La primera vez que vi Paris


Por John Fante

Eran más o menos las ocho de la noche e iba por la Avenue George-V, vadeando un río de calor con la chaqueta sobre los hombros, preguntándome cómo coño se las apañaban aquellos franceses para ir todo el día elegantes como pingüinos, con cuello almidonado y corbata, y las mujeres con aquellos vestidos acampanados de moda, algunas con pieles incluso asfixiadas de calor. Pero casi todas las muchachas con pieles eran americanas, las estolas de visón eran como carnés de identidad internacionales, tan acusadoras como las Barras y Estrellas, y venían a decir: fuimos a Maxim’s y luego a un espectáculo de striptease, con desnudos integrales, Cariño, y cuando volvimos al hotel, Harry era otra vez como un muchacho.

Luego, en aquella esquina, apoyada en la pared de la Cruz Roja, estaba la vieja, anciana como París, el ser humano más vetusto, asqueroso y feo que vi en las nueve semanas que pasé en París, la piel como Notre-Dame, el pelo greñudo y gris, apelmazado a causa del sudor, semejante al nido de una paloma, y un vestido de algodón como el que encontrarías en una chabola desierta al este de Texas, el trapo que usarían para detener el goteo del fregadero…, ¿y sus tobillos?, macizos como postes, hinchados, blancos como el pescado, calzados con unos jirones de piel llamados zapatos, y la tía lloraba con la cara hundida en la sangría del codo, y sollozaba –el río profundos sollozos y mi hijo mi hijo ha muerto, o mi marido, se lo llevaron para siempre y ahora estoy sola– algo que partía tanto el corazón que me detuve a mirarla, y sentí que debía hacer algo, ¿hacer qué? Al menos decir algo: ¿está herida, necesita un médico, quiere dinero, señora?

Pero seguí caminando con los demás, todos ajenos al tormento de otro ser humano, y pasé de largo flotando en el calor de la tarde, pero cuando crucé la calle, pensé: espera, no puedes hacer esto, dejarla así, tienes que volver y ayudarla, aunque ¿por qué debería hacerlo? A nadie le importa un ardite, ¿por qué iba a importarme a mí? Bueno, quizá alguien se le acerque, y esperé, y lo único que me impidió investigar fue un perrito gris sujeto por una larga cadena cromada que se acercó a olisquear aquellos tobillos blancos como el pescado y tuvo que volver a la respetabilidad por culpa del tirón que dio su dueña.

Entonces pasó un caballero con la chaqueta sobre los hombros, como yo, quizá un panadero o un yesero, ligeramente cubierto con el polvo de su buena jornada laboral, y se detuvo y se frotó la barbilla y siguió andando, miró una vez más por encima del hombro y se fue definitivamente. Él y yo, me dije, él y yo.

Dios mío, a nadie le importa nada, qué civilización, Jacques Fath, los pasteles y Judas, te dan el pego en esas casas de comidas con todas las tías, qué país, no me extraña que mordieran el polvo. Dos gendarmes que llegaron, se quedaron a un metro de ella, colgaron los pulgares del cinturón, miraron al cielo y obviamente dijeron joder, nos vendría bien un poco de lluvia.

Yo dije muy bien, tarugos, ¿lo estáis pasando bien?, ¿es eso? Si no, ¿por qué os quedáis ahí mirando?, ¿lo estáis pasando bien? Así que di media vuelta y recorrí otra calle hasta que llegué a mi hotel, cruzando un enjambre de niñatos que esperaban a que saliera El Presley, y entré y pedí mi correo. No había correo. A punto estuve de deshacerme en lágrimas por mi hermosa California, y me dirigí al bar, magnífico con sus paredes de siete metros de paneles de caoba, sencillamente maravilloso, y me senté en un sillón rojo y busqué a un conocido de Fresno que de vez en cuando entra corriendo a tomarse una cerveza, pero no vi a nadie salvo a una princesa hindú, una actriz italiana, una condesa que en realidad no es condesa, cuatro putas de lujo orgullosas de su profesión y que cobran precios astronómicos, y los habituales franceses atildados con sus trajes oscuros y cuellos almidonados que llevan como si fueran camisetas de felpa. Me tomé dos copas mientras las mozas, casi demasiado exquisitas para tocarlas, me entraban flotando por los ojos.

Y de repente allí estaba ella de nuevo, la anciana de la esquina, ¿era posible que aún siguiera allí? No era posible, ¿y qué si lo era? Y me venía a la cabeza una y otra vez, aquella cosa, aquella horrible vuelta de tuerca de la divina idiotez que me aguijonea y me fastidia, siempre queriendo saber cosas de la gente, que no puede dejar en paz a la gente.

Ella seguía allí, la vi desde media calle de distancia, no se había movido con el calor del atardecer, y empezó a irritarme y me dije es una profesional, una mendiga, so tarugo, la gente le da monedas por solidaridad, ¿serás estúpido? Pero nadie le echaba nada salvo miradas de soslayo, y cuando llegué a la esquina y ella estaba al otro lado de la calle, percibí su dolor, descomunal, reptante, mutilado bajo el calor del atardecer, y me hizo daño con intensidad constante, y supe que tenía que ayudar a aquella mujer si no quería que siguiera palpitando dentro de mí, y quizá desgajar y dejar otro pedacito de mi propia muerte en la tierra.

Crucé la calle y me planté delante de ella, y mi potente francés entró en acción, dije: ¿pasa algo, madame?, ¿puedo ayudarla, señora?, no français, lady, parla un poco italiano?, necesita…, le doy, ¿qué le pasa, abuela? Y toqué la piel de la vieja Notre-Dame, mi mano suavemente sobre la gárgola, y de repente me pregunté atemorizado si no sería una santa, porque era posible, ya que los santos pueden ser las personas más extrañas en el peor de los lugares.

Se volvió a mirarme, sus ojos muy pequeños y arrugados, y lágrimas gruesas como gotas de lluvia cayeron en el calor del atardecer. Dije: por favor, madame, no llore más, yo la ayudo, ¿necesita un médico?, ¿necesita comida, vino, cualquier cosa que desee su corazón?, y saqué unos billetes con varios ceros, papel moneda, y dije: quédeselos, pour vous, merci, por favor, gracias, un placer. Negó con la cabeza y pareció decir: oh, ¿será idiota?, y siguió llorando.

Entonces me entró el pánico, perdí el control y cogí por el brazo a aquel caballero que llevaba un paraguas y un chaleco de cuadros y que podría haber sido el embajador francés, y le dije: por el amor de Dios, pregúntele qué le pasa, y él pareció sorprendido, se volvió y habló con ella en voz baja, melodiosa e íntima, con amabilidad, como si fuera su hijo, y ella le respondió en un tono bajo e íntimo, con amabilidad, como si fuera su madre.

El hombre se volvió hacia mí y dijo:

–No desea nada, salvo estar a solas con su dolor. –Me saludó con una inclinación de cabeza, como si fuera el embajador francés, y se alejó.

Suspiré bajo el calor del crepúsculo y volví al hotel, dejé atrás a los niñatos que esperaban a El Presley, y pedí una bebida, y hubo un momento en que se me hizo un nudo en la garganta al pensar en la dignidad humana, y de repente París era una gran ciudad.



(De: Hambre, Anagrama, 2022. Traducción: Antonio-Prometeo Moya Valle)

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