Paseos y prolegómenos
Poco antes de partir le escribió a Fredi: “Estoy encantado con la noticia de que se puso a traducir ‘Les rois’. No me importa en absoluto que se represente o no (vanidad peligrosa es el teatro) pero me siento muy orgulloso de que usted haya considerado a ‘Los reyes’ digno de traducirse al francés. Por supuesto que esperaré que algún día me haga llegar esa traducción, cuya perfecta coincidencia con el original está descontada -lo que no ocurriría con otro traductor que me conociera menos y se limitara a repetir las palabras-. Muchas gracias de nuevo, y ojalá algún día pudiera yo tener la recompensa de traducir cosas suyas -que tan poco y mal conozco, pero que tanto admiro- al español. (…) Preparo mi viaje. Un amigo me ha sugerido alguna combinación para habitar en la Ciudad Universitaria mientras esté en París. (…) En cuanto a Italia, haré una vida errática, pero me gustaría que (si algún día le vienen ganas de hacer de cicerone epistolar) me diga cuáles son las ciudades y aún las cosas dentro de ciudades que me aconseja ver. No quiero trazarme desde aquí un itinerario meramente estético, para el cual me ayudarían mis lecturas. Tengo un poco de miedo al procedimiento. (…) Cariños a Natacha y un gran abrazo para usted”.
Y poco después, tras recibir la respuesta, le escribió otra: “Querido Fredi: Le agradezco de todo corazón su generosa oferta de dinero. No será necesaria, pero tenga la seguridad de que si hubiese necesitado más plata, no hubiera vacilado en pedírsela. Me arreglaré bastante bien con lo que he juntado. Eso sí, acepto su ofrecimiento de una lista de amigos franceses e italianos, y también todo lo que pueda decirme usted sobre condiciones de vida en París. Puedo vivir en una piecita cualquiera, y comer en donde el apetito me sorprenda. Me dicen que París es horriblemente caro, pero que en cambio puedo economizar más en Italia. De manera que si tiene diez minutos libres, mándeme sus consejos. Me vendrán estupendamente”. Me parece estupendo que persista usted en traducir ‘Los reyes’. ¿De veras suena bien en francés? Un par de personas me habían dicho que les parecía notar una analogía entre ciertas formas poéticas francesas y mis diálogos. No sé, pero me gusta tanto que usted haga con él esa cosa tan bella que hizo con los cuentos y con Ícaro. Y me gusta que haya alguien en Francia a quien le guste el libro… y lo cite. Uno se siente muy importante. Querido Fredi, que tengan ustedes el mejor de los viajes, y un grandísimo abrazo de su amigo Julio”.
Embarcado en el transatlántico “Conte Biancamano”, a mediados de enero de 1950 comenzó su tan anhelada excursión. No sólo visitó París, también fue a Italia y recorrió Roma, Florencia, Padua, Ravenna, Siena y Venecia. El 22 de febrero le escribió una carta a Aurora contándole sus andanzas y, sugestivamente, agregó: “A ratos me siento un poco solo y preferiría compartir experiencias que han sido magníficas”, una suerte de premonición de lo que ocurriría en un par de años. A bordo del buque “Anna C” regresó a Buenos Aires en abril. Años después escribió “Razones de la cólera”, un texto que sería incluido como capítulo final de su poemario “Salvo el crepúsculo” publicado en 1984. Allí expresó: “Desembarqué en un Buenos Aires del que volvería a salir dos años después, incapaz de soportar desengaños consecutivos que iban desde los sentimientos hasta un estilo de vida que las calles del nuevo Buenos Aires peronista me negaban. ¿Pero para qué hablar de eso en poemas que demasiado lo contenían sin decirlo? La ironía, una ternura amarga, tantas imágenes de escape eran como un testamento argentino de alguien que no se sentía ni se sentiría jamás tránsfuga pero sí dueño de vender hasta el último libro y el último disco para alejarse sin rencor, educadamente, despedido en el puerto por familia y amigos que jamás habían leído ni leerían ese testamento”.
El año 1951 fue trascendental tanto para Guthmann como para Cortázar. Mientras Fredi abandonaba concluyentemente su condición de poeta y aventurero y adoptaba como filosofía de vida el misticismo y la meditación, Julio comenzó en enero la escritura de su ensayo “Imagen de John Keats”, el que se publicaría póstumamente. Del poeta inglés había traducido unos años antes “Ode on a grecian urn” (Oda a una urna griega)”. En febrero fallecía en París el escritor francés André Gide (1869-1951), autor a quien Cortázar admiraba y del que había traducido en 1947 su novela “L'immoraliste” (El inmoralista). Escribió: “Ha muerto Gide. Verdaderamente estamos en 1951, a 20 de febrero del primer año de la segunda mitad del siglo. Con Gide muerto, con Valéry muerto, ¿qué queda de una juventud plantada a su clara sombra, atenta a las dos voces más altas de mi Francia?”.
Al mes siguiente, con modesta tirada se publicó su libro de cuentos “Bestiario” y, en los primeros días de mayo, le escribió una carta al titular de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuyo, en la cual le pedía un certificado de las materias que allí había dictado con el fin de solicitar una beca en París a la Embajada de Francia en Buenos Aires, ofreciéndose a realizar allí estudios sobre las conexiones entre la novela y la poesía francesa contemporáneas con la literatura inglesa. Resulta más que evidente que Cortázar quería dejar una ciudad en la que, según diría, “un altoparlante en la esquina de mi casa me impedía escuchar los cuartetos de Béla Bartók”. Finalmente, el 24 de julio el gobierno francés le informó que le concedía una beca por diez meses. Ya seguro de la realización del tan ansiado viaje, con el objeto de reunir algo de dinero vendió su discoteca de jazz y blues que incluía principalmente discos de Jelly Roll Morton (1885-1941), Bessie Smith (1894-1937), Big Bill Broonzy (1898-1958), Duke Ellington (1899-1974), Louis Armstrong (1901-1971) y Dizzy Gillespie (1917-1993). También hizo lo propio con sus libros en las librerías de la avenida Corrientes, entre ellos su gran colección de novelas policiales y de misterio del “Séptimo Círculo”, la serie que dirigían Borges y Bioy Casares. Se despide de amigos y conocidos, lee y relee cartas que guardaba y las termina quemando, y acuerda con la Editorial Sudamericana que el dinero que le correspondería cobrar por la traducción de libros que se publicasen en Buenos Aires, fuera enviado directamente a su madre.
Al mes siguiente, con modesta tirada se publicó su libro de cuentos “Bestiario” y, en los primeros días de mayo, le escribió una carta al titular de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuyo, en la cual le pedía un certificado de las materias que allí había dictado con el fin de solicitar una beca en París a la Embajada de Francia en Buenos Aires, ofreciéndose a realizar allí estudios sobre las conexiones entre la novela y la poesía francesa contemporáneas con la literatura inglesa. Resulta más que evidente que Cortázar quería dejar una ciudad en la que, según diría, “un altoparlante en la esquina de mi casa me impedía escuchar los cuartetos de Béla Bartók”. Finalmente, el 24 de julio el gobierno francés le informó que le concedía una beca por diez meses. Ya seguro de la realización del tan ansiado viaje, con el objeto de reunir algo de dinero vendió su discoteca de jazz y blues que incluía principalmente discos de Jelly Roll Morton (1885-1941), Bessie Smith (1894-1937), Big Bill Broonzy (1898-1958), Duke Ellington (1899-1974), Louis Armstrong (1901-1971) y Dizzy Gillespie (1917-1993). También hizo lo propio con sus libros en las librerías de la avenida Corrientes, entre ellos su gran colección de novelas policiales y de misterio del “Séptimo Círculo”, la serie que dirigían Borges y Bioy Casares. Se despide de amigos y conocidos, lee y relee cartas que guardaba y las termina quemando, y acuerda con la Editorial Sudamericana que el dinero que le correspondería cobrar por la traducción de libros que se publicasen en Buenos Aires, fuera enviado directamente a su madre.
Una semana antes de partir le escribe a Fredi: “No le escribí antes porque estoy envuelto en la maraña previa a las partidas, y ésta es una partida para un largo tiempo, de manera que tengo que dejar resueltos montones de cosas. Es en estos días en que uno, convencido siempre de su libertad, descubre hasta qué punto estaba metido en la tela de araña, atrapado por mil pequeñas y grandes cosas que hay que ir despegando cuidadosamente, y que duelen como una lastimadura cuando se empieza a levantar despacito la venda. Un día es un amigo del que debo despedirme; su casa, sus libros, el olor de ese ambiente donde viví tantas horas agradables; oír por última vez un disco querido (antes de venderlo, como en mi caso) o mirar las láminas de un libro que va a pasar a otras manos. Y después hay que leer cartas, tantas cartas que el fuego espera; y revisar fotografías, para no dejar a la espalda testimonios que a nadie interesan y que es mejor liquidar de una vez por todas. Y cuadernos llenos de poemas, de apuntes, de dibujos; y entonces aparece otra carta entre dos páginas, y la letra es de aquellas que lo devuelven a uno a un lugar preciso, a un amor, a un perfume, a todo el romanticismo de la una de la mañana. Y otra vez el fuego; pero después viene la mañana, y hay que pensar en el cambio del dólar y las visas… Usted, viajero por elección y vocación, sabe mucho más que yo de esto. Me perdonará entonces que se me haya pasado el tiempo sin escribirle, y que aun ahora lo haga al volar de la máquina, y por supuesto sin pensar nada de lo que digo, que es como se escriben las buenas cartas”.
Más adelante, en la extensa carta agregó: “Le agradezco mucho todo lo que me dice y me aconseja sobre mi estadía en París. No se me escapa en absoluto el problema que enfrento, aún en el plazo limitado y relativo de un año, que es la duración de mi beca. Sé de sobra que me espera un invierno difícil, y que me costará salir del paso. Me han adjudicado una habitación en la Cité Universitaire, pero tengo pocas ganas de ir allí, sobre todo al pabellón argentino donde las cosas son una exacta prolongación del clima universitario argentino. Pero creo que ése es un asunto a resolverlo en el terreno. Iré y veré. (…) Me he preguntado a mí mismo si en el fondo lo que estoy buscando es quedarme por siempre en París. Quizá sí, quizá mi deseo intelectual (yo vivo en realidad allá, usted lo sabe bien) es un deseo absoluto, que me abarca por completo. (…) Me parece magnífica la posibilidad de que nos veamos, aunque sea pocos días, allá. Sí, cuánto quiero hablar con usted, cómo necesito medir desde mi ignorancia esa experiencia a la cual su alma está entregada. Me llevo a París un sólo disco, metido entre la ropa; es un viejísimo blues de mi tiempo de estudiante, que se llama ‘Stack O’Lee Blues’, y que me guarda toda la juventud. Tengo montones de cosas que hacer todavía aquí, y le pido me perdone. Yo le confirmaré una dirección apenas llegue allá, para que usted pueda avisarme cuándo pasarán por París. Hasta pronto, Fredi, con todo el afecto de Julio”.
Finalmente, a media tarde del lunes 15 de octubre de 1951, Cortázar se despide de Buenos Aires a bordo del barco “Provence”. Dos décadas después, en una nota publicada por la revista “Atlántida”, María Herminia Descotte (1894-1993), su madre, haría referencia a aquella partida: “En un principio era -me consta- un repudio a la situación política del país: el peronismo lo mortificaba. (…) Deben existir, también, afectos mínimos, de esos que sumados hacen un universo. Es un feroz enemigo de la chismografía, por ejemplo, y todo el mundo sabe de la independencia con que se vive allá, sin que a nadie se le importe un comino de lo que hace el vecino. Yo supongo que él ama seriamente a la Argentina, entendida como patria; pero piensa que tenemos demasiados defectos”.
No mucho tiempo después de su llegada, le escribió a su amigo el artista plástico
Eduardo Jonquiéres (1918-2000): “No me fui bien de Buenos Aires; después de haber creído que saldría de allí con pena pero sereno, ocurrió que me fui muy poco tranquilo, rodeado de sombras. Irse no es nada, la cosa es darse cuenta que hay una mecánica de chicle, que te has quedado adherido y te vas estirando. (…) Si París me tragó ya los cinco sentidos, no pudo aún sacarme del pozo personal en que vivo. Ordenar papeles, hoy, ver asomar letras, rostros, cosas compartidas, me ha dejado triste; cada libro coincide con un tiempo, una casa, una voz, una polémica. La sola contemplación de un sobre, o el olor del papel, me devuelven a latigazos a Buenos Aires. No estoy triste de estar en París. Está bien, y ahora sé que es necesario que esté aquí. Es asombroso advertir cómo una cadena de decisiones puede modificar una vida y su circunstancia, por lo menos la circunstancia, de modo tan radical. ¿Soy yo aquel que traducía pasaportes en una oficina de la calle San Martín?”.
Ese mismo año, cuando el matrimonio Guthmann pasó por París tras regresar de la India camino a la Argentina, Fredi y Julio se encontraron e intercambiaron detalles de sus respectivas vivencias existenciales, uno en Tiruvannamalai y el otro en Buenos Aires. Cortázar dejó sentado por escrito su impresión del encuentro en una carta que le escribió a Guthmann -ya no tratándolo de usted, sino tuteándolo- al día siguiente: “Lo que puedo decirte (y esta tonta carta tiene ese objeto) es que en ti veo la presencia viva de eso que tus palabras no alcanzan todavía -por mi enorme ignorancia- a mostrarme con claridad. Tú has vuelto de allá con ojos nuevos. Ya te lo dije anoche, y es cierto. Tu cara es la misma, pero te han cambiado la mirada. Tenías una mirada huyente, acechadora, analítica. Ahora miras y ves de una manera que mi propia mirada siente profundamente. En cuanto a tus palabras, espero humildemente entenderlas mejor si tienes el deseo de continuarlas para mí. No sé lo que pasará, porque la batalla es dura y yo me he conformado hasta hoy con lo que tenía y alcanzaba. Pero el hecho de que haya una batalla te prueba (y me prueba) que nuestro encuentro de anoche no ha sido inútil ni estéril. Quisiera que me creas digno de seguir escuchándote”.
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