadas relevancias. Sin duda, esta estremecedora semejanza nos precisa con perentoriedad lo que permite distinguir a un líder de un déspota y es, en este marco, donde se entroniza una cuarta palabra que igualmente se inicia con la letra “i”. Nos referimos al vocablo internalizar. Mientras el déspota influye, inspira e involucra, también ejerce el efecto de internalizar en el otro sus peores sentimientos y sus más subalternas actitudes, es decir, fomenta la peor versión humana de sus seguidores. El odio, el resentimiento, la venganza, la envidia y la lucha de clases se concretan en la suprema aspiración de acabar con los distintos para lograr que todos seamos iguales. En síntesis, el déspota incentiva en sus seguidores la disposición de destruir toda presencia y toda realidad que no se ajuste a las convicciones que impone.

En cambio, el líder igualmente fomenta la interiorización de creencias, pensamientos, sentimientos y actitudes, pero en función de la conquista de su mejor versión humana y de su más amplia aspiración constructiva, y en este sentido, se orienta hacia la consecución de hacer el bien, haciendo bien las cosas y sintiéndose bien consigo mismo. Desde esta perspectiva se transmiten las convicciones en los derechos humanos, la identificación con la idea de cohesión social y el compromiso con la conquista de una realidad en donde la pluralidad y el diálogo condicionen los avances de una armonía sostenible.

Al regresar a las cuestiones expuestas en las preguntas, podríamos puntualizar que mientras el déspota manipula a partir del ejercicio del poder, el líder más bien incentiva en función de su autoridad. Y sólo desde esta perspectiva se puede trabajar en favor de una conciencia ética que se imponga mediante cuatro planos consecutivos y complementarios como son: “No hacer daño”, “Hacer el bien”, “Crecer como consecuencia de hacer el bien” y “Hacer mejor al otro”.

Define usted lo estratégico como un campo de atributos y, a continuación, establece un vínculo entre fundamentación ética y fundamentación estratégica. Me interesa, de forma especial, el vínculo entre competitividad y honestidad. 

—Con el propósito de fundamentar mejor la respuesta preferiría comenzar por atender la segunda parte de la pregunta. De esta manera, diríamos que una manera adecuada de precisar la diferencia entre competitividad y honestidad consiste en recordar los diversos alcances del vocablo “competitividad”. Dependiendo de las distintas perspectivas que se adopten resultarán acepciones muy disímiles. Si por ejemplo apoyamos la competitividad en el espíritu de lo militar tendríamos que pensar que ella consiste en la capacidad de acabar con el enemigo. En cambio, si el término competitividad lo inscribimos en lo deportivo, apreciamos que consiste en la posibilidad de llegar primero que el resto de los competidores. Si, por el contrario, derivamos a la competitividad de la naturaleza de lo político, entenderemos que es competitivo quien posee una mayor aptitud para convencer y persuadir a los otros. Como se observa, el mismo término de competitividad conlleva a tres acepciones, como son: eliminar al oponente, dejar atrás al competidor y favorecer el acompañamiento del otro. Pero, más allá de las valoraciones asociadas a estas connotaciones, aún queda una última interpretación del carácter estratégico. Desde esta perspectiva, la competitividad se entiende como la capacidad de asegurar el mejoramiento progresivo y sostenido que, en lugar de tomar como referencia al otro o a los otros, se asuma el desafío de confrontarse consigo mismo para incentivar el avance y para ampliar las aptitudes que permitan atender las exigencias derivadas de las demandas propias de un entorno incierto y turbulento. En el contexto planteado, brota la idea de una actitud transparente que sugiere, el imperativo de no poder engañarse a sí mismo y el deber de no engañar a los otros, pues de lo contrario se perdería la capacidad para aceptar una determinada realidad y la vocación para comprender la energía propia del progreso. Son precisamente estos significados los que calzan con la idea de honestidad. No sobra anotar, aunque sea de soslayo, que la dimensión del término competitividad, entendida a partir de exigencia de honestidad, ha dado entrada a la palabra “coopetencia”, la cual sugiere que así como las “ventajas comparativas” cedieron paso a las “ventajas competitivas”, ahora afloran las “ventajas cooperativas” como esperanza de un mundo armónico y sostenible, en donde es factible competir y cooperar al mismo tiempo.

Pero al retomar nuestra respuesta relacionada con la competitividad y la honestidad, tendríamos que convocar otra idea clave como es la relacionada con la reputación. De entrada, anotemos que la reputación es lo que resulta de competir con honestidad, es decir, de mejorar continuamente para reducir la brecha entre lo que se dice que se hace y lo que realmente se hace. Dicho de manera metafórica, la reputación revela el esfuerzo para llegar a ser lo que se pretende aparentar. Y en este orden, debe aceptarse una realidad política: sin duda da mejores resultados tener reputación que portarse bien, pero el problema es que no puede conseguirse lo primero sin lo segundo. Dentro de este recuadro se perfilan las dimensiones éticas y estratégicas del esfuerzo empresarial, porque así como la pausa no es música pero es parte de la música, igualmente, la ética no es el negocio pero es parte del negocio. Esto se entiende al comprender la secuencia siguiente: la presencia de una empresa en el mercado, o “posicionamiento”, está condicionada por su “reputación”, y la reputación está apuntalada, en un elevado porcentaje, en el desempeño ético y en la conducta responsable de las empresas; en consecuencia, la ética termina siendo un “valor productivo”, como diría el Premio Nobel de Economía Amartya Sen. En síntesis, llega un momento en el cual lo ético y lo estratégico funcionan de manera semejante a las dos alas de un avión.

¿El oportunismo (RAE: “Actitud que consiste en aprovechar al máximo las circunstancias que se ofrecen y sacar de ellas el mayor beneficio posible”) empresarial es ético? ¿El oportunismo político es ético?

—La atención a esta pregunta nos invita, como paso previo, a diferenciar el término “oportunismo” de la expresión “sentido de oportunidad”, ya que el primero se inscribe en la idea de aprovechar situaciones sin contemplar el sentido de los valores y las implicaciones de los escrúpulos, en cambio, la segunda remite a la actitud de explorar e identificar realidades favorables y circunstancias propicias para aprovecharlas en función de una visión, de una misión y de unos valores que perfilan el carácter de una empresa. Justamente, la proyección de lo estratégico se deriva de tener un esclarecido sentido de orientación y este, a su vez, viene dado precisamente de la capacidad para alcanzar la visión, consolidar la misión y afianzar los valores. Este empeño es lo prioritario para las empresas con vocación ética y estratégica, ya que les proporciona la brújula y la carta de navegación. La misión, visión y valores de una organización reportan la pauta para la estructuración de los negocios y para la vinculación con su función social.

Con base en lo expuesto procede recordar que las empresas nacen como consecuencia de las oportunidades que le proporcionó la sociedad, además, ellas crecen y se desarrollan a partir de las condiciones que le ofrece la sociedad, y finalmente aseguran su destino en función de la prospectiva social que le reporta la sociedad. En consecuencia, las empresas deben retribuir lo que la sociedad les ha proporcionado, deben compartir con la sociedad sus ganancias y también tienen que compensar los efectos negativos que se asocien a sus particulares operaciones. Al final, las sociedades terminan por comportarse frente a las empresas de manera equivalente a como las empresas se comportaron con la sociedad.

Como derivación de lo planteado aflora una comparación ilustrativa: nos referimos a que así como existen personas que viven para comer, dormir y respirar, mientras que otras comen, duermen, respiran para vivir, asimismo hay empresas que viven para producir dinero y otras que producen dinero para vivir. Pues bien, las primeras tienen un horizonte menos proyectado que las segundas, ya que pierden la razón social de su existencia. En el mismo orden de estas correspondencias procede otra importante equivalencia. Nos referimos a que así como una persona no puede estar bien consigo misma si no está bien con los demás y no puede estar bien con los demás si no está bien consigo misma, de manera semejante una empresa no puede estar bien consigo misma si no está bien con el entorno, y tampoco puede estar bien con el entorno si no está bien con ella misma. Pues bien, en medio de estos entrecruzamientos se entiende la importancia de la relación empresa-sociedad. A la empresa de hoy le corresponde entender que ella no está frente a la sociedad, ni comparte responsabilidades con la sociedad, sino que, en definitiva, es parte de la sociedad y que sus destinos están entrelazados.

No podemos terminar esta respuesta sin una alusión rápida a que, dentro de la desagregación de las diferencias entre el líder, el emprendedor y el gerente, hemos anotado que el sentido de oportunidad es el eje condicionador de la actitud de un emprendedor. Esta sensibilidad es esencial, entre muchas otras razones conceptuales y técnicas, por aquella sentencia de Omar Khayyam según la cual en la vida solo hay cuatro cosas que no retornan: la palabra proferida, la flor deshojada, el agua derramada y la oportunidad perdida.

—¿El precepto “lograr la mayor rentabilidad con la menor inversión posible” es ético? ¿Cómo se relaciona esta lógica con la de la Responsabilidad Social Empresarial? 

—La eficiencia, entendida como el máximo rendimiento con los menores recursos, no es el único criterio que pauta las operaciones de las empresas actuales. También existen los criterios de eficacia y efectividad que deben contemplar los impactos y contribuciones sociales de las empresas en favor de la calidad de vida de los consumidores y de la conquista de la sostenibilidad.

A partir de ese escueto enunciado, puede sostenerse que el concepto y propósito de la empresa ha cambiado mucho desde 1970, cuando Milton Friedman estableció que la responsabilidad de la empresa era generar el máximo rendimiento al accionista sin atentar contra las obligaciones morales de su actividad. Esta apreciación restrictiva y economicista de la empresa fue sucesivamente matizada hasta que en 1980 Edward Freeman puntualizó que la acción de la empresa está orientada a la atención de sus grupos de interés, lo que implica que además de asegurar el máximo rendimiento del accionista con la menor inversión posible ya expuesta por el premio Nobel antes citado también debían ser igualmente considerados todos aquellos con los cuales la empresa se relaciona. Freeman consideraba que se entiende por grupo de interés a toda persona o grupo de personas que es afectada por la acción de la empresa o a toda persona o grupo de personas que afecta a la empresa con sus acciones. En el ámbito de esta amplia acepción, las empresas no solo deben preocuparse por sus accionistas, sino también por los trabajadores, proveedores, distribuidores, clientes, consumidores y demás personas que conforman el contexto donde operan, sin dejar por fuera el medio ambiente y las generaciones futuras. Esta tesis ya perfilada, avanzada y afianzada en los 90, se ha consolidado con el tiempo, e incluso ha sido relegitimada y relanzada por la declaración producida por la “Business Roundtable”, que es la asociación de ejecutivos jefes de las más grandes empresas norteamericanas, que en su última reunión de 2019 redefinió su propósito hacia la atención a los “Stakeholder” (grupos de interés) que van mucho más allá de los accionistas. De esta manera, Freeman sustituye a Friedman en el criterio de gestionar los negocios.

En función de lo expuesto, es posible establecer una correspondencia entre cada uno de los cuatro planos de la ética y los cuatro planos de las estrategias de la RSE. En una suprema síntesis destaquemos que la ética es “no hacer daño”, “hacer el bien”, “crecer como consecuencia de hacer el bien” y “hacer mejor al otro”. Pues bien, a cada una de estas instancias corresponde una estrategia. No hacer daño se corresponde con que la empresa genere empleo, cumpla las leyes y pague sus impuestos. Por su parte, hacer el bien se corresponde con iniciativas de filantropía expresadas como patrocinios, apoyos y colaboraciones. En este orden, crecer como consecuencia de hacer el bien se corresponderá con acciones de inversión social que sean medidas por la tasa de retorno que proporcionan y por el mejoramiento de las condiciones de los beneficiarios. Finalmente, hacer mejor al otro se corresponderá con la integración social en donde el criterio de asociación y de beneficio recíproco prevalezca. Si queremos exponer estas cuatro estrategias de manera más coloquial, deberíamos hablar de dar un pescado, enseñar a pescar, regalar una caña y, por último, salir a pescar juntos. O también podría pensarse en acciones para ayudar al pobre para que sea menos pobre, en asegurar que deje de ser pobre, y por último, en que al dejar de ser pobre, pueda adquirir las capacidades y oportunidades que le permitan añadirle valor a  su vida, a su familia, a su comunidad y a su país. En estos marcos aparecen las acciones denominadas “Negocios en la base de la pirámide”, “Negocios inclusivos” y “Creación de valor compartido” que son temas sobre los cuales podemos conversar en otra ocasión.

—¿El necesario espíritu productivo y pragmático que predomina en las empresas es compatible con el conocimiento? ¿Qué significa en nuestro tiempo gerenciar el conocimiento?

—Los últimos dos decenios del siglo XX fueron testigos de una expansión de las universidades corporativas que representaban centros destinados a producir, transmitir, aplicar, documentar y legitimar conocimientos y patentes técnicas e industriales. Esta realidad sirvió de espacio e impulso para la gerencia del conocimiento, la cual le permitió a las empresas asumir parte de su responsabilidad educativa. Aunque sea de soslayo hay que recordar la ley 50-30-20 que sostenía que 50% de lo que un profesional sabe lo aprende en su trabajo, mientras que 30% procede de sus iniciativas propias y 20% deviene de su educación formal. También conviene destacar que esas universidades corporativas no nacieron para competir con las universidades académicas sino, muy por el contrario, para repotenciarlas, complementarlas y generar sinergias. Una muestra de ello fueron las relaciones del CIED-Pdvsa y todas las universidades venezolanas, las cuales recibieron beneficios de infraestructura de talleres, de formación de profesores, de becas estudiantiles, de investigaciones compartidas y un largo etcétera. Pero, al retomar el contenido esencial de la pregunta, hay que puntualizar que la gerencia del conocimiento representa, en su estructura básica, promover el conocimiento individual para fomentar el conocimiento de los equipos, en función de impulsar el aprendizaje departamental hasta asegurar la consolidación del aprendizaje de la organización dentro del marco de un tránsito que permitiera pasar de la información, entendida como datos acumulados, al conocimiento, concebido como estructuración y jerarquización de esos datos, hasta llegar a la sabiduría, asumida como capacidad para orientar el saber hacia propósitos éticos, productivos y ciudadanos. En resumen, la gerencia del conocimiento representa una repotenciación individual, grupal, organizacional y nacional en función de la misión y visión de las organizaciones y de acuerdo con la concepción y vocación de país que se pretenda. Estas complejas dimensiones las explico en un libro titulado Aprender a emprender y que se complementa con el subtítulo “De la gerencia del conocimiento a la ética de la sabiduría”.

Escribe usted sobre la tensión entre problemas concretos y actitud frente a ellos. ¿Le parece a usted que lo determinante es la actitud? ¿Acaso no vivimos en un mundo donde cada vez hay más fuerzas irreversibles, como la irrupción digital o el cambio climático, que relativizan el valor de la actitud?

—Pensamos que la importancia de las actitudes se hace cada vez mayor, precisamente, ante la irrupción de las variadas contingencias que caracterizan a un entorno que acrecienta sus manifestaciones turbulentas, impredecibles y complejas. Al pensar, por ejemplo, en las nuevas tecnologías se plantea una actitud especial para adaptarse a cambios muy consecutivos en su secuencia y muy solapados en sus demandas. Esto significa que cuando apenas se comienza a entender algo viene otra versión que se impone con sentido invasivo. Los avances ocurren antes que lo previo finalice, con lo cual el prefijo “hiper” se convierte en el paradigma que gobierna la dinámica de nuestras expectativas. Por esta vía se reclama una actitud diferente a todas aquellas que pautaban las disposiciones anteriores. Ya no cambiamos para lograr algo, sino que cambiamos para ampliar la capacidad de cambiar y para ensanchar las capacidades de seguir cambiando. Tal realidad se enmarca en algunos desafíos bastante exigentes, como son: 1. Aceptar que nunca se va a lograr la armonía. 2. Que en lugar de armonía lo que existe es la posibilidad de armonizar. 3. Que ante la posibilidad de armonizar solo queda agudizar la esencia de la naturaleza humana que no está diseñada para tiempos de sosiego absoluto.

Las puntualizaciones anteriores permiten legitimar que las crisis no son accidentes de la historia, más bien son la manera natural como la historia se desenvuelve.

¿Podría sintetizar en qué su consiste su propuesta de liderazgo tridimensional?

—Hemos expuesto que en cada persona conviven tres perfiles simultáneos como son el del líder, emprendedor y gerente, sin embargo, la presencia de ellos atiende una distribución proporcional diferente en cada uno. Hay personas en las que predomina una inclinación hacia el liderazgo, en otras prevalece el sentido emprendedor, y hay también aquellas en las que prima el sesgo gerencial. En el libro establecemos más de veinte maneras de diferenciar estos perfiles, pero a modo de ilustración procede precisar que el líder es aquel que ve más allá del horizonte en tanto que proyecta su visión a un largo alcance. En cambio, el emprendedor es aquel que posee una especial capacidad para identificar y aprovechar oportunidades. Finalmente, el gerente es quien dispone de la determinación suficiente para tomar las decisiones logísticas que permiten asegurar la continuidad de las operaciones. Ninguna de estas inclinaciones es mejor que las otras, por el contrario, cada una obedece a una importancia ocasional insoslayable. Pues bien, lo importante es que cada persona conozca y acepte sus fortalezas y debilidades, e intente atender las nivelaciones que procedan, sin que esto signifique atentar contra su perfil predominante. Esto se debe a que bien sabemos que se triunfa a partir de las fortalezas y a pesar de las debilidades. El liderazgo tridimensional consiste en admitir el perfil particular que se tiene y, con base en él, intentar que la parte de líder pueda orientar y sensibilizar a las otras para que ellas siempre atiendan el sentido de una dirección y la naturaleza sensible de lo humano.

Su libro puede entenderse como una guía para alcanzar ciertos equilibrios. ¿Por qué es tan difícil que las organizaciones alcancen equilibrios?

—Comencemos por ratificar una de las respuestas anteriores: el equilibrio es un estado imposible de ser conquistado, lo que debe fomentarse es la acción de equilibrar. Aquí la condición infinitiva del verbo es referencial. Esta connotación no solo se aplica a la realidad de las organizaciones sino a todas las entidades y personas. Justamente, en el marco de las organizaciones, Edgar Morin planteó la ley del “óptimo optimizable” según la cual una organización es una reorganización permanente o deja de ser una organización. Esta disposición es también extensible a cualquier otra realidad.

Cada vez más los jefes de las empresas advierten de la dificultad de anticipar la realidad. La disrupción es el género de nuestro tiempo. ¿Es posible aspirar a prevenir, anticipar lo que viene?

—La idea de la anticipación ha cambiado de connotaciones a lo largo del tiempo. Anticipar significaba antes adivinar el destino, entendido como algo previsto e inalterable en el orden de su desenlace. Luego, se habló más bien de tendencias asociadas con las proyecciones de los comportamientos de algunas acciones que apuntaban hacia un porvenir. Pero tanto la idea de destino como el sentido del porvenir se estrellaron contra la realidad. Incluso, recuerdo que Marcuse habló de que tendencia no es destino. Pues bien, ahora en nuestros días lo que prevalece es el alcance del vocablo devenir que significa que la vida se va haciendo en el marco de una tramada red de múltiples entrecruzamientos, y que en este orden solo pueden establecerse escenarios como simples guías de aproximación. Actualmente se legitiman aquellas sentencias que establecen que: “La historia es una loca que responde preguntas que nadie le ha hecho” (Tolstoi); que “La historia y la razón nunca se juntan” (Nietzsche); y que “La historia es lo que ha sido y no lo que ha debido ser” (Gil Fortoul). La historia, en efecto, no obedece a una racionalidad como pretendieron los historicismos asociados a las tesis marxistas. Ninguna versión de ese tipo ha demostrado su validez ni legitimidad, por el contrario, ha promovido frustraciones y fanatismos que, desafortunadamente, han estado acompañadas de muchos sacrificios humanos.

Por último, ¿se parecen las organizaciones a las personas? La sensación que me produjo su libro es que usted, por momentos, habla de ellas como si fuesen personas biológicas y psíquicas.

—Estimo que es posible tender muchas asociaciones metafóricas y metodológicas entre las personas y las organizaciones. Y como derivación de esta posibilidad pueden también encontrarse pautas de transferencia para localizar interpretaciones y comprensiones recíprocas. En todo caso, depende de los casos particulares que se aborden. En el ámbito específico de nuestro tema del líder, emprendedor y gerente, procede admitir que así como hay personas en las cuales predomina uno de estos tres perfiles; igualmente, en las empresas puede operar algo equivalente: hay empresas que visualizan exigencias prospectivas que se convierten en visiones de negocio; también hay otras en las cuales prevalece el sentido emprendedor vinculado al aprovechamiento de circunstancias propicias para la diversificación o reinvención; y por último existen las empresas de servicio en las cuales lo fundamental es la gestión eficiente inscrita en el espíritu gerencial.

Esas opciones de relación entre el comportamiento personal y el desempeño organizacional opera también cuando pensamos en la responsabilidad social. Y esta afirmación se apoya en que si bien es cierto que la responsabilidad es un asunto de naturaleza humana e individual, no es menos cierto que las empresas tienen “personalidad jurídica” y, en consecuencia, deben ejercer sus compromisos. En el orden de este desenvolvimiento podría incluso pensarse en la “personalidad ética” que puedan ellas adoptar.


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