Los que sueñan el sueño dorado Joan Didion


Se trata de una recopilación de textos o reportajes periodísticos de corte biográfico aparecidos en varios de sus libros publicados en Estados Unidos: 'Arrastrarse hacia Belén' (originalmente publicado en 1968), 'El álbum blanco' (1979), 'Después de Henry' (1992), 'Salvador' (1983) y 'Miami' (1987).



Sinopsis del Libro

Estaba ansiosa por descubrir la pluma de Joan Didion y qué más maravilloso fue descubrir a un autor comenzando con Los que sueñan  el sueño dorado una colección de noticias aquí en este caso bajo las crónicas porque Joan Didion también es un periodista.


Para aquellos que aman a los Estados Unidos o que simplemente sienten curiosidad, hay un gran enfoque en los hechos que tienen lugar en California, de donde proviene Joan Didion. Nos cuenta los estragos de los narcóticos en los años 60 y la era de los hippies, no nos perdemos los asesinatos perpetrados por el gurú Charles Manson y su banda.


Además, hay un capítulo completo sobre la ciudad de Nueva York donde el autor ha vivido varios años. Este capítulo vale la pena el desvío ya que el análisis de la situación económica y el tejido social están brillantemente expuestos.


Una aterradora crónica de América de los años sesenta, vista desde la parte no divertida del telescopio. La colección abre en Los Angeles Drug, con historias de adictos que no entendemos. Entonces entendemos que este es el problema: todos están drogados y nada parece tener ningún significado o importancia.


Bueno, pasamos a las siguientes noticias, y nos encontramos en personas más comunes, pero la misma sensación de absurdo permanece, y aumenta con las historias. Costa este, costa oeste, jóvenes drogadictos, periodistas, el mundo judicial, la vida privada, incluso el combate: el narrador (que es difícil de distinguir del autor) muestra con una lucidez clara un mundo que no tiene sentido. El tono va con el tema: una narración neutral, con pocos análisis, pero con una claridad escalofriante cuando hay algunos. Creo que no olvidaré este libro



Joan Didion es una de las cronistas fundamentales de la segunda mitad del siglo xx. En una edición a cargo de Claudio López de Lamadrid, Los que sueñan el sueño dorado reúne por primera vez en castellano una selección de artículos y ensayos de sus libros Arrastrarse hacia Belén, un clásico moderno sobre la vida en la Norteamérica de los años sesenta y especialmente sobre el centro de la contracultura, California; El álbum blanco, un mosaico de los años sesenta y setenta que incluye episodios vagamente autobiográficos; Después de Henry, donde Joan Didion nos advierte sobre las fantasías que los medios de comunicación construyen en torno a las víctimas de crímenes violentos; Salvador, que dibuja un retrato de los horrores cometidos en ese país y su estrecha relación con la política exterior de Estados Unidos, y Miami, donde reflexiona acerca de la inmigración y el exilio, y la pasión, la hipocresía y la violencia políticas. Todos ellos conforman una visión crítica y literaria fundamental para entender la sociedad norteamericana actual. 





 LOS QUE SUEÑAN EL SUEÑO DORADO 


Esta es una historia de amor y de muerte en la tierra dorada, y empieza hablando del paisaje mismo. El Valle de San Bernardino queda solo a una hora al este de Los Ángeles, saliendo por la autopista de San Bernardino, pero en cierta manera es un lugar foráneo: no es la California costera con sus crepúsculos subtropicales y sus brisas suaves procedentes del Pacífico, sino una California más áspera, hechizada por el Mojave, que se extiende justo al otro lado de las montañas, y devastada por el viento tórrido y seco de Santa Ana, que se cuela por los pasos de las montañas a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y aúlla en las barreras de eucaliptos y te crispa los nervios. Octubre es el peor mes para el viento, el mes en que cuesta respirar y las colinas se incendian de forma espontánea. Lleva sin llover desde abril. Cuando uno habla, parece que grite. Es la época del año en que el viento trae los suicidios y los divorcios y una sensación de espanto. Los mormones se establecieron en este paisaje ominoso y luego lo abandonaron, pero no sin antes plantar el primer naranjo, y durante los cien años siguientes el Valle de San Bernardino atrajo a un tipo de gente que imaginaba que podría vivir entre esa fruta talismánica y prosperar en medio de aquel aire seco, una gente que trajo consigo formas de construir y cocinar y rezar propias del interior y que intentaron aplicar esas costumbres a la tierra. Y el injerto prosperó de forma curiosa. Hablamos de esa California donde es posible vivir y morir sin haber comido nunca una alcachofa y sin haber conocido nunca a un católico ni a un judío. De esa California donde no cuesta nada llamar a números de asistencia espiritual como Dial-A-Devotion y en cambio cuesta horrores comprar un libro. La misma tierra donde la 9


2 fe en la interpretación literal del Génesis ha dado paso de manera imperceptible a la fe en la interpretación literal de Perdición de Billy Wilder, la tierra del pelo cardado y los Ford Capri y las chicas para quienes la vida entera no promete nada más que un vestido de boda blanco hasta media pantorrilla y parir a una Kimberly o una Sherry o una Debbi y luego divorciarse en Tijuana y volver a la academia de peluquería. «Éramos unos chavales inconscientes», dicen sin remordimiento alguno, y pasan a mirar al futuro. En la tierra dorada el futuro siempre es atractivo, porque nadie recuerda el pasado. Hablamos del lugar donde sopla un viento tórrido y las viejas costumbres parecen irrelevantes, donde la tasa de divorcios dobla la media nacional y donde una persona de cada treinta y ocho vive en una caravana. Hablamos de la última parada para todo el mundo que viene de otra parte, para todo el mundo que ha llegado aquí huyendo del frío y del pasado y de las costumbres de antaño. Se trata del lugar donde esa gente intenta encontrar un nuevo estilo de vida, e intenta encontrarlo en los únicos sitios donde sabe buscar: en las películas y en los periódicos. El caso de Lucille Marie Maxwell Miller es un monumento sensacionalista a ese nuevo estilo de vida. Antes que nada quiero que imaginen Banyan Street, porque es ahí donde sucedió todo. Para ir a Banyan Street hay que conducir en dirección oeste desde San Bernardino por el Foothill Boulevard de la Ruta 66, dejando atrás las playas de maniobras de Santa Fe y el motel Forty Links. Ese motel que consiste en diecinueve tipis de yeso: «no sea rostro pálido, duerma en una choza india». Hay que dejar atrás la pista de carreras Fontana Drag City, la iglesia del Nazareno de Fontana y las pistas del Pit Stop A Go-Go; dejar atrás la fundición de acero Kaiser Steel, cruzar Cucamonga y salir por el bar restaurante y cafetería Kapu Kai, situado en la esquina de la Ruta 66 con Carnelian Avenue. En Carnelian Avenue, según se sale del Kapu Kai, que quiere decir «mares prohibidos», el fuerte viento hace restallar las bande rolas de las parcelas. «ranchos de medio acre! cocinas americanas! entradas de mármol travertino! 95 dólares de entrada!» Se trata de la senda de un propósito desbaratado, los desechos de la Nueva California. Al cabo de un rato, sin embargo, los letreros de Carnelian Avenue empiezan a desaparecer y las 10


3 casas dejan de ser de esos colores pastel brillante típicos de los propietarios de Springtime Homes para convertirse en los bungalows descoloridos de esa gente que tiene un puñado de vides y un puñado de pollos en el jardín; a continuación la colina se vuelve más empinada y la carretera más abrupta y hasta los bungalows empiezan a escasear, y es ahí en ese lugar desolado lleno de superficies ásperas y flanqueado de arboledas de eucaliptos y limoneros donde está Banyan Street. Igual que gran parte de este paisaje, Banyan Street produce cierta impresión peculiar y antinatural. Las huertas de limoneros están ocultas detrás de un terraplén de unos tres o cuatro pies de alto que hace de muro de contención, de manera que lo único que asoma es su denso follaje, demasiado exuberante e in quietan temente lustroso, de ese color verde de las pesadillas; la corteza caída de los eucaliptos forma una masa polvorienta, un criadero perfecto para las serpientes. Las piedras no parecen piedras, sino más bien los escombros de algún desastre innombrable. Hay estufas agrícolas de petróleo y una cisterna cerrada. A un lado de Banyan está el valle llano, y al otro las montañas de San Bernardino, una masa oscura que se eleva demasiado y demasiado deprisa, llegando a los dos mil, dos mil quinientos o incluso tres mil metros aquí mismo, por encima de los limoneros. A medianoche no hay ni una sola luz en Banyan Street, y tampoco se oye nada salvo el viento en los eucaliptos y los ladridos lejanos de los perros. Puede que haya una perrera cerca, o tal vez los perros sean coyotes. Banyan Street fue la ruta que Lucille Miller tomó para ir desde el supermercado abierto las veinticuatro horas Mayfair Market hasta su casa la noche del 7 de octubre de 1964, una noche en la que no había luna y soplaba el viento y a ella se le había acabado la leche, y fue en Banyan Street donde, sobre las doce y media de la noche, su Volkswagen de 1964 se detuvo de golpe, se incendió y se puso a arder. Una hora y media se pasó Lucille Miller corriendo por todo Banyan en busca de ayuda, pero no pasó ni un solo coche y tampoco salió nadie a ayudarla. A las tres de la madrugada, después de apagar el fuego y de que los agentes de la policía de carreteras de California terminaran su informe, Lucille Miller seguía sollozando y farfullando, porque en el Volkswagen estaba durmiendo su marido. 11


4 Qué les voy a decir a los niños cuando no haya nada, cuando no quede nada en el ataúd? le dijo entre sollozos a la amiga a la que habían llamado para consolarla. Cómo les puedo explicar que no queda nada? De hecho sí que quedaba algo, y una semana más tarde aquel algo yacía en la capilla de la Draper Mortuary dentro de un ataúd de bronce cerrado y cubierto de claveles de color rosa. Unos doscientos asistentes oyeron al reverendo Robert E. Denton de la Iglesia Adventista del Séptimo Día de Ontario hablar del «brote de furia que ha estallado entre nosotros». Para Gordon Miller, dijo, «ya no habrá más muerte ni más disgustos ni más malentendidos». El reverendo Ansel Bristol mencionó lo «peculiar» del dolor que estaban sufriendo. El reverendo Fred Jensen preguntó «de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si a cambio pierde su alma». Lloviznaba, lo cual era una bendición en plena temporada de sequía, y una vocalista femenina cantó «Safe in the Arms of Jesus». El servicio tuvo que ser grabado en una cinta para la viuda, que estaba presa sin fianza en la cárcel del condado de San Bernardino, acusada de asesinato en primer grado. Por supuesto, Lucille no era de allí, había venido de las praderas en busca de algo que debía de haber visto en alguna película u oído por la radio, puesto que esta es una historia del sur de California. Había nacido el 17 de enero de 1930 en Winnipeg, Manitoba, hija única de Gordon y Lily Maxwell, los dos maestros de escuela y los dos devotos de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, cuyos miembros observan el sabbath los sábados, creen en una Segunda Venida apocalíptica de Cristo, tienen una fuerte tendencia misionera y, si son estrictos, ni fuman ni beben ni comen carne, y tampoco usan maquillaje ni llevan joyas, ni siquiera anillos de boda. Cuando Lucille Maxwell se inscribió en el Walla Walla College de College Place, Washington, la escuela universitaria adventista donde sus padres daban clase por entonces, ella tenía dieciocho años, era guapa de forma insulsa y tenía un carácter muy animado. «Lucille quería ver mundo diría su padre más adelante, y supongo que lo vio.» 12


5 Parece ser que la animación no le sirvió para durar mucho tiempo como alumna del Walla Walla College, así que en la primavera de 1949 Lucille Maxwell conoció y se casó con Gordon «Cork» Miller, de veinticuatro años, licenciado por el Walla Walla y también por la facultad de odontología de la Universidad de Oregón, y por entonces destinado en Fort Lewis en calidad de oficial médico. «Tal vez podría decirse que fue amor a primera vista recuerda el señor Maxwell. Antes de que fueran presentados formalmente, él le mandó a Lucille una docena y media de rosas con una tarjeta que decía que, aunque ella no quisiera salir con él, esperaba que al menos le gustaran las rosas.» Los Maxwell recuerdan a su hija como una novia «radiante». Los matrimonios infelices se parecen todos tanto entre sí que no hace falta saber gran cosa del que nos ocupa. Puede que hubiera problemas o puede que no los hubiera en la isla de Guam, que es adonde fueron a vivir Cork y Lucille Miller cuando él se licenció del ejército. Puede que hubiera problemas o puede que no los hubiera en el pueblecito de Oregón donde él montó su primera consulta privada. Parece ser que su mudanza a California trajo consigo cierta decepción: Cork Miller les había dicho a sus amigos que quería hacerse médico, que era infeliz como dentista y que planeaba entrar en la Escuela de Evangelistas Médicos que los Adventistas del Séptimo Día tenían en Loma Linda, a unos pocos kilómetros al sur de San Bernardino. En cambio, terminó comprándose una consulta dental en la punta oeste del condado de San Bernardino, y cerca de allí se instaló la familia, en una modesta casa situada en una de esas calles donde siempre hay triciclos, crédito abierto y gente que sueña con casas más grandes y con calles mejores. Esto fue en Para el verano de 1964 ya ha bían conseguido la casa más grande en una calle mejor y también todo el clásico equipamiento de una familia en auge: los treinta mil dólares al año, los tres hijos para la postal navideña, la vidriera, el salón familiar y las fotografías en el periódico que mostraban a «la señora de Gordon Miller, presidenta de la Fundación para el Corazón de Ontario». Estaban pagando el clásico precio por ello. Y habían llegado a la clásica fase del divorcio. Puede que fuera un verano agobiante como cualquier otro, puede que el calor y los nervios y las migrañas y los problemas de 13


6 dinero no fueran nada extraordinario; sin embargo, aquel verano empezó particularmente pronto y resultó particularmente inclemente. El 24 de abril se murió una vieja amiga de la familia, Elaine Hayton, con quien Lucille Miller había estado la misma noche anterior. Durante el mes de mayo, Cork Miller fue hospitalizado brevemente por una úlcera sangrante, y su carácter de natural reservado derivó en una depresión. Llegó a decirle a su contable que estaba «harto de mirar bocas abiertas» y habló de suicidarse. Para el 8 de julio, las tensiones convencionales del amor y el dinero habían llegado a su impasse convencional en la parcela de media hectárea del 8488 de Bella Vista, y Lucille Miller pidió el divorcio. Al cabo de un mes, sin embargo, los Miller parecían reconciliados. Fueron a ver a un psicólogo de parejas. Hablaron de tener un cuarto hijo. Parecía que el matrimonio había alcanzado la tregua tradicional, ese punto en que muchos se resignan a minimizar los daños y rebajar sus expectativas. Pero la racha de problemas de los Miller no iba a terminarse tan fácilmente. El 7 de octubre empezó como un día de lo más ordinario, uno de esos días que le hacen a uno rechinar los dientes con su tedio y sus pequeñas frustraciones. Aquella tarde la temperatura alcanzó los 39 grados en San Bernardino, y los hijos de la familia Miller no tenían escuela porque sus maestros estaban haciendo cursos de formación. Había que llevar ropa a planchar a la lavandería. Había que ir a la farmacia a recoger una receta de Nembutal y también a la tintorería de autoservicio. A media tarde se produjo un accidente desagradable con el Volkswagen: Cork Miller atropelló mortalmente a un pastor alemán y después dijo que se sentía «como si tuviera un camión Mack encima». Era una expresión que usaba a menudo. Esa tarde Cork Miller debía dólares, incluyendo los de la hipoteca de la nueva casa, un volumen de deudas que le resultaba opresivo. Era un hombre a quien le incomodaban las responsabilidades, y se quejaba de migrañas casi todo el tiempo. Aquella noche cenó solo, con una bandeja y delante de la tele de la sala de estar. Más tarde los Miller vieron a John Forsythe y a Senta Berger en See How They Run, y cuando la película se terminó, sobre las once, Cork Miller sugirió que salieran a comprar leche. Quería chocolate caliente. Cogió una manta y una almo- 14


7 hada del sofá y se subió al asiento del pasajero del Volkswagen. Lucille Miller recuerda haber estirado el brazo para cerrarle el seguro de la puerta mientras daba marcha atrás por la entrada para coches. Para cuando salió del Mayfair Market, y mucho antes de que llegaran a Banyan Street, Cork Miller ya parecía haberse dormido. Hay cierta confusión en la mente de Lucille Miller acerca de lo que pasó entre las doce y media de la noche, que es cuando empezó el fuego, y las dos menos diez, que es cuando se informó a las autoridades. Ella dice que iba conduciendo en dirección este por Banyan Street a unos cincuenta kilómetros por hora cuando notó que el Volkswagen se desviaba bruscamente a la derecha. Lo siguiente que supo fue que el coche estaba casi en lo alto del terraplén de contención, y que por detrás de ella se elevaban las llamas. No recuerda haber saltado del coche. Sí que recuerda haber cogido del suelo una piedra con la que rompió la ventanilla lateral de su marido y luego haberse alejado por el terraplén en busca de un palo. «No sabía cómo sacarlo de allí cuenta. Lo que pensé es que si tenía un palo, quizá podría sacarlo con él.» Pero no pudo, y al cabo de un rato corrió hasta el cruce de Banyan con Carnelian Avenue. Se trata de una esquina donde no hay casas, ni tampoco prácticamente tráfico. Después de que pasara un coche sin pararse, Lucille Miller echó a correr por Banyan en dirección al Volkswagen en llamas. No se detuvo, pero sí que aminoró la marcha, y pudo ver a su marido en medio de las llamas. Estaba, en palabras de ella, «todo negro». En la primera casa de Sapphire Avenue, a menos de un kilómetro del Volkswagen, Lucille Miller encontró ayuda por fin. Allí la señora de Robert Swenson llamó al sheriff, y a continuación, a petición de Lucille Miller, llamó a Harold Lance, abogado y amigo íntimo de los Miller. Nada más llegar, Harold Lance se llevó a Lucille Miller a su casa, donde estaba su mujer, Joan. Harold Lance y Lucille Miller regresaron dos veces a Banyan Street para hablar con los agentes de la policía de carreteras. La tercera vez Harold Lance regresó solo, y cuando volvió a casa le dijo a Lucille Miller: «Vale tú no hables más». Cuando a la tarde siguiente detuvieron a Lucille Miller, con ella estaba Sandy Slagle. Sandy era la vehemente e incansablemen- 15


8 te leal estudiante de medicina que hacía de niñera para los Miller, y que llevaba viviendo con la familia como un miembro más desde que se había graduado en el instituto en Los Miller la habían rescatado de una situación doméstica difícil y ella consideraba a Lucille Miller no solo como «algo parecido a una madre o una hermana», sino como «la persona más maravillosa» que había conocido. La noche del accidente, Sandy Slagle estaba en su habitación de la residencia de estudiantes de la Universidad de Loma Linda, pero Lucille Miller la llamó a primera hora de la mañana y le pidió que fuera a casa. Cuando Sandy Slagle llegó, el médico le estaba poniendo a Lucille Miller una inyección de Nembutal. «Seguía llorando mientras perdía el conocimiento recuerda Sandy Slagle. Y no paraba de repetir: Sandy, con todas las horas que me he pasado intentando salvarlo, y ahora qué me van a hacer a mí?.» A la una y media de aquella tarde llegaron al 8488 de Bella Vista el sargento William Paterson y los detectives Charles Callahan y Joseph Karr de la División Central de Homicidios. «Uno de ellos apareció en la puerta del dormitorio recuerda Sandy Slagle y le dijo a Lucille: Tiene usted diez minutos para vestirse o nos la llevamos tal como está. Ella estaba en camisón, ya sabe, así que intenté vestirla.» A estas alturas Sandy Slagle ya cuenta la historia como si la recitara de memoria, con mirada impertérrita: «Así que le puse las medias y el sujetador y ellos volvieron a abrir la puerta, y luego le puse unos pantalones pirata, ya sabe, y un pañuelo. Baja la voz. Y entonces se la llevaron». La detención tuvo lugar menos de doce horas después del primer aviso de que se había producido un accidente en Banyan Street, una rapidez que más tarde inspiraría al abogado de Lucille Miller a afirmar que todo el caso no era más que un intento típico de justificar una detención precipitada. En realidad el motivo de que los detectives que habían llegado aquella madrugada a Banyan Street prestaran al accidente una atención más allá de lo simplemente rutinario fueron ciertas incoherencias físicas aparentes. Mientras que Lucille Miller había contado que había ido conduciendo a cincuenta kilómetros por hora cuando el coche viró hasta detenerse, un examen del Volkswagen todavía caliente 16


9 mostró que estaba en primera y que no tenía encendidas las luces de posición sino las de aparcar. Además, las ruedas delanteras no estaban exactamente en la posición que sugería la descripción que Lucille Miller había hecho del accidente, y la rueda trasera derecha estaba hundida en el suelo, como si hubiera estado girando sin moverse. A los detectives también les resultó curioso que una parada brusca después de haber estado yendo a cincuenta kilómetros por hora el mismo frenazo en seco que supuestamente había tirado una lata de gasolina que había en el asiento trasero y había provocado el incendio hubiera dejado dos cartones de leche de pie en el suelo de atrás, así como los restos de la caja de una cámara Polaroid también aparentemente intactos en el asiento trasero. Sin embargo, a nadie se le podía pedir que ofreciera una crónica precisa de algo que había sucedido en un momento de pánico, y ninguna de aquellas incoherencias parecía en sí misma prueba indiscutible de que había existido intención criminal. Pero sí que interesaron a la oficina del sheriff, igual que la inconsciencia aparente de Gordon Miller en el momento del accidente y el enorme lapso de tiempo que Lucille Miller había tardado en obtener ayuda. Además, los investigadores vieron algo raro en la actitud de Harold Lance cuando este regresó por tercera vez a Banyan Street y advirtió que la investigación estaba lejos de concluir. «A juzgar por cómo estaba actuando Lance dijo más tarde el fiscal del caso, les pareció que tal vez habían dado con algo.» Y así fue como la mañana del 8 de octubre, antes incluso de que el médico le pusiera a Lucille Miller una inyección para tranquilizarla, la oficina del sheriff del condado de San Bernardino ya estaba intentando armar otra versión de lo que podía ha ber pasado entre las doce y media y las dos menos diez. La hipótesis que acabarían presentando se basaba en la algo enrevesada premisa de que Lucille Miller había emprendido un plan fallido: un plan para detener el coche en aquella calle solitaria, rociar a su presumiblemente drogado marido con gasolina y, después de poner un palo sobre el acelerador, «darle un empujoncito» al Volkswagen por el terraplén de contención, desde cuya cima caería un par de metros y casi seguro explotaría contra los limoneros. Si aquello le 17


10 hubiese salido bien, Lucille Miller podría haber recorrido los tres kilómetros que había entre Carnelian y Buena Vista a tiempo para estar en casa cuando se descubriera el accidente. El plan se había torcido, de acuerdo con la hipótesis de la oficina del sheriff, porque el coche no había querido subir por el terraplén. Es posible que entonces a Lucille Miller le hubiera entrado el pánico después de apagar el motor por tercera o cuarta vez, digamos, en aquella carretera a oscuras, con el coche ya rociado de gasolina y los perros ladrando y el viento soplando y el miedo inefable a que de repente apareciera un par de faros por Banyan Street y la iluminaran y hubiera provocado el incendio ella misma. Aunque esta versión explicaba algunas de las evidencias físicas que el coche estuviera en primera, por ejemplo, porque ella lo había arrancado desde punto muerto; o que las luces de aparcar estuvieran encendidas porque ella no podía haber hecho lo que había hecho sin algo de luz; o que una rueda trasera se hubiera quemado por culpa de los repetidos intentos de hacer subir el coche por el terraplén; o que los cartones de leche siguieran de pie porque no se había producido ninguna parada repentina, por sí misma no parecía ni más ni menos creíble que la versión de Lucille Miller. Además, algunas de las pruebas físicas parecían apoyar su historia: un clavo en uno de los neumáticos delanteros, una piedra de casi cinco kilos encontrada dentro del coche, supuestamente la misma con que ella había roto la ventana en un intento de salvar a su marido. Al cabo de unos días la autopsia estableció que Gordon Miller estaba vivo al quemarse, lo cual no reforzaba precisamente los argumentos de la fiscalía, y también que tenía en la sangre cantidades de Nembutal y de Sandoptal suficientes como para dormir a una persona normal, lo cual sí beneficiaba a la acusación. Por otro lado, Gordon Miller tomaba de modo habitual tanto Nembutal como Fiorinal (un medicamento que se toma a menudo para el dolor de cabeza y que contiene Sandoptal), y además había estado enfermo. Era un caso complicado, y para hacer que sus argumentos funcionaran, la fiscalía iba a tener que encontrar un móvil. Se habló de infelicidad conyugal y se dijo que había otro hombre de por medio. Aquella clase de móviles fue lo que las autoridades intentaron establecer en las semanas siguientes. Y se pusieron a 18


11 buscarlos en los libros de contabilidad y en las cláusulas de prima doble por muerte accidental y en los registros de moteles, decididos a averiguar qué podía llevar a una mujer que creía en todas las promesas de la clase media una mujer que había sido presidenta de la Fundación del Corazón y que siempre te podía recomendar a una buena modista y que había escapado de las sórdidas prácticas del fundamentalismo rural en busca de lo que ella imaginaba que era una buena vida, qué podía empujar a una mujer así a sentarse en una calle llamada Bella Vista y mirar al otro lado de su vidriera nueva bajo el sol vacío de California y planear cómo podía quemar vivo a su marido a bordo de un Volkswagen. Y encontraron la palanca que necesitaban más cerca de lo que al principio habían esperado, porque, tal como un testigo revelaría más adelante en el juicio, parece ser que en diciembre de 1963 Lucille Miller había iniciado una aventura con el marido de una de sus amigas, un hombre cuya hija la llamaba «tía Lucille», un hombre que podía haberle producido la impresión de tener aquel don para la gente y el dinero y la buena vida que estaba tan claro que a Cork Miller le faltaba. El hombre en cuestión era Arthwell Hayton, un abogado bastante conocido en San Bernardino y ex empleado de la oficina del fiscal del distrito. En cierta manera se trataba de una aventura clandestina bastante convencional en un lugar como San Bernardino, donde prácticamente no hay nada luminoso ni elegante, y donde perder el futuro y ponerse a buscarlo en la cama se convierte en una rutina. Durante las siete semanas que duró el juicio a Lucille Miller por asesinato, el ayudante del fiscal de distrito Don A. Turner y el abogado de la defensa Edward P. Foley sacarían a la luz entre ambos una historia curiosamente predecible. Estaban, por ejemplo, los registros falsos en moteles. Estaban las citas para almorzar y los pa seos por las tardes en el Cadillac rojo descapotable de Arthwell Hayton. Estaban las interminables discusiones del malogrado matrimonio. Estaban las confidentes («Yo lo sabía todo insistiría una y otra vez Sandy Slagle más adelante, yo sabía todas las fechas, los lugares, todo») y estaban las frases sacadas de relatos malos de las revistas («No me beses o se desencadenará la tormenta», recorda- 19


12 ba Lucille Miller que le había dicho un día a Arthwell Hayton después de almorzar, en el aparcamiento del Harold s Club de Fontana) y también las notas y las conversaciones cariñosas: «Hola, cielito! Tú sí que me gustas! Feliz cumpleaños, no aparentas ni veintinueve! Tu amorcito, Arthwell». Y hacia el final apareció la acritud. Era el 24 de abril de 1964 cuando la esposa de Arthwell Hayton, Elaine, murió de repente, y después de aquello ya no pasó nada bueno. Arthwell Hayton había ido a pasar el fin de semana a la isla Catalina a bordo de su barca, la Captain s Lady; a las nueve en punto del viernes por la noche llamó a su casa, pero no habló con su mujer porque Lucille Miller descolgó el teléfono y le dijo que Elaine se estaba duchando. A la mañana siguiente la hija de los Hayton encontró a su madre muerta en la cama. Los periódicos informaron de que se había tratado de una muerte accidental, tal vez como resultado de una alergia a la laca para el pelo. Cuando Arthwell Hayton voló de vuelta a casa aquel fin de semana, Lucille Miller fue a buscarlo al aeropuerto, pero el final ya estaba escrito. Y fue en su ruptura donde la aventura dejó de resultar convencional y empezó a parecerse a las novelas de James M. Cain, a las películas de finales de los años treinta y a todos esos sueños en los que la violencia y las amenazas y el chantaje acaban pareciendo lugares comunes en la vida de la clase media. Lo más sorprendente del caso que enfrentaba al estado de California con Lucille Miller era algo que no tenía nada que ver en absoluto con la ley ni con las cosas que solían aparecer en los titulares vespertinos a ocho columnas: era la revelación de que el sueño estaba enseñando a sus soñadores cómo vivir. Esto es lo que le dijo Lucille Miller a su amante a principios del verano de 1964, después de que él le indicara que, por consejo de su pastor, tenía intención de dejar de verla: «En primer lugar voy a ir a ver a ese querido pastor tuyo y le voy a contar cuatro cosas Y cuando se las cuente, te aseguro que ya no estarás en la Iglesia de Redlands Mira, chavalote, si crees que tu reputación va a quedar por los suelos, yo te digo que tu vida no va a valer ni un centavo». Y esto es lo que le contestó Arthwell Hayton a Lucille Miller: «Pues yo voy a ir a ver al sheriff Frank Bland y le voy a contar ciertas cosas que sé de ti y que van a hacer que desees no haber conocido 20


13 nunca a Arthwell Hayton». Lo cual resulta un tanto curioso tratándose de un idilio entre la mujer de un dentista adventista del séptimo día y un abogado adventista del séptimo día especializado en lesiones. «Chaval, lo tengo agarrado de las pelotas», le confió más adelante Lucille Miller a Erwin Sprengle, un contratista de Riverside que era socio de Arthwell Hayton y amigo de los dos amantes. (Amigo o no, en aquella ocasión resultó que tenía una bobina de inducción conectada a su teléfono para grabar la llamada de Lucille Miller.) «Y él no tiene nada sobre mí que pueda demostrar. O sea, yo tengo cosas concretas, él no tiene nada concreto.» En la misma conversación grabada con Erwin Sprengle, Lucille Miller mencionaba una cinta que ella misma había grabado subrepticiamente, meses atrás, en el coche de Arthwell Hayton: «Y fui y le dije: Arthur, tengo la sensación de que me estás utilizando. Él se puso a chuparse el pulgar y me dijo: Te quiero Esto no es algo que venga de ayer. Si pudiera, me casaría contigo mañana. No quiero a Elaine. A él le encantaría que le pusiera esa grabación ahora, verdad que sí?» Sí decía la voz arrastrada de Sprengle en la grabación. Eso lo incriminaría un poco, verdad?» Lo incriminaría un poquitín admitía Lucille Miller. Ya lo creo». En la misma cinta, Sprengle preguntaba dónde estaba Cork Miller. «Se ha llevado a los niños a la iglesia.» Y tú no has ido?» No.» Mira que eres mala.» Y además, todo se hacía en nombre del «amor»; todo el mundo involucrado ponía una fe mágica en la eficiencia de aquella palabra. Estaba, por ejemplo, la importancia que Lucille Miller le daba a que Arthwell dijera que la «quería» a ella pero que no «quería» a Elaine. Estaba el hecho de que Arthwell insistiera más adelante en el juicio en que él nunca había dicho aquella palabra, que tal vez le hubiera «susurrado bobadas al oído» (a lo que la defensa repuso que «se las había susurrado a los oídos de muchas»), pero ciertamente no recordaba haberle otorgado a ella ese 21


14 distintivo especial que era decir la palabra, declararle su «amor». Estaba la tarde de verano en que Lucille Miller y Sandy Slagle habían seguido a Arthwell Hayton hasta la nueva barca que tenía amarrada en Newport Beach y habían soltado las amarras mientras Arthwell estaba a bordo, acompañado de una chica con la que él más tarde testificó que estaba bebiendo chocolate caliente y viendo la televisión. «Lo hice a propósito le contó más tarde Lucille Miller a Erwin Sprengle, para evitar que mi corazón cometiera una locura.» El 11 de enero de 1965 fue un día cálido y luminoso en el sur de California, esa clase de día en que la isla Catalina flota en el horizonte del Pacífico y el aire huele a flores de azahar y todo está a años luz del lúgubre y difícil Este, a años luz del frío y del pasado. En Hollywood una mujer se pasó la noche entera escenificando una sentada en el capó de su coche para impedir que una compañía financiera se lo requisara por impago. Un pensionista de setenta años pasó con su ranchera a ocho kilómetros por hora por delante de tres salones de póquer de Gardena y vació tres pistolas y una escopeta del calibre doce a través de las ventanillas, dejando veintinueve heridos. «Muchas jóvenes se arrojan a la prostitución solo para tener dinero para jugar a las cartas», explicó en una nota. La señora de Nick Adams dijo que «no le sorprendía» oír que su marido anunciaba sus planes de divorcio en el show de Les Crane, y, más al norte, un chico de dieciséis años se tiraba desde el Golden Gate y sobrevivía. Y en los juzgados del condado de San Bernardino se iniciaba el juicio a Lucille Miller. Había tanta gente que las puertas de cristal de los juzgados se hicieron añicos bajo la presión, y después de aquello hubo que repartir fichas identificativas a los primeros cuarenta y tres espectadores de la cola. La cola había empezado a formarse a las seis de la mañana, y hasta había habido un grupo de universitarias que se habían pasado la noche entera acampadas en los juzgados, aprovisionadas de galletas saladas Graham y de refresco dietético No-Cal. Lo único que se hizo durante aquellos primeros días fue elegir al jurado, pero el caso ya había proclamado su propia naturaleza 22


15 sensacionalista. A principios de diciembre se había producido un primer juicio abortado en el cual no se había presentado prueba alguna porque el mismo día en que se elegía el jurado el Sun- Telegram de San Bernardino había publicado un artículo «confidencial» donde se citaban las siguientes palabras del ayudante del fiscal del distrito Don Turner, el fiscal del caso: «Estamos investigando las circunstancias en que se produjo la muerte de la señora Hayton. A la vista del juicio en curso para esclarecer la muerte del doctor Miller, creo que no debo hacer ningún comentario sobre la muerte de la señora Hayton». Al parecer, en la sangre de Elaine Hayton se habían encontrado barbitúricos, y también se habían observado ciertas irregularidades aparentes en la forma en que iba vestida la mañana en que la encontraron muerta bajo las sábanas. Las dudas producidas en el momento de la muerte, sin embargo, nunca habían llegado hasta la oficina del sheriff. «Supongo que había alguien que no quería llamar la atención dijo más adelante Turner. Se trataba de gente importante.» Aunque todo esto no había salido en el artículo del Sun-Telegram, inmediatamente se había declarado nulo el juicio. Y también casi de inmediato se había producido otra novedad: Arthwell Hayton había convocado a los periódicos para una rueda de prensa en su bufete un domingo a las once de la mañana. Se habían presentado cámaras de televisión y el lugar se había llenado del destello de los flashes. «Como ustedes deben de saber había dicho Hayton en tono de forzada cordialidad, hay muchas mujeres que se enamoran de sus médicos o sus abogados. Esto no quiere decir que por parte del médico o del abogado exista intención romántica alguna hacia la paciente o clienta.» «Está negando usted que tuviera una aventura con la señora Miller?», le había preguntado un periodista. «Estoy negando que existiera ningún romance por mi parte.» Se trataba de una distinción que él mantendría durante todas las tediosas semanas que se avecinaban. De manera que habían venido a ver a Arthwell, aquellas multitudes que ahora se arremolinaban bajo las polvorientas palmeras de delante de los juzgados, y también habían venido a ver a Lucille, que se presentó como una mujer menuda e intermitentemente guapa, ya pálida por la falta de sol, una mujer que cum- 23


16 pliría treinta y cinco años antes de que terminara el juicio y cuya tendencia a verse demacrada ya empezaba a asomar, una mujer meticulosa que insistía en contra del consejo de su abogado en acudir al tribunal con el pelo recogido en un moño alto y cargado de laca. «Yo habría preferido que ella viniera con el pelo suelto, pero Lucille se negaba», explicó su abogado. El defensor era Edward P. Foley, un católico irlandés bajito y sensible que lloró varias veces durante el juicio. «Se trata de una mujer de una sinceridad enorme añadió, pero el parecer tan sincera nunca la benefició.» Cuando se inició el juicio, el aspecto de Lucille Miller incluía también ropa de embarazada, puesto que un examen oficial practicado el 18 de diciembre había revelado que estaba de tres meses y medio, un dato que dificultó todavía más de lo normal la elección del jurado, porque Turner estaba pidiendo para ella la pena de muerte. «Es desafortunado, pero es lo que hay», les dijo el fiscal a los doce miembros del jurado, uno por uno, hasta que por fin fueron elegidos doce, siete de ellos mujeres, de cuarenta y un años la más joven, un grupo de los mismos vecinos amas de casa, un maquinista, un camionero, el gerente de una tienda de comestibles y un administrativo por encima de los cua les Lucille Miller había tenido tantas ganas de ascender socialmente. Aquel era el pecado, más todavía que el adulterio, que venía a reforzar el otro por el que estaba siendo juzgada. Tanto en los argumentos de la defensa como en los de la acusación quedaba implícito que Lucille Miller era una mujer confusa, una mujer que tal vez quería demasiado. Para la acusación, sin embargo, no era meramente una mujer que quisiera tener una casa nueva, ir a fiestas y gastar más dinero en teléfono (1.152 dólares en diez meses), sino una mujer capaz de llegar al extremo de asesinar a su marido por los ochenta mil dólares de su seguro de vida, haciendo además que pareciera un accidente para cobrar otros cuarenta mil en concepto de prima doble y pólizas de accidente simple. Para Turner era una mujer que no solo quería libertad y una pensión alimenticia razonable (cosas que podría haber conseguido, replicó la defensa, resolviendo su demanda de divorcio), sino que lo quería todo, era una mujer movida por «el amor y la 24


17 codicia». Era una «manipuladora». Era alguien que «usaba a la gente». Para Edward Foley, por otro lado, se trataba de una mujer impulsiva e «incapaz de controlar aquel corazoncito suyo de boba». Mientras que Turner evitaba hablar del embarazo, Foley se concentraba en él, y hasta hizo venir desde Washington a la madre del muerto para que atestiguara que su hijo le había dicho que iban a tener otro bebé porque Lucille pensaba que «contribuiría mucho a unir a nuestra familia y a devolverle aquel ambiente tan agradable que teníamos antes». Mientras que la fiscalía veía a una mujer «calculadora», la defensa veía a una «bocazas», y de hecho Lucille Miller se reveló como una persona que hablaba con gran ingenuidad. Del mismo modo que antes de la muerte de su marido les había contado su romance a todas sus amistades, después de la muerte se puso a charlar del tema con el sargento que la había detenido. «Por supuesto, Cork vivió con ello durante años, ya sabe se oía su voz contándoselo al sargento Paterson en una grabación realizada la mañana después de la detención. Después de que muriera Elaine, una noche le dio al botón del pánico y me lo preguntó abiertamente, y creo que fue entonces cuando de verdad que fue la primera vez que lo afrontó.» Cuando el sargento le preguntó por qué había aceptado hablar con él, a pesar de las instrucciones específicas que le habían dado sus abogados para que no lo hiciera, Lucille Miller le dijo: «Oh, yo es que siempre he sido por encima de todo una persona sincera O sea, puedo guardar un sombrero en el armario y decir que me ha costado diez dólares menos, pero básicamente siempre he vivido la vida como me ha dado la gana, y a quien no le guste ya se puede largar». La acusación insinuó que había habido más hombres además de Arthwell, y hasta consiguió ponerle nombre a uno, pese a las objeciones de Foley. La defensa atribuyó a Miller tendencias suicidas. La acusación convocó a expertos que aseguraron que el incendio del Volkswagen no podía haber sido accidental. Foley convocó a testigos que decían lo contrario. El padre de Lucille, que ahora trabajaba de profesor de instituto en Oregón, citó al profeta Isaías delante de los reporteros: «Y condenarás hasta a la última lengua que se levante contra ti para juzgarte». «Lucille hizo 25


18 mal al tener la aventura dijo su madre con gran criterio. Lo de ella era amor. Lo de otros creo que no es más que pasión.» Luego apareció Debbie, la hija de catorce años de los Miller, que testificó con voz firme que ella y su madre habían ido juntas a comprar la lata de gasolina la semana antes del accidente. Y subió a declarar Sandy Slagle, presente en los juzgados a diario, que afirmó que al menos en una ocasión Lucille Miller había impedido no solo que su marido se suicidara, sino también que se suicidara de tal manera que pareciera un accidente para asegurar la cláusula de prima doble por accidente. Y apareció por fin Wenche Berg, la guapa institutriz noruega de veintisiete años de los hijos de Arthwell Hayton, que testificó que Arthwell le había ordenado que no permitiera a Lucille Miller ver a los niños ni hablar con ellos. Pasaron dos meses lentos y pesados, y los titulares no cesaban. Los reporteros de las secciones de crímenes del sur de California se pasaron todo lo que duró el juicio acuartelados en San Bernardino: Howard Hertel del Times y Jim Bennett y Eddy Jo Bernal del Herald Examiner. Dos meses durante los cuales el juicio a Lucille Miller solo fue desplazado de la portada del Examiner por las nominaciones a los Oscar y la muerte de Stan Laurel. Y por fin, el 2 de marzo, después de que Turner repitiera una vez más que se trataba de un caso de «amor y codicia», y de que Foley protestara porque a su cliente la estaban juzgando por adulterio, el caso quedó en manos del jurado. Este pronunció su veredicto culpable de asesinato en primer grado a las del 5 de marzo. «Ella no lo hizo chilló Debbie Miller, levantándose de un salto en la zona del público. No lo hizo.» Sandy Slagle se desplomó en su asiento y se puso a chillar. «Sandy, por el amor de Dios, no hagas eso», dijo Lucille Miller con una voz que se oyó por toda la sala, y Sandy Slagle se contuvo momentáneamente. Pero cuando los miembros del jurado salieron de la sala, volvió a gritarles: «Sois unos asesinos hasta el último de vosotros es un asesino». Luego entraron los ayudantes del sheriff, todos con corbatines de lazo que decían «rodeo del sheriff 1965», y el padre de Lucille Miller, aquel profesor de instituto de cara triste que creía en la palabra de Cristo y en los peligros de querer ver mundo, le tiró un beso a su hija con las yemas de los dedos. 26


19 La Penitenciaría Californiana para Mujeres de Frontera, donde Lucille Miller está ahora, se encuentra allí donde Euclid Avenue se convierte en una carretera rural, a no muchas millas de donde ella solía vivir e ir de compras y organizar el baile de la Fundación del Corazón. El ganado se dedica a pastar por la carretera y los aspersores Rainbird riegan la alfalfa. Frontera tiene un campo de softball y unas cuantas pistas de tenis, y podría ser una universidad californiana de primer ciclo si no fuese porque los árboles todavía no han crecido lo suficiente para esconder los rollos de alambre de púas que coronan la verja. El día de las visitas el aparcamiento se llena de cochazos, de Buick y Pontiac enormes propiedad de los abuelos y hermanas y padres de las reclusas (no hay muchos que pertenezcan a maridos), y algunos tienen adhesivos que dicen: «apoya a tu policía local». Muchas asesinas de California viven aquí, muchas chicas que por lo que sea no entendieron bien la promesa. Don Turner metió aquí a Sandra Garner (y a su marido en la cámara de gas de San Quintín) después de los asesinatos cometidos en 1959 en el desierto, a los que los reporteros de las secciones de crímenes se refieren como «los asesinatos de la gaseosa». Aquí está también Carol Tregoff, desde que la encerraron por conspirar para asesinar a la mujer del doctor Finch de West Covina, no muy lejos de San Bernardino. De hecho, Carol Tregoff hace de ayudante de enfermera en el hospital penitenciario, y es posible que hubiera asistido al parto de Lucille Miller si esta hubiera decidido tener a su bebé en Frontera; sin embargo, Lucille Miller decidió tenerlo fuera, y pagarse ella a los agentes que montaron guardia a la puerta de la sala de partos del hospital de Saint Bernardine. Debbie Miller acudió al hospital para llevarse al bebé a casa, con un vestidito blanco con cintas rosas, y hasta le dejaron elegir el nombre. Decidió llamarla Kimi Kai. Ahora los niños viven con Harold y Joan Lance, porque lo más seguro es que Lucille Miller se pase diez años en Frontera. Don Turner cambió su petición original de pena de muerte (todo el mundo se mostró de acuerdo en que solo la había pedido, en palabras de Edward Foley, «para sacar del jurado a cualquiera que tuviera el más mínimo asomo 27


20 de compasión en las venas»), y se conformó con cadena perpetua con la posibilidad de libertad bajo fianza. A Lucille Miller no le gusta la vida en Frontera, y tiene problemas de adaptación. «Va a tener que aprender humildad dice Turner. Va a tener que usar su habilidad para seducir y manipular.» Ahora la casa nueva está vacía, la casa en cuya calle hay el siguiente letrero: calle privada bella vista sin salida Los Miller nunca llegaron a hacerse el jardín, y ahora la maleza crece alrededor de las tapias laterales de piedra sin argamasa. La antena de televisión se ha caído sobre el tejado y hay un cubo de basura con los detritos de la vida de una familia: una maleta barata y un juego infantil llamado «Detector de mentiras». Donde debería haber estado el jardín hay un letrero que dice «finca en subasta». Edward Foley está intentando conseguir una apelación del caso de Lucille Miller, pero la cosa lleva retraso. «Los juicios siempre se han reducido a una pura cuestión de compasión dice ahora Foley en tono fatigado. Y yo no pude crear compasión por ella.» Ahora todo el mundo está un poco fatigado, fatigado y resignado, todo el mundo salvo Sandy Slagle, cuya rabia sigue intacta. Vive en un apartamento cerca de la facultad de medicina de Loma Linda, y se dedica a estudiar informes del caso en True Police Cases y Oficial Detective Stories. «Preferiría que no habláramos mucho del caso Hayton les dice a los visitantes, y siempre enciende una grabadora. Prefiero hablar de Lucille y de lo maravillosa que es y de cómo se violaron sus derechos.» Harold Lance no habla con ninguna visita. «No queremos regalar lo que podemos vender», explica en tono amable; hubo un intento de vender la historia personal de Lucille Miller a Life, pero Life no la quiso comprar. En las oficinas del fiscal del distrito ya están ocupándose de otros asesinatos, y no entienden por qué el juicio del caso Miller atrajo tanta atención. «No era un asesinato muy interesante, comparado con otros», dice Don Turner lacónicamente. La muerte de Elaine Hayton ya no se está 28


15 sensacionalista. A principios de diciembre se había producido un primer juicio abortado en el cual no se había presentado prueba alguna porque el mismo día en que se elegía el jurado el Sun- Telegram de San Bernardino había publicado un artículo «confidencial» donde se citaban las siguientes palabras del ayudante del fiscal del distrito Don Turner, el fiscal del caso: «Estamos investigando las circunstancias en que se produjo la muerte de la señora Hayton. A la vista del juicio en curso para esclarecer la muerte del doctor Miller, creo que no debo hacer ningún comentario sobre la muerte de la señora Hayton». Al parecer, en la sangre de Elaine Hayton se habían encontrado barbitúricos, y también se habían observado ciertas irregularidades aparentes en la forma en que iba vestida la mañana en que la encontraron muerta bajo las sábanas. Las dudas producidas en el momento de la muerte, sin embargo, nunca habían llegado hasta la oficina del sheriff. «Supongo que había alguien que no quería llamar la atención dijo más adelante Turner. Se trataba de gente importante.» Aunque todo esto no había salido en el artículo del Sun-Telegram, inmediatamente se había declarado nulo el juicio. Y también casi de inmediato se había producido otra novedad: Arthwell Hayton había convocado a los periódicos para una rueda de prensa en su bufete un domingo a las once de la mañana. Se habían presentado cámaras de televisión y el lugar se había llenado del destello de los flashes. «Como ustedes deben de saber había dicho Hayton en tono de forzada cordialidad, hay muchas mujeres que se enamoran de sus médicos o sus abogados. Esto no quiere decir que por parte del médico o del abogado exista intención romántica alguna hacia la paciente o clienta.» «Está negando usted que tuviera una aventura con la señora Miller?», le había preguntado un periodista. «Estoy negando que existiera ningún romance por mi parte.» Se trataba de una distinción que él mantendría durante todas las tediosas semanas que se avecinaban. De manera que habían venido a ver a Arthwell, aquellas multitudes que ahora se arremolinaban bajo las polvorientas palmeras de delante de los juzgados, y también habían venido a ver a Lucille, que se presentó como una mujer menuda e intermitentemente guapa, ya pálida por la falta de sol, una mujer que cum- 23


16 pliría treinta y cinco años antes de que terminara el juicio y cuya tendencia a verse demacrada ya empezaba a asomar, una mujer meticulosa que insistía en contra del consejo de su abogado en acudir al tribunal con el pelo recogido en un moño alto y cargado de laca. «Yo habría preferido que ella viniera con el pelo suelto, pero Lucille se negaba», explicó su abogado. El defensor era Edward P. Foley, un católico irlandés bajito y sensible que lloró varias veces durante el juicio. «Se trata de una mujer de una sinceridad enorme añadió, pero el parecer tan sincera nunca la benefició.» Cuando se inició el juicio, el aspecto de Lucille Miller incluía también ropa de embarazada, puesto que un examen oficial practicado el 18 de diciembre había revelado que estaba de tres meses y medio, un dato que dificultó todavía más de lo normal la elección del jurado, porque Turner estaba pidiendo para ella la pena de muerte. «Es desafortunado, pero es lo que hay», les dijo el fiscal a los doce miembros del jurado, uno por uno, hasta que por fin fueron elegidos doce, siete de ellos mujeres, de cuarenta y un años la más joven, un grupo de los mismos vecinos amas de casa, un maquinista, un camionero, el gerente de una tienda de comestibles y un administrativo por encima de los cua les Lucille Miller había tenido tantas ganas de ascender socialmente. Aquel era el pecado, más todavía que el adulterio, que venía a reforzar el otro por el que estaba siendo juzgada. Tanto en los argumentos de la defensa como en los de la acusación quedaba implícito que Lucille Miller era una mujer confusa, una mujer que tal vez quería demasiado. Para la acusación, sin embargo, no era meramente una mujer que quisiera tener una casa nueva, ir a fiestas y gastar más dinero en teléfono (1.152 dólares en diez meses), sino una mujer capaz de llegar al extremo de asesinar a su marido por los ochenta mil dólares de su seguro de vida, haciendo además que pareciera un accidente para cobrar otros cuarenta mil en concepto de prima doble y pólizas de accidente simple. Para Turner era una mujer que no solo quería libertad y una pensión alimenticia razonable (cosas que podría haber conseguido, replicó la defensa, resolviendo su demanda de divorcio), sino que lo quería todo, era una mujer movida por «el amor y la 24


17 codicia». Era una «manipuladora». Era alguien que «usaba a la gente». Para Edward Foley, por otro lado, se trataba de una mujer impulsiva e «incapaz de controlar aquel corazoncito suyo de boba». Mientras que Turner evitaba hablar del embarazo, Foley se concentraba en él, y hasta hizo venir desde Washington a la madre del muerto para que atestiguara que su hijo le había dicho que iban a tener otro bebé porque Lucille pensaba que «contribuiría mucho a unir a nuestra familia y a devolverle aquel ambiente tan agradable que teníamos antes». Mientras que la fiscalía veía a una mujer «calculadora», la defensa veía a una «bocazas», y de hecho Lucille Miller se reveló como una persona que hablaba con gran ingenuidad. Del mismo modo que antes de la muerte de su marido les había contado su romance a todas sus amistades, después de la muerte se puso a charlar del tema con el sargento que la había detenido. «Por supuesto, Cork vivió con ello durante años, ya sabe se oía su voz contándoselo al sargento Paterson en una grabación realizada la mañana después de la detención. Después de que muriera Elaine, una noche le dio al botón del pánico y me lo preguntó abiertamente, y creo que fue entonces cuando de verdad que fue la primera vez que lo afrontó.» Cuando el sargento le preguntó por qué había aceptado hablar con él, a pesar de las instrucciones específicas que le habían dado sus abogados para que no lo hiciera, Lucille Miller le dijo: «Oh, yo es que siempre he sido por encima de todo una persona sincera O sea, puedo guardar un sombrero en el armario y decir que me ha costado diez dólares menos, pero básicamente siempre he vivido la vida como me ha dado la gana, y a quien no le guste ya se puede largar». La acusación insinuó que había habido más hombres además de Arthwell, y hasta consiguió ponerle nombre a uno, pese a las objeciones de Foley. La defensa atribuyó a Miller tendencias suicidas. La acusación convocó a expertos que aseguraron que el incendio del Volkswagen no podía haber sido accidental. Foley convocó a testigos que decían lo contrario. El padre de Lucille, que ahora trabajaba de profesor de instituto en Oregón, citó al profeta Isaías delante de los reporteros: «Y condenarás hasta a la última lengua que se levante contra ti para juzgarte». «Lucille hizo 25


18 mal al tener la aventura dijo su madre con gran criterio. Lo de ella era amor. Lo de otros creo que no es más que pasión.» Luego apareció Debbie, la hija de catorce años de los Miller, que testificó con voz firme que ella y su madre habían ido juntas a comprar la lata de gasolina la semana antes del accidente. Y subió a declarar Sandy Slagle, presente en los juzgados a diario, que afirmó que al menos en una ocasión Lucille Miller había impedido no solo que su marido se suicidara, sino también que se suicidara de tal manera que pareciera un accidente para asegurar la cláusula de prima doble por accidente. Y apareció por fin Wenche Berg, la guapa institutriz noruega de veintisiete años de los hijos de Arthwell Hayton, que testificó que Arthwell le había ordenado que no permitiera a Lucille Miller ver a los niños ni hablar con ellos. Pasaron dos meses lentos y pesados, y los titulares no cesaban. Los reporteros de las secciones de crímenes del sur de California se pasaron todo lo que duró el juicio acuartelados en San Bernardino: Howard Hertel del Times y Jim Bennett y Eddy Jo Bernal del Herald Examiner. Dos meses durante los cuales el juicio a Lucille Miller solo fue desplazado de la portada del Examiner por las nominaciones a los Oscar y la muerte de Stan Laurel. Y por fin, el 2 de marzo, después de que Turner repitiera una vez más que se trataba de un caso de «amor y codicia», y de que Foley protestara porque a su cliente la estaban juzgando por adulterio, el caso quedó en manos del jurado. Este pronunció su veredicto culpable de asesinato en primer grado a las 16.50 del 5 de marzo. «Ella no lo hizo chilló Debbie Miller, levantándose de un salto en la zona del público. No lo hizo.» Sandy Slagle se desplomó en su asiento y se puso a chillar. «Sandy, por el amor de Dios, no hagas eso», dijo Lucille Miller con una voz que se oyó por toda la sala, y Sandy Slagle se contuvo momentáneamente. Pero cuando los miembros del jurado salieron de la sala, volvió a gritarles: «Sois unos asesinos hasta el último de vosotros es un asesino». Luego entraron los ayudantes del sheriff, todos con corbatines de lazo que decían «rodeo del sheriff 1965», y el padre de Lucille Miller, aquel profesor de instituto de cara triste que creía en la palabra de Cristo y en los peligros de querer ver mundo, le tiró un beso a su hija con las yemas de los dedos. 26


19 La Penitenciaría Californiana para Mujeres de Frontera, donde Lucille Miller está ahora, se encuentra allí donde Euclid Avenue se convierte en una carretera rural, a no muchas millas de donde ella solía vivir e ir de compras y organizar el baile de la Fundación del Corazón. El ganado se dedica a pastar por la carretera y los aspersores Rainbird riegan la alfalfa. Frontera tiene un campo de softball y unas cuantas pistas de tenis, y podría ser una universidad californiana de primer ciclo si no fuese porque los árboles todavía no han crecido lo suficiente para esconder los rollos de alambre de púas que coronan la verja. El día de las visitas el aparcamiento se llena de cochazos, de Buick y Pontiac enormes propiedad de los abuelos y hermanas y padres de las reclusas (no hay muchos que pertenezcan a maridos), y algunos tienen adhesivos que dicen: «apoya a tu policía local». Muchas asesinas de California viven aquí, muchas chicas que por lo que sea no entendieron bien la promesa. Don Turner metió aquí a Sandra Garner (y a su marido en la cámara de gas de San Quintín) después de los asesinatos cometidos en 1959 en el desierto, a los que los reporteros de las secciones de crímenes se refieren como «los asesinatos de la gaseosa». Aquí está también Carol Tregoff, desde que la encerraron por conspirar para asesinar a la mujer del doctor Finch de West Covina, no muy lejos de San Bernardino. De hecho, Carol Tregoff hace de ayudante de enfermera en el hospital penitenciario, y es posible que hubiera asistido al parto de Lucille Miller si esta hubiera decidido tener a su bebé en Frontera; sin embargo, Lucille Miller decidió tenerlo fuera, y pagarse ella a los agentes que montaron guardia a la puerta de la sala de partos del hospital de Saint Bernardine. Debbie Miller acudió al hospital para llevarse al bebé a casa, con un vestidito blanco con cintas rosas, y hasta le dejaron elegir el nombre. Decidió llamarla Kimi Kai. Ahora los niños viven con Harold y Joan Lance, porque lo más seguro es que Lucille Miller se pase diez años en Frontera. Don Turner cambió su petición original de pena de muerte (todo el mundo se mostró de acuerdo en que solo la había pedido, en palabras de Edward Foley, «para sacar del jurado a cualquiera que tuviera el más mínimo asomo 27


20 de compasión en las venas»), y se conformó con cadena perpetua con la posibilidad de libertad bajo fianza. A Lucille Miller no le gusta la vida en Frontera, y tiene problemas de adaptación. «Va a tener que aprender humildad dice Turner. Va a tener que usar su habilidad para seducir y manipular.» Ahora la casa nueva está vacía, la casa en cuya calle hay el siguiente letrero: calle privada bella vista sin salida Los Miller nunca llegaron a hacerse el jardín, y ahora la maleza crece alrededor de las tapias laterales de piedra sin argamasa. La antena de televisión se ha caído sobre el tejado y hay un cubo de basura con los detritos de la vida de una familia: una maleta barata y un juego infantil llamado «Detector de mentiras». Donde debería haber estado el jardín hay un letrero que dice «finca en subasta». Edward Foley está intentando conseguir una apelación del caso de Lucille Miller, pero la cosa lleva retraso. «Los juicios siempre se han reducido a una pura cuestión de compasión dice ahora Foley en tono fatigado. Y yo no pude crear compasión por ella.» Ahora todo el mundo está un poco fatigado, fatigado y resignado, todo el mundo salvo Sandy Slagle, cuya rabia sigue intacta. Vive en un apartamento cerca de la facultad de medicina de Loma Linda, y se dedica a estudiar informes del caso en True Police Cases y Oficial Detective Stories. «Preferiría que no habláramos mucho del caso Hayton les dice a los visitantes, y siempre enciende una grabadora. Prefiero hablar de Lucille y de lo maravillosa que es y de cómo se violaron sus derechos.» Harold Lance no habla con ninguna visita. «No queremos regalar lo que podemos vender», explica en tono amable; hubo un intento de vender la historia personal de Lucille Miller a Life, pero Life no la quiso comprar. En las oficinas del fiscal del distrito ya están ocupándose de otros asesinatos, y no entienden por qué el juicio del caso Miller atrajo tanta atención. «No era un asesinato muy interesante, comparado con otros», dice Don Turner lacónicamente. La muerte de Elaine Hayton ya no se está 28


21 investigando. «Ya sabemos todo lo que queríamos saber», dice Turner. La oficina de Arthwell Hayton queda justo debajo de la de Edward Foley; hay gente en San Bernardino que dice que Arthwell Hayton sufrió y hay otra que dice que no. Tal vez no sufriera, porque existe la creencia de que, en esa tierra dorada donde el mundo nace de nuevo cada día, el pasado no tiene ningún peso sobre el presente ni sobre el futuro. En cualquier caso, el 17 de octubre de 1965 Arthwell Hayton se volvió a casar, esta vez con la guapa institutriz de sus hijos, Wenche Berg, en una ceremonia celebrada en la Capilla de las Rosas de una comunidad de jubilados situada cerca de Riverside. Luego los recién casados fueron agasajados en una recepción para setenta y cinco personas en el comedor de la Rose Garden Village. El novio llevaba corbata negra y un clavel blanco en el ojal. La novia llevaba un vestido blanco peau de soie y un ramo en cascada de rosas en miniatura con guirnaldas de jazmines de Madagascar. Una diadema de aljófares le sujetaba el velo francés. 1966 29



JOHN WAYNE: CANCIÓN DE AMOR

    En el verano de 1943 yo tenía ocho años y estaba viviendo con mis padres y mi hermano en la base aérea de Peterson, en Colorado Springs. Llevaba todo el verano soplando un viento tórrido, y hasta tal punto soplaba que daba la impresión de que antes incluso de que empezara agosto todo el polvo de Kansas iba a estar ya en Colorado, iba a pasar por encima de los barracones de cartón alquitranado y de la pista de aterrizaje temporal y no se iba a detener hasta chocar contra Pikes Peak. En un verano como aquel no teníamos gran cosa que hacer: hubo un día que trajeron el primer B-29, un acontecimiento memorable pero que tampoco era exactamente un plan para las vacaciones. La base tenía un club de oficiales, pero sin piscina; lo único que tenía de interesante el club de oficiales era una lluvia azul artificial que bajaba por detrás de la barra. La lluvia me interesaba bastante, pero yo no me podía pasar el verano entero mirándola, así que mi hermano y yo nos dedicábamos a ir al cine.

    Tres o cuatro tardes por semana íbamos a sentarnos en las sillas plegables del oscuro barracón de chapa de acero que hacía de cine, y fue allí, durante aquel verano de 1943, mientras fuera soplaba un viento tórrido, donde vi por primera vez a John Wayne. Lo vi caminar y oí su voz. Le oí decirle a una chica en una película titulada
En el viejo Oklahoma
que le iba a hacer una casa «en el recodo del río donde crecen los álamos». La verdad es que al crecer yo no me convertí en la clase de mujer que protagoniza una película del Oeste, y aunque los hombres a los que he conocido han tenido muchas virtudes y me han llevado a vivir a muchos sitios, nunca han sido John Wayne, y nunca me han llevado tampoco a ese recodo del río donde crecen los álamos. Pero en las profundidades de mi corazón donde cae eternamente la lluvia artificial, esa sigue siendo la frase que yo espero oír.
    No cuento todo esto con ánimo de hablar de mí misma, ni tampoco como ejercicio de memoria, sino simplemente para demostrar que cuando John Wayne pasó cabalgando por mi infancia, y tal vez por la de ustedes, determinó para siempre la forma de algunos de nuestros sueños. No parecía posible que un hombre como él pudiera enfermar, que pudiera llevar dentro la más inexplicable e incontrolable de las enfermedades. El rumor disparó una ansiedad oscura y vino a cuestionar nuestra infancia misma. En el mundo de John Wayne se suponía que era John Wayne quien daba las órdenes. «A cabalgar», decía, o «Ensillad». «A la carga», o «Hay cosas que un hombre tiene que hacer y ya está». «¿Cómo está usted?», decía cada vez que veía por primera vez a una chica, en un campamento de trabajadores ferroviarios o bien a bordo de un tren o incluso plantada en un porche, esperando a que apareciera algún jinete entre las hierbas altas. Cuando John Wayne hablaba, sus intenciones eran inconfundibles; tenía una autoridad sexual tan fuerte que hasta una niña podía percibirla. Y en un mundo que enseguida nos dimos cuenta de que estaba caracterizado por la corrupción y las dudas y esas ambigüedades que lo paralizan a uno, él sugería un mundo distinto, que puede que hubiera existido alguna vez o puede que no, pero que en cualquier caso ya no existía: un lugar donde uno podía moverse con libertad, crear sus propios códigos y regirse por ellos; un mundo en el cual, si un hombre hacía lo que tenía que hacer, un día podía coger a la chica, cabalgar a través del tiroteo y llegar indemne a casa, no a un hospital con algo malo dentro del cuerpo, no a una cama elevada y rodeada de flores y fármacos y sonrisas forzadas, sino al recodo del río luminoso, con los álamos resplandeciendo bajo el sol de primera hora de la mañana.
    «¿Cómo está usted?» ¿De dónde venía aquel hombre, antes de salir de las hierbas altas? Hasta su misma historia parecía perfecta, puesto que carecía de historia, no tenía nada que entorpeciera el sueño. Nacido Marion Morrison en Winterset, Iowa, hijo de un farmacéutico. De niño se trasladó a Lancaster, California, como parte de la migración a esa tierra prometida que a veces se llama «la costa oeste de Iowa». No es que Lancaster fuera la promesa hecha realidad; se trataba de un pueblo en pleno Mojave azotado por las tormentas de arena. Pero Lancaster ya era California, y a él ya solo le faltaba un año para llegar a Glendale, donde la desolación tenía un aroma distinto: pañitos para los respaldos de los sillones entre las huertas de naranjos, un preludio de clase media a Forest Lawn. Imagínense a Marion Morrison en Glendale. Boy scout y alumno del instituto de Glendale. Placador del equipo de fútbol americano de la USC, miembro de la fraternidad Sigma Chi. En las vacaciones de verano, un empleo como tramoyista en los viejos platós de la Fox. Y allí conoció a John Ford, uno de los directores que iban a notar que en aquel molde perfecto se podían verter los deseos no expresados de una nación que ya se preguntaba en qué encrucijada debía de haberse perdido. «Joder —dijo más adelante Raoul Walsh—, el cabrón estaba hecho un pedazo de hombre». Así que el chico de Glendale no tardó en convertirse en una estrella. No se hizo actor, tal como él mismo se había cuidado de decirles muchas veces a los entrevistadores («¿Cuántas veces se lo tengo que decir? Yo no actúo. Yo reacciono»), sino estrella, y aquella estrella llamada John Wayne se pasaría la mayor parte del resto de su vida trabajando con uno u otro de aquellos directores, en alguna localización perdida, en busca del sueño.

    Allí donde los cielos son un poco azules,
    allí donde la amistad es un poco más verdadera,
    allí es donde empieza el Oeste
.

    En aquel sueño no podía pasar nada muy malo, nada que un hombre no pudiera enfrentar con la mirada. Y, sin embargo, algo pasó. Allí estaba, primero el rumor y después los titulares. «Le he dado una paliza al cáncer», anunció John Wayne en su estilo más genuino, reduciendo aquellas células forajidas al nivel de cualquier otro forajido, pero aun así todos nos dimos cuenta de que aquel iba a ser el único duelo impredecible, el único tiroteo que John Wayne podía perder. A mí las ilusiones y la realidad me generan tantos problemas como a cualquiera, de manera que no me moría precisamente de ganas de presenciar cómo John Wayne tenía (o eso pensaba yo) ciertos problemas también con ellas; y, sin embargo, sí que lo vi, en México, donde él estaba filmando la película que su enfermedad había retrasado durante tanto tiempo, en la tierra misma de los sueños.
    Era la película número 165 de John Wayne. Era la película número 84 de Henry Hathaway. Y era la número 34 de Dean Martin, que estaba agotando un viejo contrato que tenía con Hal Wallis, que a su vez estaba haciendo su producción independiente número 65. Se titulaba
Los cuatro hijos de Katie Elder
, y era una película del Oeste, y después del retraso de tres meses por fin acababan de filmar los exteriores en Durango y ahora estaban rodando los últimos interiores en los Estudios Churubusco de las afueras de México D.F., y lucía un sol abrasador y el aire era luminoso y era la hora del almuerzo. Bajo los falsos pimenteros, los muchachos del equipo de rodaje mexicano estaban sentados comiendo caramelos, mientras que calle abajo parte del equipo técnico se había instalado en un local que servía langosta rellena y un vaso de tequila por un dólar americano, pero era dentro de la vacía y cavernosa cantina donde estaban sentados los actores, los objetos de mi encargo, todos sentados alrededor de una enorme mesa, comiendo con desgana sus huevos con queso y bebiendo cerveza Carta Blanca. Dean Martin, sin afeitar. Mack Gray, que iba a donde iba Martin. Bob Goodfried, que estaba a cargo de la publicidad de la Paramount y que había bajado hasta allí en avión para montar un tráiler y que tenía el estómago delicado. «Té con tostadas —no paraba de advertir—. Es lo que hay que pedir. En la lechuga no se puede confiar». Y Henry Hathaway, el director, que parecía no estar escuchando a Goodfried. Y John Wayne, que daba la impresión de no estar escuchando a nadie.
    —Esta semana se está haciendo larga —dijo Dean Martin por tercera vez.
    —¿Cómo puedes decir eso? —le preguntó Mack Gray.
    —Estaaa... semanaaa... se está haciendooo... largaaa..., así es como lo puedo decir.
    —No estarás diciendo que tienes ganas de que termine.
    —Lo digo abiertamente, Mack, quiero que
termine
. Mañana por la noche me afeito esta barba, me voy al aeropuerto y digo: «¡Adiós, amigos! ¡Hasta luego, muchachos!».
    Henry Hathaway encendió un puro y le dio unas palmadas cariñosas en el brazo a Martin.
    —Mañana no, Dino.
    —Henry, ¿qué estás planeando añadir? ¿Una guerra mundial?
    Hathaway le dio más palmaditas en el brazo a Martin y se quedó mirando a lo lejos. Al fondo de la mesa alguien mencionó a un hombre que unos años atrás había intentado sin éxito hacer explotar un avión.
    —Sigue en la cárcel —dijo de pronto Hathaway.
    —¿En la cárcel? —Martin se distrajo momentáneamente de la cuestión de si tenía que mandar sus palos de golf de vuelta con Bob Goodfried o bien encomendárselos a Mack Gray—. ¿Y por qué está en la cárcel si no murió nadie?
    —Por intento de asesinato, Dino —le dijo Hathaway con delicadeza—. Que es un delito grave.
    —¿Quieres decir que si alguien solo
intentara
matarme iría a la cárcel?
    Hathaway se quitó el puro de la boca y miró al otro lado de la mesa.
    —Si alguien intentara matarme
a mí
, seguro que no iba a la cárcel. ¿Y tú qué dices, Duke?
    Muy despacio, el destinatario de la pregunta de Hathaway se limpió la boca, echó su silla hacia atrás y se puso de pie. Era el auténtico, el genuino, el mismo movimiento que había constituido el clímax de un millar de escenas en las 165 fronteras luminosas y campos de batalla fantasmagóricos del pasado, y que también estaba a punto de constituir el clímax de la escena presente, en la cantina de los Estudios Churubusco de las afueras de México D.F.
    —Pues mira —dijo John Wayne arrastrando las palabras—, yo lo mataría a él.
    Aquella última semana de rodaje ya se había marchado casi todo el reparto de
Katie Elder
; solo quedaban los actores principales, Wayne, Martin, Earl Holliman, Michael Anderson, Jr. y Martha Hyer. Martha Hyer no se dejaba ver mucho, pero de vez en cuando alguien se refería a ella, habitualmente como «la chica». Todos se habían pasado nueve semanas juntos, seis de ellas en Durango. México D.F. no era ni mucho menos Durango; a las esposas les gustaba acompañar a sus maridos a los sitios como México D.F., les gustaba ir a comprar bolsos, asistir a fiestas en casa de Merle Oberon de Pagliai y mirar sus cuadros. Pero Durango... El nombre mismo provocaba alucinaciones. Tierra de hombres. Allí donde empieza el Oeste. En Durango se habían encontrado árboles de agua, una cascada y serpientes de cascabel. Y había hecho mal tiempo, unas noches tan frías que habían tenido que posponer un par de exteriores hasta poder rodarlos en los platós de Churubusco. «Fue por la chica —me explicaron—. No se podía tener a la chica al aire libre con tanto frío». En Durango Henry Hathaway había cocinado gazpacho y costillas y los filetes que Dean Martin había encargado que le trajeran en avión desde el Sands; también había querido cocinar en México D.F., pero la dirección del hotel Bamer no le había permitido montar una barbacoa de ladrillos en su habitación. «De verdad te perdiste algo tremendo,
Durango
», me decían, a veces en broma y a veces no, hasta que se convirtió en un latiguillo, el Edén perdido.
    Pero aunque México D.F. no era Durango, tampoco era Beverly Hills. Aquella semana no había nadie más usando los Estudios Churubusco, y por eso dentro del gigantesco plató en cuya puerta ponía « LOS HIJOS DE KATIE ELDER », con los falsos pimenteros y el sol radiante fuera, aquellos tipos todavía podían mantener, mientras durara la producción, el mundo peculiar de los hombres a quienes les gusta hacer películas del Oeste, un mundo de lealtades y de chanzas cariñosas, de sentimentalismo y de puros compartidos, de anécdotas desganadas e interminables; pura charla de fogata de campamento, cuya única finalidad era que siguiera sonando una voz humana en medio de la noche, el viento y los susurros de la hojarasca.
    —Una vez un doble de acción resultó herido en una película mía —me contó Hathaway entre tomas de una escena de pelea elaboradamente coreografiada—. ¿Cómo se llamaba? Se casó con Estelle Taylor, la había conocido en Arizona.
    El círculo se cerraba en torno a él, los puros eran manoseados. Había que honrar el minucioso arte de las peleas escenificadas.
    —Solo le he pegado a un hombre en mi vida —dijo Wayne—. Y por accidente. Fue a Mike Mazurki.
    —Vaya tipo. Eh, Duke dice que solo le ha pegado a un hombre en la vida, a Mike Mazurki.
    —A vaya uno elegiste.
    Murmullos, asentimiento.
    —No lo elegí, fue un accidente.
    —Me lo creo.
    —Seguro.
    —Carajo. A Mike Mazurki.
    Y así iba la cosa. Estaba Web Overlander, que había sido el maquillador de Wayne durante veinte años, encorvado y con impermeable azul, repartiendo chicles Juicy Fruit. «¿Espray insecticida? —decía—. Ni nos hables del espray insecticida. En África nos hinchamos de ver espray insecticida. ¿Te acuerdas de África?» O bien: «¿Almejas al vapor? Ni nos hables de las almejas al vapor. Anda que no nos hinchamos de almejas al vapor en la gira promocional de
Hatari
! ¿Te acuerdas del Bookbinder’s?». Estaba Ralph Volkie, el que había sido preparador físico de Wayne durante once años, con una gorra de béisbol roja y llevando encima siempre una columna de prensa en la que Hedda Hopper rendía tributo a Wayne. «Esa Hopper sí que es una señora —no paraba de repetir—. No como algunos de esos que corren por ahí, que solo saben escribir que si está enfermo y enfermo y dale con que está enfermo. ¿Cómo pueden llamarlo
enfermo
, cuando tiene dolores y toses y no para de trabajar todo el día y
no se queja nunca
? Ese tipo tiene el mejor gancho desde Dempsey, no está
enfermo
».
    Y estaba el propio Wayne, luchando para rodar su película número 165. Estaba Wayne, con sus espuelas de treinta y tres años de antigüedad, su pañuelo polvoriento al cuello y su camisa azul. «En estos rollos no hay que preocuparse mucho por lo que te pones —me dijo—. Te puedes poner una camisa azul, o, si estás en Monument Valley, una camisa amarilla». Estaba Wayne, con un sombrero relativamente nuevo, un sombrero que le daba un curioso parecido con William S. Hart. «Yo tenía un sombrero viejo de caballería que me encantaba, pero se lo presté a Sammy Davis. Cuando me lo devolvió ya estaba para tirar. Creo que todos se dedicaban a encasquetárselo y a decirle “Toma, John Wayne”, ya sabe, de broma».
    Estaba Wayne, trabajando desde primera hora, terminando la película con un catarro tremendo y una tos terrible, tan cansado a media tarde que necesitaba un inhalador de oxígeno en el plató. Y pese a todo, lo único que importaba era el Código.
    —Ese tipo... —murmuró refiriéndose a un reportero que había incurrido en su antipatía—. Admito que me estoy quedando calvo. Y que tengo michelines en la cintura. ¿Y qué hombre no los tiene con cincuenta y siete años? Vaya cosa. En fin, ese tipo...
    Se detuvo, a punto de exponer el meollo de la cuestión, la raíz de la antipatía, aquella ruptura de las normas que todavía le molestaba más que las supuestas citas falsas, todavía más que la sospecha de que ya no era Ringo Kid.
    —Viene a verme sin que nadie se lo pida, pero aun así lo invito a pasar. Así que nos sentamos a beber una jarra de mezcal...
    Hizo otra pausa y le echó una mirada cargada de intención a Hathaway, preparándolo para el impensable desenlace.
    —... y lo tuvieron que
ayudar
a llegar a su habitación.
    Discutían sobre las virtudes de diversos boxeadores, discutían sobre el precio del J&B en pesos. Discutían sobre los diálogos.
    —Por muy duro que sea el tipo, Henry, sigo sin creerme que rife la Biblia de su madre.
    —Me gusta escandalizar, Duke.
    Intercambiaban interminables chistes de sobremesa.
    —¿Sabes por qué a esto lo llaman la salsa de la memoria? —preguntaba Martin señalando un cuenco de chile.
    —¿Por qué?
    —¡Porque te acuerdas de él por la mañana!
    —¿Lo has oído, Duke? ¿Has oído por qué llaman a esto la salsa de la memoria?
    Se deleitaban entre ellos trazando las marcas de las minúsculas variaciones en la escena de la pelea a puñetazos que no podía faltar nunca en las películas de Wayne; justificada o completamente gratuita, la escena de la pelea tenía que estar en la película, de tan bien que se lo pasaban haciéndola.
    —Oye... esto va a ser graciosísimo. Duke levanta al chaval y entonces hacen falta Dino y Earl juntos para arrojarlo por la puerta. ¿
Qué te parece
?
    Se comunicaban compartiendo viejos chistes; sellaban su camaradería burlándose con gentileza y a la antigua usanza de sus esposas, siempre empeñadas en civilizar y domesticar.
    —De manera que a la señora Wayne se le mete en la cabeza quedarse levantada y beberse un coñac. O sea que el resto de la noche ya no se oye nada más que: «Sí, Pilar, tienes razón, cariño. Soy un bravucón, Pilar, tienes razón, soy imposible».
    —¿Lo has oído? Duke dice que Pilar le tiró una vez una mesa.
    —Eh, Duke, esto te hará gracia. Ese dedo que te has lastimado hoy, ve a que el médico te lo vende, luego te vas a casa esta noche, se lo enseñas a Pilar y le dices que te lo lastimó ella al tirarte la mesa. Ya sabes, hazle creer que montó una escena tremenda.
    A los que tenían más edad de entre ellos los trataban con respeto; a los más jóvenes los trataban con cariño.
    —¿Ve usted a ese chaval? —decían de Michael Anderson, Jr.—. Menudo chaval.
    —No actúa, le sale todo del corazón —dijo Hathaway dándose unas palmadas en el corazón.
    —Eh, chaval —dijo Martin—. Vas a salir en mi próxima película. Haremos la función completa, nada de barbas. Las camisas a rayas, las chicas, la alta fidelidad, las luces en los ojos.
    Le encargaron una silla especial a Michael Anderson que ponía « BIG MIKE » en la parte de detrás. Cuando llegó al plató, Hathaway le dio un abrazo.
    —¿Ha visto usted eso? —le preguntó Anderson a Wayne, demasiado tímido de pronto para mirarlo a los ojos.
    Wayne le dedicó una sonrisa, asintió con la cabeza y le concedió el elogio final:
    —Sí, chaval, lo he visto.
    La mañana del día en que iban a terminar
Katie Elder
, Web Overlander no se presentó con su impermeable azul, sino con una americana azul.
    —A casita, mamá —dijo mientras repartía los últimos Juicy Fruit que le quedaban—. Ya llevo la ropa de marcharme.
    Pero se lo veía apagado. A mediodía, la mujer de Henry Hathaway se pasó por la cantina para decirle a su marido que a lo mejor tomaba un avión a Acapulco.
    —Pues tómalo —le dijo él—. Cuando yo acabe con esto, no voy a hacer más que tomar Seconal hasta quedarme al borde del suicidio.
    Todos estaban apagados. Después de que la señora Hathaway se marchara, hubo algún intento desganado de rememorar anécdotas, pero la tierra de hombres ya se estaba disipando rápidamente; ya tenían un pie en casa, y lo único que pudieron rememorar fue el incendio de Bel Air del 61, durante el cual Henry Hathaway había ordenado al Departamento de Bomberos de Los Ángeles que salieran de su propiedad y había salvado su casa él solo, gracias a que, entre otras medidas, tiró a la piscina todo lo que fuera inflamable.
    —Habría dado igual que aquellos bomberos se desentendieran —dijo Wayne—. Que dejaran que se le quemara la casa.
    De hecho, se trataba de una buena anécdota, y tocaba varios de los temas favoritos de aquellos hombres, pero era una anécdota de Bel Air, no de Durango.
    Poco después de mediodía empezaron la última escena, y aunque se pasaron todo el tiempo que pudieron organizándola, por fin llegó el momento en que ya no les quedó nada más que hacer que rodarla.
    —Segundo equipo fuera, primer equipo dentro,
cierren puertas
—gritó por última vez el ayudante del director.
    Los dobles salieron del plató y entraron John Wayne y Martha Hyer.
    —Muy bien, muchachos, silencio, estamos rodando.
    Hicieron dos tomas. En las dos ella le ofreció la ajada Biblia a John Wayne. Y las dos veces John Wayne le contestó que «yo voy a muchos sitios donde ese libro no encaja». Todo estaba muy tranquilo. Y a las dos y media de aquella tarde de viernes, Henry Hathaway se apartó de la cámara, y en el silencio que se hizo a continuación aplastó su puro en un cubo lleno de arena y dijo:
    —Muy bien. Ya estamos.
    Después de aquel verano de 1943 yo había pensado en John Wayne de muchas maneras. Había pensado en él trayendo ganado desde Texas, haciendo aterrizar avionetas con un solo motor y hasta diciéndole a la chica de
El Álamo
: «República es una palabra hermosa». Nunca había pensado en él cenando con su familia y conmigo y mi marido en un restaurante caro de Chapultepec Park, pero el tiempo trae extrañas mutaciones, así que allí estábamos, una noche de aquella última semana de rodaje en México. Durante un rato solo fue una velada agradable, una velada como cualquier otra. Bebimos mucho y yo perdí la noción de que aquella cara que había al otro lado de la mesa me resultaba en cierto sentido más familiar que la de mi marido.
    Y luego pasó algo. De pronto la sala pareció inundarse del sueño, y yo no entendí por qué. De la nada aparecieron tres hombres tocando guitarras. Pilar Wayne se inclinó un poco hacia delante y John Wayne levantó su copa de manera apenas perceptible hacia ella.
    —Vamos a necesitar una botella de Pouilly-Fuissé para el resto de la mesa —dijo Wayne—. Y un burdeos tinto para Duke.
    Todos sonreímos, y procedimos a bebernos el Pouilly-Fuissé para el resto de la mesa y el burdeos tinto para Duke, y durante todo aquel rato los guitarristas siguieron tocando, hasta que por fin me di cuenta de qué era lo que estaban tocando: «The Red River Valley» y el tema de
Escrito en el cielo
. No estaban llevando bien el ritmo, pero todavía hoy los puedo oír, en otro país y mucho tiempo después, mientras les cuento esto a ustedes.
    1965


ARRASTRARSE HACIA BELÉN

    El centro ya no se sostenía. Era un país de avisos de bancarrota y de anuncios de subastas públicas y de noticias diarias de gente que mataba porque sí y de niños que se criaban con quien no debían y de hogares abandonados y de vándalos que escribían mal hasta las guarradas que pintarrajeaban. Era un país donde desaparecían familias de forma rutinaria, dejando tras de sí un rastro de cheques sin fondo y documentos de embargo. Los adolescentes iban a la deriva de ciudad en ciudad, sacudiéndose de encima tanto el pasado como el futuro igual que las serpientes mudan de piel, chavales a quienes nadie había enseñado —y ahora ya nunca iban a aprender— esos juegos que mantienen a la sociedad cohesionada. Desaparecía gente. Desaparecían chavales. Los que quedaban atrás presentaban denuncias desganadas por desaparición y se olvidaban del asunto.
    No era un país en plena revolución. No era un país bajo asedio enemigo. Eran los Estados Unidos de América a finales de la fría primavera de 1967, y el mercado estaba en calma y el PNB era alto y había mucha gente culta que parecía comprometida con la sociedad, y podría haber sido una primavera de grandes esperanzas y de promesas nacionales, pero no lo era, y cada vez más gente experimentaba la sensación inquietante de que no lo era. Lo único que parecía claro era que en algún momento nos habíamos abortado a nosotros mismos y habíamos estropeado lo que teníamos entre manos, y como no había nada más que me pareciera tan relevante como aquello,decidí irme a San Francisco. San Francisco era el lugar donde estaban brotando las hemorragias sociales. Era el lugar donde los chavales que desaparecían se estaban reuniendo y llamándose a sí mismos «hippies». La primera vez que fui a San Francisco, a finales de aquella primavera fría de 1967, ni siquiera sabía qué estaba intentando averiguar, así que me limité a quedarme una temporada y hacer unos cuantos amigos.
    Una pintada en Haight Street, San Francisco:

    El pasado Domingo de Pascua
    mi Christopher Robin se fue de casa
.
    El 10 de abril recibí su llamada
    pero desde entonces no sé nada
.
    Me dijo que iba a volver
    pero no hay rastro de él
.
    Si lo veis por Haight Street,
    decidle que vuelva aquí,
    que necesito que venga ya
    y que el cómo me da igual
.
    Si es pasta lo que necesita
    solo tiene que pedirla
.
    Que alguien me escriba una carta,
    que me dé alguna esperanza
.
    Decidle que es mi rey
.
    Si por fin alguno lo veis,
    ¡
que no quiero nada de nada
    más que tenerlo conmigo en casa
!
    Agradecida,
    Marla

    Marla Pence
    12702 NE Multnomah
    Portland, Oregon, 97230
    503/252-2720

    Estoy buscando a alguien apodado Tirofijo que he oído que anda esta tarde por Haight haciendo unos trapicheos, así que me mantengo alerta a ver si lo veo y estoy fingiendo que leo los anuncios de la Psychedelic Shop de Haight Street cuando un chaval de unos dieciséis o diecisiete años se me acerca y se sienta en el suelo a mi lado.
    —¿Qué estás buscando? —me pregunta.
    Yo no le digo gran cosa.
    —Llevo tres días hasta el culo de todo —me dice.
    Me cuenta que se ha estado chutando cristal, aunque no hace falta que me lo cuente, porque no se molesta en bajarse las mangas para taparse las marcas de los pinchazos. Hace unas semanas que llegó de Los Ángeles, no se acuerda de la fecha, y ahora se va a marchar a Nueva York si encuentra alguien que lo lleve. Yo le enseño un anuncio de alguien que podría llevarlo a Chicago. Él me pregunta dónde está Chicago. Yo le pregunto de dónde es él.
    —De aquí —me dice.
    —¿Y antes de aquí? —le pregunto.
    —De San José, de Chula Vista, no sé. Mi madre está en Chula Vista.
    Unos días más tarde me lo encuentro en un concierto de los Grateful Dead en el Golden Gate Park. Le pregunto si ha encontrado a alguien que lo lleve a Nueva York.
    —Me han dicho que Nueva York es un coñazo —me dice.
    Tirofijo no aparece ese día por Haight Street, y alguien me dice que tal vez lo pueda encontrar en su casa. Son las tres de la tarde y Tirofijo está en la cama. Hay otro tipo durmiendo en el sofá de la sala de estar, una chica dormida en el suelo debajo de un póster de Allen Ginsberg, y un par de chicas más en pijama preparando café instantáneo. Una de estas me presenta al amigo que duerme en el sofá, que me ofrece la mano pero no se levanta porque está desnudo. Tirofijo y yo tenemos un conocido en común, pero él no menciona su nombre delante de los demás. «El hombre con el que hablaste», lo llama, o bien «el hombre al que me estaba refiriendo antes». Se trata de un policía.
    En la habitación hace demasiado calor y la chica que está en el suelo no se encuentra bien. Tirofijo dice que ya lleva veinticuatro horas durmiendo.
    —Déjame que te haga una pregunta —me dice—. ¿Quieres hierba?
    Yo le digo que no me puedo quedar.
    —Si la quieres te la regalo —me dice Tirofijo.
    Antes Tirofijo era un Ángel del Infierno en Los Ángeles, pero de eso ya hace años.
    —Ahora mismo —me dice—, estoy intentando montar un grupo religioso muy chulo: Evangelismo Adolescente.
    Don y Max quieren salir a cenar, pero Don solo come cosas macrobióticas, así que terminamos una vez más en Japantown. Max me está contando que él vive libre de todos los viejos malos rollos freudianos de la clase media.
    —Ya llevo dos meses teniendo parienta, y a veces ella me cocina algo especial para cenar y yo voy y me presento tres días después y le digo que me he estado tirando a otra tía y, bueno, a veces ella me grita un poco, pero luego yo voy y le digo «Yo soy así, chata», y ella se ríe y me dice: «Tú eres así, Max».
    Max me cuenta que la cosa es mutua.
    —O sea, si ella viniera y me dijera que se quiere tirar a Don, pues igual yo le diría: «Vale, cielo, es cosa tuya».
    Max ve su vida como un triunfo sobre las cosas negativas. Entre las cosas negativas que probó antes de cumplir los veintiún años están el peyote, el alcohol, la mescalina y la metanfetamina. Se pasó tres años colgado de metanfetaminas en Nueva York y en Tánger antes de descubrir el ácido. Probó el peyote por primera vez cuando asistía a una escuela masculina de Arkansas y bajó hasta el golfo de México y allí conoció a «un chico indio que estaba haciendo una cosa negativa. Después, todos los fines de semana que podía escaparme, hacía autoestop durante mil kilómetros hasta Brownsville, Texas, para poder pillar peyote. En Brownsville el peyote iba a treinta centavos el bulbo si lo comprabas en la calle». Max pasó fugazmente por todas las escuelas y clínicas de moda de la mitad este de Norteamérica, puesto que su técnica habitual para combatir el aburrimiento era marcharse. Por ejemplo: Max estaba en un hospital de Nueva York y «la enfermera de noche era una negra que molaba cantidad, y luego en la terapia de la tarde había una chati de Israel que era interesante, pero por la mañana no había gran cosa que hacer, así que me largué».
    Bebemos un poco más de té verde y hablamos de subir a Malakoff Diggings, en el condado de Nevada, porque hay una gente que está montando una comuna allí y a Max se le ha ocurrido que molaría mucho tomar ácido en las minas. Dice que tal vez podríamos ir la semana que viene, o la otra, o en cualquier momento antes de que su caso llegue a los tribunales. Casi todo el mundo que conozco en San Francisco tiene que presentarse a juicio en algún momento del futuro inmediato. Yo nunca les pregunto por qué.
    Sigo interesada en cómo Max se libró de sus malos rollos freudianos de clase media, y le pregunto si ahora ya es completamente libre.
    —No —me dice él—. Tengo el ácido.
    Max se toma una lámina de 250 o 350 microgramos cada seis o siete días.
    Max y Don se fuman un porro a medias en el coche y luego nos vamos a North Beach para averiguar si Otto, que trabaja allí a tiempo parcial, quiere ir a Malakoff Diggings. Otto está trapicheando con unos ingenieros electrónicos. Los ingenieros nos ven llegar con cierto interés, creo yo, porque Max lleva cascabeles y una cinta india en el pelo. Max tiene muy poca tolerancia para los ingenieros convencionales y sus malos rollos freudianos.
    —Míralos —dice—. Siempre están gritando «maricón», pero luego vienen a hurtadillas a Haight-Ashbury a ver si pillan a alguna chica hippy, porque las hippies follan.
    No llegamos a preguntarle a Otto lo de Malakoff Diggings porque lo que él quiere es hablarme de una chica de catorce años que él conoce a la que la policía trincó el otro día en el Golden Gate Park. Me cuenta que ella iba andando por el parque sin meterse con nadie, con sus libros del instituto, cuando los polis la trincaron y la llevaron a comisaría y le hicieron un examen pélvico.
    —
Catorce años
—dice Otto—. ¡Un examen pélvico!
    »Cuando estás de bajada de ácido —añade—, eso puede ser un viaje chunguísimo.
    A la tarde siguiente llamo a Otto para ver si puede encontrarme a la chica de catorce años. Resulta que está muy liada con los ensayos de la obra de teatro de su instituto,
El mago de Oz
. «Hora de coger el camino de baldosas amarillas», dice Otto. Otto se ha pasado todo el día enfermo. Él cree que ha sido una cocaína con levadura que le dio alguien.
    Donde hay grupos de rock siempre hay chicas, las mismas chicas que antes iban con saxofonistas, chicas que se nutren de la celebridad y del poder y del sexo que las bandas proyectan cuando tocan... Y esta tarde hay tres en el ensayo de los Grateful Dead en Sausalito. Son todas guapas, dos de ellas todavía no han perdido la redondez de la infancia y una de ellas baila sola con los ojos cerrados.
    Les pregunto a un par de las chicas a qué se dedican.
    —Yo, pues vengo bastante por aquí —dice una de ellas.
    —Yo, pues conozco un poco a los Dead —dice la otra.
    La que conoce un poco a los Dead se pone a cortar una rebanada de pan de barra sobre la banqueta del piano. Los chicos hacen una pausa y uno de ellos habla de tocar en el Cheetah de Los Ángeles, que es lo que antes era el Aragon Ballroom.
    —Estuvimos allí bebiendo cerveza en el mismo sitio donde se sentaba Lawrence Welk —dice Jerry Garcia.
    La chica que está bailando sola suelta una risita.
    —Demasiado —dice en voz baja. Sigue sin abrir los ojos.
    Alguien me ha dicho que si quiero conocer a chavales fugados de sus casas, lo que tengo que hacer es pillar unas cuantas hamburguesas y unas Coca-Colas para llevar, así que eso es lo que hago, y ahora me estoy comiendo las hamburguesas en el Golden Gate Park en compañía de Debbie, que tiene quince años, y de Jeff, que tiene dieciséis. Debbie y Jeff se escaparon hace doce días, se largaron de la escuela una mañana llevando cien dólares entre los dos. Como Debbie tiene una orden de búsqueda de menor —ya estaba en libertad bajo fianza porque su madre la había llevado una vez a comisaría y la había declarado incorregible—, esta es solo la segunda vez que salen del piso del amigo que los está alojando desde que llegaron a San Francisco. La primera vez se fueron al hotel Fairmont y cogieron el ascensor exterior, subieron tres veces y bajaron otras tres.
    —Uau —dice Jeff, y es lo único que se le ocurre decir al respecto de aquello.
    Les pregunto por qué se han escapado de casa.
    —Mis padres me decían que tenía que ir a la iglesia —dice Debbie—. Y no me dejaban vestirme como yo quería. En séptimo yo llevaba las faldas más largas de la clase. En octavo la cosa mejoró un poco, pero no mucho.
    —Tu madre era bastante coñazo —asiente Jeff.
    —Jeff no les caía bien. No les caían bien mis amigas. Mi padre pensaba que yo era vulgar y me lo dijo. Yo tenía una media de suficiente en las notas y él me dijo que no podía volver a salir con chicos hasta que subiera la media, y eso me tocó los cojones.
    —Mi madre no era más que la típica zorra norteamericana —dice Jeff—. Siempre estaba tocándome las narices con lo de mi pelo. Y tampoco le gustaban mis botas. Era todo muy raro.
    —Cuéntale lo de las tareas —dice Debbie.
    —Por ejemplo, me ponía tareas. Si no terminaba de planchar las camisas de toda la semana no podría pasar el fin de semana fuera. Era raro. Uau.
    Debbie suelta una risita y cabecea de un lado a otro.
    —Este año va a ser salvaje.
    —Vamos a dejar que las cosas vengan —dice Jeff—. Todo está en el futuro, nada se puede planear de antemano. Primero conseguiremos trabajo y luego un sitio donde vivir. Y luego no sé.
    Jeff se termina las patatas fritas y se queda pensando en qué clase de trabajo podría conseguir.
    —Siempre me han gustado los talleres siderúrgicos, soldar y esas cosas.
    Yo le digo que tal vez podría trabajar con coches.
    —No tengo una mente demasiado mecánica —me dice él—. Y en todo caso, las cosas no se pueden planear de antemano.
    —Yo podría conseguir trabajo de canguro —dice Debbie—. O en una tienda de artículos rebajados.
    —Siempre estás hablando de trabajar en tiendas de artículos rebajados —dice Jeff.
    —Es porque ya he trabajado en una.
    Debbie se está sacando brillo a las uñas con el cinturón de su chaqueta de ante. Está molesta porque se ha roto una uña y yo no llevo quitaesmalte en el coche. Le prometo que la voy a llevar al piso de una amiga para que se pueda hacer la manicura, pero hay algo que me ha estado intranquilizando y mientras arranco el coche por fin lo sacó a colación. Les pido que se acuerden de cuando eran niños y que me digan qué habían querido ser de mayores, cómo habían visto el futuro por entonces.
    Jeff tira una botella de Coca-Cola por la ventanilla.
    —No recuerdo haber pensado nunca en eso —dice.
    —Yo me acuerdo de que antes quería ser veterinaria —dice Debbie—. Pero ahora más o menos estoy apuntando a convertirme en artista o en modelo o en cosmetóloga. O algo así.
    Oigo hablar bastante de un policía, el agente Arthur Gerrans, cuyo nombre se ha convertido en sinónimo de exceso de celo en Haight Street.
    «Es nuestro agente Krupke», me dijo Max en una ocasión. Max no le tiene precisamente un gran aprecio al agente Gerrans porque el agente Gerrans lo detuvo después de la Asamblea Humana del invierno pasado, me refiero a la enorme Asamblea Humana del Golden Gate Park, donde veinte mil personas se activaron mentalmente de forma gratuita, o diez mil, o las que fueran, aunque a fin de cuentas el agente Gerrans ha detenido a casi todo el mundo del distrito en un momento u otro. Supuestamente para impedir que surgiera un culto a la personalidad, al agente Gerrans lo transfirieron fuera del distrito no hace mucho, así que cuando yo por fin consigo verlo ya no es en la comisaría del Golden Gate Park, sino en la jefatura de Greenwich Avenue.
    Estamos en la sala de interrogatorios, y yo estoy interrogando al agente Gerrans. Es joven y rubio y se muestra receloso, así que voy despacito. Le pregunto cuáles cree él que son los «principales problemas» de la zona de Haight.
    El agente Gerrans se lo piensa.
    —Yo diría que los principales problemas de la zona... —dice por fin—... que los principales problemas son los narcóticos y la delincuencia juvenil, esos son los principales problemas.
    Yo lo apunto.
    —Un momento —dice el agente Gerrans, y abandona la sala.
    Cuando vuelve me dice que no puedo hablar con él sin permiso del jefe, Thomas Cahill.
    —Entretanto —añade el agente Gerrans, señalando el cuaderno en el que yo he escrito: «Principales problemas: narcóticos y delincuencia juvenil»—, me quedo con estas notas.
    Al día siguiente solicito permiso para hablar con el agente Gerrans y también con el jefe Cahill. Al cabo de unos días un sargento me devuelve la llamada.
    —Finalmente hemos recibido la respuesta del jefe en relación a su petición —me dice el sargento—. Y la respuesta es que es tabú.
    Le pregunto por qué es tabú hablar con el agente Gerrans.
    Porque el agente Gerrans está involucrado en casos pendientes de juicio.
    Le pregunto por qué es tabú hablar con el jefe Cahill.
    Porque el jefe tiene asuntos policiales urgentes.
    Le pregunto si puedo hablar con alguien del Departamento de Policía.
    —No —dice el sargento—. En este momento, no.
    Y ese es mi último contacto oficial con el Departamento de Policía de San Francisco.
    Norris y yo estamos en el Panhandle, y Norris me está diciendo que ya ha arreglado las cosas para que un amigo suyo me lleve a Big Sur. Yo le digo que lo que realmente quiero es pasar unos días con Norris y su mujer y todos los demás en su casa. Norris me dice que sería mucho más fácil si yo tomara ácido. Yo le digo que soy inestable. Norris me dice que vale, que entonces tome
hierba
, y me da un apretón de manos.
    Un día Norris me pregunta qué edad tengo. Yo le digo que treinta y dos. Norris tarda unos minutos, pero por fin reacciona.
    —No te preocupes —me dice por fin—. También hay hippies viejos.
    Hace una tarde muy bonita y no pasa gran cosa y Max se trae a su parienta, Sharon, al Warehouse. El Warehouse, que es donde vive Don junto con una cantidad variable de gente, no es un almacén como su nombre indica, sino el garaje de un hotel declarado ruinoso. El Warehouse está concebido como un teatro total, un happening continuo, y yo siempre me siento bien en él. En el Warehouse lo que ha pasado hace diez minutos o lo que va a pasar dentro de media hora suele borrarse rápidamente de la memoria. Por lo general siempre hay alguien haciendo algo interesante, como por ejemplo trabajando en un espectáculo de luces, y también hay montones de cosas interesantes tiradas por ahí, como un viejo turismo Chevrolet que ahora se usa como cama y una bandera americana enorme que ondea en las sombras y un mullido sillón que cuelga de las vigas como si fuera un columpio y que supuestamente te tiene que provocar un colocón por privación sensorial.
    Una de las razones por las que me gusta especialmente el Warehouse es que ahora mismo allí vive un niño llamado Michael. La madre de Michael, Sue Ann, es una chica dulce y lánguida que siempre está en la cocina preparando algas o haciendo pan macrobiótico mientras Michael se divierte jugando con varitas de incienso o con una pandereta vieja o con un caballito balancín que tiene la pintura descascarillada. La primera vez que vi a Michael fue en aquel caballito: un niño muy rubio y pálido y sucio montado en un caballito despintado. Aquella tarde en el Warehouse no había más luz que un foco azul de los que se usan en el teatro, y en medio de esa luz estaba Michael, canturreando suavemente al compás del caballito de madera. Michael tiene tres años. Es un niño listo, pero todavía no habla.
    Esta noche Michael está intentando encender sus varitas de incienso y hay la pandilla habitual de gente pululando por el local y todos entran en la habitación de Don y se sientan en la cama y se pasan porros entre ellos. Sharon está muy excitada cuando llega.
    —¡Don! —exclama, sin aliento—. Hoy tenemos STP.
    Tienen que recordar ustedes que en aquella época el STP era algo grande; todavía nadie sabía qué era y resultaba relativamente, aunque solo relativamente, difícil de conseguir. Sharon es rubia y pulcra y debe de tener diecisiete años, pero Max se muestra un poco vago cuando habla de su edad porque le toca ir a juicio dentro de un mes más o menos y lo último que le hace falta es que lo acusen también de acostarse con menores. La última vez que Sharon vio a sus padres estaban viviendo en casas separadas. No echa de menos la escuela ni tampoco gran cosa de su pasado, salvo a su hermano pequeño.
    —Quiero activarlo mentalmente —me confió un día—. Ahora tiene catorce años, es la edad perfecta. Sé a qué instituto va y un día simplemente voy a ir a buscarlo.
    Pasa un rato y yo pierdo el hilo y cuando lo retomo Max parece estar hablando de lo hermoso que es que Sharon friegue los platos.
    —Es que
es
hermoso —dice Sharon—.
Todo
lo es. O sea, te quedas mirando cómo las burbujas azules del detergente resbalan por el plato, ves cómo se deshace la grasa... caray, puede ser un colocón total.
    Muy pronto, tal vez el mes que viene o posiblemente más adelante, Max y Sharon tienen planeado irse a África y a la India, donde puedan vivir de la tierra.
    —Tengo un pequeño fondo fiduciario, ¿sabes? —dice Max—, que me resulta útil porque les dice a la poli y a las patrullas de fronteras que soy legal, pero vivir de la tierra es lo más. Puedes colocarte y pillar la droga en la ciudad, vale, pero también necesitamos escaparnos a algún sitio y vivir de forma orgánica.
    —Raíces y cosas de esas —dice Sharon, encendiendo otra varita de incienso para Michael. La madre de Michael sigue en la cocina, preparando algas—. Se pueden comer.
    Sobre las once más o menos, nos vamos del Warehouse al apartamento que Max y Sharon comparten con una pareja llamada Tom y Barbara. Sharon se alegra de llegar a casa (a modo de saludo le dice a Barbara: «Espero que tengas unos porros de hachís listos en la cocina») y todo el mundo está encantado de enseñarme el apartamento, que está lleno de flores y velas y estampados de cachemira. Max y Sharon y Tom y Barbara se colocan bastante con hachís y todo el mundo baila un poco y hacemos unas cuantas proyecciones líquidas y ponemos una luz estroboscópica y nos turnamos para colocarnos con ella. Cuando ya es bastante tarde, llega un tipo llamado Steve acompañado de una chica guapa y morena. Vienen de una reunión de gente que practica un yoga occidental, pero da la impresión de que no quieren hablar de ello. Se quedan los dos un rato tumbados en el suelo y por fin Steve se pone de pie.
    —Max —dice—, quiero decirte una cosa.
    —A tu rollo.
    Max está intranquilo.
    —Con el ácido encontré el amor. Pero lo perdí. Y ahora lo estoy volviendo a encontrar. Solo con la hierba.
    Max murmura que tanto el cielo como el infierno están en el karma de uno.
    —Eso es lo que me fastidia del arte psicodélico —dice Steve.
    —¿Qué pasa con el arte psicodélico? —dice Max—. Yo no he visto mucho arte psicodélico.
    Max está tumbado en una cama con Sharon, y Steve se inclina sobre él.
    —Molas, chaval —le dice—. Tú molas.
    Steve se vuelve a sentar y me habla de un verano que pasó en una escuela de diseño de Rhode Island, durante el cual hizo treinta viajes de ácido, los últimos todos malos. Yo le pregunto por qué fueron malos.
    —Te podría decir que fue por mis neurosis —me dice—, pero eso me lo paso por el forro.
    Al cabo de unos días voy al apartamento de Steve para hacerle una visita. Él camina nerviosamente por la sala que usa de estudio y me enseña unas cuantas pinturas. No parece que estemos sacando nada en claro.
    —Quizá te fijaste en que pasaba algo raro en casa de Max —me dice de repente.
    Parece ser que la chica que él llevó, la morena guapa, había sido antes la chica de Max. Ella lo había seguido hasta Tánger y luego a San Francisco. Pero ahora Max tiene a Sharon.
    —O sea que ella se está quedando conmigo, más o menos —dice Steve.
    A Steve le preocupan muchas cosas. Tiene veintitrés años, se crió en Virginia y tiene la idea de que California es el principio del fin.
    —Esto me parece una locura —me dice, y baja la voz de repente—. Una chica me dijo que la vida no tiene sentido pero que no importa, que simplemente saldremos flotando de ella. Ha habido veces en que me ha apetecido hacer las maletas y volverme a la Costa Este, por lo menos allí yo tenía una
meta
. Por lo menos allí tienes alguna idea de lo que va a pasar. —Me enciende un cigarrillo y le tiemblan las manos—. Aquí simplemente sabes que no va a pasar.
    Yo le pregunto qué es lo que tiene que pasar.
    —No lo sé —dice él—. Algo. Lo que sea.
    Arthur Lisch está al teléfono en su cocina, intentando venderle al programa VISTA un plan para el distrito.
    —La emergencia
ya la tenemos
—le dice al teléfono mientras intenta desenredar a su hija de un año y medio del cable del aparato—. Aquí no nos ayuda nadie, y nadie puede garantizar lo que va a pasar. Tenemos a gente durmiendo en la calle. Tenemos a gente que se muere de hambre. —Hace una pausa—. Muy bien —dice por fin, y levanta la voz—. Así que lo están haciendo a dedo. Y qué.
    Para cuando cuelga ha pintado un cuadro a mi parecer bastante dickensiano de la vida en los márgenes del Golden Gate Park, pero es que se trata de la primera vez que presencio el discurso tipo «habrá disturbios en Haight Street a menos que» de Arthur Lisch. Lisch es una especie de líder de los Diggers, que en la mitología oficial del distrito se supone que son un grupo de benefactores anónimos cuya mente colectiva no piensa jamás en nada que no sea ayudar a los demás. La mitología oficial del distrito también dice que los Diggers no tienen «líderes», y sin embargo Arthur Lisch es uno de ellos. Arthur Lisch también cobra un sueldo del American Friends’ Service Committee, y vive con su mujer, Jane, y sus dos hijos pequeños en un piso en forma de pasillo, donde hoy en concreto reina el caos. Para empezar, el teléfono no para de sonar. Arthur promete que asistirá a una vista en el Ayuntamiento. Arthur promete «mandar a Edward, que está muy bien». Arthur promete conseguir que una buena banda, tal vez los Loading Zone, toque gratis en un evento benéfico judío. Aparte de eso, el bebé está llorando, y no hay manera de que se calle hasta que Jane Lisch aparece con un frasco de papilla Gerber de pollo con fideos. Otro elemento que se añade a la confusión es un tipo llamado Bob, que se limita a estar sentado en la sala de estar y mirarse los dedos de los pies. Primero se mira los dedos de un pie y luego los del otro. Yo hago varios intentos por incluir a Bob en la conversación, hasta que me doy cuenta de que está en pleno viaje chungo de ácido. Por si fuera poco, hay dos personas cortando lo que parece ser media ternera en el suelo de la cocina, y la idea es que cuando terminen de des pedazarla Jane Lisch la podrá cocinar para la comida diaria que organizan los Diggers en el parque.
    Arthur Lisch no parece fijarse en nada de esto. Se limita a hablar de sociedades cibercontroladas y de salarios anuales garantizados y de disturbios en Haight Street a menos que.
    Al día siguiente llamo a los Lisch y pregunto por Arthur. Jane Lisch me dice que está en el piso de al lado duchándose porque en su cuarto de baño hay alguien recuperándose de un mal viaje de ácido. Además del tipo que ha perdido la chaveta en el baño, están esperando a que venga un psiquiatra a echarle un vistazo a Bob. También esperan a un médico para Edward, que no es verdad que esté muy bien, porque tiene gripe. Jane me dice que tal vez debería hablar con Chester Anderson. Pero no me da su número.
    Chester Anderson es un legado de la Generación Beat, un hombre de treinta y bastantes cuya peculiar posición en el distrito deriva del hecho de que posee un ciclostil con el que imprime comunicados firmados por «la compañía de comunicación». Otro precepto de la mitología oficial del distrito es que la compañía de comunicación está dispuesta a imprimir cualquier cosa que cualquiera quiera decir, pero la verdad es que Chester Anderson solo imprime lo que escribe él mismo o bien aquello con lo que está de acuerdo o bien considera inofensivo o completamente inoperante. Sus comunicados, que él deja en pilas o bien pegados a las ventanas de Haight Street, son contemplados con cierta aprensión en el distrito y con interés considerable por la gente de fuera, que los estudian, como por ejemplo los observadores de la China, en busca de sutiles alteraciones de rebuscadas ideologías. Los comunicados de Anderson pueden hacer cosas tan específicas como señalar públicamente a alguien de quien se dice que ha organizado una redada en busca de marihuana, o bien pueden tratar temas más generales:

    Chica guapa de clase media de dieciséis años viene al Haight para ver qué se cuece por aquí y cae en manos de un camello de diecisiete años que se pasa el día entero chutándole anfetas y más anfetas sin parar, a continuación le da 3.000 microgramos de ácido y subasta su cuerpo temporalmente desocupado para la sesión de sexo en grupo más grande que se ha visto en Haight Street desde la noche de los tiempos. La política y la ética del éxtasis. En Haight Street las violaciones son tan comunes como las mentiras. Aquí mueren chavales en las calles. Hay mentes y cuerpos siendo destrozados ante nuestros ojos, esto es como una reproducción a escala de Vietnam.

    Alguien que no es Jane Lisch me ha dado la dirección de Chester Anderson, que supuestamente vive en el 443 de Arguello Boulevard; el problema es que el 443 de Arguello no existe. Telefoneo a la esposa del hombre que me dijo que era el 443 de Arguello y ella me dice que no, que es el 742 de Arguello.
    —Pero no vaya usted ahí —me dice.
    Le digo que llamaré por teléfono.
    —No hay teléfono —me dice—. No se lo puedo dar.
    —El 742 de Arguello.
    —No —dice ella—. No lo sé. Y no vaya usted allí. Y si va, no mencione mi nombre ni el de mi marido.
    Se trata de la esposa de un catedrático de literatura inglesa del San Francisco State College. Decido pasarme unos días sin tocar mucho el tema de Chester Anderson.

    «Paranoia strikes deep
    Into your life it will creep»,

    es la letra de una canción de Buffalo Springfield.
    Parece que Malakoff Diggings ha dejado de apetecer, pero Max me dice que por qué no voy a su casa y estoy presente la próxima vez que tome ácido. Tom también lo tomará, y probablemente Sharon, y tal vez Barbara. Sin embargo, no podemos hacerlo hasta dentro de seis o siete días, porque ahora mismo Max y Tom están en territorio de STP. No es que estén entusiasmados con el STP, pero tiene sus ventajas.
    —Conservas el uso del prosencéfalo —dice Tom—. Yo he podido escribir con STP, pero no con ácido.
    Es la primera vez que oigo hablar de algo que no se puede hacer con ácido, y también la primera vez que oigo que Tom escribe.
    Otto se encuentra mejor desde que ha descubierto que lo que lo ponía enfermo no era la cocaína con levadura. Era la varicela, que cogió haciendo de canguro para Big Brother and the Holding Company una noche que ellos tocaban. Voy a visitarlo y conozco a Vicki, que canta de vez en cuando con una banda llamada los Jook Savages y vive en casa de Otto. Vicki dejó los estudios en el instituto de Laguna «porque cogí mononucleosis», luego siguió a los Grateful Dead hasta San Francisco y lleva aquí «una temporada». Sus padres están divorciados y ella ya no ve a su padre, que trabaja para una cadena de televisión en Nueva York. Hace unos meses el padre vino a hacer un documental sobre el distrito y trató de encontrarla, pero no pudo. Después le escribió una carta a la dirección de su madre donde le pedía que volviera al instituto. Vicki supone que en algún momento retomará los estudios, pero no le ve mucho sentido a hacerlo ahora mismo.
    Estamos comiendo un poco de tempura en Japantown, Chet Helms y yo, y él está compartiendo algunas de sus ideas conmigo. Hasta hace un par de años, Chet Helms no hacía gran cosa más que ir en autoestop. Ahora, sin embargo, dirige el Avalon Ballroom, sobrevuela el polo para ver cómo está la movida de Londres y dice cosas como: «Solo para ser claros, me gustaría categorizar los aspectos de la religión primitiva tal como yo la veo». Ahora mismo me está hablando de Marshall McLuhan y diciéndome que la palabra impresa está acabada, que es cosa del pasado.
    —El
East Village Other
es uno de los pocos periódicos de América que no está en números rojos —me dice—. Lo sé porque leo el
Barron’s
.
    Se supone que hoy toca un grupo nuevo en el Panhandle, pero los músicos están teniendo problemas con el amplificador, y yo me siento al sol para escuchar a un par de chicas de unos diecisiete años. Una de ellas lleva mucho maquillaje y la otra unos Levi’s y botas de vaquero. Las botas no parecen una pose, sino que dan la impresión de que la chica realmente salió del rancho hace dos semanas. Yo me pregunto qué está haciendo aquí en el Panhandle intentando hacerse amiga de una chica de ciudad que no le está haciendo ni caso, pero no paso mucho tiempo preguntándomelo, porque la chica es fea y torpe y me la imagino pasando por el instituto de su pueblo sin que nadie la invitara nunca a ir a Reno el sábado por la noche para ver una película en el autocine y tomar una cerveza junto al río, y sospecho que por eso se escapó.
    —Sé una cosa sobre los billetes de un dólar —está diciendo ahora—. Si encuentras el que tiene «1111» en una esquina y «1111» en otra, lo llevas a Dallas, Texas, y allí te dan quince dólares por él.
    —¿Quién te los da? —pregunta la chica de ciudad.
    —No lo sé.
    —En el mundo actual solo existentre s datos significativos —me cuenta una noche Chet Helms.
    Estamos en el Avalon y tienen el enorme estroboscopio encendido y hay luces de colores y pintura fluorescente y el sitio está lleno de chavales de secundaria intentando aparentar que están activados mentalmente. El equipo de sonido del Avalon proyecta 126 decibelios a treinta metros de distancia, pero para Chet Helms el sonido está ahí mismo, es como el aire, así que lo traspasa con su voz.
    —El primero —dice— es que Dios murió el año pasado y su necrológica salió en la prensa. El segundo es que el cincuenta por ciento de la población tiene o tendrá pronto menos de veinticinco años. —Un chaval agita una pandereta hacia nosotros y Chet le dedica una sonrisa benévola—. El tercero —me dice— es que esa parte de la población tiene veinte mil millones de dólares que gastar irresponsablemente.
    Llega el jueves, algún jueves, y Max y Tom y Sharon y tal vez Barbara se disponen a tomar ácido. Quieren tomárselo a las tres en punto. Barbara ha hecho pan, Max ha ido al parque a buscar f lores frescas y Sharon está haciendo un letrero para la puerta que dice: « NO MOLESTAR, NO LLAMAR AL TIMBRE NI CON LOS NUDILLOS NI INTERRUMPIR DE NINGUNA OTRA MANERA. AMOR ». Yo no le dejaría ese mensaje al inspector de sanidad, que tiene que venir esta semana, ni tampoco a las varias docenas de agentes de narcóticos que hay por el vecindario, pero supongo que el letrero forma parte del viaje de Sharon.
    Nada más terminar de escribirlo, Sharon se pone nerviosa.
    —¿Puedo al menos poner el disco nuevo? —le pregunta a Max.
    —Tom y Barbara quieren reservarlo para cuando estemos colocados.
    —Es que me aburro aquí sentada.
    Max mira cómo se levanta de un salto y sale.
    —Eso es lo que se llama canguelo de antes del ácido —me dice.
    A Barbara no se la ve por ningún lado. Tom no para de entrar y salir.
    —Siempre quedan un montón de cosas de último minuto por hacer —murmura.
    —Es un rollo complicado, el ácido —dice Max al cabo de un rato. Se dedica a encender y apagar el estéreo—. Cuando una chati toma ácido, no pasa nada si está sola, pero cuando está viviendo con alguien es cuando le sale el nerviosismo. Y si las cosas no van bien durante la hora y media antes de que toméis el ácido... —Coge una colilla de porro, la examina y añade—: Están teniendo lío ahí con Barbara.
    Entran Sharon y Tom.
    —¿Tú también estás cabreada? —le pregunta Max a Sharon.
    Sharon no contesta.
    Max se dirige a Tom.
    —¿Y la otra está bien?
    —Sí.
    —¿Podemos tomarnos el ácido ya? —Max está nervioso.
    —No sé qué va a hacer Barbara.
    —¿Y qué quieres hacer tú?
    —Lo que quiera hacer yo depende de lo que quiera hacer ella.
    Tom está liando unos porros, frotando antes los papeles con una resina de marihuana que prepara él mismo. Se lleva los porros de vuelta al dormitorio, y Sharon lo acompaña.
    —Cada vez que la gente toma ácido pasa algo como esto —dice Max. Al cabo de un rato se anima y elabora una teoría al respecto—. Hay gente a quien no le gusta salir de sí misma, ese es el problema. Lo más seguro es que a ti no te gustara. Lo más seguro es que tú solo quisieras un cuarto de dosis. Con un cuarto de dosis todavía queda ego, y ese ego quiere cosas. Pero si lo que quiere tu ego es follar, y tu parienta o tu hombre van por ahí enseñándolo todo y no se dejan tocar... pues mira, el ácido te va a dar bajón y puede que no te recuperes durante meses.
    Sharon entra tranquilamente y sonriendo.
    —Al final es posible que Barbara tome ácido, ya nos sentimos mejor, nos hemos fumado un porro.
    A las tres y media de esa tarde, Max, Tom y Sharon se ponen sus dosis de ácido debajo de la lengua y se sientan juntos en la sala de estar a esperar el destello. Barbara se ha quedado en el dormitorio, fumando hachís. Durante las cuatro horas siguientes se oye un golpe en la ventana del cuarto de Barbara, y sobre las cinco y media unos niños se pelean en la calle. El viento de la tarde hace ondear una cortina. Un gato araña a un beagle en el regazo de Sharon. Salvo por la música de sitar que viene del equipo de música, no se oye nada y tampoco se mueve nada hasta las siete y media, cuando Max dice: «Uau».
    Veo a Tirofijo en Haight Street y él se mete en el coche. Hasta que salimos de Haight él permanece sentado con la espalda encorvada y tratando de no llamar la atención. Tirofijo quiere que yo conozca a su parienta, pero primero quiere contarme cómo es que le dio por ayudar a la gente.
    —Ahí estaba yo, el típico tipo duro con su motocicleta —me dice—, y de pronto me di cuenta de que la gente joven no tiene por qué caminar sola.
    Tirofijo tiene una mirada evangélica de ojos claros y esa retórica razonable de los vendedores de coches. Es el producto modélico de la sociedad. Yo intento mirarlo directamente a los ojos porque una vez él me dijo que podía leer el carácter de la gente en su mirada, sobre todo si acababa de meterse un ácido, que ahora mismo es el caso: se lo ha tomado a las nueve de la mañana.
    —Solo tienen que recordar una cosa —me dice—: el padrenuestro. Eso los puede ayudar de muchas maneras.
    Se saca de la billetera una carta doblada muchas veces. Es la carta de una chica a la que él ayudó.
    «Mi amante hermano —empieza—. He pensado en escribirte una carta porque formo parte de ti. Recuerda esto: cuando tú sientas felicidad, yo la sentiré. Cuando tú sientas...»
    —Lo que quiero hacer ahora —dice Tirofijo— es montar una casa donde pueda venir cualquier persona de cualquier edad para pasar unos días y hablar de sus problemas.
De cualquier edad
. La gente de tu edad también tiene problemas.
    Yo le digo que para una casa hace falta dinero.
    —He encontrado una forma de ganar dinero —dice Tirofijo. Vacila solo unos segundos—. Podría haber ganado ochenta y cinco dólares ahora mismo en Haight Street. Mira, tengo cien dosis de ácido en el bolsillo. Un día yo tenía que conseguir veinte dólares para la noche o nos echaban de la casa donde estamos, y como conocía a alguien que tenía ácido y a otra gente que lo quería, pues hice la conexión.
    «Desde que la mafia se metió en el tinglado del LSD, las cantidades han subido y la calidad ha bajado» y «El historiador Arnold Toynbee celebró su setenta y ocho cumpleaños el viernes por la noche chasqueando los dedos y haciendo claqué con la música de Quicksilver Messenger Service» son un par de noticias que leí en la columna de Herb Caen una mañana de aquella primavera de 1967 mientras Occidente se hundía.
    Cuando estuve en San Francisco, una dosis o una cápsula de LSD-25 valía entre tres y cinco dólares, dependiendo de quién la vendiera y del distrito. El LSD era un poco más barato en HaightAshbury que en Filmore, donde casi nadie lo tomaba; se usaba principalmente como estimulante sexual y lo vendían los camellos de drogas duras, por ejemplo de heroína o «caballo». Gran parte del ácido se cortaba con metanfetamina, cuyo nombre comercial era Mecedrina, porque la Mecedrina puede simular ese destello del que carece el ácido de baja calidad. Nadie sabe cuánto ácido hay realmente en una dosis, pero se supone que la media es de unos 250 microgramos. La hierba iba a diez dólares la onza y a cinco dólares la cajita. El hachís se consideraba «un producto de lujo». Todas las anfetaminas, o «anfetas» —la Bencedrina, la Dexedrina y sobre todo la Mecedrina—, se usaban con mucha más frecuencia a finales de la primavera de lo que se habían usado a principios. Algunos atribuían este hecho a la presencia del Sindicato; otros, a un deterioro general de la movida o a las incursiones de las bandas criminales y de los hippies más jóvenes «de plástico» o a tiempo parcial, a quienes les gustan las anfetaminas y esa ilusión de acción y de poder que causa. Allí donde se usa mucho la metanfetamina también suele encontrarse heroína con facilidad, puesto que, según me dijeron, «cuando te chutas cristal te puedes colocar muchísimo, y el caballo se puede usar para bajar del colocón».
    La parienta de Tirofijo, Gerry, nos recibe en la puerta de su casa. Es una chica corpulenta y campechana que siempre ha hecho de orientadora en campamentos de las girl scouts durante las vacaciones de verano y que estaba estudiando «trabajo social» en la Universidad de Washington cuando decidió que «no estaba viviendo lo bastante» y se vino a San Francisco.
    —Además, en Seattle el calor era espantoso —añade.
    »La noche que llegué aquí —me dice— me quedé con una chica a la que conocí en el Blue Unicorn. Yo tenía toda la pinta de acabar de llegar, llevaba la mochila y todo. —Después Gerry se alojó en una casa que llevaban los Diggers y allí conoció a Tirofijo—. Pero tardé un poco en familiarizarme con el lugar, por eso todavía no he trabajado mucho.
    Yo le pregunto a Gerry de qué trabaja.
    —Básicamente soy poeta —dice—, pero me robaron la guitarra nada más llegar y eso me cortó un poco el rollo.
    —Trae tus libros —le ordena Tirofijo—. Enséñale tus libros.
    Gerry protesta un poquito, pero luego va al dormitorio y vuelve con varios cuadernos escolares llenos de versos. Yo me pongo a hojearlos, pero Tirofijo sigue hablando de ayudar a la gente.
    —A cualquier chaval que vaya de anfetas —dice—, yo intentaré que las deje. La única ventaja que tienen desde la perspectiva de los chavales es que no se tienen que preocupar de comer ni dormir.
    —Ni del sexo —añade Gerry.
    —Es verdad. Cuando vas supercolocado de cristal no te hace falta
nada
.
    —Y te puede llevar a rollos más duros —dice Gerry—. Al colgado habitual de metanfetamina, en cuanto ha empezado a chutarse en el brazo, ya no le cuesta mucho decir: «Bueno, vamos a chutarnos un poco de caballo».
    Y durante todo ese rato yo me dedico a mirar los poemas de Gerry. Son los poemas de una niña, escritos con caligrafía muy pulcra y rematados con una floritura. Los amaneceres son rosados y los cielos teñidos de plata. Cuando Gerry escribe «cristal» en sus cuadernos no se refiere a la metanfetamina.
    —Tienes que volver a escribir —le dice Tirofijo con cariño, pero Gerry no le hace caso.
    Ahora me está contando que ayer un tipo le hizo proposiciones por la calle.
    —Se puso a hablar conmigo en Haight Street y me ofreció seiscientos dólares para que me fuera con él a Reno y lo hiciéramos.
    —No eres la única a quien se lo ha propuesto —dice Tirofijo.
    —Si alguna chati se quiere ir con él, pues muy bien —dice Gerry—. Pero a mí que no me jodan mi rollo. —Vacía la lata de atún que estamos usando de cenicero y va a mirar a una chica que está durmiendo en el suelo. Se trata de la misma chica que estaba durmiendo en el suelo el primer día que fui a casa de Tirofijo. Ya lleva enferma una semana o diez días—. Normalmente, cuando alguien me viene con un rollo así en Haight Street —añade Gerry—, yo le sableo unas monedas.
    Al día siguiente veo a Gerry en el parque y le pregunto por la chica enferma, y ella me contesta en tono jovial que está en el hospital con neumonía.
    Max me cuenta cómo se juntó con Sharon.
    —La primera vez que la vi en Haight Street, todo se me iluminó. O sea, se me iluminó. Así que me puse a hablar con ella de sus abalorios, pero la verdad, fíjate, es que sus abalorios me daban igual.
    Sharon compartía casa con un amigo de Max, y la siguiente vez que él la vio fue cuando le llevó unos plátanos a su amigo.
    —Fue cuando estaba tan de moda lo de los plátanos. Tenías que imponerles tu personalidad y obligarlas a fumar aquellas pieles de plátano. Sharon y yo no éramos más que unos chavales, lo único que hacíamos era fumar piel de plátano y mirarnos y fumar más piel de plátano y mirarnos más.
    Pero Max no lo tenía claro. Para empezar, él creía que Sharon era la chica de su amigo.
    —Además, yo no sabía si quería tener parienta.
    Pero la vez siguiente que visitó la casa, Sharon iba de ácido.
    —Así que todo el mundo gritó «¡Ya viene el tío de los plátanos!» —lo interrumpe Sharon—, y yo me emocioné mucho.
    —Ella estaba viviendo en una casa de locos —continúa Max—. Había un chaval que lo único que hacía era gritar. Su rollo no era más que practicar gritos. Era demasiado. —Max seguía manteniéndose a distancia de Sharon—. Pero entonces ella me ofreció un ácido y entonces yo lo supe.
    Max se fue a la cocina y volvió con el ácido, preguntándose si debía tomarlo.
    —Y luego decidí no resistirme más, y ahí cambió la cosa. Porque en cuanto decides tomar ácido con alguien que te ha iluminado, ya ves el mundo entero fundido con los ojos de esa persona.
    —Es más fuerte que nada en el mundo —dice Sharon.
    —Nada lo puede romper —dice Max—. Por lo menos mientras dura.

    «
No milk today,
    My love has gone away...
    The end of my hopes,
    The end of all my dreams
»,

    es una canción que yo oía todas las mañanas a finales de aquella fría primavera de 1967 por la KFRC, la Emisora del Flower Power de San Francisco.
    Tirofijo y Gerry me cuentan que están planeando casarse. Un sacerdote episcopaliano del distrito les ha prometido oficiar la boda en el Golden Gate Park, y ellos van a llevar a varios grupos de rock, va a ser «un auténtico rollo comunitario». El hermano de Gerry también se va a casar, en Seattle.
    —Es bastante interesante —reflexiona Gerry—, porque, ya sabes, él va a tener la clásica boda tradicional, y eso establece un contraste con la nuestra.
    —A la suya voy a tener que llevar corbata —dice Tirofijo.
    —Claro —dice Gerry.
    —Los padres de ella vinieron aquí a verme, pero no estaban preparados para mí —apunta Tirofijo en tono filosófico.
    —Al final le dieron su bendición —dice Gerry—. En cierta manera.
    —Vinieron a hablar conmigo y su padre me dijo: «Cuida de ella» —recuerda Tirofijo—. Y su madre dijo: «No permitas que la metan en la cárcel».
    Barbara ha hecho una tarta de manzana macrobiótica y ahora Tom, Max, Sharon y yo nos la estamos comiendo. Barbara me cuenta que ha aprendido a encontrar la felicidad en las «cosas de mujeres». Ella y Tom se fueron a no sé dónde a vivir con los indios, y aunque al principio a ella se le hizo duro que la relegaran con las mujeres y no poder meterse para nada en las conversaciones de los hombres, pronto lo entendió.
    —El
rollo
era eso mismo precisamente —me dice.
    Barbara está tan metida en eso llamado «cosas de mujeres» que llega al punto de excluir casi todo lo demás. Cuando a ella y a Tom y a Max y a Sharon les hace falta dinero, Barbara coge un trabajo a tiempo parcial haciendo de modelo o de maestra de guardería, pero no le gusta ganar más de diez o veinte dólares por semana. La mayor parte del tiempo se queda en casa y hace tartas.
    —Hacer algo que demuestra tu amor de esa manera —me cuenta— es lo más hermoso que conozco.
    Siempre que alguien me habla de las cosas de mujeres, y lo hacen a menudo, me viene a la cabeza aquello de «Nada dice “Te quiero” tan bien como lo que sale del horno» y en la Mística Femenina y en cómo es posible que haya gente que son instrumentos inconscientes de unos valores que a un nivel consciente rechazarían fervientemente, pero no se lo menciono a Barbara.
    Hace un día bastante bonito y estoy yendo con el coche por Haight Street cuando veo a Barbara en un semáforo.
    Ella me pregunta qué estoy haciendo.
    Dando una vuelta con el coche.
    —Mola —me dice ella.
    Hace un día bonito, le digo.
    —Mola —admite ella.
    Me pregunta si voy a pasar a visitarlos. Pronto, le digo yo.
    —Mola —me dice ella.
    Le pregunto si quiere dar una vuelta con el coche por el parque, pero está demasiado ocupada. Está yendo a comprar lana para su telar.
    Ahora Arthur Lisch se pone bastante nervioso cada vez que me ve porque la política de los Diggers de esta semana es que no hablan con los «emponzoñadores mediáticos», o sea, conmigo. De manera que sigo sin tener el contacto de Chester Anderson, pero un día en el Panhandle me encuentro con un chaval que me dice que es socio de Chester. Lleva capa negra, sombrero blanco y negro, una sudadera malva de las Job’s Daughters y gafas de sol, y dice que se llama Claude Hayward, pero que no me preocupe porque yo lo puedo llamar simplemente el Contacto. El Contacto se ofrece para «inspeccionarme».
    Yo me quito las gafas de sol para que él pueda verme los ojos. Él se deja las suyas puestas.
    —¿Cuánto te pagan por hacer esta clase de ponzoña mediática? —me dice para empezar.
    Yo me vuelvo a poner las gafas.
    —Solo hay una manera de averiguar dónde está la movida —dice el Contacto, y señala con el pulgar al fotógrafo que va conmigo—. Deshazte de ese y ve a Haight Street. No lleves dinero. No te va a hacer falta. —Se mete la mano por debajo de la capa y saca una página ciclostilada que anuncia una serie de clases que se imparten en la Tienda Gratuita de los Diggers sobre «Cómo evitar que te trinque la policía, las emboscadas sexuales, las enfermedades venéreas, las violaciones, el embarazo, las palizas y morir de hambre»—. Deberías asistir —me dice el Contacto—. Te van a hacer falta.
    Yo le digo que quizá asista, pero que entretanto me gustaría hablar con Chester Anderson.
    —Si decidimos ponernos en contacto contigo —me dice el Contacto—, lo haremos muy, muy pronto.
    Después de nuestra conversación no me quitó ojo en el parque, pero no me llamó al número que le di.
    Está anocheciendo y hace frío y es demasiado temprano para encontrar a Tirofijo en el Blue Unicorn, así que llamo al timbre de Max. Sale a abrirme Barbara.
    —Max y Tom están teniendo una especie de reunión de negocios —me dice—. ¿Puedes volver un poco más tarde?
    Me cuesta bastante imaginar qué clase de reunión de negocios pueden estar teniendo Max y Tom, pero unos días más tarde en el parque me entero.
    —Eh —me llama Max—. Siento que no pudieras subir el otro día, pero estábamos haciendo
negocios
. —Esta vez sí que lo entiendo—. Tenemos un material tremendo —me dice, y se pone a explicármelo.
    Pero esta tarde una de cada tres personas que hay en el Golden Gate Park parece un agente de narcóticos, de manera que intento cambiar de tema. Más tarde le sugiero a Max que tenga un poco más de cuidado en público.
    —Pero si soy muy cauteloso —me dice—. Toda precaución es poca.
    A estas alturas ya tengo un contacto oficioso tabú con el Departamento de Policía de San Francisco. El caso es que el policía en cuestión y yo nos encontramos en distintas situaciones tipo película de madrugada, como, por ejemplo, yo estoy sentada en la grada viendo un partido de béisbol y él está sentado por casualidad a mi lado, de manera que charlamos en tono cauteloso sobre nada en particular. No intercambiamos ninguna información real, pero al cabo de un tiempo empezamos a caernos bien.
    —Los chavales no son demasiado listos —me cuenta un día—. Te dicen que siempre distinguen a los secretas y hasta te hablan de «la clase de coches que llevan». Pero no están hablando de los secretas, están hablando de los simples polis de paisano que no llevan coche oficial, como yo. A los secretas no los captan. Los secretas no van en Ford negros con radioteléfonos.
    Me habla de un secreta al que sacaron del distrito porque creían que estaba demasiado expuesto, que se había vuelto demasiado conocido. Lo transfirieron a la brigada de narcóticos y por culpa de un error lo mandaron inmediatamente de vuelta al distrito en calidad de agente secreto de narcóticos.
    El policía juguetea con sus llaves.
    —¿Quiere saber cómo de listos son esos chavales? —me dice por fin—. Pues la primera semana, aquel tipo abrió cuarenta y tres expedientes.
    Se supone que los Jook Savages van a dar una fiesta para celebrar el Primero de Mayo en Larkspur, así que paso por el Warehouse y a Don y a Sue Ann se les ocurre que estaría bien ir hasta allí en coche, porque el niño de tres años de Sue Ann, Michael, lleva tiempo sin salir. Hace un airecillo suave, el Golden Gate está rodeado de una neblina crepuscular y Don le pregunta a Sue Ann cuántos aromas puede ella detectar en un simple grano de arroz, a lo que Sue Ann le contesta que tal vez tendría que aprender a cocinar
yang
, que tal vez en el Warehouse son todos demasiado
yin
, y entretanto yo intento enseñarle a Michael «Frère Jacques». Cada uno de nosotros va a su rollo y tenemos un buen viaje. Lo cual al final no importa, porque en casa de los Jook Savages no hay nadie, ni siquiera los mismos Jook Savages. Cuando nos volvemos a casa, Sue Ann decide cocinar un montón de manzanas que tienen por el Warehouse y Don se pone a trabajar en su espectáculo de luces y yo bajo un momento a ver a Max.
    —Alucinante —dice Max sobre el fiasco de Larkspur—. A alguien se le ocurre que molaría activar mentalmente a quinientas personas el Primero de Mayo, y es verdad que molaría, pero luego resulta que se lo montan el último día de abril, así que la cosa al final no se hace. Si se hace, se hace. Y si no, pues no se hace. Qué más da. A nadie le importa.
    Hay un chaval con ortodoncia tocando la guitarra y jactándose de que le ha pillado el último STP que quedaba al mismísimo Owsley en persona, y otro está diciendo que durante el mes que viene se van a liberar cinco gramos de ácido, y se nota que esta tarde no pasa gran cosa en las oficinas del
San Francisco Oracle
. Hay un chaval sentado ante un tablero de dibujo, dibujando esas figuras infinitesimales que uno dibuja cuando va de anfetas, y el chaval de la ortodoncia se dedica a mirarlo. «I’m gonna shoot my woooman —canturrea en voz baja—. She been with aaanotheeer man». Alguien hace un cálculo numerológico de mi nombre y del nombre del fotógrafo que me acompaña. Al fotógrafo le sale todo blanco y el mar («Si te fuera a hacer unos abalorios, por ejemplo, los haría sobre todo blancos», le dicen), pero mi nombre tiene un símbolo de muerte doble. La tarde no parece estar yendo a ninguna parte, así que alguien sugiere que vayamos a Japantown y busquemos a alguien llamado Sandy  para que nos lleve al templo zen.
    Hay cuatro chavales y un hombre de mediana edad sentados en una esterilla de paja en casa de Sandy, dando sorbos de té de anís y mirando cómo Sandy lee
You Are Not the Target
de Laura Huxley.
    Nos sentamos y bebemos té de anís.
    —La meditación nos activa mentalmente —dice Sandy.
    Tiene la cabeza afeitada y esa típica cara de querubín que se suele ver en las fotografías de los asesinos múltiples que salen en la prensa. El hombre de mediana edad, que se llama George, me está poniendo nerviosa porque está en pleno trance a mi lado y se dedica a mirarme fijamente sin verme.
    Ya noto que se me está yendo la cabeza —George está
muerto
o bien lo estamos
todos
— cuando suena el teléfono.
    —Es para George —dice Sandy.
    —¡George, teléfono!
    —¡George!
    Alguien agita la mano delante de George y por fin este se levanta, hace una reverencia y se aleja hacia la puerta pisando sin hacer ruido.
    —Creo que me quedo con el té de George —dice alguien—. George, ¿piensas volver?
    George se detiene en la puerta y nos mira a todos por turnos.
    —Dentro de un momento —contesta en tono seco.

    «¿Sabes quién es el primer astronauta eterno de este universo?
    ¿El primero que mandó sus vibraciones tremendas
    a todas estas superestaciones cósmicas?
    Porque la canción que no para de gritar
    manda a los planetas a dar tumbos...
    Pero antes de que creas que estoy chiflado,
    te aclaro que es de Narada Muni de quien estoy hablando...
    Cantando
    HARE KRISHNA HARE KRISHNA
    KRISHNA KRISHNA HARE HARE
    HARE RAMA HARE RAMA
    RAMA RAMA HARE HARE »,

    es una canción de los Krishna, con letra de Howard Wheeler y música de Michael Grant.
    Tal vez el viaje verdadero no sea el del zen, sino el de los Krishna, así que visito a Michael Grant, el discípulo más importante del swami A.C. Bhaktivedanta que hay en San Francisco. Encuentro a Michael Grant en su casa con su cuñado y su mujer, una chica guapa que lleva jersey de cachemira, vestido de tirantes y una marca roja de casta en la frente.
    —Llevo desde el pasado julio más o menos asociado con el swami —dice Michael—. Fíjese, el swami vino de la India, se instaló en un ashram del estado de Nueva York y allí se limitó a estar solo y salmodiar mucho. Así se pasó un par de meses. Enseguida le ayudé a conseguir el local que tiene ahora en Nueva York. Y ahora es un movimiento internacional, que nosotros extendemos enseñando estas salmodias. —Michael se dedica a manosear sus abalorios rojos de madera y yo me doy cuenta de que soy la única persona de la sala que lleva zapatos—. La cosa se está propagando como un incendio.
    —Si todo el mundo salmodiara —dice el cuñado—, se acabarían los problemas con la policía y con todo el mundo.
    —Ginsberg llama éxtasis a la salmodia, pero el swami dice que no es exactamente así. —Michael cruza la sala y endereza un cuadro que representa a Krishna como bebé—. Qué lástima que no pueda usted conocer al swami —añade—. Ahora mismo está en Nueva York.
    —«Éxtasis» no es la palabra adecuada en absoluto —dice el cuñado, que ha estado reflexionando sobre la cuestión—. Le hace a uno pensar en un éxtasis...
mundano
.
    Al día siguiente paso por casa de Max y de Sharon, y me los encuentro en la cama fumando un poco de hachís matinal. Sharon me dijo una vez que medio porro aunque fuera de hierba convertía levantarse por la mañana en una experiencia hermosa. Yo le pregunto a Max qué piensa él de Krishna.
    —Con un mantra te puedes colocar —me dice él—. Pero con el ácido yo soy un santo.
    Max le pasa el porro a Sharon y se reclina hacia atrás.
    —Qué lástima que no pudieras conocer al swami —dice—. El swami era lo que te activaba mentalmente.
    «Si alguien piensa que todo esto es un asunto de drogas es porque tiene la cabeza dentro de una bolsa. Se trata de un movimiento social, intrínsecamente romántico, de los que resurgen en las épocas de crisis social verdadera. Los temas son siempre los mismos. El retorno a la inocencia. La invocación de una autoridad y un control anteriores. Los misterios de la sangre. El gusanillo por lo trascendental, por la purificación. Ahí mismo tiene usted el camino por el que el romanticismo termina históricamente volviéndose conflictivo y por el que conduce al autoritarismo. Cuando se presenta esa dirección... ¿Y cuánto tiempo cree usted que tardará eso en suceder aquí?», es la pregunta que me hizo un psiquiatra de San Francisco.
    Durante la época que pasé en San Francisco ya empezaba a verse claro el potencial político de lo que por entonces se llamaba el movimiento. Siempre había estado claro para el núcleo revolucionario de los Diggers, cuyo talento para la guerrilla se estaba orientando ahora hacia los enfrentamientos abiertos y la creación de una situación de emergencia en verano, y también estaba claro para muchos de los médicos y sacerdotes y sociólogos convencionales que habían tenido ocasión de trabajar en el distrito, y también lo podía ver claro rápidamente cualquier persona de fuera que se molestara en decodificar aquellos comunicados en los que Chester Anderson llamaba a la acción, o bien que observara quiénes eran los primeros en aparecer siempre en las escaramuzas callejeras que ahora marcaban la dinámica de la vida en el distrito. No había que ser analista político para verlo; los chavales de los grupos de rock lo veían, porque a menudo estaban presentes cuando la cosa sucedía.
    —En el Golden Gate Park siempre había veinte o treinta personas al pie del pabellón —se me quejó un miembro de los Grateful Dead—. Listos para liar al público con algún rollo militante.
    Pero la peculiar belleza de aquel potencial político, por lo que respectaba a los activistas, era que la mayor parte de los habitantes del distrito no terminaba de verlo en absoluto, tal vez porque los escasos chavales de diecisiete años que tienen  una visión realista de la política no suelen adoptar el idealismo romántico como estilo de vida. Tampoco lo terminaba de ver la prensa, que con niveles diversos de competencia seguía informando del «fenómeno hippy» como si fuera una chanza universitaria prolongada; una vanguardia artística liderada por habituales del centro cívico judío tan inofensivos como Allen Ginsberg; o bien una protesta reflexiva, no muy distinta de alistarse en el Cuerpo de Paz, contra la cultura que había producido el plástico para envolver alimentos y la guerra de Vietnam. Esta última interpretación, o bien la de «están intentando decirnos algo», llegó a su apogeo con ocasión de cierto reportaje de portada de la revista
Time
que revelaba que los hippies «se burlan del dinero, lo llaman “pasta”» y que sigue constituyendo a día de hoy la más notable, aunque involuntaria, demostración de que la señal que comunica las distintas generaciones está irrevocablemente bloqueada.
    Porque las señales que recibía la prensa estaban completamente limpias de posibilidades políticas; sobre las tensiones del distrito no se hacía comentario alguno, ni siquiera durante el periodo en que en Haight Street había tantos observadores de
Life
y
Look
y de la CBS que en gran medida se dedicaban a observarse entre ellos. Los observadores venían a creer lo que les decían los chavales: que estos eran una generación que había dejado de lado la acción política y los juegos de poder, y que en realidad en Haight-Ashbury no había activistas, sino que aquellas cosas que pasaban todos los domingos no eran más que manifestaciones espontáneas, puesto que, tal como decían los Diggers, la policía actuaba con brutalidad y los delincuentes juveniles carecían de derechos, y los chavales fugados de su casa se veían privados de su derecho a la autodeterminación y la gente se moría de hambre en Haight Street, que era un modelo a escala de Vietnam.
    Por supuesto, los activistas —no aquellos cuyo pensamiento se había vuelto rígido, sino los que conservaban una idea imaginativamente anárquica de la revolución— ya habían entendido hacía mucho tiempo la realidad que la prensa seguía sin captar: que teníamos delante algo importante. Que teníamos delante el intento desesperado, por parte de un puñado de chavales patéticamente desprovistos de recursos, de crear una comunidad en medio de un vacío social. Después de ver a aquellos chavales, ya no podíamos pasar por alto dicho vacío, ni tampoco fingir que íbamos a ser capaces de dar marcha atrás a la atomización de la sociedad. Aquello no era una rebelión generacional tradicional. En algún momento entre 1945 y 1967 habíamos pasado por alto contarles a aquellos chavales las reglas del juego que estábamos jugando. Tal vez nosotros mismos habíamos dejado de creer en esas reglas, o tal vez nos estaban fallando los ánimos para jugar al juego. Tal vez no quedaba la bastante gente para darles explicaciones. Se trataba de unas criaturas que habían crecido despojadas de esa red de primos y tías abuelas y médicos de familia y vecinos de toda la vida que tradicionalmente habían sido los que sugerían y reforzaban los valores de la sociedad. Eran chavales que se habían mudado de ciudad muchas veces: «San José, Chula Vista, aquí». No era tanto que se rebelaran contra la sociedad como que no la conocían, y solo eran capaces de responder a algunas de sus dudas más publicitadas sobre sí misma: Vietnam, el precinto de plástico para la comida, las pastillas para adelgazar, la Bomba.
    Ellos respondían exactamente a lo que se les daba. Y como no creían en las palabras —las palabras eran para las «mentes cuadriculadas», les decía Chester Anderson, y los pensamientos que necesitaban palabras no eran más que rollos nacidos del ego—, el único vocabulario en el que eran competentes eran los lugares comunes de la sociedad. Pero resulta que yo todavía estoy comprometida con la idea de que la capacidad de pensar por uno mismo depende del dominio que uno tenga del lenguaje, de manera que no sentía ningún optimismo hacia unos chavales que se conformaban con decir, para indicar que su padre y su madre no vivían juntos, que venían de un «hogar roto». Tenían dieciséis años, quince y catorce, cada vez llegaban más jóvenes, un ejército de niños esperando a que alguien les diera las palabras.
    Peter Berg, en cambio, conoce muchas palabras.
    —¿Está Peter Berg? —pregunto.
    —Tal vez.
    —¿Eres tú Peter Berg?
    —Sí.
    La razón por la que a Peter Berg no le apetece compartir muchas palabras conmigo es que dos de las palabras que conoce son «ponzoña mediática». Peter Berg lleva un pendiente dorado y es tal vez la única persona del distrito a quien un pendiente dorado le da un aspecto ominoso. Pertenece a la Troupe de Mimos de San Francisco, algunos de cuyos miembros fundaron el Frente de Liberación de Artistas para «aquellos que quieren combinar sus ansias creativas con el compromiso sociopolítico». Fue de la Troupe de Mimos de donde salieron los Diggers, durante los disturbios de Hunter’s Point en 1966, cuando parecía buena idea repartir comida gratis y llevar a las calles espectáculos de títeres que se burlaban de la Guardia Nacional. Junto con Arthur Lisch, Peter Berg forma parte del liderazgo en la sombra de los Diggers, y fue él quien más o menos inventó y le presentó a la prensa la idea de que durante el verano de 1967 iban a llegar a San Francisco doscientos mil adolescentes indigentes. La única conversación que yo he tenido con Peter Berg fue aquella en la que me responsabilizó directamente de los pies de foto que la revista
Life
les había puesto a las fotos de Henri Cartier-Bresson sobre Cuba, pero lo que yo quiero es verlo en acción en el Golden Gate Park.
    Janis Joplin está cantando con los Big Brother en el Panhandle y casi todo el mundo va colocado y estamos entre las tres y las seis de una tarde de domingo bastante bonita, que los activistas dicen que son las tres horas de la semana en las que es más probable que pase algo en Haight-Ashbury, ¿y quién aparece? Pues Peter Berg. Va acompañado de su mujer y de otras seis o siete personas, entre ellas el socio de Chester Anderson, el Contacto, y la primera cosa peculiar que veo es que llevan las caras pintadas de negro.
    Les menciono a Max y a Sharon que parece que algunos miembros de la Troupe de Mimos llevan la cara pintada de negro.
    —Es teatro callejero —me asegura Sharon—. Se supone que mola un montón.
    Los miembros de la Troupe de Mimos se acercan un poco más y veo más elementos peculiares en su conducta. Para empezar, están pegando a la gente en la cabeza con porras de plástico de esas que se venden en las tiendas de artículos rebajados, y además llevan letreros en la espalda. «¿ CUÁNTAS VECES OS HAN VIOLADO, COLGADOS DEL AMOR ?» y «¿ QUIÉN LE HA ROBADO LA MÚSICA A CHUCK BERRY ?» y otras cosas por el estilo. Y además están repartiendo pasquines de la compañía de comunicación que dicen:

    & este verano miles de grupis no-blancos & no-suburbanos van a estar preguntándose por qué habéis renunciado a lo que ellos no pueden tener & cómo es que nadie os dice nada por ello & cómo es que no sois maricones con ese pelo tan largo & ellos quieren que haight street se decida por una cosa u otra. POR SI NO LO SABES YA, EN AGOSTO HAIGHT STREET SERÁ UN CEMENTERIO .

    Max lee el pasquín y se pone de pie.
    —Estoy recibiendo malas vibraciones —dice, y él y Sharon se marchan.
    Yo me tengo que quedar porque estoy buscando a Otto, así que me acerco al sitio donde los miembros de la Troupe de Mimos han formado un círculo alrededor de un negro. Peter Berg está diciendo que si alguien pregunta esto es teatro callejero, y yo supongo que se debe de haber levantado el telón, porque ahora se dedican a golpear al negro con sus porras. Lo golpean y le enseñan los dientes y luego dan un paso atrás y esperan.
    —Estoy empezando a mosquearme —dice el negro—. Me voy a enfadar.
    Ya se han acercado varios negros, que están leyendo los letreros y mirando.
    —Conque estás empezando a mosquearte, ¿eh? —dice uno de los miembros de la Troupe de Mimos—. ¿No te parece que ya era hora?
    —La música de Chuck Berry no la ha
robado
nadie, colega —dice otro negro que ha estado examinando los letreros—. La música de Chuck Berry pertenece a todo el mundo.
    —¿Ah, sí? —dice una chica con la cara pintada de negro—. ¿Qué mundo?
    —Bueno —dice él, confundido—. Pues todo el mundo. De América.
    —De
América
—chilla la chica de la cara pintada—. Escuchad cómo habla de
América
.
    —Escuchad —dice él, impotente—. Escuchadme.
    —¿Y qué ha hecho
América
por ti? —dice en tono de mofa la chica de la cara pintada—. Estos chavales blancos se pueden pasar todo el verano sentados en el parque y escuchando la música que han robado, porque los peces gordos de sus papás no paran de mandarles dinero. ¿Y a vosotros quién os manda dinero?
    —Oye —dice el negro levantando la voz—, vais a liar algo feo aquí, esto no está bien...
    —Dinos tú lo que está bien, negrito —dice la chica.
    El miembro más joven del grupo de caras pintadas, un chaval alto y serio de unos diecinueve o veinte años, está un poco apartado, al margen de la escena. Yo le ofrezco una manzana y le pregunto qué está pasando.
    —Bueno —me dice él—, yo soy nuevo en esto. Estoy empezando a estudiarlo ahora, pero lo que pasa es que los capitalistas están conquistando el distrito, ¿sabe usted?, y eso es lo que Peter... bueno, pregúntele a Peter.
    Pero no se lo pregunto a Peter. La cosa continúa un rato. Pero ese domingo en concreto, entre las tres y las seis, todo el mundo va demasiado colocado y hace demasiado buen tiempo y las bandas de delincuentes de Hunter’s Point que suelen venir por aquí entre las tres y las seis de la tarde del domingo ya vinieron el sábado, así que no se lía nada. Mientras yo espero a Otto le pregunto a una chica a la que conozco un poco qué le ha parecido la escena.
    —Es una cosa que mola y que ellos llaman teatro callejero —me contesta.
    Yo le pregunto si no es posible que haya tenido connotaciones políticas. Ella tiene diecisiete años y le da unas cuantas vueltas mentalmente a la cuestión y por fin recuerda un par de palabras de alguna parte.
    —Puede que sea un rollo a lo John Birch —me dice.
    Cuando por fin encuentro a Otto me dice:
    —Tengo algo en mi casa que te va a dejar flipada.
    Y cuando llegamos allí veo en el suelo de la sala de estar a una niña, vestida con un abrigo corto y leyendo un tebeo. No para de relamerse con gesto concentrado y lo único raro que le veo es que lleva pintalabios blanco.
    —Tiene cinco años —dice Otto—, y va de ácido.
    La niña de cinco años se llama Susan y me cuenta que va a la guardería para mayores. Vive con su madre y con otra gente, acaba de pasar el sarampión, quiere una bicicleta para Navidad y le gustan sobre todo la Coca-Cola, el helado, Marty de los Jefferson Airplane, Bob de los Grateful Dead y la playa. Recuerda que fue a la playa una vez hace mucho tiempo y dice que ojalá se hubiera llevado un cubo. Ahora ya hace un año que su madre le da ácido y peyote. Susan lo describe como «colocarse».
    Yo empiezo a preguntarle si hay más niños en la guardería que se colocan, pero me fallan las palabras clave.
    —Te está preguntando si los demás niños de tu clase se activan mentalmente, si se
colocan
—le dice la amiga de su madre que la ha traído a casa de Otto.
    —Solo Sally y Anne —dice Susan.
    —¿Y Lia? —le apunta la amiga de su madre.
    —Lia no va a la guardería —dice Susan.
    Esta mañana, antes de que nadie se levantara, Michael, el hijo de tres años de Sue Ann, ha provocado un incendio, pero Don lo ha apagado antes de que causara grandes daños. Sin embargo, Michael se ha quemado  el brazo, y debe de ser por eso por lo que Sue Ann se pone nerviosa cuando por casualidad lo ve masticar un cable eléctrico.
    —Te vas a freír como un huevo —le grita.
    La única gente que hay presente son Don, una de las amigas macrobióticas de Sue Ann y alguien que está de paso hacia la comuna de las Santa Lucias, y ninguno de ellos se da cuenta de que Sue Ann le está gritando a Michael porque están en la cocina intentando recuperar un hachís marroquí muy bueno que se ha colado por un tablón del suelo dañado por el incendio.
    1967

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