ROBERT MUSIL: LA MORADA DEL HOMBRE

 


Robert Musil en su obra El hombre sin atributos se encarga de describir la morada del hombre de su época. Una obra que muestra las contradicciones, la naturaleza y los alcances de un tiempo convulso y crítico.

 

 

Escribe / Gustavo Colorado Grisales – Ilustra / Stella Maris

La corriente del tiempo es una corriente que arrastra sus propias riberas.

                     

                    Hay que negarse a todo aquello en lo que no se pone toda el alma.

                       

                    Un hombre sin atributos no dice No a la vida, sino: Todavía No

                                             

                                               Robert Musil

 

 

El río del tiempo

 

Desde Heráclito el río es la más socorrida metáfora del tiempo. El incesante fluir de los minutos es el agua que renueva a cada instante el contenido de la vida, en sí misma una secuencia de momentos a menudo desconectados entre sí, según lo ha venido a demostrar la neurociencia.

Es ese discurrir de acontecimientos, que parecen sucederse sin cesar, lo que produce la sensación de que algo real está sucediendo. A esa sensación le llamamos Historia.

Entendidas así, las crisis personales y colectivas, lejos de ser algo negativo, son la compañía natural de todo lo humano. Un mundo sin crisis sería como el agua estancada en la que toda forma de vida está destinada a la degradación.

Todo tiempo es, entonces, una forma de la crisis. En los individuos lo son el nacimiento, la infancia, la juventud, la edad adulta, la madurez, la vejez y su desenlace natural: la muerte como engarce que cierra el círculo y le da sentido a todo lo demás al devolvernos al origen, al fango primordial.

Igual pasa con las sociedades. Su devenir marca una curva que va de su irrupción, su crecimiento, su momento de apogeo y su posterior declive para dar lugar a nuevas formas políticas, económicas y culturales.

Ahora bien, en la práctica nadie puede trazar una frontera entre ambos mundos. Las personas viven inmersas en sus pensamientos, obsesiones y creencias sin desligarse del entorno histórico en el cual les corresponde nacer y vivir. La sociedad incide así en las expectativas y decisiones de la gente, al tiempo que ésta empuja el curso de los hechos, dependiendo de su grado de participación en lo público.

En ese   cruce de caminos surge lo que se suele llamar “El espíritu de la época”

De la naturaleza, los alcances y las contradicciones de ese espíritu se ocupa el escritor austriaco Robert Musil (1880- 1942) en su obra El hombre sin atributos, publicada por primera vez en 1930 y considerada una de las grandes novelas del siglo XX por su propósito integrador. Los impulsos y decisiones de sus personajes grandes y pequeños (aunque cabría discutir si, en últimas, existe tal cosa como un personaje pequeño) acaban por desencadenar eventos que, a la larga, son clasificados bajo la etiqueta de “acontecimientos históricos”).

Para el creador de la novela, que además es autor de Tres Mujeres y de Las tribulaciones del estudiante Torless, el mundo está organizado de tal manera que las personas son unas en la vida pública y otras en la vida privada. Sin embargo, no hay una escisión total. Esos mundos se conectan a través de pasadizos secretos explorados por la ciencia, el arte, la sicología, la poesía, la religión, la sociología y el folclore. De igual modo, en los imperios los pueblos ofrecen un rostro ante el poder central, mientras en las profundidades se agitan las diferencias de lenguaje, creencias, intereses, costumbres y cultura.

 

LA OBRA COMO PRISMA

 

En ese sentido, Musil construye la novela a modo de prisma que integra y separa a la vez  esos mundos, permitiéndole al lector una mirada, en perspectiva y en profundidad, del “ espíritu” del Imperio Austrohúngaro en su momento de declive, es decir el del paso del feudalismo a la burguesía, abordado por escritores contemporáneos suyos como Franz Kafka,  Joseph Roth, Stefan Zweig, Romain Rolland, Thomas Mann y Heimito von  Doderer , empeñados también en la tarea de desentrañar las motivaciones  últimas de una sociedad que asistía a la disolución de sus antiguos valores  mientras acometía la dolorosa tarea de edificar otros nuevos.

Con el fin de hacerse a un eje, el escritor nos propone un momento histórico: la celebración del jubileo de Su Majestad Francisco José, emperador de Kakania (nombre que se utiliza en el lenguaje coloquial para designar el imperio). El soberano lleva más de sesenta años en el poder, lo que para sus áulicos exige una celebración de profundo sentido simbólico, que resuma ante su pueblo la idea de lo inmutable. Con ese fin se constituye un grupo de personas representativas de distintos sectores del poder, que intentan agrupar tendencias disímiles alrededor de un evento bautizado como “La acción paralela”. Entre esas personas se cuentan, en primer lugar, el mismo soberano, cuya presencia invisible se siente todo el tiempo a la hora de la toma de decisiones. En segundo término, encontramos a Diotima “Una mujer cuya belleza es sólo comparable a su estupidez”, que sin embargo en su medio se erige símbolo de las fuerzas de la naturaleza y de los valores de la cultura. Es la sensual esposa del influyente funcionario Tuzzi, cuyo magnetismo atrae a su alrededor un grupo de hombres y mujeres movidos a partes iguales por el deseo y la admiración.

A ellos se suman el general Von Stumm, el empresario y escritor Paul Arheim, encarnación del puente entre los mundos del espíritu y la materia, caro a la reflexión propuesta a lo largo de la novela. También encontramos a Walter y Clarisse, errática pareja anclada en la vieja idea del arte como forma de redención. Está el asesino Moosbrugger, capaz de concitar simpatías entre quienes lo ven como el elemento transgresor necesario para restaurar el equilibrio en cualquier sociedad. A modo de materialización del poder se nos presenta al conde Leinsdorf. Él y Diotima son los dos planetas que garantizan el movimiento de las fuerzas gravitacionales presentes en el salón donde se proyecta el futuro de Kakania, un reino sin grandes mitos aglutinantes, por ser “el primer país al que Dios le retiró el crédito”.

En el salón de Diotima, epicentro de las reuniones, esas fuerzas cobran a la vez la forma de un llamado a la paz, para la que se necesita una suerte de estado supranacional, al tiempo que se incuba una conspiración pangermánica contaminada de antisemitismo y presentida por la diversidad de pueblos que conforman el rostro visible del imperio. Era tanta la ebullición, que uno de los asiduos asistentes, poseído por el impulso de su propia retórica y achispado por el alcohol (“El whisky era oro líquido y calentaba como el sol de mayo”), se refirió a esa casa como “Un crisol de ideas”

Al fin y al cabo, las ideas, creencias y prejuicios no son más que el vestido usado por los humanos para disimular que van desnudos por el mundo.

Y está, por supuesto, Ulrich, “El hombre sin atributos”. Es el portador de las contradicciones de los tiempos. Es alguien que ya no sabe quién es. Entre la crepuscular aristocracia y la naciente burguesía resume a veces al estado del alma de los pueblos unidos de manera artificial por el imperio. El narrador intenta una imagen para definirlos: “Un roedor que no sabe de sí mismo si es una ardilla o un lirón; un ser que no tiene idea de su esencia, está expuesto a sufrir en circunstancias determinadas un irremediable ataque de miedo ante la sorpresa de su propia cola”.

Su condición errante lo hace atractivo ante las mujeres. Lo ama Bonadea, lo ama Gerda, hija del funcionario de banco Fischel, convencido de que la cordura sólo se adquiere en contacto con la realidad. Lo ama Clarisse, que al final de la novela desnuda su pensamiento, ante la imposibilidad de desnudar su cuerpo. También lo aman Diotima y su criada Raquel. Cada una a su manera, se enamora de una faceta distinta de ese hombre que avanza a contracorriente entre un grupo de personas que persiguen la quimera del absoluto, se encuentre este en el arte, en la guerra, en la política o en el dinero: en un mundo sin Dios todos los caminos son posibles. Si tal cosa es deseable- y alcanzable- podría decirse que sumando las partes de Ulrich intuida por cada una de ellas se puede forjar el todo de un hombre del que pueda afirmarse que expresa el ser de su tiempo.

Ajeno a esos anhelos, Ulrich da bandazos en “una dudosa época que califica de genial tanto a un músico o a un científico como a un caballo o a un futbolista”. De esa medida es la confusión en unos tiempos que han perdido los viejos valores sin hacerse todavía a unos nuevos. ¿Es elogio del caballo o desprecio del científico lo que alienta en esa frase?

Por eso la burguesía  profesa de un lado la religión de la técnica y lo nuevo, mientras del otro trata de copiar los modelos feudales: la sofisticación de los salones, el valor de las obras de arte como elemento diferenciador, la guerra y los símbolos marciales en tanto garantes de la inmutabilidad del poder terrenal – “Para los hombres de armas el orden se transforma en  necesidad de matar”-, así como el cambio incesante expresado en las más diversas modas que afectan por igual el mundo de la ropa y la cultura.

 

Los protagonistas emprendedores de la Acción Paralela transitan en ese terreno inestable y tratan de asirse en lo privado al ancla de las emociones y en lo público a la estela de las ideas. De ahí las citas permanentes, tanto de la poesía y el arte, como de los credos políticos. El salón de Diotima- que es a la vez la casa de su esposo, el funcionario Tuzzi -es un hervidero de tendencias que chocan y a la vez se enriquecen. Atada a su hermosura y a un conveniente barniz cultural, su vida gravita entre la tentación del adulterio como afirmación de autonomía y la culpa impuesta por atavismos religiosos y sociales. Ella ignora que el adulterio bien llevado es en realidad el mejor aliado de la institución matrimonial. Eso permite que el viejo conflicto entre vicios privados y virtudes públicas vuelva a aflorar aquí. Ulrich lo sintetiza así: “Uno no sólo soporta corporalmente a su semejante, sino que también lo puede palpar hasta estremecerse, por decirlo así, bajo sus enaguas psicológicas”. 

De ahí el carácter frágil y provisional sobre el que se asientan los sistemas que moldean la vida pública y privada. Vista así, “la vida ordinaria es el término medio de todos los crímenes que podemos cometer”.  Por eso mismo Ulrich se atreve a exclamar: “¡Leyes de la personalidad! ¡Como hablar de una corporación sindical de serpientes luminosas!”

 

LA MORADA DEL HOMBRE

Para Musil, lejos de ser algo perjudicial, esas contradicciones constituyen la morada del hombre. Para apropiárselas y convertirlas en agente vital, se apela a viejas convicciones como aquella de que la mujer debe acoger dos veces al hombre: primero como amante y luego como madre. No es casual entonces que el centro de la Acción Paralela sea una mujer como Diotima, en un mundo sólo en apariencia gobernado por el sexo masculino.

La inestabilidad propia de cada época- empezando por la de la decadencia del Imperio Austrohúngaro – conduce, en El hombre sin atributos, a convicciones como esta: “De tiempo en tiempo, de era en era, el mundo necesita de hombres que se resistan a coquetear con la mentira”. Contra toda apariencia, a esa condición pertenece Ulrich. Su desasimiento dista de ser apatía: es apenas la apariencia de quien sospecha la mentira detrás de la máscara de solidez y respetabilidad burguesas. Está tan necesitado de amor como todos los humanos, pero lo abruma la incomunicación. “… Para el espíritu moderno, para el que construir puentes sobre los océanos y los continentes es un juego, nada resulta tan imposible como tomar contacto con las almas que viven a la vuelta de la esquina”.

Sometidas a la incertidumbre y al vaivén de los acontecimientos, las personas tratan de aferrarse a los ideales, algo inasible por definición, sobre todo porque: “Los ideales tienen extrañas propiedades, entre otras la de transformarse en su contrario cuando se les quiere seguir escrupulosamente”. Esa característica conduce por vía directa a la vieja y conocida tentación de los filósofos que: “… Son opresores sin ejército. Por eso someten al mundo de tal manera que lo cierran en un sistema” Pero la naturaleza del mundo no se inclina hacia los sistemas sino hacia la entropía, como lo propone la Segunda Ley de la Termodinámica: en el campo puramente humano, la entropía se traduce en el desorden de los sentidos, en las turbulencias de la sangre que conducen a la locura y al crimen, a la desmesura del poder y a la barbarie de la guerra.

Al hombre sin atributos le asisten, pues, serias razones para mantenerse apartado de los sistemas y sus formas humanas. Sabe que “En el mundo no hay nada urgente… salvo la necesidad de apartarse al excusado”. Con tal convencimiento esa clase de hombre puede tomarse su tiempo. Esa capacidad es confundida a menudo con indolencia por los llamados “hombres de acción”.  Diotima sabe comprender muy bien esa particularidad cuando reflexiona: “No hay hombres de razón y de provecho en estado puro. Cada uno entra en la vida con alma viva, pero la monotonía de la existencia lo cubre como la arena cubre los obstáculos del desierto, las pasiones vulgares caen sobre él como un incendio, y luego el mundo gélido causa en su ser la frigidez.”.

Lejos de ser un derrotado, el hombre sin atributos es tan indómito como los primeros ángeles caídos. Por eso resulta tan atractivo para admiradores y contradictores. Diotima- que además es su prima- participa por igual de la simpatía y el rechazo hacia Ulrich.  En ese ir y venir, se le hace inevitable la comparación con su marido Tuzzi y con su siempre potencial amante Paul Arheim: “El ser humano debería vivir donde mejor pueda desarrollar sus facultades. Donde mejores posibilidades tenga. Pues sólo así es posible el mayor incremento de vida para todos”.

 

EL CREPÚSCULO DE KAKANIA

Mientras los protagonistas se debaten entre incertidumbres y anhelos, Kakania, el viejo emperador y la Acción Paralela siguen su marcha. Serbios, checos, polacos, friulanos, croatas, rutenos y valacos, sometidos sólo en apariencia al poder central, atrapados en las fronteras de una nación artificial, alientan cada mañana sus aspiraciones de autonomía, aunque se trate sólo de la ilusoria autonomía ofrecida por los credos políticos y sus caudillos.

En las últimas páginas del libro acompañamos a Ulrich y al conde Leindorf, que contemplan desde la ventana del palacio de este último el avance de la masa vociferante, que protesta contra algo o contra alguien, incapaz de precisar los contornos de ese enemigo inefable. Sólo que lo necesita en tanto fuerza motriz de sus acciones. Su empuje ciego desembocará en una revolución, que no tardará en derivar hacia una reacción. Qué más da: esa es la fatalidad que anima los movimientos sociales.

La Acción Paralela podrá quizás celebrar el jubileo del emperador, pero no podrá detener el desvanecimiento de los ideales y mucho menos los embates de la gran guerra que se apresta a arremeter sobre el cuerpo de un reino enfrentado, como todos, a la inminencia de su propia disolución. Después de todo, como se lo plantea Ulrich en sus pensamientos finales: “La comedia humana es interpretada por malos actores”.

 

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