Cesare Pavese : Entre mujeres solas (novela neorrealista italiana)

 


octubre 14, 2021



1

    Llegué a Turín bajo la última nieve de enero, como sucede con los saltimbanquis y los vendedores de turrón. Recordé que era carnaval al ver bajo los soportales los puestos y los mecheros incandescentes del acetileno, pero aún no había oscurecido y fui andando de la estación al hotel, atisbando fuera de los soportales por encima de las cabezas de la gente. El aire crudo me mordía las piernas y, cansada como estaba, me demoraba ante los escaparates, dejaba que la gente me empujara, y miraba a mi alrededor ajustándome el abrigo de pieles. Pensaba que ahora los días se alargaban, y que pronto un poco de sol disolvería aquel barrillo y abriría la primavera.

    Así volví a ver Turín, en la penumbra de los soportales. Cuando entré en el hotel no soñaba sino con un baño caliente y tumbarme y una noche larga. Total, en Turín debía quedarme una temporada.

    No llamé a nadie y nadie sabía que me alojaba en aquel hotel. Ni siquiera un ramo de flores me esperaba. La camarera que me preparó el baño me habló inclinada sobre la bañera, mientras yo daba vueltas por la habitación. Son cosas que un hombre, un camarero, no haría. Le dije que se fuera, que me las arreglaría sola. La muchacha balbució algo, mirándome de cara, agitando las manos. Entonces le pregunté de dónde era. Se ruborizó intensamente y me respondió que era veneciana.

    —Se nota —le dije—. Yo soy turinesa. ¿Te gustaría volver a casa?

    Asintió con una mirada socarrona.

    —Pues hazte cargo de que yo aquí vuelvo a casa —le dije—, no me estropees el placer.

    —Usted disculpe —me dijo—. ¿Puedo irme?

    Cuando estuve sola, dentro del agua tibia, cerré los ojos irritada porque había hablado de más y no merecía la pena. Cuanto más me convenzo de que hablar sin necesidad no sirve de nada, más hablo. Especialmente entre mujeres. Pero el cansancio y aquel poco de fiebre se diluyeron pronto en el agua y evoqué la última vez que había estado en Turín —durante la guerra—, al día siguiente de una incursión. Todas las cañerías habían saltado, ni pensar en un baño. Lo recordé con gratitud; mientras en la vida hubiera un baño, valía la pena vivirla.

    Un baño y un cigarrillo. Mientras fumaba con la mano a flor de agua, comparé el chapoteo que me mecía con los días agitados que había vivido, con el tumulto de tantas palabras, con mis desasosiegos, con los proyectos que siempre había realizado y sin embargo esa noche se reducían a aquella bañera y aquella tibieza. ¿Había sido ambiciosa? Volví a ver las caras ambiciosas: caras pálidas, marcadas, convulsas —¿había alguna que se hubiera distendido en un instante de paz?—. Ni siquiera al morir esa pasión se mitigaba. A mí me parecía que jamás me había relajado un momento. Acaso veinte años antes, cuando era aún una niña, cuando jugaba por las calles y esperaba con ansia la temporada de los confeti, de los barracones y las máscaras, tal vez entonces me hubiera abandonado. Pero en aquellos años, para mí carnaval no significaba más que tiovivos, turrón y narices postizas. Después tuvo que ver con la manía de salir, de ver, de correr por Turín, con las primeras escapadas por las callejas con Carlotta y las otras, con la emoción de sentirnos seguidas por primera vez. También esa inocencia había acabado. Extraña cosa. La tarde del jueves de carnaval, cuando papá se agravó, para después morir, lloré de rabia y lo odié pensando en la fiesta que me perdía. Solamente mamá me entendió aquella tarde, y me tomó el pelo y me dijo que me quitara de en medio, que fuera a llorar al patio de Carlotta. Pero yo lloraba porque el que papá estuviese a punto de morir me asustaba y me impedía por dentro abandonarme al carnaval.

    Sonó el teléfono. No me moví de la bañera porque estaba feliz con mi cigarrillo y pensaba que probablemente aquella tarde remota me había dicho por primera vez que si quería hacer algo, obtener algo de la vida, no debía ligarme a nadie, depender de nadie, como estaba ligada a aquel inoportuno papá. Y lo había logrado, y ahora todo mi placer era diluirme en aquella agua y no contestar al teléfono.

    El sonido insistió, al cabo de un rato, y parecía irritado. No acudí, pero salí del agua. Me sequé lentamente, sentada en la toalla, y estaba untándome una crema alrededor de la boca cuando llamaron.

    —¿Quién es?

    —Una nota para la señora.

    —He dicho que no estoy.

    —El señor insiste.

    Tuve que levantarme y girar la llave. La veneciana impertinente me tendió la nota. Le eché un vistazo y le dije a la chica:

    —No quiero verlo. Que vuelva mañana.

    —¿La señora no baja?

    Me sentía la cara embadurnada, ni siquiera podía hacerle una mueca. Dije:

    —No bajo. Quiero un té. Dile que mañana a mediodía.

    Cuando estuve sola, descolgué el auricular, pero enseguida contestaron de recepción. La voz rascaba sobre la mesita, impotente como un pez fuera del agua. Entonces grité algo al teléfono, debí de decir que era yo, que quería dormir. Me desearon buenas noches.

    Media hora después, la camarera no había regresado aún. «Esto sucede solo en Turín», pensé. Hice algo que nunca había hecho, como si fuera una niña tonta. Me puse la bata y entreabrí la puerta.

    En el discreto pasillo, varias personas, camareros, señores, mi chica impertinente, se agolpaban ante una puerta. Alguien, en voz baja, exclamaba algo.

    Después la puerta se abrió de par en par, y despacio, con muchos miramientos, dos batas blancas sacaron una camilla. Todos callaron y abrieron paso. En la camilla estaba tendida una muchacha —rostro hinchado y cabellos en desorden—, vestida de noche, de tul celeste, sin zapatos. Aunque tenía los párpados y los labios muertos, se adivinaba un mohín que había sido gracioso. Miré instintivamente bajo la camilla, por si goteaba sangre. Escudriñé las caras —eran las de costumbre, unos fruncían los labios, otros parecían reír malignos—.     Capté la mirada de mi camarera, corriendo tras la camilla. Sobre las voces quedas del corrillo (había también una señora con abrigo de pieles y se retorcía las manos) se alzó la de un médico —salió por la puerta secándose las manos— y declaró que se había terminado, que despejaran el paso.

    La camilla desapareció por las escaleras; oí exclamar:

    —Despacio. —Miré de nuevo a mi camarera. Había corrido ya hasta una silla al final del pasillo, y volvía con la bandeja del té.

    —Se sintió mal, qué desgracia —dijo entrando en mi habitación. Pero le brillaban los ojos y no se contuvo. Me lo contó todo. La chica había entrado en el hotel por la mañana; venía sola de una fiesta, de un baile. Se había encerrado en la habitación; no se había movido en todo el día. Alguien había telefoneado, habían ido a llamarla, un policía había abierto. La chica estaba en la cama, moribunda.

    La camarera continuaba:

    —Envenenarse en carnaval, qué lástima. Y la familia es muy rica… Tienen un chalet precioso en la piazza d’Armi. Si se salva es un milagro…

    Le dije que quería más agua para el té. Y que no volviera a entretenerse por las escaleras.

    Pero esa noche no dormí como había esperado y mientras me revolvía en la cama me habría dado de puñetazos por haber metido las narices en el pasillo.


2

    Al día siguiente me trajeron un ramo de flores, los primeros narcisos. Sonreí pensando que en Turín nunca había recibido flores. Pero no era Turín quien me los mandaba. El encargo venía del bobo de Maurizio que había pensado en darme una sorpresa a mi llegada. Pero le había salido mal. «Ocurre también en Roma», pensé. Vi a Maurizio desconsolado callejear por via Veneto después del adiós, y entre el último café y el primer aperitivo rellenar el impreso de la Fleurop.

    Me pregunté si la chica de ayer habría tenido flores en la habitación. ¿Hay gente que para morir se rodea de flores? Quizá sea un modo de infundirse valor. La camarera fue a buscarme un jarrón, y mientras me ayudaba a colocar los narcisos me contó que los periódicos no hablaban del intento de suicidio.

    —Quién sabe cuánto habrán pagado para mantenerlo oculto. La han llevado a una clínica privada… Ayer por la noche estuvieron investigando. Debe de haber un hombre por medio… Merece la cárcel, quien induce a una muchacha…

    Le dije que una chica que pasa la noche de baile en baile y en lugar de volver a su casa se va a un hotel, tiene la obligación de saber cuidarse.

    —Ah, sí —dijo la otra, indignada—, la culpa es de las madres. ¿Por qué no acompañan a sus hijas?

    —¿Qué madres? —dije—. Estas chicas siempre han estado con su madre, han crecido entre algodones, han visto el mundo desde detrás de los cristales. Cuando se trata de salir adelante frente a una dificultad, no saben y se derrumban.

    Ahora Mariuccia se reía, como diciéndome que ella sabía apañárselas y salir adelante. Me la quité de encima y me vestí. Por las calles hacía frío y estaba despejado; durante la noche había llovido sobre el barrillo, y ahora el sol entraba bajo los soportales. Parecía una ciudad nueva, Turín, una ciudad recién terminada, y la gente corría, se encontraba casualmente como ocupada en darle los últimos toques y en reconocerse. Paseé bajo los edificios del centro, mirando los grandes comercios que esperaban al primer cliente. Ninguno de aquellos escaparates y muestras eran modestos y familiares, como los recordaba, ni los cafés, ni las cajeras, ni las caras. Solamente el sol oblicuo y el aire saturado de humedad no habían cambiado.

    Y nadie estaba de paseo, todos parecían ocupados. Por la calle la gente no vivía, solo se escapaba. Y pensar que en tiempos aquellas calles del centro me habían parecido, al pasar por ellas con mi gran caja de modista bajo el brazo, un reino de gente de vacaciones y despreocupada, como entonces me imaginaba los centros de veraneo. Cuando se tienen ganas de una cosa, se la ve por todas partes. Y todo eso solo para sufrir, para darme patadas en los tobillos. «¿De qué tendría ganas —me pregunté— esa estúpida que ayer se tomó el veronal?». Un hombre por medio… De jóvenes somos tontas. Mi veneciana tenía razón.

    Regresé al hotel y vi delante de mí la cara inesperada del flaco Morelli, el de la nota. Se me había olvidado.

    —¿Cómo se las arregló para encontrarme? —le dije riendo.

    —No tiene importancia. Esperé.

    —Toda la noche.

    —Todo el invierno.

    —Quiere decir que tiene tiempo.

    Yo a este hombre lo había visto siempre en bañador, en las playas romanas. Tenía vello en el tórax delgado, un vello gris, casi blanco. Ahora la corbata de seda y el chaleco claro lo convertían en otro.

    —¿Sabe que es usted joven, Morelli? —le dije.

    Se inclinó y me invitó a almorzar.

    —¿Le dijeron ayer por la noche que no salgo?

    —Pues comamos aquí —dijo él.

    Estos tipos que bromean sin reír nunca no me desagradan. Intimidan un poco y, precisamente por eso, una mujer se siente segura con ellos.

    —Acepto —le dije—. Con tal de que me cuente algo divertido. ¿Cómo van los carnavales?

    Cuando estuvimos sentados, no me habló del carnaval. Ni siquiera habló de sí mismo. Habló, sin sonreír, de un salón de Turín —dijo el nombre, el de unos nobles— donde ocurrió que ciertos señores importantes, que esperaban a la dueña de la casa, se habían quedado en paños menores, y después se volvieron a sentar en las butacas, fumando y charlando. La señora, pasmada, debía de estar convencida de que el juego estaba de moda, que era una prueba de ingenio, y había bromeado un buen rato con sus huéspedes.

    —Ya ve, Clelia —me dijo Morelli—, Turín es una ciudad vieja. En cualquier otro sitio esto habría sido una ocurrencia de muchachos, de estudiantes, de profesionales bisoños. Aquí, en cambio, se le ocurre a gente mayor, comendadores y coroneles. Es una ciudad alegre…

    Siempre impasible, se inclinó murmurando:

    —La cabeza pelada de allá abajo es uno…

    —¿No me tomará por esa condesa? —le dije feliz—. Yo también soy de Turín.

    —Oh, usted no es de ese mundillo, lo sabe muy bien.

    No era del todo un cumplido. Volví a verlo con su vello gris.

    —¿Se desvistió también usted? —dije.

    —Querida Clelia, si quiere formar parte de ese salón…

    —¿Qué haría allí otra mujer?

    —Le enseñaría a la dueña a hacer estriptís… ¿A quién conoce en Turín?

    —Entrometido… Las únicas flores que he recibido en Turín han venido de Roma.

    —¿La esperan en Roma?

    Me encogí de hombros. El astuto de Morelli conocía a Maurizio. Sabía también que yo bromeaba de buen grado, pero que los gastos de la playa me los pagaba yo.

    —Soy una mujer libre —dije—. No reconozco sino una obligación, la que imponen un hijo o una hija. Y por desgracia no tengo hijos.

    —Pero usted podría ser mi hija… ¿O me hace demasiado viejo?

    —Soy yo quien es demasiado vieja.

    Finalmente se abrió y sonrió, con aquellos vivos ojos grises. Sin mover la boca, sin hacer una mueca, se llenó de alegría y me escrutó con fruición. Yo sabía también esto. No era un tipo como para liarse con una niña.

    —Usted que lo sabe todo de este hotel —dije—, cuénteme del escándalo de ayer. ¿Conoce a la chica?

    Me escrutó de nuevo y movió la cabeza.

    —Conozco al padre —declaró—, un hombre duro. Voluntad de hierro. Una especie de búfalo. Construye motocicletas y anda por la fábrica en mono.

    —He visto a la madre.

    —No conozco a la madre. Buena gente. Pero la hija está loca.

    —¿Loca perdida?

    Morelli se ensombreció.

    —Quien lo ha intentado una vez vuelve a caer.

    —¿Qué dice la gente?

    —No lo sé —contestó—. Esas conversaciones no las escucho. Son como las historias de la época de guerra. Puede haber de todo. Puede ser un hombre, un disgusto, una obsesión. Pero la verdadera causa es una sola.

    Se tocó la sien con el dedo. Volvió a sonreír, con los ojos. Extendió la mano a las naranjas y me dijo:

    —Siempre la he visto comer fruta, Clelia. Esa es la auténtica juventud. Deje las flores para los romanos.

    El tipo calvo de la historieta le gruñó algo al camarero, tiró la servilleta y se marchó, gordo y solemne. Nos hizo una inclinación. Yo me reí en su cara; Morelli, impasible, le hizo un gesto con la mano.

    —El hombre es el único animal —observó— que gana cuando va vestido.

    Cuando llegó el café aún no me había preguntado qué hacía en Turín. Probablemente lo sabía y no había necesidad de decírselo. Pero tampoco me preguntó si me quedaba poco o mucho. Eso me gusta en la gente. Que dejen vivir.

    —¿Quiere salir esta noche? —me dijo—. Turín de noche.

    —Primero debo echar una ojeada a Turín de día. Deje que me organice. ¿Usted está en este hotel?

    —¿Por qué no viene a mi casa?

    Tenía que decírmelo. Dejé caer la propuesta como si se tratara de un precio absurdo. Le dije que, si acaso, pasara a recogerme a las nueve. Él repitió:

    —Puedo hospedarla en mi casa.

    —Tonto —le dije—, no somos unos críos. Iré a hacerle una visita un día.

    Esa tarde me fui por ahí por mi cuenta, y él por la noche me acompañó a un baile de máscaras.


3

    Al volver, al atardecer, Morelli, que me esperaba en el salón, observó que había salido con abrigo de entretiempo, sin las pieles. Lo hice subir y, mientras me arreglaba, le pregunté si se pasaba el día en el hotel.

    —La noche la paso en casa —me dijo.

    —¿De veras? —Hablaba en el espejo, dándole la espalda—. ¿Por sus tierras no pasa nunca?

    —Paso en tren cuando voy a Génova. Mi mujer vive allí. Para ciertos sacrificios no hay como las mujeres.

    —¿También las casadas? —rezongué.

    Oí que reía.

    —No solo ellas. —Suspiró—. Me da pena que usted, Clelia, ande por ahí vestida con un mono, vigilando a los albañiles… Además, ese sitio de via Po no me gusta. ¿Qué se creen que venden?

    —Turín es una auténtica portería —dije.

    —Las ciudades envejecen, como las mujeres…

    —Para mí no tiene más de treinta años. Treinta y cuatro, vamos… Pero via Po no la escogí yo. La escogieron en Roma.

    —Ya se ve.

    Nos marchamos. Me agradó que Morelli, que lo entendía todo, no entendiese por qué aquel día había salido con abrigo. Lo pensaba mientras subíamos al taxi, y lo pensé después. Creo que en aquella barahúnda del baile de máscaras, cuando a fuerza de jerez,

kümmel

y presentaciones me vi llevada a sentirme excitada e infeliz, se lo dije. En vez de ir a via Po, había ido a la peluquería. Una peluquería pequeña, a dos pasos del hotel, y mientras me secaba el pelo, oía la voz aguda de la manicura contar tras la mampara de cristales cómo esa mañana la había despertado el olor de la leche vertida sobre el gas. «Qué asco. Ni el gato lo soporta. Esta noche me toca fregar el hornillo». Me bastó esto para ver una cocina con una cama deshecha, los cristales sucios en el balcón, las escaleras oscuras, como excavadas en los muros. Al salir de la peluquería solo pensaba en el viejo patio, y regresé al hotel, dejé las pieles y me puse el abrigo de entretiempo. Tenía que volver a aquella via della Basilica, y a lo mejor alguien podía reconocerme; no quería tener pinta de soberbia.

    Había ido; primero había dado una vuelta por los parajes. Conocía las casas, conocía los comercios. Fingía detenerme a mirar los escaparates, pero en realidad vacilaba, me parecía imposible haber sido niña por aquellas esquinas y al tiempo sentía como miedo de ya no ser yo misma. El barrio estaba mucho más sucio de como yo lo recordaba. Bajo los soportales de la plazuela vi la tienda de la vieja herborista; había ahora un hombrecillo flacucho, pero los saquitos de semillas y los manojos de hierba seguían siendo los mismos. Desde allí, en las tardes de verano llegaba un perfume intenso, de campo y de especias. Algo más lejos, las bombas habían desmantelado una calleja. ¿Qué habría sido de Carlotta, de las chicas, del Largo? ¿De los hijos de Pia? Si las bombas hubieran convertido aquel barrio en una sola explanada habría sido menos difícil pasear con los recuerdos. Me metí por la callejuela prohibida, pasé ante las puertas de baldosas. Cuántas veces habíamos escapado a la carrera delante de aquellas puertas. Aquella tarde que había mirado a la cara a un soldado que salía de allí con aire sombrío, ¿cómo había sido? Y cuando había llegado la edad en que me habría atrevido a hablar de eso y cuando, más que miedo, aquel lugar me dio rabia y asco, entonces ya iba al taller en otro lugar y tenía amigos y sabía por qué trabajaba.

    Había llegado a la via della Basilica y no tuve valor. Pasé por delante de aquel patio, alcé los ojos, entreví la bóveda baja y los balcones. Estaba ya en la via Milano. Imposible volver. El colchonero me miraba desde la puerta.

    Algo le dije, de todo esto, a Morelli, en el clímax del baile cuando era casi de madrugada y, derrengados, bebíamos y hablábamos para aguantar un poco más. Decía:

    —Morelli, esta gente que baila y se emborracha, ha nacido de pie. Han tenido criados, nodrizas, sirvientes. Han tenido veraneos, favores. ¡Bonita fuerza! ¿Cuál de ellos habría sabido llegar de la nada, desde un patio que es un agujero, hasta este baile, de máscaras?

    Y Morelli me daba palmaditas en el brazo y me decía:

    —Ánimo. Hemos llegado. Y si es necesario llegaremos hasta casa.

    —Es fácil —decía yo— para las hijas de familia y sus madres vestirse como van vestidas. No tienen más que pedir. Ni siquiera tienen que ponerle los cuernos al amigo. Palabra que prefiero vestir a las putas auténticas. Ellas al menos saben lo que es trabajar.

    —¿Se visten también las putas? —decía Morelli.

    Habíamos cenado y bailado. Habíamos conocido a mucha gente. Morelli tenía siempre alguien detrás que le gritaba: «Luego nos vemos». Alguna cara y algún nombre los reconocí. Eran gente que en Roma había pasado por nuestro salón de prueba. Reconocí algún vestido, un traje largo bordado de una condesa cuyo maniquí teníamos en la casa. Yo misma lo había expedido el día anterior. Una señora bajita con volantes me lanzó hasta una sonrisa; se volvió su acompañante; lo reconocí también a él; se habían casado el año anterior en Roma. Se contorsionó en un gesto de saludo —era un diplomático alto y rubio—, luego sufrió un tirón; supongo que su mujer lo llamaba al orden recordándole que era la modista. Fue así como empezó a hervirme la sangre. Luego hubo una colecta para los pobres ciegos. Un señor de esmoquin con un gorro rojo de papel soltó un discurso con chistes sobre los ciegos y los sordos, y dos señoras con los ojos vendados corrieron por la sala, agarrando a los hombres, que pagaban un tanto y luego podían besarlas. Morelli pagó. Después la orquesta volvió a tocar y algún corrillo empezó a armar follón, a cantar y a perseguirse. Morelli volvió a la mesa con una gruesa dama vestida de lamé rosa —la panza de un pez— y un jovencito y una señora más fresca que entonces acababan de bailar y se dejaron caer en peso sobre el diván. Enseguida el hombre dio un salto.

    —Mi amiga Clelia Oitana —decía Morelli.

    La señora gorda se sentó y me miró abanicándose. La segunda, enfundada en violeta ceñido y escotado, me había registrado ya de arriba abajo con los ojos y sonrió a Morelli, que le encendió el cigarrillo.

    No recuerdo qué dijeron al principio. Yo no le quitaba ojo a la sonrisa de la joven. Tenía aspecto de haberme conocido de siempre, de tomarnos el pelo a Morelli y a mí, a todos, y sin embargo ahora solo miraba su humo. La otra reía y parloteaba de bobadas. El jovencito me invitó a bailar. Bailamos. Se llamaba Fefé. Me dijo algo de Roma, trató de pegarse y de estrecharme contra él, me preguntó si Morelli era mi caballero. Le dije que yo no era un caballo. Entonces, riendo, se apretó más aún. Debía de haber bebido más que yo.

    Cuando regresamos solo estaba la señora gorda, y seguía abanicándose. Morelli andaba por allí. La panza de pez envió al jovencito, irritado, a buscar algo, luego me palmeó la rodilla con su mano pequeña y me miró, maliciosa. De nuevo me hirvió la sangre.

    —¿Usted estaba en el hotel —bisbiseó— cuando la pobre Rosetta Mola se sintió mal ayer por la noche?

    —¡Oh! ¿La conoce? ¿Cómo está? —dije enseguida.

    —Se dice que fuera de peligro. —Y meneó la cabeza y suspiró—. Y dígame, ¿durmió de veras en ese hotel? Qué chiquilladas. ¿Estuvo encerrada todo el día? ¿De verdad estaba sola?

    Los ojos grandes y vivarachos penetraban como dos agujas. Quería contenerse y no lo conseguía.

    —… Imagínese que nosotros la vimos la misma noche del baile. Parecía tranquila… Una gente tan distinguida. Bailó mucho.

    Vi a Morelli acercarse.

    —… Y, dígame, ¿la ha visto, después? Estaba aún vestida de noche, dicen.

    Farfullé algo, que no había visto nada. Había un proceder furtivo en el tono de la vieja que me indujo a callar. Aunque solo fuera por despecho. Llegaban todos, Morelli, la morena de violeta, el antipático de Fefé. Pero la vieja, desencajando los ojos vivarachos y grandes, dijo en cambio:

    —Pues esperaba que la hubiese visto… Conozco a los suyos… Qué desgracia. Quererse matar. Qué día ha pasado… Lo que es cierto es que no debía de estar rezando sus oraciones en aquella cama.

    La morena fumaba acurrucada en el diván y me dijo mirándonos burlona:

    —Adele ve sexo por todas partes. —Aspiró la bocanada—. Pero ya no está de moda… Solo las criadas o las modistillas quieren matarse tras una noche de amor…

    —Una noche y un día —dijo Fefé.

    —Bobadas. No habrían bastado tres meses… Para mí que estaba trompa y se equivocó en la dosis.

    —Probable —dijo Morelli—. Más aún, es seguro. —Se inclinó ante la regordeta. Más que abrazarla le tocó el hombro, y se marcharon, él bromeando, la vieja saltando.

    La morena se volvió entre el humo, me echó una ojeada y alabó la fantasía de mi traje. Dijo que en Roma era más fácil vestirse. Y añadió:

    —Hay otra sociedad. Es más exclusiva. ¿Se lo ha hecho usted?

    Me lo preguntó así, con aquella pinta descontenta y burlona.

    —No tengo tiempo de hacerme los vestidos —salté—. Estoy siempre ocupada.

    —¿Ve a gente? —me dijo—. ¿Ve a este? ¿Ve a aquel? —No acababa nunca de soltar nombres.

    —Este y aquel —le dije— no pagan de día las deudas que contraen de noche. La tal —le dije—, cuando le vencen demasiadas facturas, desaparece y se va a Capri.

    —Estupendo —gritó la morena—, qué simpáticos.

    La llamaron entre la multitud, alguien había llegado, ella se levantó, apagó el cigarrillo y salió corriendo.

    Me quedé sola con Fefé, que me miraba aturullado. Le dije:

    —Tiene usted sed, joven. ¿Por qué no se da una vuelta?

    Me había explicado ya que su sistema para beber era dar una vuelta por las distintas mesas, reconocer a alguien en cada una y aceptar una copa. «Se mezcla el alcohol, pero paciencia —decía riéndose—. Al bailar se bate el cóctel».

    Lo despaché. Volvió Morelli y me lanzó su débil sonrisa.

    —¿Le gustaron las damas? —me dijo.

    Fue entonces cuando advertí que no me importaba gran cosa la fiesta, y empecé a desahogarme con él.


4

    Pero antes de dejarme, esa noche, Morelli me dijo algo. Me dijo que yo tenía prejuicios —uno solo, pero gordo—, creía que trabajar y abrirse camino, o incluso el simple hecho de trabajar para vivir, valía las cualidades —alguna idiota, de acuerdo— de la gente de buena cuna. Me dijo que al hablar con resentimiento de ciertas fortunas, tenía aspecto de irritarme con el mismo placer de vivir.

    —En el fondo, Clelia —me dijo—, usted no vería con buenos ojos ni siquiera un premio en las apuestas de caballos.

    —¿Por qué no? —le dije.

    —Porque sería lo mismo que nacer en buena cuna. Sería una casualidad, un privilegio…

    No respondí, estaba cansada, le tiré del brazo.

    Morelli dijo:

    —¿En serio hay esa gran diferencia entre no hacer nada porque uno es demasiado rico y no hacer nada porque es demasiado pobre?

    —Pero alguien que llegue por sí solo…

    —Eso es —dijo Morelli—, llegar. Un programa deportivo. —Torció apenas la boca—. El deporte significa renunciar y morir pronto. ¿Por qué, si alguien puede, no debería pararse en el camino y disfrutar del día? ¿Es necesario siempre haber padecido y salir de un agujero?

    Yo no respondía y le tiraba del brazo.

    —Usted odia el placer de los otros, Clelia, este es el hecho. Y hace mal. Se odia a sí misma. ¡Y pensar que ha nacido con clase! Difunda alegría a su alrededor, relaje el ceño. El placer de los otros es también suyo…

    Al día siguiente fui a via Po, sin anunciarme, sin telefonear a los contratistas. No sabían que estaba ya en Turín; quería tener una impresión clara de lo que estaba hecho y cómo se había hecho. Cuando entré en la larga calle y vi al fondo la colina con retazos de nieve y la iglesia de la Gran Madre, recordé que era carnaval. También aquí, puestos de turrón, de trompetas, máscaras y serpentinas llenaban las arcadas de los soportales. Era muy de mañana, pero ya la gente hormigueaba hacia la plaza del fondo, donde están los barracones.

    La calle era aún más ancha de lo que recordaba. La guerra había abierto un hoyo terrible, despanzurrando tres o cuatro edificios. Parecía una plaza, una hondonada de tierra y piedras, donde crecía algún matojo de hierbas, y hacía pensar en el camposanto. Nuestra tienda estaba aquí, al borde del vacío, blanca de cal y sin revestimiento, en construcción.

    Encontré a dos decoradores, sentados en el suelo, con un gorrito blanco de papel. Uno disolvía albayalde en un bidón; otro se lavaba las manos en una pileta improvisada, sucia de cal. Me miraron entrar sin inmutarse. El segundo tenía un cigarrillo encajado en la oreja.

    —El aparejador —dijeron— no viene a estas horas.

    —¿Cuándo viene?

    —No viene antes de la tarde. Tiene un trabajo en la Madonna di Campagna.

    Pregunté si eran ellos toda la cuadrilla. Me miraron las caderas con cierto interés, sin levantar demasiado la vista.

    Di una patadita.

    —¿Quién de vosotros es el jefe?

    —Estaba aquí —dijo el primero—. Estará en la plaza. —Volvió a mirar en el bidón—. Vete a llamar a Becuccio.

    Becuccio llegó, un joven con un jersey y pantalones militares. Comprendió al punto la cosa, era despierto. Gritó a aquellos dos que acabaran con el pavimento. Me acompañó por las salas, me explicó el trabajo realizado. Me dijo que habían perdido tiempo porque estaban esperando hacía días a los electricistas, era inútil terminar con los anaqueles si no se sabía por dónde pasaban los cables. El aparejador los quería tapados; Industria aconsejaba que no. Mientras hablaba, yo lo miraba; era grueso, con el pelo rizado, enseñaba los dientes al sonreír. Llevaba en la muñeca un brazal de cuero.

    —¿Desde dónde se puede telefonear al aparejador?

    —Yo me ocupo —dijo enseguida.

    Llevaba mi abrigo de entretiempo, no las pieles. Cruzamos via Po. Me llevó a un café donde la cajera lo acogió con una sonrisa evidente. Cuando contestaron al teléfono, me dio el receptor. La voz gruesa y gruñona del aparejador se suavizó enseguida cuando dije quién era. Se quejó que de Roma no le habían contestado a una carta, sacó a colación incluso las licencias municipales; lo corté en seco y le dije que viniera dentro de media hora. Becuccio sonrió y me sostuvo la puerta.

    Pasé todo el día entre olor a cal. Revisé los proyectos y las cartas que el aparejador sacó de un carterón de piel. Con dos cajas, Becuccio nos había hecho una salita en el primer piso. Tomé nota de los trabajos inminentes, calculé los plazos, hablé con el hombre de las instalaciones. Se había perdido más de un mes.

    —Mientras dure el carnaval… —decía el aparejador.

    Lo interrumpí. A finales de mes queríamos la tienda.

    Repasamos los plazos. Primero había interrogado a Becuccio y me había hecho mi idea. También me había puesto de acuerdo con el de las instalaciones. El aparejador tuvo que comprometerse.

    Entre una discusión y otra deambulaba por las habitaciones vacías, donde ahora los pintores trabajaban de pie. Había aparecido otro par por el patio. Bajaba y subía una fría escalera sin pasamanos, atestada de escobas y botes, y el olor de la cal —un olor vivo, de montaña— se me subía a la cabeza, casi como si este fuera un edificio propio. Por una ventana vacía del entresuelo vislumbré via Po, festiva y rebosante a esa hora. Era casi el crepúsculo. Recordé el ventanuco de mi primer taller, desde el cual espiábamos el atardecer dando las últimas puntadas, con ansia de que llegase la hora y salir fuera, felices. «El mundo es grande», me dije en voz alta, sin saber bien por qué. Becuccio esperaba discreto en la sombra.

    Tenía hambre. Estaba cansada del baile del día anterior y Morelli probablemente me estaba esperando en el hotel.

    Sin decir nada para el día siguiente, me marché. Pasé media hora entre la multitud. No me dirigí hacia la piazza Vittorio, fragorosa de orquestas y tiovivos. El carnaval me ha gustado siempre olfatearlo en las callejuelas y en la penumbra. Me acordé de muchas fiestas romanas, de muchas cosas enterradas, de muchas tonterías. De todo eso no quedaba sino Maurizio, aquel loco de Maurizio, un equilibrio y aquella paz. Quedaba que estaba callejeando así, dueña de mí, dueña de vagar por Turín y de pararme y de disponer para el mañana.

    Advertí, caminando, que evocaba aquella tarde de hacía diecisiete años cuando había dejado Turín, cuando había decidido que una persona puede amar a otra más que a sí misma, y sin embargo yo sabía que lo único que quería era salir de allí, poner los pies en el mundo, y me era menester aquella excusa, aquel pretexto, para dar el paso. La tontería, la alegre inconsciencia de Guido cuando había creído que me llevaría consigo y me mantendría. Yo lo sabía todo ya desde el principio. Lo dejé hacer, intentarlo, debatirse. Hasta lo ayudaba, salía antes del trabajo para hacerle compañía. Esos eran mi enfado y mi mal talante, que decía Morelli. Me había reído y había hecho reír tres meses a mi Guido. ¿Había servido de algo? Ni siquiera había sido capaz de dejarme plantada. No se puede amar a otro más que a sí mismo. A quien no se salva por sí solo, no lo salva nadie.

    Pero —y en eso a Morelli no le faltaba razón—, a pesar de todo, me sentía obligada a agradecer aquellos días. Estuviera donde estuviese, vivo o muerto, le debía a Guido mi suerte y él ni siquiera lo sabía. Me había reído con sus frases disparatadas, con aquel modo que tenía de arrodillarse en la alfombra y darme las gracias por ser toda para él y por quererlo, y yo le decía:

    —No lo hago adrede.

    Él dijo una vez:

    —Los favores más grandes se hacen sin saberlo.

    —Tú no los mereces.

    —Nadie merece nada —me había respondido.

    Diecisiete años. Me quedaban por lo menos otros tantos. Ya no era joven y sabía lo que un hombre —incluso el mejor— puede valer. Volví a andar entre los soportales y miré los escaparates.


5

    Por la tarde, Morelli me llevó a un salón. Me sorprendió encontrar allí a muchos jóvenes, siempre se dice que Turín es una ciudad de gente vieja. Es cierto que chicos y chicas hacían rancho aparte, como si fueran críos, y los mayores, sentados en torno a un sofá, escuchábamos a una vieja pelma, con cinta al cuello y chal de terciopelo, contar no sé qué historia de un coche y del barrio de Mirafiori, donde estaba la Fiat. Todos callaban ante la vieja, alguien fumaba como a escondidas. La vocecita irritada se detenía cuando entraba alguien, dejaba que se intercambiaran saludos y a la primera pausa reanudaba el discurso. Morelli, con las piernas cruzadas, escuchaba atentísimo, y algún que otro señor clavaba la mirada ceñuda en la alfombra. Pero poco a poco me fui dando cuenta de que no era necesario hacerle caso a la vieja. Nadie pensaba en responderle. De medio lado en su silla, alguna mujer parloteaba en voz baja, o se levantaba y hablaba con otros a través de la sala.

    La sala era bonita, con arañas de lágrimas, y un suelo de mármoles de colores que fuera de la alfombra se sentía bajo los pies. Estaba encendida la chimenea, al lado del sofá. Yo, sin moverme, miraba las paredes, las telas, las bomboneras. Había demasiadas, pero toda la habitación era así, como una arqueta, y los cortinajes tapaban las ventanas. Sentí que me tocaban en el hombro, me llamaban por mi nombre, y me encontré delante de la hija de la dueña de la casa, larga y alegre. Intercambió conmigo unas frases y después me preguntó si conocía a este y a aquel.

    En voz baja respondí que no.

    —Sabemos que viene de Roma —gritó riendo en el repentino silencio—, pero ayer por la noche conoció a una amiga mía. ¿Por qué lo niega?

    —¿A qué amiga?

    Las dos del baile de máscaras, lo había comprendido. Pero las intromisiones me fastidian.

    —¿No conoció tampoco a Fefé?

    —Me pregunto cómo ha podido recordarlo él. Estaba borracho como una cuba.

    Esta respuesta la conquistó. Tuve que levantarme y seguirla al corrillo de los jóvenes, en el umbral de la sala. Me dijo nombres, Pupé, Carletto, Teresina. Me dieron la mano serios, serios o molestos, y esperaban que alguien hablara. La profusión de palabras con que la rubia me había arrancado del sofá no impidió que me sintiera también allí como una intrusa, y sin embargo sabía desde hacía tiempo que en estos casos siempre hay quien está peor. En mi interior maldije a Morelli y me sentí con el ánimo por los suelos: volví a ver la vida de Roma, volví a ver el baile y mi cara en el espejo esa mañana. Me consolé con la via della Basilica y con que en el mundo podía estar sola, y que a fin de cuentas aquella era gente a la que no volvería a ver.

    La misma rubia me miraba aturdida y, me pareció, desilusionada. Luego dijo:

    —Vamos, díganse algo.

    Para tener veinte años y tantas ganas de reír, no era gran cosa. Pero no conocía yo a Mariella y su tenacidad —era nieta de la vieja del sofá—. Miró a su alrededor y exclamó:

    —¿Dónde está Loris? Buscad a Loris. Quiero ahora mismo aquí a Loris. —Alguien fue a buscar a Loris. Los otros siguieron hablando, una arrodillada junto a una silla, otras sentadas; un jovencito con barba de mosca dominaba el cotarro y defendía de las chicas a cierto amigo ausente, un tal Pegi, que aquel invierno había paleado la nieve en las avenidas —por comprometerse, decía él, por excentricidad, decían ellas.

    «¿Comprometerse, qué significa?», pensaba, cuando llegó Loris, con la cabeza baja. Llevaba al cuello una chalina negra, era pintor. Me entró la sospecha de que toda su importancia entre aquella gente procedía de la chalina y de las cejas peludas. Miraba mal, como un toro.

    Esbozó una breve sonrisa. Mariella se derrumbó sobre una silla y nos dijo:


    —Vamos, vamos, hablemos de los trajes.

    Cuando al fin comprendí de qué se trataba —una chica que chillaba con más fuerza que los demás se puso a explicármelo— hice como si nada y sonreí impasible. Ahora hablaban Mariella y los otros.

    —Sin trajes y sin decorados no se puede.

    —Payasadas. Entonces es preferible la Carmen.

    —Mejor será que hagamos un baile de disfraces.

    —La palabra poética debe resonar en el vacío.

    —Pero ¿quién de vosotros la ha leído?

    Eché una ojeada al otro lado de la sala donde la vieja, irritada, hablaba y hablaba a su círculo de gente y los señores, en el reflejo de la chimenea, miraban fijamente la alfombra, las mujeres se agitaban y entre las manos habían aparecido las primeras tazas de té.

    Entre nosotros, Loris dijo despacio:

    —No se trata de imitar el viejo teatro. No somos tan civilizados. Se trata de dar la palabra desnuda de un texto, pero sin puesta en escena no podemos porque también ahora en esta habitación, vestidos así, entre estas paredes, formamos parte de una puesta en escena, que debemos aceptar o rechazar. Cualquier ambiente es puesta en escena. Hasta la luz…

    —Pues entonces representémosla a oscuras —chilló una muchacha.

    Mientras Loris hablaba de aquel modo, Mariella se levantó y escapó a vigilar el servicio, luego llamó a las chicas. Me quedé sola con unos cuantos y con aquel Loris que ahora callaba y sonreía disgustado.

    —Hay algo en esa idea de la oscuridad —dijo uno.

    Miramos a Loris que miraba al suelo.

    —Tonterías —dijo una señora bajita que estaba sentada, enfundada en un traje de raso que valía más que muchas palabras—, uno va al teatro a ver. ¿Dais o no dais un espectáculo? —Tenía unos ojillos libidinosos que reían frente a los muchachos.

    El pintor no se dignó atender a aquel razonamiento y cambiando de expresión dijo groseramente que no quería té, que quería una copa. Entretanto llegaban las tazas hasta nosotros, y Mariella dejó una botella de coñac sobre la chimenea. Me preguntó si habíamos resuelto algo.

    —¿Tenía que resolver algo? —dije—. No lo sabía.

    Mariella gritó:

    —Pero debe usted ayudarnos. Usted entiende de modas.

    Un movimiento general del sofá señaló que algo ocurría. Todos se levantaban, abrían paso, Mariella corrió hacia allá. La vieja se marchaba. No oí lo que dijo, pero una guapa camarera la cogió del brazo, ella golpeó el suelo con el bastón, miró a su alrededor con esfuerzo, con sus ojos vivos, y entre inclinaciones se marcharon las dos, despacio, a saltitos.

    —La abuela quiere que tengamos abiertas las puertas, así nos oye desde la cama —dijo Mariella volviendo tan pimpante—, quiere oír los discos, la conversación, la gente. Está tan enamorada de nuestros amigos…

    En la primera ocasión, bloqueé a Morelli en un rinconcito y le pregunté cuál era su idea.

    —¿Ya de morros? —dijo él.

    —Menos que usted, que se ha tragado a la vieja. De todos modos.

    —No hable mal de la vieja —observó Morelli—. Doñas Clementinas se ven pocas. Han muerto hace tiempo. ¿Sabe que doña Clementina es hija de una portera? Fue actriz, bailarina, mantenida, y de los tres hijos que tuvo con el viejo conde, uno se marchó a América, el otro es arzobispo… Por no hablar de las hijas…

    —Pobrecilla. ¿Y por qué no se retira al campo?

    —Pues porque es ingeniosa. Porque le gusta mandar en su casa. Clelia, debería usted conocerla.

    —Es tan vieja… Da miedo.

    —Por eso hay que conocerla. Si tiene miedo de los viejos, tiene miedo de vivir.

    —Creía que me había traído a conocer a los otros.

    Morelli miró en la sala los grupitos sentados, las parejas que confabulaban al fondo.

    Hizo una mueca y rezongó:

    —¿Se bebe ya?


6

    Esa tarde no se volvió a hablar de la puesta en escena. Veía revolotear la chalina negra de Loris, pero me mantenía lejos, y también Mariella debió de haberlo comprendido, porque me llevó al círculo de ciertas señoras donde estaba su madre y nos hizo hablar de modas. ¿Creía darme gusto? Volvió sobre el tema de su amiga del baile, dijo que habría querido ir ella también, pero que se sentía aún demasiado joven. Me vino a la mente la camilla y el vestido de tul.


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(Le amiche – film M. Antonioni https://www.youtube.com/watch?v=DhTIJtSMqW4&t=2429s)


TESINA:


Il romanzo Tra donne sole è stato scritto da Pavese quindici mesi prima della sua morte, nel 1949. La protagonista, Clelia, è una donna che era partita da Torino 17 anni prima per cercare lavoro e fortuna a Roma. Dopo molti anni di successo nel mondo del lavoro, ritorna alla sua città nativa, Torino, per aprire una succursale della sartoria romana per la quale lavora. Il ritorno al luogo dell’infanzia è per la protagonista una sorta di ricerca di se stessa. Clelia era infatti partita da Torino povera e desiderosa di uscire dalla sua situazione di miseria e aveva sognato di tornare un giorno a Torino e trovare un mondo diverso da quello da cui era partita, ma questo mondo si mostra ben presto tutt’altro da quello che lei si aspettava. Scopre così di sentirsi estraniata non solo di fronte ad una certa società, che disprezza e disapprova, ma anche di fronte ai luoghi della sua infanzia: “Conoscevo le case, conoscevo i negozi. Fingevo di fermarmi a guardare le vetrine, ma in realtà esitavo, mi pareva impossibile d’essere stata bambina su quegli angoli e insieme provavo come paura di non essere più io” (p. 224). Una prima contrapposizione si ha dunque tra questa società e la protagonista, donna dal carattere duro e volitivo. Clelia ha raggiunto grazie al suo lavoro e al suo sforzo quegli ambienti che le sembravano prima inarrivabili ma ora invece freddi e vuoti: “Quand’ero bambina, invidiavo le donne come Momina e le altre, le invidiavo e non sapevo chi fossero. Le immaginavo libere, ammirate, padrone del mondo. A pensarci adesso non mi sarei cambiata con nessuna di loro” (p. 103). Clelia ha ottenuto l’accesso a quel mondo alto-borghese così lungamente desiderato, ma dopo aver frequentato queste persone così diverse da lei, aumenta la delusione e la consapevolezza che si tratta di un mondo vuoto, nel quale mancano ideali autentici e veri valori, e i cui membri sono sempre pronti a sbranarsi gli uni con gli altri. Giorno dopo giorno esamina le sue nuove conoscenze con indifferenza e senza coinvolgimenti emotivi. Scopre così che dietro l’apparenza, il bel mondo torinese nasconde una vacuità dei rapporti umani e un cinismo spietato. Non mancano, nel libro, i giudizi che Clelia esprime sulle persone che frequenta, sempre contrapponendole al suo modo di essere donna: “Queste ragazze sono sempre state con la madre, sono cresciute sul velluto, hanno visto il mondo dietro i vetri. Quando si tratta di cavarsela, non sanno e cascano male” (pp. 14-15). Dunque l’essere arrivata, l’essere accolta negli ambienti che aveva sempre visto da fuori, non è così gratificante come lei aveva sognato. In questa sorta di viaggio che Clelia compie all’interno di questa società, incontriamo tutta una serie di personaggi, soprattutto femminili: Clelia, voce narrante e protagonista del romanzo, ha l’immagine di donna emancipata che sembra aver trovato nel lavoro il senso dell’esistenza e la risposta ai propri dubbi. Rosetta è una donna fragile, che non sa opporre resistenza al cinismo delle sue amiche, l’unica, forse, che sa ancora «sentire» qualcosa e proprio per questo destinata ad una fine tragica. Momina, una donna forte e cinica, vive una vita lussuosa, ma falsa e vuota, anche lei è però capace di sentire l’insensatezza di quel mondo e il disgusto di vivere, come rivelano i suoi dialoghi con Rosetta e con Clelia: “Il mondo è bello se non ci fossimo noi” (p. 317). Mariella rappresenta la donna bella e simpatica, ma troppo superficiale e stupida. E infine c’è Nené, una donna ribelle con molto talento, ma che dipende da un uomo debole e frustrato. Anche i personaggi maschili sono caratterizzati da un senso di fallimento generale e dalla mancanza di uno spessore interiore che si traduce in una serie di gesti e di azioni privi di reale consistenza e di carattere. Quasi fossero burattini nelle mani di donne comunque più forti di loro. Clelia incontra questi personaggi prevalentemente di notte, in una Torino particolarmente vivace, diversa dalla città che Clelia vede di giorno, quando, impegnata nell’allestimento dell’atelier, passeggia per la città cercando mobili da acquistare per l’arredamento. La Torino che riscopre è diversa da come lei la ricordava, più agitata, attiva, trasformata rispetto ai tempi della sua infanzia. Proprio durante una di queste passeggiate, lei arriva nel quartiere dove ha vissuto da bambina, e ritrova l’amica di un tempo, che lei descrive come grigia e rassegnata, forse perché non è andata mai via da Torino. Nella sua piccola e povera merceria, la vecchia amica si mostra del tutto indifferente al successo di Clelia, la quale, disillusa di non trovare l’accoglienza che aveva sperato, si accorge che le cose si ottengono, ma quando non servono più. Tuttavia, questo mondo povero della classe proletaria è connotato dalla protagonista in senso positivo. Per lei questo mondo è un mondo autentico, dal quale lei proviene, e dove i sentimenti e le preoccupazioni sono veri, un mondo, insomma, molto diverso da quello dell’alta borghesia torinese. Un altro personaggio della classe operaia, per il quale Clelia è attratta, è Beccuccio, il capomastro di via Po. Becuccio è una persona solida, che agisce con gentilezza e semplicità. Clelia trova la sua serenità frequentandolo e fra loro si sviluppa un rapporto di amicizia. Dopo una notte d’amore con il giovane, confusa da sempre di fronte alla scelta tra cuore e carriera, Clelia sceglie di non proseguire il rapporto perché ciò significherebbe perdere la sua libertà e indipendenza, valori di molta importanza per lei. Clelia rinuncia dunque all’amore e all’autenticità di sentimenti a favore del lavoro e del successo. Così, nella ricerca di un senso della vita, ogni personaggio deve scegliere tra accettare o rinunciare a certe cose. Nenè ad esempio rinuncia all’affermazione professionale a causa di un uomo. Momina rinuncia proprio a dare un senso alla vita, e Rosetta, influenzata da lei, rinuncia alla vita stessa, che le sembra ogni giorno più vuota e priva di significato. Qui c’è di conseguenza un’altra contrapposizione, tra la forte e libera Clelia, tutta dedicata al suo lavoro, e la fragile e disperata Rosetta. In lei il disgusto di vivere si fa sentire sempre più forte. “Voleva stare sola, voleva isolarsi dal baccano; e nel suo ambiente non si può star soli, non si può far da soli se non levandosi di mezzo” (p. 288). Rosetta sembra essere insieme a Clelia, l’unica che si accorge della vacuità e superficialità del mondo in cui si trova coinvolta. E in questi confronti, il suicidio sembra essere la sua unica soluzione. Il suicidio non è stato dunque per amore, neppure per una storia finita molto tempo prima con Momina, ma a causa della presenza di un profondo disagio, che le impedisce di vivere ed integrarsi nel mondo, di cui è vittima inconsapevole. Rosetta è la vittima innocente di questo mondo di superficialità e ipocrisia. Questa cerca invano di costruire rapporti più autentici e profondi, ma fallisce. Rosetta, con il suicidio, protesta contro il mondo falso e senza prospettive concrete della gioventù torinese. Il suicidio di Rosetta è presagito da Clelia che si rammarica, quando Rosetta scompare, di averlo sempre saputo e non aver fatto niente. In fondo tutti lo sapevano ma nessuno sentiva di dover fare qualcosa, come se la faccenda non li riguardasse. Ad esempio, quando Rosetta scompare e i personaggi sono riuniti dai suoi genitori, questi parlano di lei, certamente, ma chiedono anche a Clelia notizie sull’apertura dell’atelier. Alla fine della vicenda, viene ritrovato il corpo morto di Rosetta e il romanzo si conclude così con un altro contrasto: da un lato c’è il suicidio di Rosetta e dall’altro il successo di Clelia, che riesce ad aprire il nuovo atelier con successo e ritorna a Roma. Quello che è strano del suicidio di Rosetta è che avviene nello stesso modo in cui avverrà, un anno più tardi, quello di Pavese, in una stanza d’albergo con sonniferi e senza alcuna apparente ragione. Si potrebbe pensare che i due personaggi, Clelia e Rosetta, rappresentino le due parti ambivalenti di Pavese, Clelia la libertà e la soddisfazione e Rosetta la pena segreta e la disperazione. Certamente nel romanzo sembrano esserci dei paralleli tra i personaggi e Pavese, per esempio il ritorno di Clelia a Torino, che è anche la città di provenienza dell’autore. Forse scrivendo questa opera egli cercava di trovare un senso alla propria vita, ma purtroppo senza successo.


Commento: Personalmente ho trovato il romanzo Tra donne sole molto interessante. Mi piace il modo in cui Pavese racconta e dipinge la vita attraverso Clelia. Credo che si trattasse di un uomo molto sensibile, perché non può essere facile raccontare una storia dalla prospettiva di una donna, facendo dimenticare ai lettori che è un uomo che scrive. Clelia, la protagonista mi è piaciuta molto. Lei rappresenta la donna emancipata non soltanto di quegli anni, ma anche di oggi. La sua storia non è una storia fittizia ma una molto reale, ed è sicuramente molto vicina a quella di tanti lettori, giacché l’emancipazione prosegue ancora oggi, essendo un processo in pieno sviluppo. I temi trattati nel romanzo sono, infatti, temi ancora attuali, come ad esempio la differenza fra le classi sociali e la decadenza e il vuoto di quelle più alte. Da un lato abbiamo Clelia, una donna proveniente dal proletariato, e dall’altro Rosetta, Momina e Mariella, che rappresentano l’alta società torinese. Tutto ciò che è negativo nel mondo dell’alta borghesia torinese è fortemente messo in risalto da Pavese, per esempio attraverso i dialoghi, che sono soprattutto vuoti e superflui ma a volte anche drammatici, arrivando secondo me anche un po’ all’esagerazione, quando ad esempio è Momina a riflettere e commentare la vita. Sicuramente però, l’intenzione di Pavese era quella di mettere in rilievo, attraverso questo personaggio e i suoi esagerati commenti, la vacuità e il disfacimento propri dell’alta borghesia. Rosetta, invece, mi è sembrata molto più misteriosa. Per me lei è semplicemente la vittima di questo mondo borghese perché ha la personalità più sensibile. Una ragazza che così giovane decide di togliersi la vita rinunciando a cercare motivi per rimanere in vita. La sua storia mi ha colpito molto, perché credo che sia proprio lei, tra tutti i personaggi, quella più coinvolta e allo stesso tempo più distante da quel mondo borghese. Il suo modo di pensare sembra molto simile a quello di Clelia, ma purtroppo non ha la stessa forza di questa per andare avanti. Si potrebbe pensare che lei abbia tutte le porte aperte per fare tutto quello che vuole, ma se non si ha la speranza non si ha niente. Sono proprio queste due donne che, secondo me, rappresentano le due parti di Pavese: Clelia quella riflessiva ma forte da un lato, e Rosetta quella drammatica e debole dall’altro. Per questo motivo raccomanderei a qualunque lettore che abbia l’intenzione di leggere questo romanzo di approfondire prima la biografia di Pavese. Personalmente mi è stato poi di vantaggio il fatto di avere vissuto per sei mesi a Torino, la città dove si svolge il romanzo. In questo modo la lettura è stata per me ancora più interessante, giacché i luoghi dove si svolge la vicenda vengono tutti nominati e descritti, costituendo un’importante parte del romanzo, nonché il luogo dove Pavese visse a lungo. Infine, mi ha fatto piacere leggere Tra donne sole e occuparmi di questo tema: ho trovato il romanzo non soltanto interessante, ma anche coinvolgente e certamente consigliabile.


Cesare Pavese 70 años después

Por Rodolfo Alonso – 27 de agosto de 2020 –


 “Perdono a todos y a todos pido perdón ¿Está bien? No hagan demasiado chismerío.” Estas fueron las últimas palabras de Cesare Pavese, escritas sobre su libro más amado: “Dialoghi con Leucò” (“Diálogos con Leucó, 1953”) antes de suicidarse, el 27 de agosto de 1950, en el hotel Roma, de Turín. Las líneas finales de su tocante diario eran: “Esto da demasiado asco. / Palabras no, un gesto. No escribiré más.” Y sólo pocos días antes: “Basta un poco de coraje.”


Y sin embargo era y es considerado el más brillante de su generación. Había logrado ser director literario de la célebre y respetada editorial Einaudi, en cuya fundación participó. Y poco antes, en julio, había recibido el destacado Premio Strega por tres novelas reunidas como “La bella estate” (“El hermoso verano, 1949”). Parecía difícil que un escritor de 41 años con semejante erudición, exigencia y capacidad de trabajo, llegara a sentirse agotado.


Quizá por eso, lo primero que hizo Ítalo Calvino, quien lo sucedió en su cargo de Einaudi, fue editar varios trascendentes inéditos de Pavese. Aparecieron entonces, por primera vez, “La letteratura americana e altri saggi” (“La literatura norteamericana y otros ensayos”, 1951); “Il mestiere di vivere” (“El oficio de vivir”, 1952), su diario 1935-1950); “Verrà la morte e avrà i tuoi occhi” (“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, 1955), sus poemas finales.


Tres libros que estaban muy ligados con su vida. Todas sus reflexiones, desde las ligadas a su vasta tarea como traductor de la gran narrativa norteamericana, ese resplandor enorme de vida que sintió podía oponerse a la sombra funérea del fascismo, hasta sus ensayos posteriores, donde crece la presencia de Vico y la evaluación de los mitos y las magias como fundamento ancestral de la condición humana. Un preciso y conmovedor diario íntimo, pieza clave. Y además ese fajo escueto de poemas últimos, secretos, y tan flagrantes, tan evidentes, dedicados con discreta semejanza de iniciales (“To C. from C.”) a su desgarrado y doloroso amor por la actriz norteamericana Constance Dowling, con la reaparición serena y devastadora de la muerte, “como un viejo remordimiento o un vicio absurdo”, en un poema quizá más riguroso y verosímil que nunca. Y que terminará dando título al libro.


Pavese nace el 9 de septiembre de 1908 en el poblado piamontés de Santo Stefano Belbo (Cuneo), entre colinas y viñas, en un contexto campesino donde, aunque hijo de un funcionario judicial en Turín, pasó su infancia y su adolescencia. Allí recibió el influjo mítico-mágico del mundo labriego atávico, que le daría fundamento. Graduado en Letras en Turín fue profesor, y comienza una significativa tarea como traductor que, sin desdeñar a algunos clásicos ingleses como Defoe, Dickens, Conrad y Stevenson, se especializará en la gran literatura norteamericana: desde Melville o Hawthorne a Anderson, Lee Masters, Steinbeck, Cain, Faulkner, Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos, Stein, entre tantos otros. Nadie lo revelaría como él: “aquella pequeña revolución que, alrededor de los años de la guerra ha cambiado el rostro de nuestra narrativa.”


En 1935 fue confinado por el fascismo bien al sur, en Brancaleone Calabro. De allí regresa en 1936, con 28 años y los poemas de un primer libro aún desconocido: “Lavorare stanca” (“Trabajar cansa”), una bellísima traducción de Melville, las primeras páginas de un diario tan conmovedor como lúcido, y el dolor fresco de un amor desdichado. Fue muy amigo de Leone Ginzburg y Giaime Pintor, caídos en la lucha por la liberación. Aunque de natural retraído, solitario, llevó una activa vida pública en Turín, donde triunfó y se suicidó. Siempre lúcido, supo definirse cabalmente: “Mi parte pública la he hecho (lo que podía). He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos.”


Su prestigio –bien merecido– de narrador y de teórico, hace olvidar a veces no sólo que su obra literaria (y su propia vida) se abren y se cierran con sendos grandes volúmenes de alta poesía, sino que ella –la poesía– es la verdadera raíz, el basamento hondo que da aliento y sentido a todo el conjunto. Para quien conozca los esclarecedores ensayos que seleccionamos y tradujimos con Hugo Gola con el título de “El oficio de poeta”, para quien se haya emocionado al leer las densas e imborrables páginas de su diario “El oficio de vivir”, será imposible dejar de considerar la vida y la obra de Pavese como las de un poeta. Y un gran poeta. Un poeta capaz de repensar y de juzgarse sí, pero también capaz de cantar.


Publicado originalmente en 1936 por Solaria, durante el confinamiento, y con una reedición ampliada y definitiva por Einaudi en 1943, con un Apéndice de dos largos ensayos críticos del autor, “Trabajar cansa” no es solamente un mundo propio y encerrado en sí mismo (un lugar y una edad: la infancia y la adolescencia campesinas), logrado y a la vez comunicante. Cargado de resonancias e implicaciones con otros universos, no menos reales, y al que sería por lo menos injusto calificar apenas como “neorrealista”, sino también (a la vez) la concreción de una experiencia literaria –y humana y cultural– que surge preñada de ricos significados y de acuciantes y fecundos cuestionamientos. Y que toda la siguiente labor y existencia no harían más que llevar a su culminación. La que tal vez se alcanza no sólo con la cumbre de sus “Diálogos con Leucó” (“esos diálogos que son quizá la cosa menos infeliz que yo haya escrito”), auténticamente legendarios, y donde se incluye con el título de “Las Musas” una exactísima y esencial visión de la poesía. Sino también cuando, cinco años después de su suicidio, se publicaron los poemas inéditos de “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”.


Hijo reconocido del mundo campesino que celebra, intelectual buscando triunfos en la ciudad que lo seduce, inexorablemente sediento de un amor que sea más que pasión, de una justicia que nos haga más dignos, la percepción de los significados profundos que hay en la sangre y en los mitos de los hombres (de los que forma parte, a los que está ligado), se dan en él al mismo tiempo que elabora y construye su propia experiencia, literaria y humana. – Pág./12 – 13 de octubre de 2021


posteado por kalais 14.10.2021 – ch

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https://reyaller.wordpress.com/2021/10/14/cesare-pavese-entre-mujeres-solas-novela-neorrealista-italiana/



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