Una Juventud – Patrick Modiano

 


Una Juventud – Patrick Modiano

Ahora, a punto de cumplir los treinta y cinco, Odile y Louis viven en un valle con abetos, un teleférico rojo y una estación de esquí en las montañas. Pero hace mucho tiempo, en su juventud, cuando estaban a punto de cumplir veinte años, vivían en París y en sus calles hicieron un aprendizaje vital no siempre fácil. París, el escenario modianesco por antonomasia —aunque hay también en estas páginas un viaje a Inglaterra—, adquiere en Una juventud un estatus de tercer protagonista: los bulevares, las cafeterías, las salas de fiesta, el metro elevado, los barrios periféricos, los andenes de estaciones ferroviarias… Louis ha cumplido con el servicio militar y encuentra trabajo como vigilante nocturno de un garaje en el que vislumbra idas y venidas sospechosas; Odile trata de abrirse camino como cantante y se topa con un mundo sórdido. Ésta es una novela de encuentros, de personajes secundarios que dejan huella, de presencias fugaces y enigmáticas: la chica que toca la balalaica, el joven español que hace un número de travesti con unas castañuelas, el pintor que vivió en el estudio en el que ahora viven los protagonistas, un individuo de la alta sociedad de dudosa moralidad… Encuentros que sumergirán a Odile y Louis en un submundo nocturno e incierto, en el que aparece un maletín lleno de billetes de quinientos francos. Modiano insiste en un paisaje —París— que no es sólo realidad geográfica sino también mito y ensueño; insiste en la fugacidad del tiempo y el poso de la memoria; insiste en el aprendizaje vital, moral y sentimental de la juventud. Y el resultado es una novela breve cargada de incertidumbres y misterio, una novela en la que abundan los personajes ambiguos y las preguntas que no siempre tienen una fácil respuesta.


 

Los niños juegan en el jardín y pronto será la hora de la partida de ajedrez cotidiana. —Mañana le quitan la escayola —dice Odile. Está sentada con Louis en la terraza del chalet y miran de lejos a su hija y a su hijo que corren por el césped con los tres niños de Viterdo. Su hijo, que tiene cinco años, lleva escayolado el brazo izquierdo, pero no parece que le cause molestias. —¿Cuánto tiempo hace que le pusieron la escayola? —pregunta Louis. —Casi un mes. Se escurrió de un columpio y al cabo de una semana se dieron cuenta de que tenía una fractura. —Voy a darme un baño —dice Odile. Sube al primer piso.

Cuando vuelva, se pondrán con la partida de ajedrez. Louis oye correr los grifos de la bañera. Al otro lado de la carretera, detrás de la hilera de abetos, el edificio del teleférico parece la estacioncita de un balneario. Por lo visto es uno de los primeros teleféricos que se construyeron en Francia. Louis lo sigue con la vista mientras trepa despacio por la pendiente del Foraz y el rojo chillón de la cabina contrasta con el verde de la montaña en verano. Los niños se han metido entre los abetos y andan en bicicleta en la rotonda sombreada, junto al edificio del teleférico. Ayer Louis desclavó de la fachada del chalet la tabla donde ponía en letras blancas: SUNNY HOME. Anda por el suelo, delante de la puerta acristalada. Hace doce años, cuando compraron el chalet y lo convirtieron en residencia infantil, no tenían muy claro cómo la iban a llamar. Odile prefería un nombre francés: Les Lutins o Les Diablerets [1] , pero Louis opinaba que un nombre inglés quedaba más elegante y les traería clientes.

Por fin se quedaron con Sunny Home. Recoge la tabla. Sunny Home. Dentro de un rato la meterá en un cajón. Nota una sensación de alivio. Se acabó lo de residencia infantil. A partir de hoy el chalet va a ser para ellos solos. Convertirá el barracón que está al fondo del jardín en restaurante y salón de té y la gente vendrá en invierno antes de coger el teleférico. Se va alzando la noche despacio desde lo hondo del valle y del jardín, junto con los gritos y las risas de los niños, que están ahora jugando al escondite. Mañana, 23 de junio, Odile cumple treinta y cinco años.

Y el mes que viene le tocará a él también cumplir treinta y cinco años. Al cumpleaños de Odile ha invitado a los Viterdo y sus hijos y a Allard, que fue esquiador y regenta un comercio pequeño de artículos deportivos. El teleférico rojo ha empezado a bajar y se pierde de vista tras una masa de abetos. Vuelve luego a asomar y sigue adelante al mismo ritmo pausado. Lo verán subir y bajar hasta las nueve de la noche y en el último viaje no será sino una luciérnaga de buen tamaño resbalando por la pendiente del Foraz. —¡Qué niño tan valiente…! El médico le dio unas palmaditas al niño en la mejilla. La más conmocionada era Odile. El médico, con un aparato cuya velocidad recordaba la de una sierra eléctrica cortando leños, acababa de partir la escayola en la que Odile había dibujado unas flores. Y el brazo había emergido intacto. La piel no estaba ni seca ni descolorida, como se temía Odile.

El niño movía el brazo, lo doblaba despacio, sin acabar de creérselo, con una sonrisa atenta en los labios. —Ya te lo puedes romper otra vez —le dijo el médico. Odile le había prometido que irían a tomar un helado antes de volver al chalet y se sentaron frente por frente en la terraza de un café próximo al lago. El niño pidió un helado de pistacho y fresa. —¿Estás contento de que te hayan quitado la escayola? No contestaba. Se estaba comiendo el helado con expresión seria y concentrada. Odile lo miró y se preguntó si más adelante se acordaría de aquella escayola salpicada de flores. ¿Su primer recuerdo de infancia? El sol le hace al niño guiñar los ojos. La bruma se va disipando en el lago y Odile cumple treinta y cinco años. ¿Le puede a una pasar algo nuevo a los treinta y cinco años? Se lo pregunta mientras se acuerda de la piel intacta, del brazo que ha surgido hace un rato de la escayola, y se diría que era ese brazo el que quebraba el caparazón en que lo habían encerrado.

¿Vuelve a empezar de cero a veces la vida a los treinta y cinco años? Sesuda pregunta que la mueve a sonreír. Tendrá que hacérsela a Louis. Ella tiene la impresión de que no. Llegamos a una zona sin oleaje y el patín resbala solo por un lago semejante a este que tiene delante. Y los niños crecen. Y nos dejan. La molesta una pestaña en el borde del párpado y saca del bolso una polvera vacía que sólo usa por el espejito redondo. No consigue quitarse la pestaña y se pasa revista a la cara. No ha cambiado. Tenía la misma cara a los veinte años.

Esas arrugas diminutas de las comisuras de los labios no estaban, pero lo demás no ha cambiado, no… Y Louis tampoco ha cambiado. Estaba algo más delgado, sólo eso… —Feliz cumpleaños, mamá. El niño lo ha dicho trastabillando con las palabras y con cierto orgullo. Odile le da un beso. ¡Qué curioso sería que los niños conocieran a sus padres tal y como fueron antes de que ellos nacieran, cuando todavía no eran padres, sino sencillamente ellos mismos!… La infancia de Odile, en casa de su abuela en París, en la calle de Charles-Cros, en ese punto de donde salen las líneas de autobús… Algo más allá, el edificio gris de la piscina de Les Tourelles, el cine y la cuesta del bulevar de Sérurier. Con un poco de imaginación, las mañanas de niebla y sol aquella cuesta era una carretera de cornisa y bajaba hacia el mar. —Tenemos que volver ya a casa… Mientras conducía por la carretera que sube hasta el chalet, con su hijo sentado a su lado, Odile iba canturreando algo, sin pararse a pensar. No tardó en caer en la cuenta de que eran los primeros compases de una opereta cuyo disco había encontrado, para mayor sorpresa suya, en un anticuario de Ginebra y se llamaba Roses d’Hawaii… Están sentados en el banco verde, delante del edificio del teleférico, y su hijo anda en bicicleta por la rotonda. Una bicicleta con ruedecitas. Odile está tumbada y, apoyando la cabeza en la rodilla de Louis, lee una revista de cine.

El niño pasa, una a una, por las manchas de sol e inicia luego eso que él llama «la vuelta grande». Se detiene de vez en cuando y recoge una piña. El empleado del teleférico está fumando un cigarrillo en el umbral del edificio y tiene pinta de jefe de estación, con la gorra y la chaqueta azules. —¿Cómo anda la cosa? —pregunta Louis. —No muy allá. Pocos clientes hoy… Da lo mismo. Aunque vaya vacío, el teleférico rojo saldrá a la hora prevista. Es lo que dice el reglamento. —Y eso que hace sol —dice el empleado. —Todavía no han llegado del todo las vacaciones —dice Louis—.

Ya verá dentro de quince días… El niño da vueltas a la rotonda y pedalea cada vez más deprisa. Odile se ha puesto las gafas de sol y hojea la revista agarrando con fuerza las hojas porque hace viento. Entre sueños, oye los gritos de los niños, que se acercan y se alejan y se vuelven a acercar y es algo que para él equivale a intensidades de luz diferentes, como si fueran juegos de sombra y sol. Pero siempre sueña lo mismo. Está en la parte más alta de un velódromo desierto y mira a su padre, aferrado al manillar, que da vueltas despacio en la pista. Alguien lo llama y abre los ojos. Tiene a su hija de pie ante él, sonriéndole. Está casi tan alta como Odile. —Papá… Van a llegar los invitados… Lleva un vestido rojo y Louis se queda sorprendido. Tiene trece años.

Louis acaba de salir del sueño y, atontado aún, se asombra de que su hija sea tan alta. —Papá… La niña le sonríe con reproche, lo coge de la mano e intenta levantarlo del sofá. Louis se resiste. Al cabo de un momento, se anima, se pone de pie y le da un beso en la frente. Sale a la terraza. Todavía no ha caído la noche y divisa, entre la hilera de abetos, a un grupo que va subiendo hacia el chalet. Reconoce la voz profunda de Allard y la risa de Martine Viterdo. Más allá, el teleférico rojo se desliza despacio por la pendiente del Foraz, una mariquita por la hierba. Han apagado todas las lámparas del salón. Louis, Odile, Viterdo, su mujer, Allard y los niños esperan alrededor de la mesa.

La hija de Louis sale de la cocina llevando la tarta en la que brillan ocho velas: tres para las decenas y cinco para los años. Se les acerca y todo el mundo canta: —Happy birthday to you… La niña deja la fuente en el centro de la mesa. Todos, por turno, le dan un beso a Odile. —¿Y qué? —pregunta Viterdo—. ¿Qué se siente cuando se tienen treinta y cinco años? —Ya me falta menos para tener edad de ser abuela —contesta Odile. —No diga bobadas, Odile. —Tienes que soplar las velas, mamá… Odile se inclina hacia la tarta y sopla. —¡Todas a la primera! Aplauden y vuelven a encender las luces. —¡Una canción! ¡Una canción! —Odile va a cantarnos «La canción de las calles» —dice Louis. —No, no… Ni hablar… Corta la tarta.

Los niños se han levantado de la mesa y se han reunido los cinco en el borde de la terraza. Odile y Louis les llevan a todos un trozo de tarta en un plato de postre. —No van a querer irse a la cama —dice Martine, la mujer de Viterdo. —Qué se le va a hacer. Hoy no es un día como los demás —dice Allard con su voz profunda —. No todos los días se cumplen treinta y cinco años. Viterdo mira el reloj. —Creo que vamos a tener que irnos, Louis. Siento mucho molestarlo. Tiene que coger el tren de por la noche para París, el de las veintitrés y tres, y Louis se ha ofrecido a llevarlo a la estación en coche.

—¡Vamos allá! —dice Louis. La mujer de Viterdo, Allard y Odile se han sentado en la terraza. Charlan. La voz de Allard suena por encima de las demás. Es una noche calurosa y se oyen a lo lejos los truenos de una tormenta. Viterdo, en medio del cuarto de estar, abre la cartera negra. Parece comprobar deprisa y corriendo si no se le olvida nada. Los niños se atropellan en las escaleras y el ruido de sus pasos apresurados va menguando por las amplias habitaciones del primer piso. Odile ha salido a la terraza y se acerca a Louis en el momento en que éste iba a irse del chalet detrás de Viterdo. —Feliz cumpleaños —dice Louis.

—Venga, ya está bien… —dice Odile. —¿Y qué nota usted al tener treinta y cinco años? Ella lo zarandea agarrándole el hombro. —Ya está bien… Pronto te va a tocar a ti… Él la abraza y se echan a reír. Es la primera vez en la vida que celebran el cumpleaños de uno de los dos. Qué idea tan curiosa… Pero si les gusta a los niños… Viterdo ha dejado la maleta y la cartera negra en el asiento trasero del coche; se ha sentado luego al lado de Louis. —De verdad que lo lamento, Louis… —No, hombre, no… En cinco minutos estamos en la estación. Louis arranca despacio. Al cabo de un momento para el motor. El coche baja en silencio por la carretera estrecha y recta. —¿Cuándo vuelve? —pregunta Louis.

—El fin de semana que viene. Espero pasar el mes de agosto aquí, con Martine y los niños. Qué suerte tiene usted de pasarse todo el año en la montaña… —Creo que no habría sido capaz de vivir en París —dice Louis. Enciende la radio, como tiene costumbre de hacer siempre que conduce. —¿Cuánto lleva viviendo aquí? —pregunta Viterdo. —Trece años. —Nosotros apenas hace seis años que compramos el chalet… —Me daba la impresión de que llevaban aquí más tiempo. Viterdo tiene la misma edad que Louis. Trabaja en París, en una compañía de importación y exportación. Martine y él vienen a esquiar todos los años en Navidad y por Pascua con sus tres hijos, que les dejaban muchas veces a Odile y a Louis para que jugasen con los demás niños del Sunny Home… —¿Qué? ¿Se acabó la residencia? —Se acabó —dice Louis, sonriente—.

Tenemos el chalet para nosotros solos… Los niños van a poder patinar por las habitaciones… —¿Y qué piensa hacer ahora? —A lo mejor pongo un restaurante y salón de té con Allard para la gente del teleférico. —En el fondo tiene usted razón —dice Viterdo—. A mí también me gustaría mandarlo todo a paseo y vivir aquí… La primera curva de la carretera. A la izquierda, la tapia del Hotel Royal. Louis vuelve a poner en marcha el motor. —Seguro que los niños son más felices aquí que en París —dice—. A mí me gustaría que mi hijo fuera monitor de esquí… —¿Ah, sí? ¿Y su hija? —Con las chicas nunca se sabe… Louis ha bajado la ventanilla. Parece que la tormenta se va acercando. —¿Ha vivido alguna vez en París? —pregunta Viterdo. —Sí.

Hace mucho. Detiene el coche delante de la estación, abre la puerta y coge el equipaje de Viterdo. —No se moleste, Louis… Cruzan el vestíbulo, pequeño y desierto, con luz de neón. Viterdo mete el billete en la máquina para validarlo. —Estas máquinas son cada vez más complicadas —dice Louis—. Menos mal que ya no viajo… El tren ha entrado ya en la estación. —Adiós, Louis… Hasta el viernes… Louis lo acompaña hasta el andén y lo ayuda a subir la maleta y la cartera negra al compartimiento del coche cama. Viterdo, sonriente, baja la ventanilla y se asoma. —Hasta el viernes… En sus manos dejo a Martine y a los niños. Sea severo… —Severísimo… Como de costumbre… Al volver a pasar por el vestíbulo de la estación, Louis se fija en una máquina expendedora de golosinas, junto a las taquillas cerradas.

Mete dos monedas en la rendija. Cae algo, envuelto en un papel rojo y dorado, uno de esos bombones que se llaman rocas. Anda, si todavía existen… Odile los compraba muchas veces en la panadería de la calle de Caulaincourt. Va a ser su regalo de cumpleaños. Al otro lado de la plaza, tras las lunas del café, hay varias siluetas inmóviles ante la pantalla del televisor. Le llega la voz de una cantante. Sólo la voz, algo ronca, pero no entiende la letra. Se ha levantado un viento tibio. En el camino de vuelta, las primeras gotas de lluvia… Se pasaba días enteros lloviendo en Saint-Lô aquel otoño de hace quince años y había charcos enormes en el patio del cuartel. Se metió en uno por descuido y una pulsera helada le rodeó los tobillos.

Con la maleta de hojalata en la mano, saludó al centinela. Al llegar a la esquina de la calle, no pudo por menos de darse la vuelta para mirar aquel edificio parduzco que ya no volvería a tener papel alguno en su vida. El traje de paisano —de franela gris— le tiraba en las sisas y le estaba estrecho en los muslos. Iba a necesitar un abrigo de invierno y, sobre todo, calzado. Sí, calzado con suelas gruesas de crep. Brossier lo había citado en el Café du Balcon a eso de las siete. Se acordó de repente de que conocía a Brossier desde hacía dos meses y que le había mentido al decirle que sólo estaba de paso por Saint-Lô. ¿Por qué se había quedado más tiempo si sus «negocios» deberían haberlo reclamado en París? Louis coincidió con Brossier la primera vez en el Café du Balcon precisamente, cuando esperaba a que fueran las doce de la noche para volver al cuartel. Aquella tarde había estado paseando por las murallas y luego fue por la carretera nacional hasta el depósito de la remonta y tiró al azar, a la derecha, hasta una zona de barracones. Al volver a la ciudad, se sentó a una mesa del Café du Balcon y el espejo, junto a la barra, le devolvía su imagen, de uniforme, con el pelo corto y cruzado de brazos.

Brossier, que estaba leyendo un periódico en la mesa de al lado, se lo quedó mirando. —¿Le queda mucho de guripa? Usaba palabras de jerga que Louis no siempre entendía. —¿Qué edad tiene? —Cumplo veinte en julio. Eran los únicos clientes del café y Brossier le dijo, encogiéndose de hombros, que a esas horas en Saint-Lô ya no andaba nadie por la calle. —Si es que puede hablarse de calles… Soltó una risa agria. —No debe de ser plato de gusto caer aquí de guripa, ¿verdad? ¿Qué edad tenía Brossier? Cuarenta recién cumplidos. Cuando sonreía parecía más joven. Rubio, con los ojos muy claros, rojo de cara, y ese tono de piel, así como la cara abotagada, se debían seguramente a su afición a la cerveza belga. Le contó que vivía en París, pero que estaba pasando unos días con la familia en Saint-Lô, donde su hermano mayor era notario. Llevaba más de diez años sin venir y la gente ya no se acordaba de él.

Por lo demás, estaba aprovechando esa temporada de vacaciones para cerrar unos negocios. Sí, un individuo de Cherburgo quería venderle una partida completa de material norteamericano: jeeps viejos, camiones viejos del ejército. Él, Brossier, trabajaba «en el automóvil». E incluso llevaba un garaje en París. Esa noche acompañó a Louis hasta el cuartel. Llevaba gabardina y un sombrero tirolés viejo, con una pluma de un amarillo chamuscado. Y mientras iban calle abajo, entre casas de edificación reciente, todas del mismo hormigón grisáceo, Brossier lo puso en antecedentes, como si se tratase de un secreto, de que no reconocía ya la ciudad de su infancia. Habían construido una ciudad diferente después de los bombardeos de la última guerra, y Saint-Lô había dejado de ser Saint-Lô. En el Café du Balcon, el humo y el barullo de las conversaciones lo dejaron un poco aturdido.

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