MARZO 23, 2016
El personaje de Fellini no evoluciona: madura.
– André Bazin
Zampanó le entrega a Gelsomina unos ropajes usados y dos sombreros, y le pone uno de ellos, roto y desvencijado, en la cabeza. Ella mira al hombre con temor y un dejo de tristeza en su rostro. Pero cuando Zampanó se voltea, Gelsomina se transforma – subita y feliz – en una niña a la que le han dado un regalo. Sus ojos brillan mirando el sombrero, su sonrisa se mece libérrima en medio de la cara. Picara, nos hace cómplices de su dicha. Alguien le ha dado un regalo, alguien ha pensado en ella. Pero Zampanó -todo musculos y voz tronante- le quita el sombrero. Gelsomina se transfigura. Pero entonces el otro sombrero llega a su cabeza y la historia se repite, ahora con mayor intensidad. Sólo ojos y sonrisa, Gelsomina vibra. Su alegría nos contagia irremediablemente. Hay algo indefinible en ella que parece escapar a la naturaleza humana, algo celestial, algo etéreo, algo mágico…
Los ojos de Gelsomina parecen mirar el mundo por vez primera y su asombro no tiene límites. Con el candor de un niño recorre una Italia golpeada y en proceso de reconstrucción, pero ella eso parece no verlo. Su sensibilidad es otra, su mundo es distinto: uno construido con sueños, con ilusiones, con ganas de cantar, bailar y jugar, con serias intenciones de ser feliz a punta de cosas sencillas y pequeñas como un pájaro, una flor, unas semillas, la música de una trompeta. Gelsomina nos mira y sus ojos redondos no necesitan de la voz para hablarnos, para decirnos tantas cosas, para que nos sintamos a salvo junto a ella, una mujer cuyo reino no era de este mundo, y que sin embargo anhelaba ser querida por alguien que jamas la vio. A veces pasa.
Federico Fellini nos presentó a Zampanó y a Gelsomina, los protagonistas de La Strada, en 1954 y desde entonces el embrujo desencadenado por sus imágenes seduce a generaciones de espectadores, presos de una historia que, negando cualquier influencia del neorrealismo italiano, recoge los temas que ya había tratado en sus tres filmes previos y los depura al punto de la perfección. Acá están la costa marina, la soledad, el espectáculo de variedades, los circos, los payasos, la religión, los hombres suspendidos entre el cielo y la tierra, las mujeres que fluctúan entre la carne y el espíritu. Y claro, la búsqueda de algo indefinible parecido a la felicidad.
El viaje que Zampanó (interpretado por Anthony Quinn) y Gelsomina (Giulietta Masina) inician al principio del filme parece a punto de mostrarnos la situación social de Italia, siguiendo aplicado el director las normativas neorrealistas que, como colaborador de Sergio Amidei en el guion de Roma, ciudad abierta (Roma, citta aperta, 1945) y coguionista de Paisa (1946) -ambas de Roberto Rossellini- tan bien había asimilado. Pero, para Fellini, la realidad que quería mostrarnos no era la verdad objetiva y desprovista de cualquier manipulación estética que los teóricos del movimiento habían decretado como válidas. Ya desde El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952) el universo de este director se nos muestra de frente, construyendo su propia realidad, viviendo según sus propias reglas de fantasía y lúdica. Por eso el periplo trashumante de Gelsomina y su brutal compañero no es un viaje por Italia, es ante todo un viaje al corazón de ellos mismos, a su inextricable geografía interior que los conducirá -lastimosamente- hacia la nada.
Parecemos estar viendo un país que sólo existe y sólo se justifica para que ellos dos rueden en su particular motocarro por unos caminos tan metafóricos como vacíos, arido telón de fondo para la mirada subjetiva y poética de su director. Al organizar y recomponer la realidad a partir de fragmentos de la experiencia personal, tal como habían sido percibidos por él, Fellini se acerca a partir de este momento al modernismo. Por eso en el Festival de Cine de Venecia de 1954, donde la película fue exhibida, Luchino Visconti -quien presentaba Senso– se mostró tan sorprendido con el filme y afirmó que “La Strada no es de ninguna forma un filme neorrealista. Parece más bien que los personajes tienen naturalezas que son una excepción y que trata de un evento puesto en la abstracción más que en la realidad. Es una película que probablemente abrirá una nueva calle [una nuova strada]: una especie de neo abstraccionismo. Se entiende que el significado que le estoy dando al neorrealismo es el establecido por gente con más autoridad en ese campo que yo.”
La película ganaría el León de Plata en el evento, presidido en esa ocasión por Ignazio Silone, el novelista excomunista, cuyas obras mezclaban la imaginería cristiana con los ideales socialistas. Al ignorar a Senso, considerada por la izquierda un ejemplo de realismo “crítico” y un paso más allá del recuento neorrealista de la vida diaria del país, las directivas del Festival y la intelectualidad comunista de la época se enfrentaron con violencia.
La crítica marxista, con Guido Aristarco a la cabeza, se fue de frente contra La Strada, acusándola de ser parte -en medio de la crisis que vivía el neorrealismo- de un tipo de cine involucionista que anteponia el estilo al contenido, mientras preponderaba al individualismo y al misticismo de corte religioso. Decía Aristarco -director de la revista Cinema nuovo– que el director “…Ha reunido y atesorado con fervor los venenos más sutiles de la literatura de preguerra… Busca sus propias emociones por los traicioneros caminos del subjetivismo y el autobiografismo, y confunde la agitación con una intensa necesidad de expresión poética”. Y luego que “No decimos, ni nunca hemos dicho que La Strada es un filme mal dirigido y mal actuado. Hemos declarado, y declaramos, que está equivocado, que su perspectiva es erronea…”.
Fellini respondió a sus detractores afirmando que “[el neorrealismo debería abarcar] no sólo la realidad social, sino también la realidad espiritual, la realidad metafísica, todo lo que hay dentro del hombre”. Los personajes que habitaban el universo de su cine en esta época de su filmografía eran tramposos, irresponsables y vagos, seres que harían lo que fuera por sobrevivir, como los protagonistas de Los inútiles (I Vitelloni, 1953) e Il Bidone (1955). Pero Fellini no se alegra de sus flaquezas, así como tampoco pretende juzgarlos o usarlos con fines políticos o religiosos. Él los observa con compasión, a veces con pena y dolor. Pero también con alegría como, cuando contra todos los pronósticos, alcanzan la redención.
Absolutamente simbólica, La Strada nos habla de esa esquiva e inalcanzable redención. La misma que Steiner no supo reconocer encarnada en una adolescente en La dolce vita (1960) y que aquí se deposita en Gelsomina, hecha gracia y candor. En esta variante de La bella y la bestia, Fellini ha despojado a su “bella” de toda carnalidad y le ha llenado de un alma ingenua, “un poco loca y un poco santa” como él mismo la llamó y que el crítico Angelo Solmi considera “… Una figura absolutamente nueva en la historia del cine y la cultura italianos… en medio de una multitud de deseos insatisfechos, Gelsomina es una martir de la soledad, y de la falta de amor y caridad. Es la expresión total de la ética de Fellini en su punto más alto”. Y contrapuesta aquí a un ser brutal, incapaz de pensar en alguien distinto a si mismo.
Zampanó es un hombre instintivo y egoísta que -como hace siglos- “negocia” a Gelsomina con su madre y se la lleva, no buscando una pareja, sino ante todo una criada, alguien que por su misma condición mental no le de problemas, ni sea capaz de protestar ante las injusticias de vivir junto a él. Zampanó -artista, gitano y cirquero ambulante- tiene un oficio fuera de su tiempo y así son sus costumbres. Se lleva consigo una esclava, pero una como jamás ha tenido a su lado. Y esa mujer ingenua, que va a doblegarse y a padecer a su lado, alcanzará -en un sentido cristiano- la salvación de su alma a través del sufrimiento. Para Zampanó el camino será otro más largo, más solitario, más amargo. Aunque Fellini tenía un sentimiento ciertamente ambivalente frente a la iglesia como institución social, nunca negó su admiración por las enseñanzas éticas del cristianismo y las hace centro de una trilogía de filmes que empiezan con La Strada y se prolongarían en Il Bidone y Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1956).
Giulietta Masina, la incondicional esposa de Federico Fellini, recuerda el momento exacto de la génesis del filme, ” Era la época en que Federico comenzaba a ganarse la vida con mayor facilidad y habíamos podido comprarnos un carrito, un minúsculo Fiat, de aquellos que llamábamos ‘Topolino’, en homenaje a Mickey Mouse. Un domingo paseabamos en el auto por los alrededores de Roma y vimos una extraña pareja al lado de un carromato. Era evidente que eran viajeros. Él era un hombre muy grande, muy gordo, muy brutal, con el cabello y los ojos negros. Una pequeña mujer estaba arrodillada a su lado cocinando en una estufa. Tenía un rostro muy dulce, pero los ojos llenos de tristeza. Federico se detuvo para intercambiar algunas palabras con ellos. Unas semanas después, me hizo leer un borrador de guion, de seis o siete páginas. Cuando terminé mi lectura quedé tan emocionada y tenía tantas ganas de llorar que no pude decirle a Federico lo que sentía…”.
Pero en esos momentos, Fellini se embarcó en la realización de Los inútiles y la idea de La Strada permanecería girando en su cabeza durante unos dos años. El éxito de ese filme permitió que se reactivara el proyecto, aunque las perspectivas de financiación no fueran claras. Una noche Fellini fue a recoger a Giulietta a los estudios de Cinecittà, en donde se encontraba realizando un pequeño papel en un filme –Donne proibite– donde actuaba Anthony Quinn y al verlo la sorpresa fue mayúscula: ese era el rostro que había imaginado para Zampanó. La actriz los presentó: Quinn no tenía idea de quien era Fellini y este jamas habia visto ni oído hablar del actor de origen mexicano. El director le planteó la posibilidad de realizar el filme, pero Quinn se mostraba reacio a hacer parte del proyecto de un desconocido. Pero tras ver Los inútiles, fue él quien llamó a Fellini para que lo incluyera en el reparto. Otro que fue reclutado por Fellini en el mismo plató fue Richard Basehart, esposo de una de las actrices de Donne proibite, Valentina Cortese, y quien se asoma diariamente a recogerla. En él encuentra Fellini a “El loco”, el tercer protagonista de La Strada.
Mientras tanto, el productor Carlo Ponti -impactado por el argumento- firmó el contrato para financiar el filme, junto a Dino De Laurentiis de quien en esos momentos es socio . Ambos no estaban de acuerdo con incluir a Giulietta y a Quinn, pero al final el criterio del director se impuso, quizás ayudado por el hecho de contar con un presupuesto muy bajo, que no les permitía vincular a grandes estrellas. “Ahora La Strada ha tomado forma por fin. La empezaré a finales de octubre, con ciertos riesgos, porque el capital es reducido e inseguro. Pero tengo que empezarla, suceda lo que sucediere.” -escribía Fellini a Angelo Solmi en septiembre de 1953.
Pero fue a finales de octubre de ese año que el rodaje pudo iniciarse, para suspenderse con rapidez luego de que Giulietta se luxó un tobillo en una escena con su compañero. Quinn se marchó a rodar Atila el huno (Attila, 1954), y cuando la actriz se recuperó, él trabajó simultáneamente en ambos filmes. El rigor, el estilo exigente y el talento de Fellini no pasaron inadvertidos para Anthony Quinn, cuando recuerda que “En tres meses con Fellini, aprendí más acerca de la actuación fílmica de lo que había aprendido en todo lo que tenía hecho hasta entonces”. Pero para el director la película representó un enorme sacrificio personal y económico, toda vez que las angustias presupuestales los sometían a difíciles situaciones. Hasta algunas secuencias finales de Atila debió dirigir, a cambio del dinero para concluir su filme. “Con La Strada enriquecí por lo menos a treinta personas en el mundo; a pequeños distribuidores independientes que creyeron en esta realización. Pero no soy envidioso. No gané nada, o casi nada, desde el punto de vista material. Pero me encontraba en paz conmigo mismo, y con mi orgullo de artista.” – recordaba.
La película se desenvuelve de manera episódica, con aventuras lineales que van definiendo la relación entre ambos, pero con una textura presta siempre a la sorpresa, al momento mágico, a la revelación extática. La Strada se disfruta con humor y esa ternura que transmite el cine humanista cercano más a un sueño que a una experiencia real. En el filme nunca nos acercamos realmente a la mente de sus dos protagonistas, inmersos cada uno en su mundo particular, tan improbable como característico. A Zampanó siempre nos lo muestran desde afuera, altisonante, sin introspección, sin alma. Interrogado, no hay respuestas. A Gelsomina, otro de los personajes, llamado “El loco” (el actor norteamericano Richard Basehart) la cuestiona sobre sí, sobre su vida y sus gustos, pero tampoco hay respuestas, sino más interrogantes.
Esta no es una película sobre cada uno: es una película sobre su relación, sobre el efecto que su contacto ejerce sobre el otro, sobre la posibilidad de ser feliz gracias a alguien más, pero también sobre la imposibilidad de verse y oírse aún estando juntos. Y en eso se asemejan a Vladimir y Estragon en Esperando a Godot: cada uno se resiente de estar con el otro, pero también se dan cuenta cuánto se necesitan. Un diálogo entre Gelsomina y “El tonto” lo demuestra:
-“Todo en este mundo es bueno para algo. Mira… esta piedra, por ejemplo” – le dice él
-“¿Para que sirve?” -pregunta Gelsomina
-“No sé… pero con certeza tiene uso. Si fuera inútil, entonces todo sería inútil… incluso las estrellas” -le responde.
Con estas palabras, Gelsomina ve que su lugar en el mundo es con Zampanó y con nadie más. A él se aferra porque es su único punto de contacto con una realidad que apenas presiente, pero que a su lado cobra sentido. Ella cree con firmeza que va a llegar el momento en que él vea y reconozca el valor de su compañía. Y Gelsomina va a esperarlo: esa es su vocación y su propósito vital: si ella no lo acompaña, ¿entonces quién lo hará? Pensar así la conforta y la llena de fuerza. Es el amor incondicional el que ha surgido en ella.
Zampanó hubiera podido ser un mejor ser humano si hubiera comprendido las sutilezas, la mirada, el alma a cielo abierto de Gelsomina. Pero no, no supo valorarla y la violencia de sus actos terminó por contaminar el frágil equilibrio de su compañera. Como respondiendo a Visconti, Fellini afirmaba que ” Zampanó y Gelsomina no son excepciones, tal como afirma la gente que me ha reprochado por crearlos. Hay más Zampanós en el mundo que ladrones de bicicletas y la historia de un hombre que descubre a su vecino es tan importante y tan real como la historia de una huelga. Lo que nos separa es, sin duda, la visión materialista o espiritual [que tengamos] del mundo”.
La Strada es un triunfo gracias a Giulietta Masina, en ésta, la tercera película junto a Fellini, con quien se había casado en 1943. Su gama de expresiones, que varían del dolor y el drama más profundo hasta la más juguetona de las sonrisas, es un homenaje a los maestros de la comedia muda, a la gestualidad de Chaplin, al asombro de Buster Keaton, al desafuero de Harpo Marx y sobre todo a la figura de Harry Langdon, con quien comparte su rostro redondo, su mirada alucinada y su talante infantil. “Durante mucho tiempo quise hacer una película para ella. Es particularmente capaz de expresar asombro, consternación, felicidad frenética, la sobriedad cómica de un payaso. Para mí, el talento bufo en un actor es el don más precioso que pueda tener. Giuletta es la clase de actriz que es muy compatible con lo que yo quiero hacer, con mi gusto” -anotaba Fellini. Nunca volvería a alcanzar como actriz un triunfo personal tan resonante (aunque ganó como mejor actriz en el Festival de Cannes por Las noches de Cabiria), pero fue suficiente: la Gelsomina de Giulietta Masina es ya parte del acervo cinematográfico mundial, junto a su trompeta y a esa música que inmortalizó a su creador, el virtuoso Nino Rota, compañero musical de Fellini en muchas de sus películas.
Sin embargo, la actriz siempre ha referido que le costó mucho hacer este papel y que nunca se identificó con el rol de víctima. En la biografía de Fellini escrita por Tullio Kezich, Giulietta lanza una teoría: “Gelsomina es Federico. Fue Federico quien abandonó su hogar junto al mar y montó en la caravana, quien aprendió el arte del clown y se propuso arrostrar el vasto piélago de la existencia para transmitir una «realidad del alma»”. Y es posible que tenga razón, no es casual que este filme haya sido siempre tan cercano a sus afectos.
Para finalizar, volvamos a la narración de La Strada: Un día, mucho tiempo después de abandonar a Gelsomina, Zampanó reconoce de nuevo esa melodía, cantada por una mujer que le refiere que fue del triste destino de su compañera. Esa noche, la enorme coraza de violencia y egoísmo de Zampanó se derrumba, y el dolor de comprender la soledad y el vacío de su espíritu lo invaden por vez primera junto al mar, que se lleva mudo sus lágrimas y lo acoge discreto con sus olas. La Strada termina en la playa, tal como se había iniciado, en un movimiento circular entre el ser y el no ser, entre un existir donde cabía Gelsomina y la nada que ahora lo acompaña. Un final abierto que nada nos explica, pero que logra que el temor y el frío nos invadan: no queremos que ese sea así mismo nuestro destino, que no seamos capaces de ver la redención que se nos ofrece. Desde la eternidad del celuloide, Gelsomina nos mira y algo trata de decirnos. Por favor, mirémosla también nosotros. Quizás, como Zampanó, no tengamos otra oportunidad.
Publicado en la revista Universidad de Antioquia no. 265 (Medellín, julio-septiembre/2001) págs. 106-111
©Editorial Universidad de Antioquia, 2001
©Todos los textos de
son de la autoría de Juan Carlos González A.
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