¿Tú dispararías? Más allá de Putin y Biden Por Juan Carlos Monedero

 30/04/2023  

Soldados británicos y alemanes se encuentran en tierra de nadie durante la tregua de Navidad de la Primera Guerra Mundial, en 1914.

Con novedad en el frente

Parece que Zelenski, después de hablar con el presidente chino Xi, está dispuesto a explorar las vías diplomáticas. Supongo que los medios  y los periodistas que han insultado a los que han defendido la vía diplomática insultarán ahora a Zelenski y a Xi Jinping. O se quedarán callados, porque hay un tipo de periodismo que, priorizando la prudencia, solo vale para interpretar los deseos de los poderosos. No hace falta ni que nadie les llame. Cuando las señales son confusas, callan, no vayan a equivocarse. Por eso hacen con frecuencia el ridículo en las redes y en las tertulias, porque su inmediatez les lleva a opinar sin mucho sosiego, de manera que, cuando cambia el viento -que lo hace en sintonía con la frecuencia con la que se mueven las nubes- es complicado acertar. Igualmente, supongo que algunos de los que en Ucrania asesinaron a sus compatriotas que defendieron esa vía, estarán considerando un magnicidio contra el presidente de Ucrania. Espero que la diplomacia europea impida que ocurran esas cosas en el interior de Europa. Esas cosas pueden ocurrir en la jungla del mundo, pero no en en el oasis de la civilización.

No es verdad que la primera respuesta de los seres humanos a una agresión sea atacar. Incluso los chimpancés tienen mecanismos de resolución de conflictos que eviten la confrontación. En una pelea, los dos machos -suelen ser los machos los que solventan las cosas como si no hubiera lenguaje- saldrán heridos, incluido el ganador y será más fácil a cualquier depredador encontrar la cena. La corresponde a una hembra, que tiene esa función en la manada, activar la respuesta, acudiendo al lugar de la disputa -los concernidos gritan para atraer a la pacificadora-. Después de escuchar a las partes y evaluar la situación, zanja quién es el culpable y pone el castigo correspondiente, que siempre pasa porque el sancionado ofrezca una disculpa al ofendido y le ofrezca alguna reparación (a menudo basta hacerle unos cariñitos despiojándole la cabeza). Algunos miembros de nuestras comunidades quizá preferirían morir. Hay humanos que no siempre dan muestras de estar más evolucionados que los monos.

La banalidad del mal también descansa

Cuenta el escritor holandés Rutger Bregman en su libro Dignos de ser humanos (Barcelona, Anagrama, 2021) que el momento de paz compartida que vivieron los soldados en lucha durante la primera Navidad de la Primera Guerra mundial en 1914 no solo fue real, sino que es expresión de un comportamiento profundo de los seres humanos. La BBC realizó un documental, Paz en tierra de nadie, que demostraba que los soldados, aprovechando la Nochebuena, desobedecieron a los generales, desterraron las soflamas de los políticos pendencieros y confraternizaron en mitad de aquella escabechina. "En dos terceras partes del frente británico -escribe Bregman- se interrumpieron las hostilidades durante los días de fiesta. En la mayoría de los casos fueron los alemanes quienes tomaron la iniciativa y les tendieron una mano a los británicos, aunque también hubo muchos casos en los frentes francés y belga. En total, más de cien mil soldados depusieron temporalmente las armas".

La Primera Guerra Mundial fue una guerra interimperialista, es decir, una guerra entre potencias imperiales que quería repartirse, casi a la desesperada, el botín americano, africano y asiático. Alemania se incorporó con entusiasmo a esa carrera imperial porque, como nación tardía (se unifica en 1871) había llegado igualmente tarde al reparto colonial. Además, la nueva nación se sentía fuerte gracias al impulso militarista con que nació la Alemania de Bismarck (victorias contra Dinamarca, contra Francia e, incluso, contra Austria, con la severa derrota a los austríacos en Sadowa que determinó que la buscada gran Alemania no tendría lugar por el enfado de Austria).

La guerra mundial contó, además, con un ánimo social alimentado por la intelectualidad, las universidades, los púlpitos, los medios, la literatura, la radio y cuantos dispositivos ideológicos hubiera en cada país. El mensaje que lanzaron era que el mundo europeo estaba cansado, falto de épica, aburrido en su cómoda mediocridad burguesa. Como si los jóvenes tuvieran que escoger entre el suicidio provocado por el tedio o la guerra purificadora. Ernst Jünger, uno de los autores de ese mensaje, pintó en Tempestades de acero (1920) esa alabanza de la camaradería bélica, esa ruptura de la monotonía que suponía marchar al frente, esa apuesta por la adrenalina que superaba las juergas nocturnas y ebrias de los estudiantes y los aburridos romances que afeminaban el carácter.

La realidad era menos luminosa salvo por las chispas y los incendios. Fue la realidad de las trincheras, del barro, de las bombas, fue la de la guerra química y los gases tóxicos, de los pulmones y los ojos convirtiéndose en fuego, la de avanzar en la niebla sin apenas ver nada ni cuando disparabas ni cuando te disparaban, eran los gritos desgarrados de los moribundos en esa tierra de nadie entre dos frentes, eran los lanzallamas y los gritos de los oficiales para que no hubiera misericordia. Era el miedo a matar y a que te mataran.

Sólo ese discurso encendido y cacofónico acerca del valor y la patria, esa apelación vocinglera a la nación aburrida, ese cuento vano acerca de la excelencia de compartir el barro y el frío, como si de un viaje de aventuras se tratara, explican la insensibilidad durante tanto tiempo de las sociedades europeas a la locura de la guerra química en las trincheras, a los cuerpos despedazados y los campos devastados. Los que impulsan las guerras son, como les llamó Kurt Tucholsky, asesinos o criminales de escritorio (Politische Justiz, 1921). Criminales y asesinos en cualquier caso. Hannah Arendt usó también la expresión criminal de escritorio señalando a Adolf Eichman. No es verdad que Eichman fuera un oscuro oficinista que sólo obedecía órdenes. Era un nazi sin escrúpulos que estaba orgulloso de haber asesinado eficientemente a millones de seres humanos, principalmente judíos: "¡No me arrepiento de nada! (...) Iré a mi tumba con una sonrisa, porque tener en la conciencia la muerte de seis millones de enemigos del Reich es para mí una fuente de enorme satisfacción", dijo en su juicio.

La "banalidad del mal" no debe entenderse como que cualquiera tiene un nazi dentro, porque no es verdad. Un nazi dentro lo tienen los nazis, no todos los seres humanos. Quien piensa lo contrario está comprando los argumentos de los asesinos de escritorio. La banalidad del mal se refiere a lo que diferencia a un psicópata carente de cualquier empatía de un tipo de extrema derecha a quien su ideología le llevará a comportarse, cada vez que le toque, como un monstruo. El amor de Eichman a Hitler estuvo muy por encima del amor a otros seres humanos, como los judíos. Mentalidad de guerra.

La reciente película alemana Sin novedad en el frente (Edward Berger, 2022) ha renovado la discusión sobre la guerra y la paz. Basada en la, en su momento insultada novela pacifista de Erich Maria Remarque (1929), muestra una realidad poco épica sobre la maldad de la guerra. Porque en definitiva,  los soldados, fueran alemanes, franceses, británicos, belgas o rusos, no querían ni matar ni morir, huir era la primera de las opciones, las bayonetas apenas se usaron porque el que mata así también se muere un poco, la mayor mortalidad la causaron las bombas y solo un pequeño porcentaje de los soldados fue responsable de la mayor parte de muertes por bala. No había una maldita gota de gloria en esa locura alimentada por políticos y generales que no iban al frente, que pedían más armas para que otros mataran y murieran y que tenían enormes dificultades para firmar la paz o el armisticio. En la guerra salía, es verdad, la camaradería, y la guerra alimentaba la violencia solo para defender a tus amigos. Pero cuando se daba la ocasión, tus enemigos estaban también más cerca de tu humanidad que de tu inhumanidad

Postales navideñas de paz

La Navidad de 1914, recuerda Bregman, no fue la excepción, porque hay noticia de sucesos similares en la guerra civil española, en la guerra de los bóeres en Sudáfrica, en la guerra de secesión en los Estados Unidos (aunque le moleste a Trump, igual que les molesta la fraternidad que desarrollaron soldados blancos y negros en la guerra civil norteamericana y durante la Segunda Guerra Mundial, donde, pese a estar separados, terminaban espalda con espalda peleando contra un mismo enemigo), pasó en la guerra de Crimea y también en las guerras napoleónicas. Pero la recaída en la humanidad que tuvo lugar en esa tierra de nadie es una señal de que debajo de un soldado reclutado hay un ser humano.

¿Nos sirve esa reflexión para pensar la guerra en Ucrania? Rutger Bregman se pregunta: "Cada vez que releo las viejas cartas de los soldados, me viene una pregunta a la cabeza: si hasta ellos fueron capaces de algo así en medio de una infernal guerra que acabaría costando la vida a un millón de soldados, ¿qué nos impide a nosotros, en estos tiempos, salir de nuestras trincheras?". Porque en la Primera Guerra Mundial, cuando en las diferentes trincheras empezaron a cantar las mismas canciones, el dedo en el gatillo se congeló. Comparten funerales, abren botellas de vino que beben los que horas antes querían matarse, entonan El señor es mi pastor, melodía que comparten aunque unos digan The Lord is my Shepherd  y otros Der Herr ist mein Hirt. Los más decididos salen de la trinchera y van a saludar a los de la trinchera de enfrente. Nadie se dispara, comienzan un partido de fútbol, se enseñan fotos que guardan como un talismán de vida.

Malcolm Brown y Shirley Seaton recogen ese rebrote de humanidad en Christmas Truce. The Western Front December 1914, (Pan Books, 2014) contando la historia de esa compañía escocesa que aceptó la invitación alemana para intercambiar tabaco. En mitad de la oscuridad de la guerra salieron a la luz, donde podían dispararles, para echar juntos un cigarro. Y las luces de los cigarros en la noche dejaron de ser un blanco para matar para ser, otra vez, una señal de vida.

Cerca de la Chapelle-d’Armentières pasaron cosas, recuerda Bregman, muy ajenas a lo que los generales esperaban:

"En torno a las siete, tal vez las ocho de la tarde, Albert Moren, del segundo batallón del Queen’s Royal Regiment, se frota los ojos, incrédulo. ¿Qué es aquello que se ve al otro lado? Cada vez se encienden más luces. Farolillos, antorchas y... ¿árboles de Navidad? De pronto, oye claramente el sonido de una melodía. Los alemanes están cantando Stille nacht, heilige nacht. Noche de paz. Nunca le había sonado tan bien un villancico. Nunca lo olvidaré, recordaría Moren más tarde. Fue uno de los puntos álgidos de mi vida (...) Los británicos, naturalmente, no quieren ser menos y entonan The First Noel. Los alemanes aplauden y responden con O Tannenbaum. Así siguen durante un rato, hasta que finalmente cantan todos juntos Adeste fideles. En latín, la lengua que los une. Fue increíble, recordaría años después el soldado Graham Williams, dos naciones cantando el mismo villancico en medio de una guerra".

Senderos de gloria, o de pacifistas y guerreros

La reciente visita de Lula Da Silva a España ha sido un recordatorio de la necesidad de la paz en Ucrania, que ahonda en el mensaje de Xi Jinping, de Gustavo Petro o de Andrés Manuel López Obrador. Contrasta con el ánimo belicista de Putin, de Zelenski, de Biden o de Josep Borrell. Una guerra en un terreno donde, hace muy poco tiempo, rusos y ucranianos fumaban juntos, jugaban al fútbol juntos y hacían familias juntos. Los que defienden con ahínco la guerra, no van ellos a la guerra ni mandan a sus hijos a la guerra.

Ayer, como hoy, vendedores de armas, medios de comunicación y políticos sin ideas proclaman el odio y deshumanizan al adversario para justificar su asesinato. Las redes colaboran, llenan de frustrados que solo se sienten vivos pensando en odiar, en matar, en ser sólo porque tienen la capacidad de lograr que otros seres humanos no sean.

En cuestiones de guerra y paz, es cierto que "aquellos que nunca han visto de cerca la guerra son los más intransigentes" (suele pasar algo similar con los inmigrantes). Es curioso ver a analistas de izquierdas entregados a un ánimo belicista inversamente proporcional a su voluntad de coger un fusil. Los políticos, los comerciantes de armas y los generales tiene intereses geopolíticos y empresariales que no es verdad que coincidan con las necesidades de los pueblos. ¿No es posible la reconciliación en Ucrania, en Yemen, en Siria, en Palestina?

Durante la etapa del neoliberalismo se ahondó en la idea de que la sociedad o no existía o si existía no era sino una lucha de todos contra todos. El bombardeo en esa dirección fue apabullante. Ahí hay que entender el best seller El gen egoísta de Richar Dawkins -él mismo se disculparía después por la errónea conclusión que se sacó de su libro y que él contribuyó a propagar-, la conversión en un sentido común del derecho del pez grande a comerse al chico, de la supuesta tragedia de los comunes (una de las operaciones ideológicas más nauseabundas en las que ha colaborado la academia) donde la cooperación no existe. Si el ser humano es malo por naturaleza y estamos abocados a la guerra, si vis pace, para bellum.

En la guerra, la primera víctima no es la verdad, sino la humanidad y, en paralelo, la inteligencia. En España, gente cobarde y también gente que considero sensata viene señalando a todos los que se oponen al envío de armas, a los que alertan del peligro de la escalada bélica y apuestan por la negociación y la presión diplomática internacional. Nadie decente quiere que Putin se salga con la suya ni nadie decente puede ignorar que en todos los países donde ha entrado la OTAN el escenario que ha dejado ha sido de muerte y destrucción. Ucrania se lleva equivocando desde 2014 jugando a los intereses bélicos de la OTAN, y Putin, un autócrata de extrema derecha, está llevando a Rusia al desastre. La jauría cobarde -y también otros que parecían sensatos- ha decidido señalar a la periodista rusa y colaboradora de Canal Red, Inna Afinogenova, señalándola como una suerte de agente encubierta del Kremlin, en una acusación más propia de una película de la guerra fría que de la realidad de una persona que ha dejado su país, su trabajo y su familia porque no está de acuerdo con la invasión de Rusia a Ucrania y ha preferido el dolor del exilio a la vergüenza de apoyar una guerra que le resulta inconcebible. Por supuesto, los que han señalado a Afinogenova no destacan por la denuncia del encarcelamiento de su colega español Pablo González, detenido desde hace más de un año en Polonia, por la defensa de periodistas censurados como Jesús Cintora o por denunciar la imputación de dueños de medios de comunicación como José Creuheras, de Antena 3/Planeta. Los periodistas y, en especial los tertulianos y presentadores, saben que determinadas cosas no deben decirlas si quieren continuar en los platós.

Viendo las imágenes de Ucrania, la humanidad, ese sentimiento que nos ha traído al homo sapiens hasta aquí, está con Lula y no con Putin ni Biden, está con Petro, con López Obrador, con Ione Belarra, con el Papa Francisco y no con los que quieren más aviones, más misiles, más tanques y más bombas. Nadie decente, no lo olvidemos, quiere que Putin se salga con la suya, ni nadie decente puede ignorar que EEUU ha jugado a acorralar a los rusos, a aislar a Alemania y a preparar su confrontación contra China en suelo europeo. La guerra vino en la evolución de los seres humanos con nuestra condición sedentaria porque los ejércitos eran los que permitían las desigualdades. Acabar con las guerras y las desigualdades sigue siendo el programa principal de la humanidad. Porque solo así, además, dejaremos de devastar la tierra.



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