Por Leonardo Sciascia
En la mañana del 8 de diciembre de 1870, día de fiesta en honor de la Inmaculada Concepción, en Bottanuco, pueblo bergamasco que contaba por entonces con un millar de almas, entre las que una al menos era indudablemente negra, una joven de catorce años que servía en la familia de los campesinos Ravasio, después de solicitar permiso a sus amos y con la promesa de regresar antes de la noche, se encaminó hacia el vecino pueblo de Suisio, donde tenía familiares. Salió de casa junto con su ama, pero ambas se separaron a poco de andar. Eran, poco más o menos, las siete y por ende la luz del día no brillaba por completo. El ama, en razón de la hora, de lo solitario del camino, del tiempo nada bueno, la miró alejarse con una vaga inquietud. Poco después, de camino ya hacia Madone, oyó agudos lamentos, como aullidos de lobo. Y sin más estimó que tales serían, porque había nieve y para los lobos, como es sabido, es duro el tiempo de nieve. El hecho de que los lamentos provinieran del lugar hacia donde se había encaminado la muchacha no le produjo inquietud, de momento. No se recordaba, en la comarca, que los lobos atacaran a los seres humanos. Lo recordaría dos días más tarde, en la noche del 10, porque la muchacha no había vuelto en la noche del día 8 ni al día siguiente y tampoco había llegado al vecino pueblo de Suisio.
La encontraron bajo un cobertizo que hacía las veces de pesebre. «La desdichada jovencita yacía sobre el suelo, totalmente desnuda, con sólo la pierna izquierda cubierta por una media, y su cuerpo presentaba señales de la más feroz de las vejaciones. Deformado por muchas heridas, estaba a lo largo casi partido por la mitad y le faltaban algunas partes, sobre todo varias visceras. Estas fueron encontradas al pie de un árbol. Y, dentro de una cabaña de paja poco distante del lugar, fue hallado un trozo de muslo de la pierna derecha y una imagen del papa Pío IX, perteneciente a la muchacha. Bajo un montón de cañas de maíz, en una finca vecina, fueron halladas las ropas y un pequeño pañuelo de la niña fue encontrado en medio de la nieve, en el camino. Por último, se observó que junto al cadáver estaban extrañamente dispuestas en formación simétrica, diez horquillas que la infeliz solía llevar en su peinado» (por éste y por otros detalles que surgieron luego en los testimonios, se ha revestido a la pobre Giovannina Motta en el momento en que sale de la alquería de la familia Ravasio para marchar hacia la muerte con las circunstancias que rodean los preparativos de la boda de Lucía: «Los negros y juveniles cabellos, partidos sobre la frente, con un blanco y sutil lazo, se envolvían por detrás de la cabeza en múltiples curvas de trenzas, traspasadas por largas horquillas de plata que se dividían en el contorno como si fueran los rayos de una aureola, como aún las llevan las campesinas de Milán. En torno al cuello llevaba una gargantilla de granates…», pero la de Giovannina era de «corales finos»).
Las horquillas estaban dispuestas sobre la tierra en forma de abanico o peinetón: tal vez el asesino había querido repetir la disposición que tenían entre los cabellos de la muchacha o dibujar una custodia. Sobre las ropas no se hallaron rastros de sangre, indicio de que la joven había sido desnudada antes del asesinato. El cubito derecho estaba fracturado, las piernas arañadas, la boca llena de tierra: esto hizo pensar que la niña se había defendido y había gritado.
Las primeras sospechas recayeron sobre un albañil de Suisio, de nombre Abraham Esposito, que fue arrestado. El apellido hace pensar en un meridional. ¿Se sospechaba de él por su origen meridional? Pero no tenía relación con el caso, y la suya era «una coartada inexpugnable», de modo que fue puesto en libertad «muy pronto», a causa de una sentencia del tribunal de Bergamo. Es decir, después de un par de meses de cárcel. Una vez liberado Esposito, ya no se supo cómo proseguir la investigación ni sobre quién podrían recaer las sospechas. No obstante, en el pueblo, permanecía aún viva la impresión suscitada por aquel delito horrendo, la inquietud de que el asesino estuviera libre. Por todo ello, el 27 de agosto de 1871, domingo, día de las Santas Reliquias, bastó una ausencia de dos horas, de las seis a las ocho, de la mujer del campesino Antonio Frigeri, para que el marido se desesperara por buscarla. La halló a poca distancia del lugar al que ella había anunciado que iría: en un campo de maíz, completamente desnuda y no menos torturada que la joven Motta. «Mostraba en el cuello una extensa equimosis, con depresión y laceración de la piel producida por la presión de una cuerda que fue hallada en el mismo lugar, que debió de haberle sido arrojada desde atrás, a, modo de lazo, y que la mujer en vano había tratado de quitarse, como indicaban las heridas que tenía a ambos lados del cuello. Y por cierto que la sofocación, como juzgaron los expertos, había sido la única causa de su muerte. Pero su cadáver no fue respetado después de la muerte. Se observaron profundas heridas en el vientre, en el brazo derecho, en la nuca, en la espalda, todas ocasionadas después de que la víctima hubiera expirado, con un instrumento de punta y buen filo, probablemente una hoz. Por la profunda herida que había abierto en su vientre le salían los intestinos. En la espalda tenía clavadas tres horquillas…» Las horquillas del cabello: dispuestas en perfecto triángulo, con el vértice hacia la nuca.
También esta vez se trató de hacer alguna detención de inmediato. La elección recayó sobre Luigi Comerio, campesino de Suisio, en razón de que «había cortejado a Elisabetta Pagnoncelli e incluso había intentado inducirla a faltar a sus deberes conyugales». Pero ese hombre nunca había cortejado a Giovannina Motta y, además, tenía una coartada perfecta.
Transcurrieron seis meses y la investigación se había interrumpido por entero, los policías y la población en general estaban resignados al misterio, cuando de pronto, por haberse hecho público el conocimiento de hechos que hasta ese momento permanecieran ocultos, comenzó a murmurarse el nombre de Vincenzo Verzeni. «Era, éste, un joven de veintidós años, nacido en Bottanuco, donde vivía, hijo de una acomodada familia de campesinos. Considerado hasta entonces como un joven honesto, devoto de las prácticas religiosas, alejado de todo vicio, jamás se le hubiera creído capaz de tan atroces crímenes, de no haberse conocido una serie de hechos que hasta ese momento habían sido mantenidos en el más absoluto de los silencios.»
Cuatro años antes, en un día festivo no precisado (las fiestas religiosas y los domingos vuelven una y otra vez, con puntualidad, a aparecer en los delitos atribuidos a Verzeni), a la hora del atardecer, una niña de doce años, Marianna Verzeni, es agredida en su lecho, mientras descansa o duerme. Una almohada sobre la cara, una mano que le atenaza la garganta. La niña logra zafarse de las manos que la ahogan lo suficiente como para gritar; el agresor huye. Una vecina ha visto a Vincenzo Verzeni, primo de la adolescente, que vive en la casa contigua, salir de la suya, entrar en la de sus parientes, con paso furtivo, con precaución, para salir al cabo de unos minutos. Pocos instantes después había oído los gritos de la niña; pocos instantes después de que Verzeni hubiera salido, no había lugar a equívoco. De manera más coherente, una tía de la muchacha dice haber oído los gritos antes de haber visto a Verzeni en la escalera, marchándose. Por su parte, Verzeni declara que él también ha acudido a los gritos, pero que al ver a la niña desnuda se ha marchado, púdicamente.
Tres años antes, casi a la hora del alba, mientras se dirigen desde el campo a la iglesia parroquial para oír misa, dos mujeres habían sido sucesivamente agredidas, en un breve lapso: Barbara Bravi, cogida del cuello por el agresor, gritó y le obligó a huir; más robusta y valiente, Margherita Sala reaccionó agarrándole por la camisa y el labio inferior y, tras larga lucha, consiguió liberarse y escapar. Ni una ni otra reconocieron al hombre, pero los rasgos que conservaran en la memoria —prestancia juvenil, complexión, estatura, chaqueta de grueso paño peludo llamado «pelucc»— podían muy bien convenir con las señas de Verzeni. Sumado a esto, un vecino llamado Pozzi le había visto en esos parajes esa misma mañana, y había advertido un arañazo sobre la mejilla izquierda de Verzeni (no sobre el labio inferior, empero).
Durante el mismo mes de diciembre, la niña Angela Previtali, de doce años de edad, mientras andaba en dirección a la escuela (era día feriado, pero sin duda se festejaba alguna solemnidad religiosa) chocó de manos a boca con Vincenzo Verzeni que, sin violencia y diciendo sólo «vamos, vamos», la había cogido de la mano para conducirla hacia aquel cobertizo bajo el cual había sido más tarde hallada, después de su tortura, Giovannina Motta. En un primer momento la niña se dejó llevar, pero luego gritó y huyó. Verzeni, sereno, la siguió sólo un poco.
Abril de 1871: la campesina Maria Galli encuentra a un desconocido, que reconocerá más tarde en Verzeni, que le arranca de la cabeza el pañuelo y se lo lleva consigo. El 26 de agosto del mismo año, es decir, el día anterior al del asesinato de la joven Pagnoncelli, la hilandera María Previtali, de diecinueve años de edad, es seguida y, hasta cierto punto, asaltada por Verzeni, «bien conocido» por ella, puesto que eran primos. Logró echarla a tierra y alzarle la falda, pero en vista de que ella gritaba, Verzeni, que la había cogido del cuello, la abandonó en determinado momento para ir hasta el camino a cerciorarse de que nadie venía. Cuando regresó, la joven se había puesto de pie y él «le cogió las manos y las retuvo entre las suyas unos instantes; a continuación, oyendo las súplicas de la muchacha, le permitió marcharse del lugar».
A estos hechos, quién sabe por qué tan tardíamente declarados y reunidos, se añadieron dos testimonios no menos tardíos: el de Rosa y Carolina Previtali, que en la mañana del 8 de diciembre de 1870 habían visto en el lugar del delito, bajo el cobertizo del pesebre, a Verzeni, después de haber oído que de ese sitio provenían gritos de auxilio y gemidos (aunque no habían visto a Giovannina, ni muerta ni viva, ni se habían alarmado por aquellos gritos); y el testimonio de Giovanni Bravi, que había visto a Verzeni, el 27 de agosto de 1871, en el lugar en que más tarde fuera hallada la joven Pagnoncelli, hacia la hora misma en que se presumía que la mujer había sido asesinada.
Pero durante el proceso se produjo un golpe de efecto. Carolina Previtali, interrogada acerca de si el joven que había visto bajo el cobertizo se parecía a Verzeni, lo niega con decisión. Se le hace observar que durante la instrucción había declarado reconocerlo. Niega haberlo declarado. Es enfrentada con su padre, que dice haber oído decir a su hija que aquel joven se parecía a Vincenzo Verzeni. Lo niega. «Yo no he dicho nada», repite. El fiscal requiere el arresto y proceso inmediato de la muchacha. La corte se retira, dejando la sala agitada por los comentarios, en tanto que Previtali conmina a su hija a reconocer a Verzeni. Cuando la corte vuelve a hacer su entrada, la joven pide perdón y declara estar convencida de que el hombre visto bajo el cobertizo «se parecía bastante a Verzeni». Y el proceso vuelve a ponerse en marcha.
Verzeni, no obstante, se aferra a su negativa. Contra él no existen más que indicios. Todos los testimonios presentan algún fallo. El más comprometedor, que es el de María Previtali, prima del sospechoso, no basta para certificar de voluntad homicida a lo que la joven en su momento considerara un atentado contra su virtud, que se había esfumado casi piadosamente con aquel gesto de cogerle las manos sin decir una palabra, y que sólo más tarde, cuando ya estaban de por medio dos cadáveres y cuando se señalaba y vituperaba a Verzeni como el asesino, habrá adoptado en la memoria de ella el aspecto de una situación tremenda de la que, por fortuna, había escapado.
Pero el acusado no tenía más coartadas que las misas: había asistido a tres el día en que fuera asesinada Giovannina Motta; tres el día en que fuera asesinada la joven Pagnoncelli. Y en ambas ocasiones había confesado y comulgado. Pero merece la pena transcribir algunos pasajes del interrogatorio.
Presidente: ¿Cuánto tiempo antes de la desgracia vio a Giovannina Motta?
Acusado: En octubre, en el campo, durante la siega.
Presidente: ¿Ha oído algo acerca de ella?
Acusado: Sí, también usted lo sabe… (risas).
Presidente: Sí, pero quiero que usted mismo me lo diga.
Acusado: Estaba deshecha, «pedreada», no se la podía reconocer ni cristiana siquiera, no llevaba ninguna clase de vestidos, estaba desnuda.
Presidente: ¿Desnuda?
Acusado: Sí, desnuda, no tenía nada puesto encima…
Presidente: ¿El cuerpo estaba entero?
Acusado: No… Partido por la mitad, por delante y por detrás…
Presidente: ¿La cabeza?
Acusado: No la pude ver.
Presidente: ¿Cuándo vio a la víctima?
Acusado: Después de la primera misa, el día en que la encontraron. Estaba allí junto con otras personas…
Presidente: ¿Cómo se enteró del hecho?
Acusado: Permanecí allí… ¿Qué cómo me enteré?… Me enteré por lo que decía la gente.
Presidente: ¿Qué decía?
Acusado: Que lo ocurrido era una cosa que no parecía propia de buenos cristianos…
Presidente: ¿No se proclamaba a gritos que la joven había estado en Suisio el día de la festividad de la Virgen? ¿Nadie se preguntaba cuánto tiempo hacía que faltaba de su casa? ¿Y no sabe usted, usted por sí mismo, desde cuándo se había ausentado?
Acusado: No oí nada de eso ni sé nada.
Presidente: ¿No supo usted que se había marchado para pasar el día de fiesta con sus parientes?
Acusado: ¿Qué puedo saber yo de las cosas de los demás?
Presidente: ¿Pasó usted por el lugar del asesinato o por el camino cercano el día de la Inmaculada?
Acusado: No.
Presidente: ¿Qué hizo usted durante la mañana de ese día?
Acusado: Fui a misa de seis, después regresé a mi casa; de allí volví a la iglesia, en donde me confesé antes de tomar la comunión (risas).
Presidente: ¿No fue a ningún otro lugar?
Acusado: No… Estuve presente en la segunda misa y después en la mayor.
Presidente: Es decir, que estuvo todo el tiempo en la iglesia… ¿Y cuando usted vio el cuerpo de la joven Motta bajo el cobertizo, estaba cubierto?
Acusado: Estaba cubierto… Pero ella estaba desnuda…
Presidente: Vayamos al último hecho… ¿Qué hizo usted el día 27 de agosto de 1871, domingo?
Acusado: Me levanté de buena hora por la mañana, para escuchar la primera misa, me confesé con el padre Martina, recibí la comunión de manos del cura párroco (risas), después asistí a la segunda misa del padre Bartolo y después a la tercera, que ofició el padre Carradú. Una vez terminada esta misa regresé y me fui al campo…, otros dicen que a casa…
Esta última frase, si no astucia, demuestra al menos buen sentido: ¿cómo quiere que recuerde lo que hice una mañana de hace tres años atrás? Las misas, la confesión y la comunión sí, que para mí son obligatorias cada domingo, cada fiesta; pero en cuanto a lo demás, dejemos que lo digan los testigos que, para lo que yo haya hecho, parecen tener mejor memoria que yo.
Y todas sus respuestas pueden ser consideradas sensatas y, en la medida en que lo son, nacidas de la indiferencia de quien piensa que el buen sentido es vano ante la absurda máquina que es la justicia. Sólo hay tres puntos débiles en las respuestas de Verzeni al juez. El primero cuando dice «permanecí allí» (¿Dónde? ¿En el lugar del crimen, después de haberlo cometido?); los otros dos en esos momentos que quedan como suspendidos, que parecen un arrebato controlado, en los que se percibe que aún está gozando, irresistiblemente, del recuerdo o de la imagen de la víctima desnuda. Pero ni el fiscal ni los jueces supieron aprovechar esos tres puntos débiles.
Enfrentada con la «anormalidad» de los delitos que se le atribuían, la «normalidad» del imputado, ya fuera física o mental, planteaba a los jueces el problema de su situación de responsables. Preciso es decir que el abogado defensor y el acusado hacían uso de la imagen de «normalidad» con estos argumentos: las inocentes y puntuales asistencias a prácticas de devoción —misas rotativas, confesiones y comuniones— a que se entregaba Verzeni; el hecho de que hasta los veintidós años no hubiera aún tenido relaciones íntimas con mujeres ni se hubiera permitido solitarios escarceos eróticos, su comprobada repugnancia a asistir a la muerte de los pollos (que son sacrificados, como se sabe, retorciéndoles el cogote). «Ahora que la rueda ha girado tanto», hoy no existe aprendiz de abogado que no sepa cuán contraproducentes son esos argumentos. Pero en aquellos días servían para la defensa de cualquiera.
De todas maneras, para afrontar con justa ayuda de la ciencia el problema de la responsabilidad del acusado, la corte se dirigió a aquel que en esos momentos era la luminaria máxima de la criminología: el profesor Cesare Lombroso, fundador de la «escuela positiva del derecho penal».
El profesor Lombroso no puede, como es lógico, pronunciarse así, de inmediato. Pide que se realice primero, y bajo responsabilidades de algunos especialistas «un examen cuidadoso del fondo de los ojos del acusado, porque la retina es casi una ventana a través de la cual se entrevé el cerebro» y que, después, le entreguen al acusado con el pelo cortado al cero, como un conscripto, para que sea posible proceder a las mediciones «craneométricas», indispensables a fin de determinar si se trata o no de un delincuente. Ante esta segunda petición, el fiscal se opone con énfasis: si lo raparan, ¿cómo conseguirían los testigos reconocerle? Objeción aceptada: se le cortará el pelo, pero después de que se hayan llevado a cabo los reconocimientos.
Una vez que el profesor le tiene entre manos, no necesita más de una semana para ejecutar su pericia a fondo. Y no lo hace sólo con el acusado, sino que, de acuerdo con los cánones de su «escuela», examina también a los padres, a los abuelos, los tíos y primos del acusado. El padre tiene señales de pelagra, dos tíos son «cretinoides» (uno en especial: cráneo pequeño y en punta, nada de barba, un testículo atrófico y otro inexistente), un primo padece de hiperemia cerebral y otro es «reincidente en el hurto». La madre, la abuela viva, los abuelos y bisabuelos difuntos «no muestran enfermedades significativas». En resumen: nada más de lo que se advertiría indagando sin tanto aparato en la familia. El término «cretinoide», además, vale como eufemismo de la voz cretino. «Además del cretino —explica el profesor— tenemos al “cretinoide”, que a la vez participa de las características del primero y de las del hombre normal y sano.» Y es sin duda cosa de lamentar que esta palabra no haya salido del campo de las pericias del criminólogo para entrar en el uso corriente: hoy sería tan necesaria que se la adjudicaría a aquellos que participan del cretinismo dando muestras de utilizar los instrumentos de la inteligencia.
De acuerdo con el profesor, Verzeni no podía ni siquiera ser considerado como «cretinoide», exactamente. Sólo estaba afectado por «aquella ligera infición cretinoide y pelagrosa que fluía a partir de sus parientes y que dejaba señales en el lóbulo frontal derecho y rompía el equilibrio entre las facultades afectivas y los apetitos». Pero, en resumen: que estas afecciones unidas a las represiones ejercidas por el ambiente familiar y la evidente «libido del casto» hubieran podido promover un estado de inconsciencia en los delitos y por ende de irresponsabilidad, fue una hipótesis que el profesor excluyó decididamente. A lo sumo, la cosa podía plantearse así: «responsable plenamente al iniciar el acto, menos responsable en el delirio del acto» —y de vuelta a la plena responsabilidad inmediatamente después, al ocultarse y al defenderse.
Leído el peritaje del profesor Lombroso, el fiscal, caballero Quintavalle, inició su arenga. Evocó a las víctimas en vida: «vivaz, inteligente y lozanísima, modelo para sus compañeras por su laboriosidad y pureza de costumbres» era Giovannina Motta; «madre de dos tiernos hijos, uno de ellos lactante aún». Elisabetta Pagnoncelli. Las hizo ver después ya muertas, sin ahorrar los detalles más sórdidos. Y, por último: «no me queda ahora más que abroquelarme en el juicio de los expertos». Allí se abroqueló, de manera inexpugnable.
Para Verzeni, fueron trabajos forzados de por vida.
(De: El mar color de vino, 1973. Traducción: Ana Coldar)
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