¿El conocimiento está destinado a la vida, debe servir a los fines de los hombres que lo practican o se legitima como un fin en sí mismo?

cropped-hutte.jpg

de Charles Larmore y Paolo Costa

 

En esta conversación, el filósofo estadounidense Charles Larmore, una de las figuras más importantes del pensamiento contemporáneo, dialoga con Paolo Costa sobre la naturaleza y función del conocimiento. ¿El conocimiento está destinado a la vida, debe servir a los fines de los hombres que lo practican o se legitima como un fin en sí mismo?
El artículo fue publicado en el número 46 de la revista La sociedad de los individuos].

 

Charles Larmore : Cuando nos preguntamos "¿para qué sirve el conocimiento?" surge una pregunta que corre el riesgo de no descartar ninguna respuesta.  A que no puede servir el conocimiento? Sea cual sea el propósito que nos propongamos, aumentamos las posibilidades de lograrlo en la medida en que conocemos algo sobre su naturaleza objetiva así como sobre nuestras capacidades y circunstancias. Así es en la vida cotidiana, y a medida que nuestras metas se vuelven más complejas al incorporar supuestos institucionales y tecnológicos -ganar dinero en la bolsa o bucear- crece la necesidad de conocimientos especializados, es decir, la experiencia de otros. En el mundo moderno, esta tendencia se ha extendido hasta el punto de que se ha llegado a hablar de una "sociedad del conocimiento". Hoy en día, muy pocos de nuestros intereses pueden perseguirse sin la ayuda de algún conocimiento especializado. Si no lo tenemos nosotros mismos, queremos al menos tener el conocimiento que nos diga dónde: agencia,

El conocimiento es, por tanto, la utilidad misma. No hay nada que no pueda hacer. También sirve para establecer en general qué es útil y qué no, así como en qué medida un supuesto conocimiento es verdaderamente confiable o relevante. La utilidad del conocimiento es ilimitada. No estoy pensando sólo en todos los beneficios prácticos del conocimiento, en la capacidad misma de las más altas abstracciones para encontrar aplicaciones tecnológicas, a veces en áreas remotas e inesperadas. También hay una utilidad puramente teórica de las teorías más allá de cualquier posible consecuencia práctica. En la investigación científica se desea llegar a resultados con los que se pueda contar, resultados a la vez sólidos y fructíferos, poco expuestos a la posibilidad de error, pero suficientemente relevantes para sugerir cómo abordar otros problemas. De ahí la importancia atribuida al descubrimiento de las leyes matemático-experimentales: una vez confirmadas, es poco probable que posteriormente sean falseadas, mientras que al mismo tiempo sirven para orientar la investigación imponiendo condiciones muy precisas a las hipótesis que en adelante deben tomarse. en serio. De hecho, la ciencia moderna se concibe como una tarea infinita en la que cada contribución a la construcción del conocimiento tiene como objetivo permitir hacer más contribuciones. Incluso en un nivel estrictamente teórico, el conocimiento se recomienda por su utilidad. Sirve para producir aún más conocimiento. mientras que al mismo tiempo sirven para orientar la investigación imponiendo condiciones muy precisas a las hipótesis que en lo sucesivo deben ser tomadas en serio. De hecho, la ciencia moderna se concibe como una tarea infinita en la que cada contribución a la construcción del conocimiento tiene como objetivo permitir hacer más contribuciones. Incluso en un nivel estrictamente teórico, el conocimiento se recomienda por su utilidad. Sirve para producir aún más conocimiento. mientras que al mismo tiempo sirven para orientar la investigación imponiendo condiciones muy precisas a las hipótesis que en lo sucesivo deben ser tomadas en serio. De hecho, la ciencia moderna se concibe como una tarea infinita en la que cada contribución a la construcción del conocimiento tiene como objetivo permitir hacer más contribuciones. Incluso en un nivel estrictamente teórico, el conocimiento se recomienda por su utilidad. Sirve para producir aún más conocimiento.

 

Sin duda, es más probable que el público aprecie la investigación y que el Estado la financie, debido a las consecuencias prácticas que se esperan. Pero en la medida en que se reconoce que a menudo es difícil establecer a priori si la investigación tendrá o no implicaciones prácticas, la investigación pura no está en peligro, o al menos no está más amenazada hoy que en el pasado, cuando las presiones externas se sintieron igualmente. Así, por razones ligadas tanto a las necesidades sociales como a su propia dinámica interna, el conocimiento está ciertamente destinado a crecer y diversificarse. En este sentido, el conocimiento no está hoy en día en crisis.

 

Sin embargo, desde otro punto de vista, es legítimo dudar de que todo esté en orden en nuestra relación con el conocimiento. Buscamos el conocimiento por su utilidad, por sus implicaciones prácticas o por su fecundidad teórica. Pero ¿qué pasa con el conocimiento como tal, independientemente de su utilidad? ¿No hay un bien intrínseco en el propio estado de ánimo con el que se accede a la verdad, especialmente cuando se trata de verdades fundamentales? Esta fue la opinión de filósofos como Aristóteles y Spinoza, quienes concibieron el sentido de la vida teórica no tanto como una búsqueda sino como una posesión de la verdad. Esta concepción ha desaparecido en gran medida de nuestro horizonte intelectual. Ha dado paso a una visión de la teoría como una tarea infinita, en la que el valor de cada resultado radica en su contribución potencial a un mayor progreso. Sin embargo, cuando colocamos alguna verdad significativa ante el ojo de la mente y contemplamos lo que revela sobre el mundo, ejercitamos la capacidad humana más profunda y transformadora, elevándonos realmente por encima de nuestra mera humanidad, más allá de cualquier punto de vista condicionado por nuestros intereses o nuestra posición. en el espacio y el tiempo, en cuanto consideramos las cosas en su realidad, tal como son en sí mismas. Lo que es verdad no es verdad para nosotros, pero es absolutamente cierto. En estos momentos, el conocimiento es inútil. Existe por sí mismo y luego despliega su virtud más alta. más allá de cualquier punto de vista condicionado por nuestros intereses o nuestra posición en el espacio y el tiempo, en cuanto consideramos las cosas en su realidad, tal como son en sí mismas. Lo que es verdad no es verdad para nosotros, pero es absolutamente cierto. En estos momentos, el conocimiento es inútil. Existe por sí mismo y luego despliega su virtud más alta. más allá de cualquier punto de vista condicionado por nuestros intereses o nuestra posición en el espacio y el tiempo, en cuanto consideramos las cosas en su realidad, tal como son en sí mismas. Lo que es verdad no es verdad para nosotros, pero es absolutamente cierto. En estos momentos, el conocimiento es inútil. Existe por sí mismo y luego despliega su virtud más alta.

 

Paolo Costa : De hecho, cuando pensamos en el conocimiento tendemos a imaginarlo como un patrimonio personal o colectivo, algo de lo que se puede disponer a voluntad, sean cuales sean los fines que perseguimos, una vez adquirido y acumulado. Después de todo, el conocimiento se refina, organiza, almacena y conserva en libros, enciclopedias, ahora también en la World Wide Web, y puede ser desempolvado por cualquiera que lo necesite y transmitido a quien lo desee.

 

Sin embargo, según una minoría actual, pero influyente en nuestra tradición intelectual, el conocimiento no debe ser visto sólo como algo que se posee -información que se adquiere, almacena y utiliza-, sino como una forma de vida, una actividad completa en sí misma, que se agota en sí mismo (siendo al mismo tiempo máximamente productivo y mínimamente derrochador). En italiano no es difícil expresar esta idea porque un sinónimo de saber es precisamente el verbo sustantivo «saber». Para nosotros se da por sentado que "saber" equivale a "saber". Conocer es también mirar la realidad con otros ojos. Es una forma especial de "visión".

 

Tendríamos, por tanto, una alternativa a la imagen del conocimiento como recurso destinado a la solución de problemas. Desde este punto de vista, conocer significa obtener información fiable sobre la realidad, que luego debe ser ensamblada y aplicada mediante un método fiable a la solución de un tipo específico de problema. Para construir una herramienta (un paraguas, por ejemplo), debo haber acumulado información sobre los materiales más adecuados para su producción y debo haber desarrollado una técnica funcional, refinada con el tiempo. Sin embargo, si estoy interesado en el progreso, también debo elaborar una comprensión imaginativamente rica de la tarea para la que está destinada la herramienta.

 

Eso sí, intuitivamente, el paraguas se utiliza para no mojarse cuando llueve. Pero, ¿qué significa exactamente "no te mojes cuando llueve"? Por supuesto, el primer deseo no es mojarse, pero al mismo tiempo moverse también (el paraguas no es un dosel). Más precisamente, nos gustaría movernos sin mojarnos y, sin embargo, no ser un obstáculo para los demás. Desde otro punto de vista, nos gustaría no mojarnos, pero también estar preparados para un cambio brusco de tiempo. Y así.

 

Además de rigor y tenacidad, el conocimiento requiere, por tanto, también una dosis considerable de agilidad mental. El esfuerzo no sólo es intensivo, sino también extensivo. Al mismo tiempo, es necesario diseccionar un problema y estar preparado para recontextualizarlo continuamente. En otras palabras, la resistencia, la potencia y la agilidad se necesitan de la misma manera. Por eso es natural reconocer en Sócrates un maestro del saber aunque, hasta donde sabemos, su sabiduría se utilizó más para desmantelar los edificios cognitivos que para levantarlos.

 

Pero, ¿en qué sentido una pregunta bien planteada, que reconfigura nuestra visión de un problema, puede ser definida como una forma de conocimiento? Tal vez se podría decir que una recontextualización innovadora revela una red de razones a las que antes no éramos sensibles, haciéndonos aparecer desde un punto de vista diferente la información y las habilidades que ya poseíamos. Esto, sin embargo, parecería ser más un paso en la dirección de reconocer que de conocer.

 

La afirmación puede ser quizás más plausible si nos centramos en aquellos objetos que mejor satisfacen la tradicional aspiración filosófica al absoluto. No estoy pensando tanto en los principios fundamentales del pensamiento y el comportamiento, sino más bien en aquellas encarnaciones de la totalidad de la experiencia como los conceptos de naturaleza, naturaleza humana o naturaleza viva, por ejemplo. ¿Qué puede significar descubrir o saber algo en estas áreas? Aquí estamos tratando con objetos complejos, imágenes mentales que contienen marcos conceptuales, dimensiones de experiencia (hechos e interpretaciones de hechos), compromisos ontológicos, orientaciones de valor. También podríamos hablar de esquemas a través de los cuales se pone en perspectiva la realidad. En particular, las imágenes metafísicas consisten en una visión en perspectiva de la totalidad de la realidad, una determinada manera de vernos a nosotros mismos y las cosas que nos rodean y es precisamente en estos objetos en los que tradicionalmente se ha centrado la investigación filosófica. Por otro lado, si vamos a escuchar a Wilfrid Sellars, el propósito de la filosofía es comprender "cómo las cosas, en el sentido más amplio posible del término, se unen en el sentido más amplio posible del término".

 

Ahora bien, contemplar la verdad como "vida del todo" (para citar a Hegel) no significa necesariamente tener una visión clara y unívoca de la realidad, sino que también puede significar, por ejemplo, madurar una visión "biestable" de ella, como sucede con las figuras gestálticas, dentro de las cuales coexisten dos formas que sólo pueden enfocarse alternativamente. (Pensamos solo en el esfuerzo requerido para pensar en la naturaleza como una "primera" y una "segunda" naturaleza al mismo tiempo). Biestable no significa "indefinido", simplemente significa no fijo, no inmediato. Tal propiedad tal vez no sea cognoscible, pero aun así es reconocible. La distinción, en definitiva, parece menos aporética y más prometedora que la kantiana entre "cognoscibilidad" y "pensabilidad", aunque pertenezca al mismo orden discursivo.

 

¿Cómo están las cosas entonces? Primero debemos preguntarnos si este desempeño cognitivo, que tiene sentido interpretar como una forma dinámica, exploratoria y sofisticada de reconocimiento, no puede encontrar espacio en la vieja visión aristotélica (y spinoziana) del conocimiento como contemplación sub specie aeternitatis . ¿Se trata entonces de una variante del conocimiento que va más allá de la dimensión de la utilidad? Si y no. De hecho, no parece haber una base sólida sobre la cual construir nada. De hecho, tiene mucho en común con la pasión por lo negativo típica de una actitud escéptica hacia el trabajo del pensamiento. Por otro lado, sin embargo, aunque no tenga un vínculo directo con la resolución de problemas, la exploración ilimitada del espacio de las razones parecería inseparable de todo esfuerzo cognoscitivo. Aunque no es "regulador" en el sentido kantiano del término, es algo así como si fuera la fuente de la que se extrae este esfuerzo y en la que, quiérase o no, fluye o se precipita. Al fin y al cabo, es difícilmente inimaginable un conocimiento que desprecie por completo ese impulso de hacer explícito que periódicamente se manifiesta con la irritante pregunta: "sí, está bien, pero espera un minuto: ¿qué significa exactamente todo esto?"

 

Charles Larmore : ¿Cómo es posible entender el conocimiento no simplemente como un recurso que podemos utilizar para promover nuestros otros objetivos, sino como el objetivo final de una forma de vida que tiene su propia justificación, cuyos fines están definidos por sus actividades características? ? Esta es la cuestión importante que subyace a la imagen del "conocimiento... como forma de vida, actividad completada en sí misma, que se agota en sí misma". En general, la idea de una vida dedicada al conocimiento puede significar tres cosas diferentes. Partiré de la concepción que considera al conocimiento como un recurso al servicio de fines que van más allá del conocimiento mismo y luego procederé a examinar dos formas distintas de apreciar el conocimiento como un fin en sí mismo.

 

A menudo vemos el conocimiento como un cuerpo de verdades y métodos que se pueden almacenar en diferentes lugares (en la cabeza de las personas, por supuesto, pero también en libros y en la web) y que se pueden recuperar y usar siempre que sirva a nuestros propósitos. Una persona con conocimiento sobre un tema determinado es alguien que domina la información relacionada, que puede recordarla en el momento adecuado y aplicarla con éxito en las circunstancias dadas. Hablamos de personas bien informadas incluso cuando se trata de individuos que no poseen directamente un determinado tipo de conocimiento, pero saben dónde o de qué expertos obtenerlo, y este tipo de conocimiento de segundo grado es un recurso igualmente importante, ya sea poseerlo o, de nuevo, saber cómo obtenerlo. Lo mismo ocurre con los diferentes tipos de conocimiento de segundo grado que establecen en detalle qué tan confiables pueden ser las diferentes formas de conocimiento y para qué tipo de situaciones pueden ser relevantes. Además, el conocimiento no sólo es útil para perseguir los fines elegidos, sino que también puede servir para explicar qué fines es razonable perseguir y con qué tipo de compromiso.

 

En todos estos casos, el conocimiento es un recurso invaluable y, por lo tanto, un sentido posible de una vida dedicada al conocimiento es el de una vida que pretende agregar nuevo material, quizás más profundo o en áreas hasta ahora inexploradas, al conocimiento existente. reserva, a fin de permitir a la humanidad alcanzar más fácilmente sus diversos propósitos. Esta es la vida de la ciencia tal como a menudo (si no siempre) ha sido entendida por los arquitectos de la era moderna. Es una vida dedicada, para citar a Francis Bacon, "a la mejora de la condición humana" ( la mejora del estado del hombre), y que nos convierte, en palabras de Descartes, en "maîtres et ownseurs de la nature". Sin embargo, este estilo de vida no encuentra su razón de ser en algo que en última instancia tiene que ver con el conocimiento mismo. Su atención se centra en los beneficios prácticos que espera del conocimiento. ¿Qué significa, en cambio, ver en el conocimiento mismo, en su adquisición como tal o en su fruición, algo de incalculable importancia?

 

Como ya he sugerido, aquí parecen surgir dos posibilidades muy diferentes. Según una concepción, nos dedicamos a la búsqueda del conocimiento no sólo porque queremos mejorar la condición humana, sino ante todo porque la búsqueda misma - la solución de problemas intelectuales, el descubrimiento de nuevas verdades, la elaboración de visiones integrales del hombre y del mundo- nos parece intrínsecamente digno: el ejercicio de algunas de las más altas capacidades humanas. Cabe señalar que este estilo de vida, como el ideal baconiano-cartesiano, sigue valorando el conocimiento esencialmente por su utilidad, aunque ya no sólo por su fecundidad práctica, sino más aún por su fecundidad teórica. Lo que importa en esta concepción es, después de todo, el ejercicio de nuestras capacidades para adquirir conocimientos. Una vez adquirida,

 

En la otra concepción, sin embargo, el valor del conocimiento parece consistir no sólo en su utilidad práctica o teórica, sino también, y sobre todo, en cierto tipo de fruición que garantiza su propia posesión. La idea rectora en este caso es que conocer las verdades fundamentales acerca de cómo son las cosas equivale a ver el mundo tal como es en realidad, independientemente de nuestros intereses y preconceptos particulares, incluso independientemente de nuestra ubicación en el espacio y el tiempo. que descubrimos no es verdad para nosotros ni para nuestra época histórica, sino verdad sin adjetivos, verdad en sentido absoluto. Este es precisamente el significado del predicado "verdadero". Cuando contemplamos, es decir, cuando tenemos ante el ojo de la mente, una verdad sobre el mundo, entendemos el mundo como Dios (si hay un Dios) vería el mundo. En esta concepción, el valor último del conocimiento consiste no tanto en el ejercicio de nuestra capacidad para alcanzarlo, sino más bien en el resultado mismo, gracias al cual trascendemos los límites de la condición humana dentro de la cual de otro modo viviríamos nuestras vidas. Ni que decir tiene que sólo a través de la búsqueda del conocimiento, que es una actividad esencialmente humana (Dios no persigue el conocimiento, sino que lo posee desde el principio de los tiempos), podemos llegar a poseer la verdad. "Solo con el tiempo se puede conquistar el tiempo", como escribió TS Eliot nei gracias a la cual trascendemos los límites de la condición humana dentro de la cual de otro modo viviríamos nuestras vidas. Ni que decir tiene que sólo a través de la búsqueda del conocimiento, que es una actividad esencialmente humana (Dios no persigue el conocimiento, sino que lo posee desde el principio de los tiempos), podemos llegar a poseer la verdad. "Solo con el tiempo se puede conquistar el tiempo", como escribió TS Eliot nei gracias a la cual trascendemos los límites de la condición humana dentro de la cual de otro modo viviríamos nuestras vidas. Ni que decir tiene que sólo a través de la búsqueda del conocimiento, que es una actividad esencialmente humana (Dios no persigue el conocimiento, sino que lo posee desde el principio de los tiempos), podemos llegar a poseer la verdad. "Solo con el tiempo se puede conquistar el tiempo", como escribió TS Eliot neiCuatro cuartetos . No es menos evidente que lo que creemos que es conocimiento puede resultar falso y que nunca podemos descartar por completo la posibilidad de que nuestra visión del mundo tal como es resulte ser una ilusión. Pero es la trascendencia de lo meramente humano lo que anima este ideal.

 

Estas tres concepciones del valor del conocimiento forman una progresión, de hecho una jerarquía. El segundo y el tercero reconocen el hecho innegable de que el conocimiento es indispensable para la vida cotidiana, pero al mismo tiempo anulan esta preocupación por la utilidad práctica y ven un mayor valor en el conocimiento mismo. Asimismo, la tercera concepción reconoce el valor inherente al ejercicio de aquellas capacidades humanas que intervienen en la investigación y adquisición de conocimientos. Al mismo tiempo, sin embargo, ve un valor aún mayor en la contemplación y fruición de la verdad misma, gracias a la cual podemos superar el punto de vista meramente humano.

 

Si me preguntan si "en la vieja visión aristotélica (y spinoziana) del conocimiento como contemplación sub specie aeternitatisno puedo encontrar espacio "para un tipo particular de actividad intelectual, es decir, esa investigación reflexiva, interpretativa, inquisitiva de nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos que puede describirse como" una forma dinámica, exploratoria y sofisticada de reconocimiento ", he ninguna dificultad en captar el valor de este tipo de negocio. Pero es un tipo de actividad muy diferente de la contemplación de la verdad. Pertenece a la segunda concepción que he esbozado. Es parte de la búsqueda de la verdad, que es esencialmente un asunto humano. Pero la pregunta que he planteado es otra: ¿no hemos perdido de vista hoy otro valor del conocimiento (el afirmado en la tercera concepción) que nos eleva por encima de la esfera humana y nos proporciona una comprensión de lo divino y lo eterno?

 

Paolo Costa : Sería difícil, si no extravagante, negar que hay muy pocas personas hoy en día que ven en el conocimiento y la experiencia cognitiva una oportunidad para acceder a una dimensión atemporal, absoluta, extranatural de la existencia. Sin embargo, para pasar de esta observación a la sospecha de que "no todo está en orden en nuestra relación con el conocimiento" debemos prepararnos para remar contra corriente y deconstruir muchos de los supuestos tácitos de la epistemología moderna. Hablo de « supuestos tácitosPorque no creo que sea solo una cuestión de falibilismo o modestia posmetafísica. Más bien, estamos lidiando aquí con limitaciones estructurales de nuestros imaginarios epistémicos, de la forma en que nos representamos lo que sucede, o deberíamos sentir, cuando llegamos a conocer algo.

 

Por otra parte, no es de extrañar que en la "sociedad del conocimiento" el conocimiento acabe apareciendo como un hecho ordinario y natural. Después de todo, cualquiera que viva en un estado moderno está obligado a pasar la mayor parte de sus mejores años estudiando y acumulando esa riqueza básica de conocimientos (lingüísticos, lógico-matemáticos, científicos, históricos) que se dan por descontados en las actividades y transacciones que constituyen el trama de la vida cotidiana. Desde este punto de vista, el conocimiento aparece desde el principio como un objeto al alcance de la mano, lo utilizable por excelencia. Salvo algunas ocasiones rituales -en las que el énfasis retórico se desliza sin dejar rastro-, es muy raro que uno se sienta impulsado a reflexionar sobre el valor "sagrado" o sobrenatural del conocimiento. Casi por definición, en el horizonte moderno, el conocimiento no abre las puertas a lo absoluto, sino que es, en todo caso, un antídoto contra cualquier forma de absolutismo. Esto también explica por qué en los círculos científicos la palabra "misterio" siempre suscita reacciones negativas que van desde la vergüenza hasta la abierta hostilidad.

 

Usando un eslogan de ascendencia vagamente blumenbergiana, parecería que esta naturalización radical del dominio del conocimiento es sólo el último efecto de esa inmanentización del infinito que ha ido de la mano en la ciencia moderna con la infinitización del cosmos. Y, en efecto, para despertar todavía un escalofrío o una sensación de vértigo en nuestros contemporáneos, debemos pedirles que se asoman al abismo de lo infinitamente grande o lo infinitamente pequeño. No es casualidad que los últimos vestigios de una visión no desencantada del conocimiento se vean en ese sueño de una teoría del todo con el que los más atrevidos de los físicos contemporáneos aspiran a hacer realidad la audacia de Laplace.

 

Sin embargo, incluso una teoría física del todo sería todavía fruto del pensamiento discursivo y difícilmente podría servir como arquetipo de la "contemplación de la verdad". Pero, ¿qué entendemos por contemplación de la verdad? ¿Cómo debemos imaginarlo? A pesar de las apariencias, no es en modo alguno obvio que se trate de un ejercicio teórico aislado. En muchos aspectos, resulta más espontáneo pensar en ella como una visión absorta y asombrada de la realidad. Un conocimiento intuitivo de la esencia de las cosas semejante a ese amor intelectual de Dios que, según Spinoza, va necesariamente acompañado de un estado mental de alegría y "quietud suprema".

 

La imagen evocada por la concepción spinoziana es la de un alma saturada por la presencia del objeto conocido; de un ojo de la mente totalmente absorbido por la visión intelectual de una forma pura sustraída del devenir de las cosas. No es una idea indescifrable, pero tampoco se concilia fácilmente con la inquietud, la volubilidad, la suspicacia, la secularidad radical del individuo moderno, al menos si hemos de creer en el retrato que de él nos ha dado el arte, la literatura. , la filosofía de los últimos siglos. Por lo tanto, es legítimo preguntarse cuánto espacio queda en el horizonte cultural contemporáneo para una visión del conocimiento como autotrascendencia, como un escape de los estrechos confines de una subjetividad autoautorizante y autodeterminante.

 

Mi impresión es que si hoy existe un espacio residual para una visión no instrumental del conocimiento, más que en la imagen tradicional del ascenso a una esfera de esencias o formas absolutas y atemporales, debe buscarse en la idea de un trabajo lento, obstinado, casi obsesivo, de excavación de lo familiar y lo evidente, de lo que, como observó el escritor DF Wallace, siendo "real y esencial", está "oculto a la vista de todos".

 

Si se acepta esta hipótesis, el tercer tipo de conocimiento -junto con la información útil y la acumulación de saberes- podría consistir en una forma sofisticada de reconocimiento, que emerge de manera desordenada de un trabajo incesante de rearticulación de intuiciones aproximadas o visiones estereotipadas. en suma, un saber que se limita a hacer explícito lo que, en términos hegelianos, siempre nos ha sido "conocido". Si hemos de creer en la afirmación de Iris Murdoch de que "la filosofía a menudo no hace más que buscar el contexto apropiado en el que decir lo obvio", habría recursos en nuestra tradición filosófica para responder de forma no convencional a la pregunta de la que nos hemos movido.

 

Entonces, ¿cuál es el uso del conocimiento? También sirve para transformar nuestra forma de ser en el mundo. En este sentido, a veces nos eleva "por encima de la esfera humana", pero en otros casos nos conduce por debajo o junto a ella; nos hace experimentar lo eterno, pero también lo efímero. Para recurrir a un eslogan, se podría decir que el aspecto "milagroso", y hoy demasiado descuidado, del conocimiento reside precisamente en esta capacidad de revelar el espacio infinitamente intrincado, pero claro, de las razones que acechan en nuestras vidas.

 

Carlos Larmore: Lo que nos divide, me parece, es la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto en nuestro mundo "no todo está en orden en nuestra relación con el conocimiento"? La visión dominante hoy es que el valor del conocimiento radica en su utilidad, y no veo cómo esta concepción instrumental es necesariamente cuestionada por el tipo de autoexploración que consiste en "un trabajo lento, obstinado, casi obsesivo, de excavar lo familiar". y lo obvio". Ciertamente, el esfuerzo por hacer más explícitos y articulados nuestros propósitos fundamentales es una actividad cuya importancia es muchas veces subestimada en nuestra sociedad. Sin embargo, todavía tenemos que preguntarnos: ¿en qué consiste exactamente su importancia? Y mas especificamente: ¿Cómo es el valor de la mayor autocomprensión que nos permite llegar a ser concebidos? Si se cree que su valor deriva del valor de la propia actividad de autoexploración, entonces la importancia del conocimiento -en este caso el autoconocimiento- se sigue percibiendo en términos esencialmente instrumentales. Es decir, asumimos que tener una idea más clara de quiénes somos es importante porque nos permite profundizar más en nuestra comprensión de nosotros mismos o, de manera más general, lograr mejor nuestros otros objetivos.

 

Por el contrario, he argumentado que existe un valor en conocerse a sí mismo , independientemente de su utilidad práctica o de su utilidad para la adquisición de nuevos conocimientos y cualquiera que sea el objeto de nuestro conocimiento -incluso si el reconocimiento de este hecho no puede dejar de tener un efecto profundo en nuestra idea de lo que significa ser humano. El valor intrínseco del conocimiento radica en que nos permite ver la realidad tal cual es, independientemente de nuestros intereses y preconceptos. Este es un estado mental que trae consigo la autosatisfacción. También nos revela una verdad importante sobre nosotros mismos, que es que tenemos la capacidad de trascender nuestros límites espaciales y temporales y de observar el mundo desde el punto de vista de la eternidad.

 

Ahora, se puede argumentar con seguridad que esta concepción del conocimiento va "contra la corriente" y entra en conflicto con muchas de las "suposiciones tácitas de la epistemología moderna". De hecho, hay muchos que dan por sentado que nuestro pensamiento nunca puede escapar de los límites del tiempo y del espacio y que, por lo tanto, es imposible, si no inconsistente, ofrecer una comprensión de las cosas tal como son en sí mismas. Mi rechazo a estos supuestos muestra cuán convencido estoy de que "no todo está en orden en nuestra relación con el conocimiento". Estoy de acuerdo en que la investigación humana, incluso dentro de las ciencias, siempre está moldeada y guiada por su contexto histórico. Sin embargo, los hechos de la historia, contrariamente a lo que generalmente se supone, no nos separan de la atemporalidad de la verdad. Por el contrario, nos proporcionan

 

Alguien, quizás, definirá esta concepción del conocimiento como "metafísica". Pero, ¿por qué el término "metafísica" debería ser un reproche? A mis oídos la frase "modestia posmetafísica" suena contradictoria. ¿Cómo podría ser una muestra de modestia imaginar que todas las diferentes doctrinas que han sido etiquetadas como "metafísicas" en la historia de la filosofía acaban formando una sola forma de pensar de la que hemos logrado liberarnos, o asumir que de alguna manera hemos aprendido a evitar todas las diversas preguntas que dieron origen a las teorías metafísicas? Podemos preguntarnos "cuánto espacio queda en el horizonte cultural contemporáneo para una visión del conocimiento como autotrascendencia, como escape de los estrechos confines de una subjetividad autoautorizante y autodeterminante". Sin embargo, este horizonte cultural, aunque bien arraigado, me parece fundamentalmente incoherente. ¿Cómo asumir que la subjetividad se autoautoriza, que nosotros mismos instituimos la autoridad de nuestros más básicos principios de pensamiento y acción, cuando en realidad nos amoldamos a sus dictados precisamente porque entendemos que son principios a los quedebemos cumplir? ¿Y cómo podemos reducir la idea de verdad a lo que tenemos razón para creer, cuando somos incapaces de explicar en qué consisten las buenas razones para creer sino en considerarlas como razones que nos indican lo que de hecho es verdad? En realidad, la subjetividad sólo es posible como "autotrascendencia", ya que debe orientarse sobre la base de la autoridad independiente de los principios, las razones y la verdad misma.

 

El predominio de la idea de que nuestro pensamiento es la fuente de toda autoridad es, a mi juicio, otro síntoma de que “no todo está en orden en nuestra relación con el conocimiento”. Es decir, constituye uno de los principales obstáculos para el reconocimiento del valor intrínseco del conocimiento, que radica en su capacidad para permitirnos superar los límites de nuestra perspectiva para ver el mundo tal como es.

 

[Imagen: Alex Hütte,  Mare  (gm)].

https://www.leparoleelecose.it/?p=11945


cropped-hutte.jpg

di Charles Larmore e Paolo Costa

 

[In questa conversazione, il filosofo americano Charles Larmore, una delle figure più importanti del pensiero contemporaneo, dialoga con Paolo Costa a proposito della natura e della funzione del sapere. La conoscenza è finalizzata alla vita, deve servire gli scopi degli uomini che la praticano, o si legittima come un fine in se stesso?
L’articolo è stato pubblicato nel numero 46 della rivista La società degli individui].

 

Charles Larmore: Quando ci si chiede «a che serve il sapere?» si solleva una questione che rischia di non escludere alcuna risposta. A cosa può non servire il sapere? Quale che sia il fine che ci proponiamo, noi aumentiamo le probabilità di raggiungerlo nella misura in cui sappiamo qualcosa circa la sua natura oggettiva come pure sulle nostre capacità e circostanze. È così nella vita quotidiana, e mano a mano che i nostri fini diventano più complessi incorporando presupposti istituzionali e tecnologici – guadagnare denaro in Borsa o fare delle immersioni sottomarine – cresce il bisogno di saperi specializzati, cioè della competenza altrui. Nel mondo moderno, questa tendenza si è diffusa sino al punto che si è arrivati a parlare di una «società della conoscenza». Al giorno d’oggi, pochissimi dei nostri interessi possono essere coltivati senza l’aiuto di un qualche sapere specialistico. Se non lo possediamo noi stessi, vogliamo quantomeno disporre del sapere che ci indichi dove – agenzia, libro o sito internet – sia possibile reperire l’informazione che ci manca.

Il sapere è dunque l’utilità stessa. Non c’è niente a cui non possa servire. Serve inoltre a stabilire in generale cosa è utile e cosa non lo è, come pure fino a che punto un presunto sapere sia davvero affidabile o pertinente. L’utilità del sapere è illimitata. Non sto pensando soltanto a tutti i benefici pratici della conoscenza, alla capacità stessa delle più alte astrazioni di trovare applicazioni tecnologiche, talora in ambiti remoti e inaspettati. C’è anche un’utilità puramente teorica delle teorie al di là di ogni possibile ricaduta pratica. Nella ricerca scientifica si desidera giungere a risultati sui quali si possa contare, risultati allo stesso tempo solidi e fecondi, poco esposti alla possibilità d’errore, ma sufficientemente rilevanti per suggerire come affrontare altri problemi. Da qui deriva l’importanza attribuita alla scoperta delle leggi matematico-sperimentali: una volta confermate, è improbabile che vengano successivamente falsificate, mentre vengono usate al contempo per orientare la ricerca imponendo condizioni molto precise alle ipotesi che dovranno d’ora in poi essere prese sul serio. In effetti, la scienza moderna si concepisce come un compito infinito in cui ogni contributo all’edificio della conoscenza ha come scopo quello di mettere nelle condizioni di fornire ulteriori contributi. Anche sul piano strettamente teorico, il sapere si raccomanda per la sua utilità. Serve a produrre ancor più sapere.

 

Senza dubbio il pubblico è più predisposto ad apprezzare la ricerca e lo stato a finanziarla, per le ricadute pratiche che ci si aspettano. Ma nella misura in cui si riconosce che è spesso difficile stabilire a priori se la ricerca avrà o meno ricadute pratiche, la ricerca pura non è in pericolo, o per lo meno non è più minacciata oggi di quanto non lo sia stata in passato, quando le pressioni esterne si facevano ugualmente sentire. Così, per ragioni connesse sia ai bisogni sociali sia a una propria dinamica interna, il sapere è certamente destinato ad accrescersi e a diversificarsi. In questo senso, il sapere non è affatto in crisi oggi.

 

Da un altro punto di vista, è legittimo però dubitare che tutto sia in ordine nel nostro rapporto con il sapere. Noi cerchiamo la conoscenza per la sua utilità, per le sue ricadute pratiche, o per la sua fecondità teorica. Ma che ne è della conoscenza in quanto tale, a prescindere dalla sua utilità? Non v’è alcun bene intrinseco nello stato d’animo stesso con cui si accede alla verità, soprattutto quando si tratta di verità fondamentali? Questa era l’opinione di filosofi come Aristotele e Spinoza, che concepivano il senso della vita teorica non tanto come ricerca quanto come possesso della verità. Questa concezione è in larga misura scomparsa dal nostro orizzonte intellettuale. Ha ceduto il posto a una visione della teoria come compito infinito, in cui il valore di ogni risultato consiste nel suo potenziale contributo al progresso ulteriore. Eppure, quando poniamo davanti all’occhio della mente qualche verità significativa e contempliamo ciò che ci svela sul mondo, esercitiamo la capacità umana più profonda e trasformatrice, innalzandoci in effetti al di sopra della nostra mera umanità, al di là di ogni punto di vista condizionato dai nostri interessi o dalla nostra posizione nello spazio e nel tempo, in quanto consideriamo le cose nella loro realtà, così come sono in sé. Ciò che è vero non è vero per noi, ma è vero assolutamente. In questi momenti, il sapere non serve a niente. Esiste per se stesso e dispiega allora la sua virtù più alta.

 

Paolo Costa: In effetti, quando pensiamo alla conoscenza tendiamo a immaginarcela come un patrimonio personale o collettivo, qualcosa di cui si può disporre a piacere, quale che siano gli scopi che ci prefiggiamo, una volta che sia stato acquisito e accumulato. In fondo, il sapere viene raffinato, organizzato, immagazzinato e conservato nei libri, nelle enciclopedie, ora anche nel World Wide Web, e può essere rispolverato da chi ne abbia bisogno e trasmesso a chiunque lo desideri.

 

Tuttavia, secondo una corrente oggi minoritaria, eppure influente nella nostra tradizione intellettuale, la conoscenza non andrebbe vista solo come qualcosa che si possiede – informazioni che si acquisiscono, conservano e utilizzano – ma come una forma di vita, un’attività in sé compiuta, che si esaurisce in se stessa (essendo allo stesso tempo massimamente produttiva e minimamente dispendiosa). In italiano non si fa fatica a esprimere questa idea perché un sinonimo di conoscenza è proprio il verbo sostantivato «sapere». Per noi è scontato che «conoscenza» equivalga a «sapere». Conoscere è anche guardare la realtà con occhi diversi. È una forma speciale di «visione».

 

Disporremmo perciò di un alternativa all’immagine della conoscenza come una risorsa finalizzata alla soluzione di problemi. In quest’ottica conoscere significa procurarsi informazioni attendibili sulla realtà, le quali dovranno poi essere assemblate e applicate mediante un metodo affidabile alla soluzione di una determinata tipologia di problemi. Per costruire un attrezzo (un ombrello, ad esempio), devo avere accumulato informazioni sui materiali più adeguati alla sua produzione e devo avere sviluppato una tecnica funzionale, affinata nel corso del tempo. Tuttavia, se m’interessa progredire, devo anche elaborare una comprensione immaginativamente ricca del compito a cui l’arnese è destinato.

 

Certo, intuitivamente, l’ombrello serve per non bagnarsi quando piove. Ma che cosa esattamente significa «non bagnarsi quando piove»? Naturalmente il primo desiderio è quello di non bagnarsi, ma allo stesso tempo anche di muoversi (l’ombrello non è una tettoia). Più precisamente, vorremmo spostarci senza bagnarci e però non essere d’ostacolo agli altri. Da un altro punto di vista, vorremmo non bagnarci, ma essere anche preparati a un repentino cambiamento del tempo. E così via.

 

Oltre a rigore e tenacia, la conoscenza richiede quindi anche una notevole dose di agilità mentale. Lo sforzo non è solo intensivo, ma anche estensivo. Occorre, allo stesso tempo, sviscerare un problema ed essere pronti a ricontestualizzarlo in continuazione. Servono, cioè, allo stesso titolo, resistenza, potenza e agilità. Per questo viene spontaneo riconoscere in Socrate un maestro di conoscenza anche se, per quanto ne sappiamo, la sua sapienza veniva impiegata più per smontare gli edifici conoscitivi che per erigerli.

 

Ma in che senso una domanda ben posta, che riconfigura la nostra visione di un problema, può essere definita una forma di conoscenza? Si potrebbe forse dire che una ricontestualizzazione innovativa ci dischiude una trama di ragioni a cui prima non eravamo sensibili facendoci apparire sotto un punto di vista diverso le informazioni e le abilità che già possedevamo. Questo, però, sembrerebbe essere più un passo nella direzione del riconoscere che del conoscere.

 

L’affermazione potrà risultare forse più plausibile se ci si sofferma su quegli oggetti che meglio appagano la tradizionale aspirazione filosofica all’assoluto. Non sto pensando tanto ai principi fondamentali del pensiero e del comportamento, quanto piuttosto a quelle incarnazioni della totalità dell’esperienza quali possono essere, per esempio, i concetti di natura, natura umana o natura vivente. Che cosa può voler dire scoprire o conoscere qualcosa in questi ambiti? Abbiamo a che fare qui con oggetti complessi, immagini mentali che racchiudono in sé quadri concettuali, dimensioni dell’esperienza (fatti e interpretazioni di fatti), impegni ontologici, orientamenti di valore. Si potrebbe anche parlare di schemi attraverso cui la realtà viene messa in prospettiva. In particolare, le immagini metafisiche consistono in una visione prospettica della totalità della realtà, un certo modo di vedere noi stessi e le cose che ci circondano ed è proprio su questi oggetti che tradizionalmente si è focalizzata l’indagine filosofica. D’altro canto, se dobbiamo dare retta a Wilfrid Sellars, lo scopo della filosofia è capire «how things in the broadest possible sense of the term hang together in the broadest possible sense of the term».

 

Ora, contemplare la verità in quanto «vita del tutto» (per citare Hegel) non vuol necessariamente dire possedere una visione chiara e univoca del reale, ma può significare anche, ad esempio, maturare di esso una visione «bistabile», come accade con le figure gestaltiche, al cui interno convivono due forme che possono essere messe a fuoco solo alternativamente. (Pensiamo solo allo sforzo richiesto per pensare la natura allo stesso tempo come una «prima» e una «seconda» natura.) Bistabile non significa «indefinita», significa solo non fissa, non immediata. Una simile proprietà forse non è conoscibile, ma è pur sempre riconoscibile. La distinzione, tutto sommato, appare meno aporetica e più promettente di quella kantiana tra «conoscibilità» e «pensabilità», pur appartenendo al medesimo ordine di discorso.

 

Come stanno dunque le cose? Occorre anzitutto chiedersi se nella vecchia visione aristotelica (e spinoziana) della conoscenza come contemplazione sub specie aeternitatis non possa trovare spazio questa prestazione cognitiva che ha senso interpretare come una forma dinamica, esplorativa e sofisticata di riconoscimento. Si tratta, allora, di una variante di conoscenza che eccede la dimensione dell’utilità? Sì e no. In effetti, non sembra essere un fondamento solido su cui edificare alcunché. Anzi, ha molto in comune con la passione per il negativo tipica di un’attitudine scettica verso il lavoro del pensiero. D’altro canto, però, anche se non ha un legame diretto con il problem solving, l’esplorazione illimitata dello spazio delle ragioni sembrerebbe essere inseparabile da qualsiasi sforzo conoscitivo. Pur non essendo «regolativa» nell’accezione kantiana del termine, è un po’ come se fosse la fonte a cui tale sforzo attinge e in cui, volente o nolente, sfocia o precipita. In fondo, non è quasi inimmaginabile una conoscenza che prescinda completamente da quell’impulso all’esplicitazione che periodicamente si manifesta con il quesito irritante: «sì, va bene, ma aspetta un attimo: che cosa esattamente significa tutto ciò?»

 

Charles Larmore: Com’è possibile comprendere la conoscenza non semplicemente come una risorsa che possiamo impiegare per portare avanti gli altri nostri scopi, ma piuttosto come l’obiettivo finale di un modo di vita che ha la sua giustificazione in se stesso, i cui fini sono definiti dalle sue attività caratteristiche? È questa la domanda importante che si cela dietro l’immagine della «conoscenza … come una forma di vita, un’attività in sé compiuta, che si esaurisce in se stessa». In generale, l’idea di una vita consacrata alla conoscenza può significare tre cose diverse. Partirò dalla concezione che considera la conoscenza come una risorsa al servizio di fini che travalicano la conoscenza stessa e procederò poi a esaminare due modi distinti di apprezzare la conoscenza come un fine in sé.

 

Spesso consideriamo la conoscenza come un corpo di verità e metodi che può essere immagazzinato in luoghi differenti – nelle teste delle persone, ovviamente, ma anche nei libri e sul web – e può essere recuperato e utilizzato ogni volta che serve per raggiungere i nostri scopi. Una persona provvista di conoscenze su un certo argomento è qualcuno che padroneggia le relative informazioni, che può rievocarle al momento opportuno e applicarle con successo nelle circostanze date. Parliamo di persone bene informate anche quando abbiamo a che fare con individui che non possiedono direttamente un certo tipo di conoscenza, ma sanno dove o da quali esperti procurarsela, e questo tipo di conoscenza di secondo grado è una risorsa non meno importante, sia che la si possieda o, di nuovo, che si sappia come procurarsela. Lo stesso vale per il differente tipo di conoscenza di secondo grado che stabilisce nel dettaglio quanto possano essere affidabili le diverse forme di conoscenza e per quali tipi di situazioni possano essere pertinenti. La conoscenza, inoltre, non è solo utile per perseguire i fini scelti, ma può servire anche per spiegare quali fini sia ragionevole perseguire e con quale tipo di impegno.

 

In tutti questi casi la conoscenza è una risorsa inestimabile e, perciò, un possibile significato di una vita dedita alla conoscenza è quello di una vita che mira ad aggiungere nuovo materiale, magari più approfondito o in ambiti sin qui inesplorati, alla riserva di conoscenza esistente al fine di consentire all’umanità di raggiungere più facilmente i suoi vari scopi. Questa è la vita della scienza così com’è stata spesso (se non sempre) compresa dagli architetti dell’età moderna. È una vita rivolta, per citare Francis Bacon, «al miglioramento della condizione umana» (the improvement of man’s estate), e che fa di noi, nelle parole di Cartesio, «maîtres et possesseurs de la nature». Tuttavia, questo stile di vita non trova la sua ragion d’essere in qualcosa che abbia in ultima istanza a che fare con la conoscenza stessa. La sua attenzione si fissa sui vantaggi pratici che si attende dalla conoscenza. Che cosa significa, invece, vedere nella conoscenza stessa, nella sua acquisizione in quanto tale o nella sua fruizione, qualcosa di incalcolabile importanza?

 

Come ho già suggerito, sembrano profilarsi qui due possibilità molto diverse. Secondo una concezione, ci dedichiamo alla ricerca della conoscenza non solo perché vogliamo migliorare la condizione umana, ma prima di tutto perché la ricerca stessa – la soluzione di problemi intellettuali, la scoperta di nuove verità, l’elaborazione di visioni comprensive dell’uomo e del mondo – ci appare intrinsecamente degna: l’esercizio di alcune delle più elevate capacità umane. Va notato che questo stile di vita, al pari dell’ideale baconiano-cartesiano, continua ad apprezzare la conoscenza essenzialmente per la sua utilità, anche se non più soltanto per la sua fecondità pratica, ma ancor più per quella teorica. Ciò che conta in questa concezione è, in fondo, l’esercizio delle nostre capacità di acquisire conoscenza. Una volta acquisita, la conoscenza è considerata perciò preziosa, a prescindere dalle sue conseguenze pratiche, solo nella misura in cui rende possibile l’acquisizione di ulteriore conoscenza, delineando i problemi ancora in attesa di soluzione e procurando i mezzi per risolverli.

 

Nell’altra concezione, invece, il valore della conoscenza sembra consistere non solo nella sua utilità pratica o teorica, ma anche, e soprattutto, in un certo tipo di fruizione che il suo stesso possesso garantisce. L’idea guida in questo caso è che conoscere delle verità fondamentali su come stanno le cose equivale a vedere il mondo così come esso è in realtà, indipendentemente dai nostri particolari interessi e preconcetti, persino indipendentemente dalla nostra collocazione nello spazio e nel tempo, tenuto conto che qualsiasi verità che scopriamo non è vera per noi o per la nostra epoca storica, ma vera senza aggettivi, vera in senso assoluto. Questo è appunto il significato del predicato «vero». Quando contempliamo – ossia, quando teniamo di fronte agli occhi della mente – una verità sul mondo, noi comprendiamo il mondo come Dio (se esiste un Dio) vedrebbe il mondo. In questa concezione, il valore ultimo della conoscenza consiste, non tanto nell’esercizio delle nostre capacità di raggiungerla, quanto piuttosto nel risultato stesso, grazie al quale trascendiamo i limiti della condizione umana entro i quali altrimenti vivremmo le nostre vite. Non c’è bisogno di aggiungere che solo per mezzo della ricerca della conoscenza, che è un’attività essenzialmente umana (Dio non persegue la conoscenza, ma la possiede sin dall’origine dei tempi), possiamo arrivare a possedere la verità. «Solo col tempo si conquista il tempo», come ha scritto T.S. Eliot nei Quattro quartetti. Non è meno evidente che ciò che riteniamo conoscenza potrebbe in realtà rivelarsi falsa e che non possiamo mai escludere completamente la possibilità che la nostra visione del mondo così come esso è possa rivelarsi un’illusione. Ma è la trascendenza di ciò che è meramente umano ad animare questo ideale.

 

Queste tre concezioni del valore della conoscenza formano una progressione, anzi una gerarchia. La seconda e la terza riconoscono il fatto innegabile che la conoscenza è indispensabile alla vita di ogni giorno, ma allo stesso tempo oltrepassano tale preoccupazione per l’utilità pratica e scorgono un valore più alto nella conoscenza stessa. Analogamente, la terza concezione riconosce il valore insito nell’esercizio di quelle capacità umane che sono implicate nella ricerca e nell’acquisizione della conoscenza. Allo stesso tempo, però, intravede un valore persino superiore nella contemplazione e nella fruizione della verità stessa, grazie alla quale possiamo superare il punto di vista meramente umano.

 

Se mi si chiede se «nella vecchia visione aristotelica (e spinoziana) della conoscenza come contemplazione sub specie aeternitatis non possa trovare spazio» un particolare tipo di attività intellettuale, cioè quella indagine riflessiva, interpretativa, inquisitiva della nostra comprensione del mondo e di noi stessi che si può descrivere come «una forma dinamica, esplorativa e sofisticata di riconoscimento», non faccio fatica a cogliere il valore di questo tipo di attività. Ma è un tipo di attività molto diverso dalla contemplazione della verità. Appartiene alla seconda concezione che ho delineato. Rientra nella ricerca delle verità, che è un affare essenzialmente umano. Ma la questione che ho posto è un’altra: non abbiamo forse perso di vista oggi un altro valore della conoscenza (quello affermato nella terza concezione) che ci solleva al di sopra della sfera umana e ci fornisce una comprensione del divino e dell’eterno?

 

Paolo Costa: Sarebbe difficile, se non addirittura stravagante, negare che sono pochissime oggi le persone che intravedono nel sapere e nell’esperienza conoscitiva un’opportunità per accedere a una dimensione dell’esistenza atemporale, assoluta, extra-naturale. Tuttavia, per procedere da questa constatazione al sospetto che «non tutto sia in ordine nel nostro rapporto con il sapere» bisogna predisporsi a remare contro corrente e a decostruire molti degli assunti taciti dell’epistemologia moderna. Parlo di «assunti taciti» perché non credo che sia solo una questione di fallibilismo o modestia postmetafisica. Abbiamo a che fare qui, piuttosto, con limiti strutturali dei nostri immaginari epistemici, del modo in cui ci rappresentiamo ciò che avviene, o si dovrebbe provare, quando si arriva a conoscere qualcosa.

 

Non stupisce, d’altro canto, che nella «società della conoscenza» il sapere finisca per apparire come un evento ordinario e naturale. In fondo, chiunque viva in uno stato moderno è obbligato a spendere gran parte dei propri anni migliori studiando e accumulando quel patrimonio basilare di conoscenze (linguistiche, logico-matematiche, scientifiche, storiche) che sono date per scontate nelle attività e nelle transazioni che costituiscono la trama della vita di ogni giorno. In quest’ottica, la conoscenza appare sin dall’inizio un oggetto a portata di mano, l’utilizzabile per eccellenza. Fatta eccezione per qualche occasione rituale – in cui l’enfasi retorica scivola senza lasciare traccia – è molto raro che si venga spinti a riflettere sul valore «sacrale» o soprannaturale della conoscenza. Quasi per definizione, nell’orizzonte moderno la conoscenza non schiude le porte sull’assoluto, ma è casomai un antidoto contro ogni forma di assolutismo. Questo spiega anche perché negli ambienti scientifici la parola «mistero» suscita sempre reazioni negative che vanno dall’imbarazzo all’aperta ostilità.

 

Utilizzando uno slogan di ascendenza vagamente blumenberghiana verrebbe da dire che questa radicale naturalizzazione del dominio della conoscenza sia solo l’ultimo effetto di quella immanentizzazione dell’infinito che è andata di pari passo nella scienza moderna con l’infinitizzazione del cosmo. E, in effetti, per suscitare ancora un brivido o un senso di vertigine nei nostri contemporanei bisogna chiedere loro di affacciarsi sull’abisso dell’infinitamente grande o dell’infinitamente piccolo. Non a caso le ultime tracce di una visione non disincantata della conoscenza si lasciano scorgere in quel sogno di una teoria del tutto con il quale i più temerari tra i fisici contemporanei aspirano a trasformare in realtà la sfrontatezza di Laplace. Forse è proprio su una simile fede nelle illimitate capacità esplicative della scienza moderna che si basa lo spirito missionario di cui danno prova molti atei militanti ai nostri giorni.

 

Anche una teoria fisica del tutto sarebbe, però, pur sempre un frutto del pensiero discorsivo e difficilmente potrebbe fungere da archetipo della «contemplazione della verità». Ma che cosa intendiamo per contemplazione della verità? Come dobbiamo immaginarcela? Malgrado le apparenze, non è affatto scontato che essa consista in un esercizio teorico distaccato. Per molti aspetti, viene più spontaneo pensarla come una visione assorta e stupita della realtà. Una conoscenza intuitiva dell’essenza delle cose simile a quell’amore intellettuale di Dio che secondo Spinoza è necessariamente accompagnato da una condizione mentale di gioia e «supremo acquietamento».

 

L’immagine evocata dalla concezione spinoziana è quella di un’anima saturata dalla presenza dell’oggetto conosciuto; di un occhio della mente totalmente assorbito dalla visione intellettuale di una forma pura sottratta al divenire delle cose. Non è un’idea indecifrabile, ma non è neanche facilmente conciliabile con l’irrequietezza, la volubilità, la sospettosità, la radicale secolarità dell’individuo moderno, almeno se dobbiamo prestare fede al ritratto che di esso ci hanno fornito l’arte, la letteratura, la filosofia degli ultimi secoli. È lecito chiedersi, allora, quanto spazio rimanga nell’orizzonte culturale contemporaneo per una visione della conoscenza come trascendenza di sé, come fuoriuscita dai confini angusti di una soggettività che si auto-autorizza e si auto-determina.

 

La mia impressione è che se esiste oggi uno spazio residuale per una visione non strumentale del sapere, più che nell’immagine tradizionale dell’ascesa a una sfera di essenze o forme assolute e atemporali, esso andrebbe cercato nell’idea di un lento, ostinato, quasi ossessivo lavoro di scavo del familiare e dell’ovvio, di ciò che, come ha osservato lo scrittore D.F. Wallace, pur essendo «reale ed essenziale», è «nascosto in bella vista sotto gli occhi di tutti».

 

Se si accetta questa ipotesi, il terzo tipo di conoscenza – accanto alle informazioni utili e all’accumulazione del sapere – potrebbe consistere in una forma sofisticata di riconoscimento, che emerge in maniera non preordinata da un lavoro incessante di riarticolazione di intuizioni approssimative o visioni stereotipate, insomma una conoscenza che si limita a esplicitare ciò che, hegelianamente, ci è «noto» da sempre. Se dobbiamo prestare fede all’affermazione di Iris Murdoch secondo cui «la filosofia spesso non fa altro che ricercare il contesto appropriato in cui dire l’ovvio», nella nostra tradizione filosofica esisterebbero le risorse per rispondere in maniera non convenzionale alla domanda da cui abbiamo preso le mosse.

 

A che serve dunque il sapere? Serve anche a trasformare il nostro modo di essere al mondo. In questo senso talvolta ci solleva «al di sopra della sfera umana», ma in altri casi ci conduce al di sotto o accanto a essa; ci fa fare esperienza dell’eterno, ma anche dell’effimero. Per ricorrere a uno slogan, si potrebbe dire che l’aspetto «miracoloso», e oggi troppo spesso trascurato, della conoscenza risiede proprio in questa capacità di dischiudere lo spazio infinitamente intricato, eppure terso, delle ragioni che si annidano nelle nostre vite.

 

Charles Larmore: Ciò che ci divide, mi pare, è la questione seguente: fino a che punto nel nostro mondo «non tutto è in ordine nel nostro rapporto con il sapere»? La visione dominante oggi è che il valore della conoscenza risieda nella sua utilità, e non vedo come questa concezione strumentale sia necessariamente messa in dubbio dal tipo di autoesplorazione che consiste in «un lento, ostinato, quasi ossessivo lavoro di scavo del familiare e dell’ovvio». Certamente, lo sforzo di rendere più espliciti e articolati i nostri fini fondamentali è un’attività la cui importanza viene spesso sottovalutata nella nostra società. Nondimeno, dobbiamo ancora chiederci: in che cosa esattamente consiste la sua importanza? E, più in particolare: come dev’essere concepito il valore della maggiore autocomprensione che ci consente di raggiungere? Se si ritiene che il suo valore derivi dal valore dell’attività stessa di autoesplorazione, allora l’importanza della conoscenza – in questo caso l’autoconoscenza – viene ancora percepita in termini essenzialmente strumentali. Stiamo cioè supponendo che avere un’idea più chiara di chi noi siamo sia importante perché ci mette nella condizione di approfondire ulteriormente la comprensione di noi stessi o, più in generale, di realizzare meglio gli altri nostri scopi.

 

Al contrario, io ho sostenuto che vi sia un valore nel conoscere stesso, a prescindere dalla sua utilità pratica o dalla sua utilità per l’acquisizione di ulteriore conoscenza e quale che sia l’oggetto della nostra conoscenza – anche se il riconoscimento di questo fatto non può non avere un profondo effetto sulla nostra idea di che cosa significhi essere umani. Il valore intrinseco della conoscenza risiede nel fatto che ci consente di vedere la realtà così com’è, indipendentemente dai nostri interessi e dai nostri preconcetti. Questa è una condizione mentale che comporta una soddisfazione a sé stante. Ci rivela, inoltre, una verità importante su noi stessi, cioè che abbiamo la capacità di trascendere i nostri limiti spaziali e temporali e di osservare il mondo dal punto di vista dell’eternità.

 

Ora, si può tranquillamente sostenere che questa concezione della conoscenza vada «contro corrente» e che contrasti con molti degli «assunti taciti dell’epistemologia moderna». In effetti, sono in tanti a dare per scontato che il nostro pensiero non possa mai sfuggire ai limiti di tempo e spazio e che sia perciò impossibile, se non addirittura incoerente, proporsi una comprensione delle cose così come sono in se stesse. Il mio rifiuto di tali assunti dimostra quanto sia convinto che «non tutto sia in ordine nel nostro rapporto con il sapere». Concordo sul fatto che la ricerca umana, anche all’interno delle scienze, sia sempre plasmata e guidata dal suo contesto storico. Tuttavia, i dati della storia, contrariamente a quanto in genere si suppone, non ci dividono dall’intemporalità della verità. Ci forniscono, al contrario, i mezzi con cui facciamo presa sulla realtà: noi arriviamo a conoscere il mondo stesso ragionando dal luogo in cui ci troviamo.

 

Qualcuno, forse, definirà «metafisica» questa concezione della conoscenza. Ma perché mai il termine «metafisica» dovrebbe costituire un rimprovero? Alle mie orecchie la frase «modestia postmetafisica» suona contraddittoria. Come potrebbe essere un segno di modestia immaginare che tutte le differenti dottrine che nella storia della filosofia sono state etichettate come «metafisiche» formino alla fine un unico modo di pensiero dal quale siamo riusciti a liberarci, oppure supporre che in qualche modo abbiamo imparato a evitare tutte le varie domande che hanno dato origine a teorie metafisiche? Ci si può chiedere «quanto spazio rimanga nell’orizzonte culturale contemporaneo per una visione della conoscenza come trascendenza di sé, come fuoriuscita dai confini angusti di una soggettività che si auto-autorizza e si auto-determina». Tuttavia, questo orizzonte culturale, per quanto sia ben radicato, mi pare fondamentalmente incoerente. Come possiamo supporre che la soggettività sia auto-autorizzante, che siamo noi stessi a istituire l’autorità dei nostri più basilari principi di pensiero e azione, quando in realtà ci conformiamo ai loro dettami proprio perché capiamo che sono principi a cui dovremmo conformarci? E come possiamo ridurre l’idea di verità a ciò che abbiamo ragione di credere, quando non siamo in grado di spiegare in che cosa consistono le buone ragioni per credere se non considerandole come ragioni che ci indicano ciò che in effetti è vero? In realtà, la soggettività è possibile solo come una «trascendenza di sé», in quanto deve orientarsi sulla base dell’autorità indipendente di principi, ragioni e della verità stessa.

 

Il predominio dell’idea che il nostro pensiero sia la fonte di ogni autorità è, a mio avviso, un altro sintomo del fatto che «non tutto è in ordine nel nostro rapporto con il sapere». Costituisce, cioè, uno dei principali ostacoli al riconoscimento del valore intrinseco della conoscenza, che risiede nella sua capacità di consentirci di superare i limiti della nostra prospettiva per vedere il mondo così come esso è.

 

[Immagine: Alex Hütte, Mare (gm)

Publicar un comentario

0 Comentarios