IGNACIO GUTIÉRREZ DE TERÁN GÓMEZ-BENITA
Departamento de Estudios Árabes e Islámicos, Universidad Autónoma de Madrid
Murid al Barguthi, poeta palestino fallecido en 2021 describió en cierta ocasión la cuestión palestina como el acto de una obra teatral en la que se levanta el telón y aparecen tres hombres fieramente vestidos con túnica y pañuelo kufiya pateando a alguien que, resulta evidente, es judío. Se baja el telón y ya está, se terminó la obra. Ese es el resumen de lo que ha devenido el llamado conflicto araboisraelí durante las últimas décadas, la muestra de violencia y salvajismo constantes por parte de una gente, los palestinos, que odian la modernidad, la democracia y el derecho de un todo un pueblo, el judío, a vivir en paz. Por ello, buena parte de los ciudadanos occidentales piensan que los israelíes (los judíos de entre ellos, pues una parte significativa pero que no cuenta son árabes) desempeñan el papel impuesto de víctimas. Porque no tienen noticia de que antes de esa escena terrible en la que tres "energúmenos" agreden a una persona indefensa tenemos una sucesión de actos y capítulos en los que millones de palestinos han sido desposeídos de sus casas, sus huertos y sus lugares de trabajo, obligados al destierro y la trashumancia, como un pueblo apestado, por los confines del mundo, implorando que alguien tenga en cuenta su desgracia. Empresa harto complicada: ¿cómo va a saber nadie de tus miserias si nadie se las cuenta y si tú mismo careces de voz para hacerla inteligible?
La escena teatral, viciada y corrupta desde el inicio, de la que hablaba al-Barguthi la he vuelto a contemplar estos días, a partir de la madrugada del pasado sábado 7 de octubre. Milicianos de Hamás arrastrando cadáveres de hombres vestidos de paisano (son militares en muchos casos, pero eso parece secundario; tampoco te lo cuentan), dejando a su paso un reguero de muerte en un descampado donde había un festival de música, cerca de Gaza (hasta este punto ha llegado la soberbia del sionismo más acérrimo que gobierna Israel hoy, obviar la existencia de millones de palestinos enclaustrados más allá de la valla electrificada de 65 kilómetros, de última tecnología que separa aquella del territorio israelí). Hemos visto imágenes de colonos convertidos en rehenes, niños, mujeres, hombres, ancianas también, apresados en los asentamientos que Tel Aviv amplia y expande por doquier en Palestina sin atender a la legalidad internacional ni la misma inviabilidad de muchas de estas construcciones, en un entorno árido, sin agua ni infraestructuras sostenibles (un problema menor: ya dirá la propaganda oficial que hay sitio para más población, de religión, a costa de los palestinos). Hasta los oficiales de alta graduación caídos en el sorpresivo ataque de los "terroristas", "saboteadores" y "yihadistas" de Hamás han sido "asesinados" aun cuando murieron en el campo de batalla, como se decía antes en cualquier contexto bélico. No debemos preocuparnos por estos juegos de palabras: en cuanto las tropas israelíes entren en Gaza, "neutralizarán" a cientos de milicianos armados hasta los dientes, aunque los sorprendan dormido, y a no menos civiles. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, sostiene que su país está en guerra contra Hamás. Dejando a un lado que más que con Hamás están en guerra con Palestina, desde hace décadas, para apoderarse de cuantas más tierras mejor y despertar de paso la simpatía y generosa contribución de la comunidad internacional, la pregunta cae por su peso: si estáis en guerra, ¿qué tienen de extraño ofensivas, despliegues y contraataques? El ataque de Hamás entra dentro de la lógica bélica. Las tropas de asalto, la policía y los servicios de inteligencia israelíes llevan décadas irrumpiendo en las casas de los civiles palestinos, destrozando sus propiedades y llevándose a rastras a adolescentes e impúberes. ¿No es esa la guerra que tanto les convenía?
Al-Barguthi comentaba también algo que solía ocurrirle cuando departía con los colegas "progresistas" judíos con nacionalidad israelí –por si no lo saben, cualquier judío que haya en el planeta, aunque no sea capaz de situar Jerusalén en el mapa, puede llegar a ser israelí; un palestino, aun habiendo nacido en Palestina o teniendo a una madre, un tío o una abuela que nació allí, es muy improbable que pueda regresar a su tierra siquiera de visita-. Te dicen que comprenden tu situación de palestino expoliado, que les parece fatal que la casa de tus padres la ocupen ahora unos recién llegados de Buenos Aires, Toronto o Brooklyn, que les sabe mal que tengas que vivir a la fuerza en el exilio pero que, ea, una injusticia no puede enmendarse con otra mayor, como sería expulsar a los judíos israelíes de un estado moderno y exitoso erigido con el sudor de sus manos, y, bueno, ya se verá. Y se vuelven a la Palestina ocupada, a comer faláfil, y hummus que ahora, resulta, son una invención israelí y a cultivar subrepticiamente el mito de que allí, antes de las primeras aliyás o emigraciones multitudinarias judías, apenas había gente viviendo. Y muy rudimentariamente. Sin civilización, sin cultura ni modernidad.
Nunca nos dejará de sorprender el simplismo de tanta gente de buena fe que se muestra incondicionalmente partidaria de Israel e incluso justifica sus ataques "en legítima defensa" contra la "violencia" palestina. No deberíamos: en realidad, sólo saben de la misa la media. Cuando lees los recuentos históricos otomanos o de los mismos colonizadores británicos sobre los fértiles vergeles de Palestina –el "granero" de la Gran Puerta la llegaron a llamar-, o sobre la vitalidad de la sociedad palestina a principios del S.XX, antes de la proliferación del movimiento sionista, de sus escritoras, intelectuales y movimientos artísticos te preguntas cómo hemos podido llegar que la mitad de la población mundial haya asumido la fábula sionista de que Palestina era un yermo antes de que llegaran ellos. Cuando repasas los informes de entidades, asociaciones y personalidades jurídicas internacionales sobre los excesos de la ocupación israelí, la confiscación ilegal de tierras y propiedades, la expulsión de poblaciones, el rechazo a reconocer el ius solis de los palestinos, las detenciones administrativas, las torturas sistemáticas, el cierre arbitrario de territorios enteros, la confiscación universal de Gaza, continuada desde 2007, cuando reparas en todo eso y escuchas los testimonios de tantos y tantos palestinos desposeídos de tierra y memoria no puedes dejar de admirarte. Según las encuestas, la mayor parte de la población joven (judía) de Israel piensa que "ellos llegaron antes" que los palestinos, sin reparar en que, en muchos casos, sus padres no llevan allí ni cincuenta años. Normal: a los palestinos los esconden detrás de muros, verjas y puestos de control que esos jóvenes tampoco han visto. Otra buena parte de la opinión pública occidental piensa que Hamás – o la Autoridad Nacional Palestina, o los grupos de izquierdas, o los islamistas, o individuos que actúan por su cuenta y riesgo- ponen en peligro la paz planetaria por odio y una especie de frustración congénita. No menos normal: desconocen, por pereza, estolidez o por falta de interés, cómo hemos llegado hasta aquí.
Hamás compone una organización islamista puritana y reaccionaria. Su modo de gobernar Gaza–es un decir; poco hay que gestionar allí- no diferiría demasiado de cómo rigen a su pueblo gobiernos que se proclaman cumplidores estrictos de la Sharía o Ley islámica. Los responsables del "estado profundo" de Israel lo saben bien, porque durante mucho tiempo intentaron facilitar que el islamismo palestino se convirtiera en alternativa real a los grupos de izquierda secularistas que dominaban la escena política en los setenta y ochenta del siglo pasado. Hamás, y toda la población de Gaza, llevan sufriendo un cerco inclemente desde hace más de quince años. Los habitantes de algunos asentamientos y kibutz en el entorno de Gaza se quejaban estos días de haberse quedado sin luz, agua y combustible. Vaya. Eso ocurre en Gaza de forma sistemática un mes sí y otro también; más a lo largo de las terribles y oscuras jornadas de bombardeos que aguarda a su población. Hamás ha atacado objetivos civiles y agredido a ciudadanos indefensos, dicen los críticos. Algunos han comparado la irrupción en casas y chalés con el objetivo de matar o cuando menos apresar a quien se pusiera en su camino con las barbaridades de grupos radicales como al-Qaeda. Es una forma de verlo; también podrían comparar las palizas, disparos a quemarropa y bombardeos de escuelas y hospitales cometidos por las tropas israelíes con los desmanes de ejércitos de regímenes dictatoriales, pero no lo hacen. Otros apuntan que, instigados por Irán, los de Hamás han tratado de impedir que los países árabes "moderados" que todavía no lo han hecho, léase Arabia Saudí en primer lugar, tengan razones para firmar una paz duradera con Israel. Otro modo de incidir en la conocida estrategia de despojar a los palestinos de su "capacidad de agencia". O no existen o carecen de empoderamiento. Pueden aducir muchas razones y establecer cuantos paralelismos deseen. Pero si no queremos trascender los prejuicios ideológicos, las verdades a medias y los mitos fundacionales de un movimiento colonialista que tanto dolor sigue generando no entenderemos mucho.
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