EL GITANO Por Primo Levi

 


Por Primo Levi

En la puerta del barracón habían fijado un aviso y todos pugnaban por leerlo. Estaba redactado en alemán y en polaco y un prisionero francés, apretujado entre la muchedumbre y la pared de madera, se esforzaba en traducirlo y comentarlo. El aviso decía que, de manera excepcional, se consentía a todos los prisioneros el escribir a los parientes, según condiciones minuciosamente especificadas a la manera alemana. Solo se podía escribir en formularios que distribuiría cada jefe de barracón, uno por cada prisionero. La única lengua admitida era el alemán. Los únicos destinatarios admitidos eran los que residían en Alemania o en los territorios ocupados o en países aliados como Italia. No se podía pedir el envío de paquetes con víveres; pero sí se permitía dar las gracias por los paquetes eventualmente recibidos. En este punto el francés exclamó enérgicamente: Les salauds, hein!, y dejó de leer.

El jaleo y el tumulto fueron en aumento y hubo un confuso intercambio de opiniones en diversas lenguas. Pero, a ver, ¿quién había recibido jamás oficialmente un paquete, o incluso una carta? Además, ¿quién conocía nuestra dirección, suponiendo que «kz Auschwitz» fuera una dirección? Y, ¿a quién habríamos podido escribir, habida cuenta de que todos nuestros parientes se hallaban prisioneros en algún campo de concentración como el nuestro, o muertos, o escondidos en algún rincón de Europa por temor a seguir nuestra suerte? Era evidente que se trataba de una farsa: las cartas de agradecimiento serían mostradas a la delegación de la Cruz Roja, o quién sabe a qué otra autoridad neutral, para probar que a los hebreos de Auschwitz no se les trataba tan mal desde el momento en que recibían paquetes de casa. Un embuste inmundo.

Se formaron tres bandos de opinión: no escribir ni una letra, escribir sin dar las gracias y escribir y dar las gracias. Los partidarios de esta última tesis (pocos, a decir verdad) sostenían que el asunto de la Cruz Roja era verosímil pero no seguro y que existía la probabilidad, por pequeña que fuera, de que las cartas llegaran a su destino, y de que las gracias se interpretaran como una invitación a mandar paquetes. Yo decidí escribir sin dar las gracias, dirigiendo la carta a unos amigos cristianos que de alguna u otra manera habrían dado con mi familia. Conseguí prestado un trozo de lápiz, me dieron un formulario y me puse manos a la obra. Escribí primero un borrador sobre un fragmento de papel de cemento, el mismo que llevaba en el pecho (ilegalmente) para protegerme contra el viento y luego empecé a copiar el texto en el módulo; pero me sentí presa de un gran malestar. Me sentía, por vez primera desde mi captura, en comunicación y comunión (aunque solo putativa) con mi familia y en ese sentido necesitaba estar solo; pero la soledad en el campo de concentración es más preciosa y rara que el pan.

Tenía la enojosa impresión de que alguien me estaba observando. Me volví: era mi nuevo compañero de cama. Estaba mirándome tranquilamente mientras escribía, con la aplicación inocente, pero provocativa, de los niños que no conocen el pudor de la mirada. Había llegado unas semanas antes en un cargamento de húngaros y eslovacos. Era muy joven, esbelto y moreno; yo no sabía nada de él, ni siquiera el nombre, pues trabajaba en una escuadra distinta a la mía y solo le veía cuando venía a dormir a la litera después del toque de queda.

Entre nosotros el sentimiento de la camaderie era algo rarísimo: se limitaba a los compatriotas, e incluso respecto a estos se hallaba debilitado por las precarias condiciones de vida. Pero con relación a los recién llegados era completamente nulo, por no decir negativo. En este sentido, como en tantos otros, nos hallábamos sin duda alguna degradados y endurecidos, tendiendo a ver en el compañero nuevo a un extraño: un bárbaro torpe y molesto que te come el espacio, el tiempo y el pan; que no conoce las reglas tácitas, pero férreas, de la convivencia y de la supervivencia y que, encima, se lamenta sin razón y de manera irritante y ridícula porque tan solo unos días antes se encontraba todavía en su casa o, al menos, fuera de las alambradas. El nuevo tiene una sola virtud: trae noticias frescas de fuera, pues ha leído los periódicos y escuchado la radio, quizás incluso las radios aliadas. Pero si las noticias son malas, por ejemplo, que la guerra no se acabará dentro de dos semanas, no es más que un importuno que conviene evitar, o embromar por su ignorancia, o someter a burlas crueles.

Sin embargo, ese nuevo que estaba a mis espaldas, pese a que me estaba espiando, suscitaba en mí una vaga impresión de piedad. Parecía inerme y desorientado, necesitado de sostén como un niño. Estaba claro que no había captado la importancia de la terrible elección: escribir o no y qué escribir eventualmente, y que no experimentaba ni tensión ni sospecha. Le volví la espalda de manera que no pudiera ver mi folio y seguí con mi tarea, que no era nada fácil. Había que sopesar cada palabra para que transmitiese el máximo de información al improbable destinatario y no pareciera a la vez sospechosa al probable censor. El hecho de tener que escribir en alemán aumentaba la dificultad. Yo había aprendido el alemán en el campo de concentración y, sin que me diera cuenta, reproducía la jerga vulgar y pobre de los cuarteles. Desconocía muchos términos, sobre todo los que se precisaban para expresar los sentimientos. Me sentía inepto, como si hubiera tenido que grabar aquella carta sobre piedra.

Mi vecino esperó pacientemente a que yo terminara y luego me dijo algo en una lengua que no comprendía. Le pregunté en alemán qué quería y él me enseñó su módulo, que estaba en blanco e indicó el mío, que estaba cubierto de escritura. Es decir, que quería que yo le escribiera la carta. Debió entender que yo era italiano y, para aclarar mejor su petición, me soltó un discurso lioso en una lengua sumaria que, en realidad, se parecía mucho más al español que al italiano. No es que no supiera escribir en alemán; simplemente, no sabía escribir. Era gitano; había nacido en España y después había viajado por Alemania, Austria y los Balcanes para caer, por fin, en las redes de los nazis. Se presentó cumplidamente: Grigo, se llamaba Grigo, tenía diecinueve años y me pedía que escribiera a su novia. Me recompensaría. ¿Con qué? Con un regalo, contestó sin precisar. Yo le pedí pan. Media ración me parecía un precio equitativo. Hoy me avergüenzo un poco de aquella petición mía pero debo recordar al lector (y a mí mismo) que las relaciones sociales eran en Auschwitz muy distintas a las nuestras, además de que Grigo, al haber llegado hacía poco, tenía mucha menos hambre que yo.

El hecho es que aceptó. Yo tendí la mano hacia su formulario, pero él lo retiró, ofreciéndome en cambio otro pedazo de papel: se trataba de una carta importante; era mejor hacer un borrador. Empezó dictándome la dirección de la muchacha. Debió de captar un movimiento de curiosidad, o tal vez de envidia por mi parte, pues enseguida sacó del pecho una fotografía y me la enseñó con orgullo: era casi una niña, con ojos risueños y acompañada de un gatito blanco. Mi estima por el gitano aumentó considerablemente. No era fácil entrar en el campo de concentración ocultando una fotografía. Grigo, como si hubiera tenido que justificarse, me precisó que no la había escogido él, sino su padre. Era una novia oficial, no una chavala cogida al tuntún.

La carta que me dictó era una complicada carta de amor y de detalles domésticos. Contenía peticiones cuyo sentido se me hurtaba y noticias sobre el campo de concentración que le aconsejé omitiera por ser demasiado comprometedoras. Grigo insistió en un punto: quería comunicarle que, como pudiera, le mandaría una muñeca. ¿Una bambola? Sí, una bambola, me explicó Grigo lo mejor que pudo. Este asunto me dejó particularmente perplejo por dos motivos: porque no sabía cómo se decía muñeca en alemán y porque no se me alcanzaba por qué motivo y de qué modo quisiera o debiera Grigo comprometerse en esta operación peligrosa e insensata. Me parecía un deber explicarle todo esto: tenía más experiencia que él y, además, mi condición de escribano me obligaba a ello en cierto modo.

Grigo me regaló una sonrisa desarmante, una sonrisa de nuevo, pero no me explicó demasiado, no sé si por incapacidad o por problemas lingüísticos o por decisión propia. Me dijo que era absolutamente preciso mandar la muñeca. Que encontrarla no era ningún problema: la fabricaría allí mismo; y me mostró una navaja de muelle. Sí, decididamente este Grigo era despabilado. Debía de haber hecho maravillas al ingresar en el campo de concentración, cuando le quitan a uno todo lo que lleva encima, inclusive el pañuelo y el pelo. Probablemente él no se percataba, pero una navaja como la suya valía por los menos cinco raciones de pan.

Me pidió le indicara si había en alguna parte un árbol del que se pudiera cortar una rama, pues era mejor que la muñeca estuviera hecha de madera viva. Traté aún de disuadirlo bajando a su terreno: árboles no había ninguno y, además, mandar a la muchacha una muñeca hecha de madera, ¿no era como llamarla aquí? Pero Grigo levantó las cejas con aire misterioso, se tocó la nariz con el índice y me dijo que, si acaso, era todo lo contrario: la muñeca se lo llevaría a él fuera; la muchacha sabría cómo hacer.

Cuando hube terminado su carta, Grigo sacó una ración de pan y me la alargó junto con la navaja. Era costumbre, por no decir ley no escrita, que en todos los pagos a base de pan una de las partes cortara el pan y la otra escogiera, pues de esa manera el que cortaba estaba obligado a buscar dos mitades lo más iguales posibles. Me sorprendió que Grigo conociera ya la regla, si bien pensé después que esta era probablemente conocida también fuera del campo de concentración, en el mundo, por mí desconocido, del que provenía Grigo. Hice la partición y él me alabó caballerosamente: el que las dos mitades fueran idénticas redundó en daño suyo; de todos modos yo había cortado bien y no había nada que alegar.

Me dio las gracias y no volví a verle jamás. Huelga señalar que ninguna de las cartas que escribimos aquel día llegó a su destino.


(De Cuentos completos, 2005. Traducción: Pilar Gómez Bedate)

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