diciembre 23, 2021
Introito – SCIASCIA: LA INTRUSIÓN DEL DRAMA PIRANDELLIANO EN LA NOVELA POLICIACA –
Leonardo Sciascia es, en la medida en que lo era Voltaire, un escritor “seco”: pertenece a esa especie de narradores y ensayistas que se proponen decir lo más con lo menos: provocar el mayor número de significados y matices con el menor número de palabras. Su estilo conciso, su propensión a la frase incisiva, plástica, a los textos y los libros breves, lo sitúan en esa trayectoria afín a las maneras de Diderot y Jorge Luis Borges. Las lecturas que recuerda de su adolescencia en Racalmuto, el pueblo de la provincia de Agrigento (en Sicilia) donde nació en 1921, incluyen Los miserables, de Víctor Hugo, La paradoja del actor cómico, de Diderot, La vida de Henri Brulard, de Stendhal, y, sobre todo. Los novios, de Alessandro Manzoni. El tema de la justicia –que le ha acarreado el calificativo de “moralista”–, la utilización de documentos históricos como ingredientes de la novela ensayo de ambiente judicial, lo hermana con Manzoni más que con cualquier otro autor italiano. “Lo que hizo Manzoni en el siglo XIX lo está haciendo Sciascia en el XX”, ha dicho el crítico Antonio Motta. Y no es inexacto: “Si se me preguntara a cuál corriente de escritores pertenezco, y debiera limitarme a un solo nombre, diría que sin duda a la de Manzoni”, respondió Sciascia a Marcelle Padovani en esa larga entrevista que es La Sicilia como metáfora. Si en alguna otra parte (en su diario público Negro sobre negro) el autor de El contexto y Todo modo ha escrito que la literatura es una suerte de sistema solar, es evidente que en su universo refulgen –como astros de luz propia, de mayor o menor magnitud– los nombres de Pirandello, Gogol, Anatole France, Brancati, Federico De Roberto, Stendhal, Voltaire y los enciclopedistas franceses, Borges, Cervantes, Calderón de la Barca, Lorca, Cernuda, Pedro Salinas, Alberto Savinio… y José Ortega y Gasset. Sicilia es para Leonardo Sciascia lo que el condado de Yoknapatawpha para William Faulkner. Pero su mundo no precisa de un condado literario ni de un Macondo metafórico: la propia Sicilia es la metáfora del mundo, puesto que “Sicilia ofrece una síntesis, una representación de tantos problemas, de tantas contradicciones, no sólo italianas sino también europeas, que muy bien puede constituir la metáfora del mundo moderno.” La sicilianidad, pues, es uno de sus temas fundamentales, esa condición de lo siciliano que le ha permitido hablar de “sicilitudine” como quien amplía el vocablo italiano “solitudine” (soledad), esa idea de la propia soledad o insularidad que también se procrea en el fondo de todo corazón humano, el aislamiento de esa isla que es Sicilia y asimismo la isla interior que en lo más íntimo llevan hombres y mujeres por separado. “Entre nosotros ha habido siempre una idea muy arraigada: la creencia de que para ser completamente uno mismo hay que estar solo, que la soledad es el ámbito en el que uno se reencuentra, que los otros nos apartan, nos seccionan, nos multiplican –¡oh Pirandello!–, que con los otros no se consigue ser criatura, sino sólo un personaje”, dijo Sciascia en su conversación con Padovani. ¿Otros temas? Varios: la hispanidad, la herencia española y árabe, la Inquisición, la mafia, el conflicto entre individuo y poder, la percepción de que todo poder, siempre, es inmoral. Sobre su novela El contexto (trasladada al cine por Francesco Rosi con el título de Cadáveres ilustres) anota al final que “pretende ser una fábula sobre el poder en el mundo, un poder que progresivamente va degenerando en la inexplicable forma de una concatenación que aproximativamente podríamos llamar mafiosa”. Van y vuelven sus obsesiones temáticas: la memoria (tan trabajada por Marcel Proust, Luigi Pirandello, Harold Pinter, Jorge Luis Borges) en La sentencia memorable y El teatro de la memoria; las complicidades entre el poder legal y el extralegal en El día de la lechuza, Todo modo y Los navajeros; la disyuntiva o el rechazo moral de la ciencia en La desaparición de Majorana; la guerra civil española en Los tíos de Sicilia; la reconstrucción histórica en El archivo de Egipto, En tierra de infieles. Autos relativos a la muerte de Raymond Roussel, Las parroquias de Regalpetra, y Muerte del inquisidor. Al adoptar –y adaptar– la forma o el esquema clásico de la novela policiaca, al transferirlo a una cultura literaria en cierta manera católica, en muchos sentidos latina, Sciascia no reproduce al investigador de la novela negra norteamericana ni al de la detectivesca inglesa o francesa (excepto tal vez en el caso del inspector Rogas en El contexto) sino más bien intenta la verosimilitud de su protagonista al hacerlo pintor en Todo modo o un profesor solitario y solterón en A cada quien lo suyo que actúa llevado por una curiosidad intelectual, o mejor: literaria. Los cuentos que aquí se recogen, inmejorablemente traducidos por Guillermo Fernández, pertenecen a El mar color de vino, frase que alude al verso de Homero en La Odisea cuando Ulises se aproxima a las islas de Escila y Caribdis, en el estrecho de Messina, y que no es sino una descripción realista –nada simbólica– de la coloración violeta que en esa zona del Mediterráneo cobra el fondo del mar a ciertas horas del amanecer. En “El largo viaje” unos campesinos, gente sin trabajo, miserable, como braceros mexicanos que aspiran a traspasar la frontera del desempleo y el subdesarrollo, se ven envueltos en una farsa cruel, en una despiadada maquinación, mientras en “Juego de sociedad” nuestro autor siciliano ahonda en los mecanismos psicológicos más sutiles de esa barroquísima mentalidad o cultura de la mafia, que al no aceptarse como tal, al no querer nombrarse como mafia identificable y concreta, al menos se despliega en un inequívoco comportamiento mafioso: un saber decantado por los siglos, ancestralmente. Y en “Un caso de conciencia” la recreación es otra: la probable visión árabe y cristiana o católica de la sexualidad, el pavor a la traición sexual, la tragico- media de la infidelidad real o imaginada, el mito tan siciliano como mexicano de “los cuernos”. Si hay un clima mental parecido entre México y Sicilia tal vez se debe a que tenemos en común, Sicilia y México, semejante pasado español, la Santa Inquisición, cierta herencia árabe que a nosotros nos llega por España y la lengua, la actitud judeocristiana ante la sexualidad, la imaginación para la venganza, y la bandera tricolor garibaldiana. En la obra de Leonardo Sciascia el interés por España se gesta antes, pero se acrecienta después de la guerra civil, como se comprueba en su cuento “El antimonio” y en sus traducciones de Federico García Lorca, Manuel Azaña y Pedro Salinas. Un libro que lo marcó, sobre todo para el ejercicio de la historia novelada, fue La realidad histórica de España, de Américo Castro, y son innumerables las citas que hace de Cernuda y Borges en El contexto, de Cervantes y Calderón en su comedia El honorable, de José Moreno Villa en La desaparición de Majorana, de Unamuno al parodiarlo: “Me duele Italia” Pero, naturalmente, quienes más frecuentemente resplandecen en su “sistema solar” son autores sicilianos: Vitaliano Brancati, Alberto Savinio, Federico De Roberto (el de la novela Los virreyes), Giovanni Verga, Lucio Piccolo, y muy especialmente Luigi Pirandello: si André Malraux dijo de Faulkner que había introducido la tragedia griega en la novela policiaca, “de mí”, ha dicho Sciascia, “me gustaría que se dijera que introduje el drama pirandelliano en el relato policiaco”. ¿Y un escritor, finalmente, qué es?, le preguntó Padovani. “Yo creo que un escritor es un hombre que encuentra placer en la verdad, que vive como un placer el hecho de decir la verdad. Para mí la escritura constituye un redoblamiento del placer de vivir, porque para mí escribir nunca ha sido un trabajo; al contrario, ha sido un placer, una diversión, un descanso.” – FEDERICO CAMPBELL —
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JUEGO DE SOCIEDAD
La puerta se abrió de improviso, mientras su mano aún titubeaba sobre el botón del timbre. La mujer le dijo: —Pase usted. Lo esperaba. Se lo dijo sonriendo, con voz gorjeante, como si realmente estuviera realizándose un acontecimiento anhelado, esperado con alegre emoción. Él pensó que se trataba de un error y se dispuso a calcular las consecuencias. Él seguía ahí, bajo el umbral de la puerta, sin saber qué hacer, trastornado. Seguramente, pensó, ella estaba esperando a alguien; a alguien que no conocía, que conocía apenas o que había dejado de ver durante mucho tiempo. Además, no tenía los lentes; él sabía que los usaba. —¿Me estaba esperando? —Claro que sí… Pero pase usted, se lo ruego –y seguía gorjeando. Entró, dio unos cuantos pasos en el piso de mosaico que reproducía una antigua carta náutica, pesadamente, como si caminara en un pantano. Se volvió hacia ella, que había cerrado ya la puerta y, sin dejar de sonreír, le indicaba una poltrona. Quiso aclarar el error, saber qué estaba pasando. —¿A quién esperaba usted, precisamente? —¿Precisamente? –le respondió ella, como un eco, pero ahora con una sonrisa irónica. —Bueno… yo… —¿Usted…? —Bueno, yo creo que… —Que yo lo confundo con otra persona –había dejado de sonreír. Y parecía más joven. —Pero no es así; lo esperaba precisamente a usted… Es verdad que no traigo los lentes puestos, pero sólo me sirven para ver de cerca. Lo reconocí cuando llegó al cancel. Tal vez ahora, de cerca, tenga que ponérmelos. Así, ninguno de los dos tendrá la más mínima de las dudas. Los lentes estaban sobre un libro abierto y. éste en el alféizar de la ventana. Mientras lo esperaba, con el oído atento a captar cualquier rechinido del cancel, había comenzado a leer el libro; pero leyó pocas páginas. Sintió la insensata curiosidad de saber que libro era, qué tipo de lectura había escogido para pasar el rato. ¿Pero por qué motivo lo estaba esperando? ¿Había caído en una trampa, era víctima de una traición, o se había arrepentido de pronto el hombre que lo había enviado? Extrañamente, los lentes con armazón negra y pesada la hacían verse aún más joven; y la mirada, dilatada por los cristales, asumió un cierto viso de asombro, de espanto. Pero en ella no había ningún asombro ni espanto. Es más, le dio la espalda, como desafiándolo. Abrió el cajón de un escritorio y sacó una pila de papeles.
Cuando se acercó de nuevo hacia él, llevaba en la mano unas fotografías. —Están un poco desenfocadas –dijo–, pero no hay duda. Ésta fue tomada a las once del 20 de junio, en la calle Mazzini: usted está con mi marido; ésta otra a las cinco de la tarde, en la Piazza del Popólo: 23 de julio, usted está solo, cerrando el coche después de estacionarlo; y en ésta otra también está su mujer… ¿Quiere verlas? El tono era irónico, pero sin animadversión, casi distraído. Y él sintió el deseo de hacer lo que le habían encomendado. Pero no podía; por los cabos sueltos que comenzaba a atar, ya no podía, no debía. Con un movimiento de cabeza le dio a entender que sí, que quería verlas. Ella se las dio y se le quedó mirando con la ligera y complacida ansiedad de quien muestra fotografías de niños, de familiares, esperando los cumplidos. Pero el hombre estaba como paralizado; sus percepciones, ideas y movimientos eran tardos y remotos, desesperantemente pesados. Y el cumplido tuvo que hacerlo ella, banal y feroz. —¿Sabía ya que usted es fotogénico? En efecto, el desenfoque no alcanzaba a velar su identidad, mientras confundía un poco la de su mujer y la del director. —Tome asiento –le dijo la mujer, indicándole una poltrona cercana, y él se dejó caer en ella junto al derrumbe de su existencia.
—¿Quiere tomar algo? Sin esperar la respuesta, fue por dos copas y una botella de coñac. Se halló de pronto con una copa en la mano, frente a ella, que saboreaba el coñac y lo miraba divertida. Él también bebió. Luego vio a su alrededor, como quien vuelve en sí después de un colapso. Qué casa tan bonita. Le devolvió las fotografías. —Su mujer es una muchacha bella. Se parece, no sé si usted ya lo ha notado, a la princesa de Mónaco. Pero en esta foto podría equivocarme. ¿Me equivoco? —No, no se equivoca. —Conque usted no sabía nada –y soltó una carcajada con el odioso tono gorjeante. ¿Está enamorado de ella? No respondió. —No me juzgue indiscreta; no se lo pregunto por simple curiosidad. —Y entonces ¿por qué? —Ya verá… ¿Está enamorado? Rechazó la pregunta con un gesto de la mano. —¿No quiere contestar, o debo entender que no abriga ningún afecto hacia su mujer? —Como usted quiera. —Yo quiero una respuesta precisa –lo dijo con dureza, amenazante; luego agregó, con un tono persuasivo, acongojado–: porque antes debo saber si usted puede soportar… —¿Antes de qué? —Usted ya ha respondido a mi pregunta. —No, no se equivoca. —Claro que sí. Yo le dije: antes debo saber si usted puede soportar, y usted no me ha preguntado todavía qué cosa hubiera debido soportar, qué revelación referente a su mujer, al amor que le tiene… Usted se agarró inmediatamente al “antes”. ¿Antes de qué? Me parece justo. Así está bien. —Se lo pregunto ahora: ¿qué cosa debería soportar? —Lo que voy a decirle. —¿Acerca de mi mujer? ¿Le preocupa si puedo soportarlo o no? —Acerca de su mujer. Le interesaba saber cómo reaccionaría usted, porque nosotros dos estamos destinados a mantener una larga y sólida amistad y darle la espalda a muchas cosas. Siempre que usted lo quiera, desde luego. —Pero mi mujer… —A eso voy. Pero antes dígame: ¿ya entendió? —¿Qué cosa? —Estas fotografías, el hecho de que estuviera ya esperándolo… ¿Ya me entendió? —No. —No me desilusione. Si de veras no ha entendido, mis esperanzas caen por los suelos. Y también las suyas. —¿Las mías? —Claro: también las suyas. ¿No le he dicho que seremos amigos? Dígame, pues, sinceramente: ¿ya me entendió? Hábleme sin miedo, no hay ningún micrófono escondido, ninguna grabadora funcionando. Desengáñese usted mismo, si así lo quiere… Estoy dispuesta a ofrecerle un trabajo sencillo, rápido, rentable; y sin riesgos. Y todo esto además de salvarlo de un peligro inmediato, seguro. Debe admitir, pues, que por lo menos tengo el derecho de conocer su cociente intelectual… Entonces… ¿ya me ha entendido usted? —No del todo. —Naturalmente… Dígame qué cosa ha entendido. —Que usted ya sabe. —Respuesta breve y exhaustiva. ¿Ahora quiere saber cómo fue que me di cuenta? —Me gustaría saberlo. —
Perderemos un poco de tiempo, pero es justo que usted sepa… Pero ¿a qué hora quedó en encontrarse con mi marido? Porque es necesario que se lo diga inmediatamente: nuestra futura amistad tendrá como base el encuentro que esta noche va a tener con mi marido. ¿A qué hora? —Pero si no hemos quedado en encontrarnos. —Usted es muy desconfiado. Conozco muy bien a mi marido, y sé que lo citó para verse esta misma noche. ¿A qué hora? —A las doce y cuarto. —¿Dónde? —En un camino vecinal, a treinta kilómetros de aquí. —Bien, tenemos tiempo… Pero ahora sería mejor que fuera usted el que me preguntara. —No sabría por dónde comenzar, estoy muy confundido. —¿De veras? Estaba esperando a un tipo más listo, de reflejos más rápidos, más reflexivo. Pero tal vez la razón de su asombro, de su confusión, esté en el hecho de que mi marido no le haya dicho nada referente a mí, a mi carácter, a mi capacidad de intuir sus pensamientos más secretos. Después de quince años de vida en común, un hombre como él es un libro abierto para una mujer como yo. Un libro muy tonto, muy aburrido. ¿Usted qué piensa? —¿De qué? —De mi marido. —A juzgar por la situación en que me hallo ahora, es un imbécil. —Me da gusto oírselo decir. Pero usted hubiera podido darse cuenta de que es un imbécil. Comprendo, sin embargo, que usted se dejó deslumbrar por su prestancia, su modo de actuar, por la autoridad y el dinero que constantemente, aunque con cierta sagacidad, cierta nonchalance, demuestra tener… Y tiene mucho dinero, no se alarme… Yo también caí en el garlito. No es que esté arrepentida; lo único que lamento es haberme casado con él por amor, en lugar de haberlo hecho por cálculo. De cualquier modo me habría casado con él, pero el arrepentimiento fue inmediato. No quiero decir con ello que me haya adaptado completamente, sino que empecé a disfrutar una situación que me permitía desahogar mis caprichos y mi despecho, una situación que me ofrecía todo lo que una mujer puede desear, Incluso el desprecio hacia el hombre que está a su lado, pero el imbécil ha roto ahora el equilibrio. —No obstante, yo no me atrevería a decir que es totalmente imbécil, como usted lo considera; en este caso sí, ya que no cabe duda de que se ha comportado como un tonto, sin precaución… Pero se trata de un hombre que se hizo a sí mismo, al menos eso me ha dicho, y eso mismo dicen todos los que lo conocen. Se ha hecho muy rico, muy poderoso…
—Usted piensa como los personajes de una novela rosa, como los manuales norteamericanos acerca del éxito que obtienen los hombres que se hacen a sí mismos. Yo conozco no sólo a mi marido, sino a todo un vasto círculo de hombres que se hicieron a sí mismos, y puedo asegurarle que a todos ellos los hicieron los demás; los cuales, a su vez, fueron hechos por circunstancias y tejemanejes, y aunque estos hombres pasen a la historia, siempre aparecerán como algo fortuito y miserable… En la última guerra, mi marido estuvo en los batallones de la milicia fascista, al lado de Sabatelli, que luego fue ministro de obras públicas, ambos como voluntarios. Eso es todo. Y usted ni siquiera puede imaginarse lo cretino que es el tal Sabatelli. En una sociedad bien ordenada, honesta, en la que no fuera posible el compadrismo; en la que la capacidad y el mérito marcharan por sí mismos, la más benigna de las suertes los habría llevado a una oficina pública, como ujieres; y la más maligna, al otro lado de las rejas. En cambio… —En cambio, son ricos, poderosos y respetados… Pero usted quiere que le haga más preguntas. ¿Puedo?
Interrumpida en su rapto oratorio, dijo que sí; pero contrariada, con encono. —Mis dudas son muchas, pero la más inmediata es ésta: ¿por qué me esperaba precisamente esta noche? —Porque hoy, estando a la mesa, mi marido me preguntó si yo pensaba pasar fuera esta noche, en el cine, con alguna de mis amigas; luego me dijo que él volvería tarde, ya muy tarde, pues debía asistir a una reunión del consejo de administración de una de sus empresas. Y en lo que va de este verano, ya ha asistido a dos de tales reuniones… Y esto significa que la tercera era la buena. Buena para él, fatal para mí. Porque no sólo yo, que lo conozco profundamente, sino todo aquel que está un poco familiarizado con él, sabe que mi marido todo lo hace de acuerdo con una idea de supersticiosa perfección basada en el tres. Y no se hable del nueve, que lo hace delirar de gozo. La tercera reunión, pues; el día tres, y usted llegó a las nueve en punto. ¿No le dijo él que debía tocar el timbre a las nueve en punto? —Sí, pero yo creía… —…que se trataba de un detalle calculado por su mentalidad organizadora. Pero usted no sabe cuan poco organizadora es su mente, admitiendo que tenga alguna. Y quiero agregar que en su decisión de confiarle una misión tan… delicada… tan riesgosa… tiene mucho que ver el hecho de que usted es un profesor de matemáticas. Él conoce apenas la tabla pitagórica, y por eso cultiva la convicción de que sus rapiñas, de que cualquier tipo de rapiñas tienen que ver con la sublimidad de las matemáticas. Cuando asaltan a los bancos, le parece oír la música de las esferas. Me refiero a los asaltos que se leen en los diarios: cronometrados, perfectos… Y cuando no son perfectos, analiza los detalles, descubre los puntos débiles y los errores y los imagina en la perfección ideal. Lo mismo que ha ocurrido con este caso. Hace unos años se cometió un delito que usted seguramente recuerda, y el famoso proceso. Mi marido se apasionó tanto con ese caso, que llegó al punto de enviar todas las mañanas a uno de sus empleados, para que le apartara un lugar en la sala del tribunal, en caso de que él pudiera asistir, y más de una vez estuvo ahí presente. Al mismo tiempo que intentaba descubrir los errores que habían llevado al protagonista a la celda de los imputados, él mismo cometía otro. Si ahora usted… En fin, si las cosas hubiesen marchado de acuerdo con su plan, por lo menos una decena de personas habrían recordado su interés en aquel proceso, y especialmente el empleado que le apartaba el lugar y el juez, que lo conoce bien y que algunas veces, desde la alta cátedra, le sonreía. —¿Desde ese entonces empezó usted a sospechar? —No, desde antes; pero fue ese apasionado interés en el proceso lo que me hizo pensar que sus intenciones iban concretándose en un plan más preciso. —Y entonces se dirigió usted a una agencia de investigaciones. —Una cosa muy larga, muy costosa; pero, como ve, valía la pena. Durante dos años la agencia sólo me ha reportado sus infidelidades. ¡Sus infidelidades no me provocan sino risa! Unos cuantos meses después de habernos casado ya no me importaban. Él le pagaba siempre a las mujeres, continuaba haciéndolo; a mí me pagó también, con el matrimonio, pensando que mi precio, aunque alto y de larga duración, era algo soportable. —¿No era soportable? —Evidentemente no. —Quiero decir: ¿por qué se le ha vuelto soportable? —Por mi culpa, naturalmente. He hecho todo lo posible para alejarlo de mí, para marginarlo de mi vida, de mis días, de mis noches. Un alejamiento muy exiguo, un pequeño tapis roulant de cheques… No, no he tenido otros hombres. Mejor dicho: sólo una vez, cuando empezó a disgustarme mi marido. Pero no fue más que por curiosidad. Una prueba fallida. Así que no se haga ilusiones. Se sintió invadido por la cólera, intentó responderle con violencia.
—No se ofenda. Sé muy bien que no soy joven ni bella; incluso usted puede decirme que soy fea y vieja. Lo que quiero decirle es que usted podría hacerse la ilusión de quedarse con todo mi dinero, en lugar de sólo una parte, pasando sobre mi cuerpo vivo después de haber pasado sobre el cuerpo muerto de mi marido. En cambio, yo quiero que todo quede muy claro entre nosotros desde ahora. —Por lo tanto usted reconoce que su marido no tiene toda la culpa. —Yo no reconozco nada; y si usted, al llegar a este punto, al punto que hemos llegado, tiene ganas de sopesar los méritos de sus dos acciones posibles, la ejecución del plan de mi marido o la del mío, en la balanza del arcángel, es cosa suya. Pero es un mal negocio mezclar la balanza en estas cosas. Me refiero a este tipo de balanza. Usted –y lo dijo con un tono cumplimentero– es un pequeño y ávido delincuente. No se permita lujos que pueden perderlo. —No soy un delincuente. —¿De veras? —No más que usted. —De acuerdo. Y mucho menos que su mujer, desde luego. —Puede ser. ¿A qué se atiene usted para decirlo? —Lo deduzco de lo que sé. ¿Usted no sabe que su mujer frecuenta a otros hombres, por decirlo de alguna manera? —¡No es verdad! —Sin embargo, es la pura verdad. Pero no lo tome así. ¿Qué le pueden quitar a una mujer como la suya todos los hombres que frecuenta? Forman ustedes dos una hermosa pareja, están bien juntos, desean las mismas cosas, nunca pelean, los vecinos los ven con simpatía… El primer reporte que la agencia me envió respecto de ustedes, en verdad dice cosas muy bonitas: ella tiene veintidós años, enseña en una escuela materna, muy bella, vivaz, elegante; él tiene veintisiete años, profesor suplente de matemáticas en una escuela secundaria, serio, simpático; muy enamorados, muy tranquilos… El segundo reporte y todos los demás no agregan nada acerca de usted; pero respecto a su mujer revelan una actividad insospechable, sorprendente. Por dinero, de eso no hay duda. Por eso mismo, si usted no lo sabía, le pido que se tranquilice. Por dinero, solamente por dinero… ¿Sabe usted que una vez, sólo una vez estuvo con mi marido? —Lo sospechaba. Lo sospeché en un principio; creí que su marido se nos pegaba únicamente porque quería abordar a mi mujer. Eso no quiere decir que mi mujer estuviese de acuerdo. Pero luego la sospecha se desvaneció, ya que no había más motivo para creer que quería seducir a mi mujer cuando me dijo lo que pretendía de nosotros, de mí. —En el plan de mi marido, sin embargo, era necesaria una pequeña liaison con su mujer. Para servirse de ella, creo yo, en caso de que usted, por azar o por cualquier error cometido en la ejecución del plan, fuera descubierto. Entonces habría podido decir: tuve una relación con su mujer, él lo supo y, por venganza, mató a la mía; o la mató porque, al buscarme a mí, ella le ofreció resistencia, o lo mortificó, suscitando su vio- lencia… Pero no permita que la duda lo martirice al pensar que mi marido, de acuerdo con su mujer, pudiera desviar hacia usted las sospechas de la policía. Él es incapaz de esas finuras. Además, estoy segura de que su mujer jamás habría permitido llegar a una solución tal; creo saber qué clase de mujer es ella. —¿Qué clase?
—Nos parecemos. Se parece a tantas otras… Adoramos las cosas, hemos puesto las cosas en el lugar que le corresponde al Dios del universo. Los escaparates son nuestro firmamento, los clósets empotrados y las cocinas integrales americanas contienen al universo. Las cocinas en las que nunca se cocina, habitadas por el Dios de los programas televisivos… Mi padre, que era un pequeño burgués, se pasó toda la vida en casas de alquiler, sin sentir nunca la exigencia de poseer una. Pero ahora no hay revolucionario que no quiera ser propietario de la casa en que vive, que no contraiga deudas descomunales con tal de tener casa propia. Son los bancos los que administran la metafísica. Pero dejemos esto de lado… Su mujer, por lo tanto, se parece a mí. En estos tiempos todas nos parecemos, y esto es un lío. Su mujer, además, es indiferente o ingenua. Estoy segura de que ella fue la primera en emocionarse con el plan que mi marido les propuso… A propósito, ¿en qué términos se los propuso? —Ya depositó en un banco de Hamburgo, a nuestro nombre, una gran suma. —¿Cuánto? —Doscientos mil marcos. —Es decir, esta noche usted podía, en lugar de venir aquí, volar a Hamburgo y… —Podía. Pero dentro de dos años, si todo hubiera resultado bien, podría cobrar otros cuatrocientos mil marcos. —Yo le voy a dar quinientos mil marcos, y dentro de seis meses. ¿Confía en mí? —No lo sé… —Debe confiar en mí. Y tenga presente que mi plan comporta un riesgo mínimo, mientras el de usted, el que quería ejecutar, lo hubiera mandado a la cárcel con toda certeza, podemos decir, matemática. La agencia de investigaciones se encargaría, en caso de que me ocurriese algo, de mandarle a la policía copias de los reportes y de las fotografías… Mientras que ahora, aun admitiendo que yo no confíe en el compromiso, o que incluso tenga la intención de traicionarlo, usted no corre más riesgo que el de no obtener otro dinero y el de ser condenado por homicidio pasional, por razones de honor. Dos o tres años de cárcel, sin descartar la posibilidad de la amnistía. Y no eche en saco roto este buen consejo que le doy: en caso de que usted cayera en la trampa, aténgase siempre a la traición de su mujer, a la atroz desilusión que mi marido le ha provocado. Siempre. —Pensándolo bien, me parece que usted es la que quiere tenderme la trampa. —Lo consideraría un cretino si no saliera de aquí con esta sospecha…
Vio la hora, y, poniéndose en pie, le preguntó sonriendo: —¿Me consideraría indiscreta si le pregunto con qué tipo de arma pensaba matarme? —Con pistola. —Muy bien… Ya es hora de que se vaya; dispone del tiempo necesario para llegar al lugar de su cita. Y que tenga buena suerte. Lo acompañó hasta la puerta, sonriéndole dulce y maternalmente. Antes de cerrarla y de que él llegara al cancel, lo llamó y le dijo en voz muy baja: —Un solo disparo no es suficiente, ya que es muy robusto… Lo dijo con el tono de quien solicitara particulares atenciones para un niño muy delicado. Y agregó: —Tiene el silenciador, me supongo. —Sí, lo tengo. —Bien. Que tenga buena suerte. Cerró la puerta y se apoyó en ella. Sonreía, encantada, paladeando lentamente las sílabas: —El silenciador… Homicidio premeditado… Se acercó a la ventana. Lo vio alejarse del cancel. Se sentó en la poltrona. Se levantó. Se puso a pasear por la sala, rozando con las manos muebles y objetos, como si tocara un instrumento musical. Vio el reloj. Se dirigió hacia el teléfono, marcó un número y habló con voz agitada: —¿Está todavía mi marido en la oficina?… ¿Ya salió…? Estoy preocupada, muy preocupada… Sí, ya sé que no es la primera vez que llega tarde; pero esta noche pasó algo que me inquieta… Vino a buscarlo un joven, estaba furioso, muy alterado; se quedó aquí esperándolo un buen rato… acaba de irse. Me dio mucho miedo… No, no se trata de una impresión… yo sé por qué ese joven estaba tan enojado y amenazante… ¿Cuánto hace que salió mi marido…? Sí, gracias. Buenas noches… Sí, buenas noches. Colgó el aparato, volvió a levantarlo y marcó otro número. Su voz adquirió ahora un tono más alarmado y lleno de congoja. —¿A la comisaría? ¿Está el comisario Scoto…? Pásemelo inmediatamente, por favor… ¡Señor comisario, qué suerte hallarlo a estas horas en su oficina…! Oiga, estoy preocupada, muy preocupada… Mi marido… Me cuesta trabajo decírselo, es muy humillante… Pero no tengo más remedio que decírselo… Mi marido tiene relaciones con una mujer casada, una mujer muy joven, muy bella… Lo sé porque la ha estado vigilando una agencia de investigaciones, y no me da vergüenza confesarlo… No, no quiero acusarlo de adulterio; por lo contrario, tengo miedo de que algo malo le suceda… Porque, vea, esta noche vino el marido de ella, un profesor joven, y estaba muy furioso, muy alterado. Lo dejé entrar, incautamente; y estuvo aquí un par de horas, esperándolo, con un aire amenazador. Quise hacerlo hablar, pero sólo respondía evasivamente, con pocas palabras. Se acaba de ir… Sí, hace unos minutos… Le telefoneé a mi marido, para advertirlo, pero ya había salido de la oficina. Ya debería estar aquí… ¿Usted no puede hacer algo…? Sí, está bien –casi llorando–… Lo esperaré media hora todavía, y le vuelvo a telefonear… ¡Gracias!
(fuente http://www.materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/leonardo-sciascia.pdf )
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Leonardo Sciascia : 1912 + 1 (relato)
No sé si durante todo el año 1913, pero sí al menos en una ocasión, D’Annunzio, al dedicar una obra suya, escribió «1912+1»: por superstición suya o de la persona a la que se lo dedicaba o bien de los dos. En la Italia septentrional el 13 es considerado portador de desgracias igual que en la meridional lo es el 17: desacuerdo todavía no aplacado, pero que entonces estaba tan vivo que los hombres del Sur habían escogido el 13 como mascota, como amuleto: y lo recuerdo de oro, horadado dentro de un arito, bambolearse del bolsillo del chaleco sobre las imponentes panzas de sus orondos poseedores. Optando por el Norte, como buen abrucés que había atravesado triunfalmente la línea, D’Annunzio quería atravesar también a toda prisa y con los ojos cerrados el año 1913. En cambio 1913, a pesar de que el aquilón de las deudas que no conseguía pagar soplaba aún en Italia y le había llevado a su exilio en Arcachon, era su buen año: o mejor dicho, uno más que añadir, gracias a una suerte creciente y de igual signo, a los siguientes, hasta el advenimiento del fascismo. En ese año, el propio exilio se le doraba con un éxito que en Francia y el mundo entero alcanzaba su punto álgido. Duraba ya una docena de años, pero en aquél —el año de su confirmación y consagración como escritor francés y en el que se le traduce al italiano— había llegado a su punto máximo. Ya ocho años antes, en el L’Oeuvre, asistiendo a la representación de La Gioconda , fue Léon Blum quien, al final del primer acto, daba la señal del prolongado aplauso.
Durante el intervalo, entre Blum y Renard se cruzaron las siguientes acres agudezas: «Tenéis aspecto de estar encolerizado», le dijo Blum. «Sí, debido a vuestro entusiasmo», fue la respuesta de Renard. Y creo que mi pasada aversión por D’Annunzio, mi intolerancia a releerle hoy, encuentran en esta agudeza de Renard una razón preeminente. Más que D’Annunzio, lo que me resulta insoportable es el dannunzianismo (hoy oculto); insoportables los dannunzianos: también aquellos que nunca le han leído ni le leerán, que saben de él lo bastante —de su vida, de su fascismo— para creerse alejados de él. Y hay que decir, por amor a la verdad, que el entusiasmo del socialista Blum en el L’Oeuvre, en aquel lejano 1905, puede a su vez ser considerado un signo, entre los muchos que vendrían después, de las contradicciones imprevisibles del socialismo, los socialismos, los socialistas.
Es fácil imaginar el entusiasmo de Blum por el D’Annunzio francés, por el francés de D’Annunzio. Y me detengo en Blum para dar una idea lo más extensa posible de la fama de D’Annunzio en aquellos años, en aquel año. En Italia, como socialista, se podía estar en contra de la guerra de Libia: pero so pena de sentirse como réprobo, como excluido de una fiesta en la que, entre el flamear de banderas y penachos de plumas de los bersaglieri, el vibrar de los cobres de las bandas, el esplendor de todos los oropeles patrióticos e independentistas, destacaban, resonantes, «Las canciones de la gesta de ultramar» que D’Annunzio enviaba desde Arcachon al Corriere della Sera . Generales y almirantes, soldados y marinos caídos en la línea de playa de Libia se ofrecían al canto del poeta, y el poeta ofrecía su canto a la «nación elegida», a los italianos todos. Pascoli, el manso Pascoli, había brindado su salutación augural: «la gran proletaria ha salido» —hacia la «cuarta orilla» [1] , hacia Libia, hacia Trípoli.
Y quizás existiese una cierta confusión entre Trípoli de Libia y Trípoli de Siria; confusión debida al hecho de que, hasta ese momento, el nombre de Trípoli estaba en la memoria de los italianos solamente por la conmovedora historia de amor que otro poeta, que no había estado a tiempo de cantar la gesta de ultramar, había cantado en versos que para aquellos de mi edad todavía hoy resultan inolvidables (uno de los cuales, reclamado por la historia que quiero contar aquí y ahora, me viene insistentemente a la memoria: «Condesa, ¿qué es la vida?»): la historia del denodado amor de Jaufré Rudel, trovador provenzal, por Melisenda, condesa de Trípoli. De Trípoli de Siria. Y de ahí acaso la cancioncilla, casi un himno, una marcha que se agregaba a la real, que veía en Trípoli de Libia una «hermosa tierra de amor». Amor de la tierra ahora ya no más lejana: y de la que D’Annunzio saboreaba aromas, olfateaba perfumes, vislumbraba arenales y palmeras, auroras y crepúsculos. Libro cuarto de los Laúdes: Mérope , diez canciones, una de ellas dedicada a Elena de Francia, duquesa de Aosta, de quien los hermanos Treves al año siguiente (exactamente el jueves 16 de octubre de 1913: fecha anunciada como memorable) publicarían un lujoso volumen de Viajes al Africa . «La dulce Francia», «faz de oro como la flor de lis», viajes al Africa (también para traer los muertos a las «maternas tumbas» y los heridos a los hospitales de Palermo): todo marchaba, hay que decirlo, derecho, lo contrario de torcido, al D’Annunzio exiliado con todo lujo, entre galgos y mujeres, en Arcachon. Cantaba y cantaba: no se cansaba de cantar «al salvaje anhelo, a la gota que chorrea, al largo esfuerzo con la cabeza baja, a los pulsos entre los rayos de la rueda, a los hombros que alzan la caja y la llevan, a la orden de fuego, al blanco, a la primera acometida a la masa enemiga, al campo raso, al ronco grito de los gaznates resecos, a cada nueva línea abatida, al alegre ardor del juego; o a Ameglio, y al hierro frío…» (son, como se habrá observado, versos; pero los transcribo como prosa para devolverlos mejor a su insensatez y atrocidad, pues la prosa no perdona). Y he aquí que en Palermo, donde había nacido el general Giovanni Ameglio (nombrado gobernador de Cirenaica una vez acabada la guerra e iniciada la guerrilla), el «hierro frío» celebrado por el poeta se materializa en un don fastuoso y festivo: una espada de hoja damasquinada, de moldeada empuñadura de oro y plata, con escenas de batalla, figuras femeninas y emblemas, realizadas por el escultor palermitano Mario Rutelli, el mismo de las náyades de la fuente de la Exedra. La recargada empuñadura traía una inscripción que rezaba: «A Giovanni Ameglio, su ciudad natal, Palermo. MCMXIII».
En Cirenaica la guerrilla hostigaba. Tribunales de guerra se reunían asiduamente para juzgar a los rebeldes: es decir, para pasarlos por los pelotones de ejecución. A los italianos les llegaban algunas imágenes de ello: simples bosquejos, fotografías. ¿Con qué sentimiento se debió de ver entonces esta fotografía que tengo ante mis ojos, del fusilamiento de un árabe entre las dunas? El pelotón formado en dos filas, el oficial a punto de dar la orden de fuego, el condenado que parece alejadísimo del pelotón, como perdido entre las ondulaciones de las dunas. Agosto de 1913. 1912 + 1.
El 26 de octubre de 1913 se vota para el Parlamento del Reino: por primera vez, mediante el sufragio universal, o casi. De los 3.200.000 votantes de las elecciones precedentes se pasa a los 8.500.000. Un enorme salto. ¿No será —miedo de siempre— un salto en el vacío?
No se comprende —de modo difuso en la prensa y entre la gente bienpensante— por qué el astuto Giolitti ha podido querer nunca el sufragio universal. Una défaillance , un error de su parte.
La jornada electoral transcurre, en resumidas cuentas, de forma tranquila: unas pocas cuchilladas, algunos bastonazos, algún pistoletazo. En Parma es arrestado Filippo Corridoni, sindicalista agitado y agitador: los de mi edad, sin embargo, guardan de él la imagen, difundida en las aulas escolares por el fascismo, de un hombre de orden: expresión serena, bien peinado, cuello almidonado, corbata. Tomó su nombre —Corridonia— del pueblo que le vio nacer, Pausula, en la provincia de Macerata.
Pero Giolitti había tenido buen ojo: el gran miedo a que los 5.300.000 nuevos votantes fuesen a parar al partido socialista, carecía de razón de ser. Los socialistas pasan de 58 a 78 diputados. Toda la izquierda —izquierda nominalmente— obtiene los 165. La mayoría —la del anciano Giolitti que decía hallarse ya cansado y aspiraba a un bien merecido descanso— obtiene, en cambio, unos 348. Sólo en Bolonia puede hablarse de un éxito «inesperado» de los socialistas. En el Carlino , Bergeret (Marroni) se consuela de ello escribiendo: «La experiencia enseña que, cuando las monarquías tienen necesidad de buenos ministros de Policía, de esos que con gusto mandan disparar sobre el pueblo, siempre los encuentra con tal de que vayan a buscarlos entre los abogados que hicieron su entrada en el Parlamento con las enseñas de la revolución. Dentro de diez años…». Profecía que es preciso entender más allá del término de los diez años, dentro de los cuales, por otro lado, se cumplió puntualmente.
¿Pero qué pasaba en Italia para impedir que resultasen ciertas las desoladas previsiones de un avance arrollador de los socialistas gracias al sufragio universal? Lo que pasaba no era sino que sobre la secretada (de secreción) y secreta cordura de los italianos [2] —que podría resumirse, aproximadamente, en el proverbio de aún vigente magisterio que dice que más vale malo conocido que bueno por conocer— un caballero de provincias, abogado penalista que encontraba placer en la agricultura y en la caza, camarero secreto de Su Santidad (con ejercicio), puesto a la cabeza de la Unión Electoral Católica, había ideado un pacto articulado en siete puntos que aseguraba, a los políticos de política moderada que lo aceptaran, el apoyo electoral de los católicos. Parece que lo aceptaron 330 de los candidatos al Parlamento; y parece asimismo que salieron elegidos nada menos que 228 de ellos, que es una bonita cifra. El pacto Gentiloni: del conde Vincenzo Ottorino Gentiloni, nacido en Filottrano, en la Marca de Ancona, en 1865; y por tanto, en 1913, contaba cuarenta y ocho años bien llevados, a juzgar por los retratos, y diría uno también que bien disfrutados: sin embargo, a los tres años del resonante éxito del pacto, fallecía.
Antes del triunfo, nada se sabía del conde Gentiloni: su apellido hacía como de apellido del pacto. Pero apenas conocido el éxito electoral, no tardaron en preguntarse todos quién era el sagaz y misterioso artífice de ese acuerdo. Y ante todo: ¿cuál era su nombre de pila? Lo preguntaron a la Illustrazione Italiana de las «gentiles lectoras»; y si hasta las «gentiles lectoras» sentían curiosidad por el conde, puede argüirse qué curiosidad no haría hervir a Italia entera. La Illustrazione Italiana responde, tras diligentes averiguaciones, que Gentiloni se llama Ottorino, haciendo caso omiso de su primer nombre o callándolo por el simple gusto de empeñarse en considerar que Ottorino es diminutivo de Ottone, que Otón era el nombre de Bismarck y que Gentiloni había sido, en la contienda electoral recién finalizada, «una especie de Bismarck»: más en pequeño, se comprende, y en cosas más pequeñas: pero de una innegable habilidad. Vincenzo, Ottorino: ello me recuerda aquella ocurrencia de Antonio Baldini a propósito de Aleardo Aleardi, cuyo nombre de pila no era Aleardo sino Gaetano: «sentimientos del verdadero Aleardo han invadido los versos del verdadero Gaetano, y sentimientos del verdadero Gaetano los versos del verdadero Aleardo». Así que el conde Gentiloni se comporta en cierto momento como Vincenzo: concede una entrevista a un periódico. La propia Illustrazione se queja, lo deplora, se lamenta: «¡la fascinación del misterio se ha desvanecido! ¡El encanto se ha roto!». Pero al preferir el nombre de Vincenzo al de Ottorino, al comportarse como Vincenzo, al revelar lo que debía revelar, encuentro que, precisamente, Gentiloni venía a coronar su obra. No había fundado, como les gustaba creer a los italianos, una más oscura, más seria y más poderosa masonería: había fundado la política de los católicos italianos, que en parte, y nada más que en parte, adoptará posteriormente el nombre de partido. El Partido Popular de don Luigi Sturzo, la Democracia Cristiana de De Gasperi, de Fanfani, de Moro. Digo en parte porque el resto se deslíe y disuelve en todo lo que en Italia es política, en el no decir y en el hacer de la política: con apenas algún residuo, alguna esquirla o cristal de resistencia.
Mientras el pacto Gentiloni triunfaba, en Roma moría el cardenal Mariano Rampolla del Tindaro. Secretario de Estado con León XIII, estaba dentro del orden de cosas que le sucediera: pero cuando, en el primer escrutinio del cónclave, recayeron sobre su nombre veintinueve de los votos, el cardenal arzobispo de Viena se vio obligado a manifestar el veto del emperador de Austria. Se podía no tenerlo en cuenta: y, en efecto, en el escrutinio siguiente Rampolla obtuvo treinta votos. Pero no fue sino una rebelión pasajera: salió elegido a continuación el cardenal Sarto, Pío X. Más quizá que el veto del emperador, que reprobaba la firme amistad mostrada a Francia por Rampolla, fue su carácter inflexible, su encarnizada defensa del non expedit lo que movió al cónclave a encontrar otra salida. No eran ya tiempos aquéllos para el non expedit (Panzini, Diccionario moderno : «frase latina que significa no es expediente , no es necesario, esto es, prohibido. Non expedit es propiamente la fórmula ritual de la cancillería apostólica para cuando no se cree conveniente conceder alguna cosa solicitada. En el lenguaje de la política este non expedit vino a significar hasta fechas recientes la prohibición impuesta en Italia a los católicos y a los buenos creyentes de participar con su voto en las elecciones políticas, puesto que el mero hecho de participar conllevaba ya el reconocimiento de los hechos que condujeron a la abolición del poder temporal de los pontífices»). Se iniciaba el largo período —que llega hasta nosotros, y que es de creer proseguirá más allá de nuestras vidas— de las componendas, de las conciliaciones, de los acuerdos: con celebraciones más o menos clamorosas. El pacto Gentiloni. El Tratado de Letrán. El artículo 7 del Tratado de Letrán votado por la Asamblea Constituyente republicana. La unidad o solidaridad nacional de ayer, con Moro inmolado en ese altar. Viene a mi memoria a modo de apólogo el recuerdo de la única vez que he visto y escuchado a Giorgio La Pira. Fue en Mesina, en la gran exposición de Antonello, hace treinta y tres años. No a mí, a sus viejos amigos Vann’Antò y Pugliatti, a los que yo acompañaba, les hablaba La Pira del consejo municipal de Florencia y del Parlamento, de lo que quería, y de lo que a veces lograba obtener. El acuerdo. «Hay que estar de acuerdo», repetía. Todos de acuerdo. Movía sus pequeñas manos como si quisiese modelar materialmente el acuerdo: masa dócil y suavísima. Yo experimentaba una sensación casi de vértigo: y me echaba para atrás, como ante una ventana abierta sobre el vacío, mientras contemplaba los cuadros de Antonello, que no parecía estar de acuerdo. Todos luminosos y fríos cual diamantes; y los retratos aquellos mirando de soslayo, con escepticismo, con ironía…
El texto del pacto Gentiloni es brevísimo y está exento de tonos imperiosos o solemnes: sumiso, humilde. Sólo en lo concerniente al divorcio adopta decisión e intransigencia: «absoluta oposición al divorcio». Un pacto sobre el que podían estar todos de acuerdo , inclusive los más tenaces sostenedores del divorcio, que podían resignarse cómodamente a admitir que los italianos no estaban lo suficientemente «maduros» para el divorcio: y con el consenso de una buena parte de los «inmaduros». Esto de la «inmadurez» de los italianos para disfrutar de ciertas libertades, y en definitiva de la libertad, no deja de ser una opinión tan chusca como penosa, sobre todo cuando se la pronuncia desde las alturas y se la ve encontrar amplio consenso en la base. En el tren, en el autobús, en las tertulias, en las salas de espera, toda conversación sobre las libertades, sobre la libertad, encuentra soporte en la melancólica constatación de que «aún no estamos lo suficientemente maduros». Pero al menos existe la madurez de saberse inmaduros: lo cual puede acabar también por corromper.
Entre los siete puntos del pacto Gentiloni, lo que de esencial emerge entre las generalidades es lo siguiente: «oposición a toda propuesta de ley que vaya en detrimento de las congregaciones religiosas y que de cualquier modo tienda a perturbar la paz religiosa de la nación»; «que no sean impuestas condiciones que obstaculicen y desacrediten la labor de la enseñanza privada»; «proveer de fórmulas jurídicas y garantías prácticas y eficaces al derecho de los padres de familia a disponer para sus hijos de una instrucción religiosa seria en las escuelas públicas»; «resistir a toda tentativa de debilitar la unidad de la familia, y consiguientemente absoluta oposición al divorcio». Expresiones de voluntad a las que después habría de dar amplio respaldo el gobierno fascista con el Tratado de Letrán; sin mencionar la generosidad con que transigieron los sucesivos gobiernos de la restaurada democracia.
Por encima de lo que pudieran pensar el conde Gentiloni y la Unión Electoral Católica, por encima de las precauciones, se hallaba, pues, la familia, la unidad de la familia. Y he aquí que un caso que podría decirse propio del pacto Gentiloni, por lo que reúne, por lo que esconde, por lo que concurre en él para hacérmelo ver hoy ambiguo y ejemplar, ejemplarmente ambiguo, ambiguamente ejemplar, estalló en San Remo dos semanas después de las elecciones, cuando todavía la prensa estaba tratando de hacer el cómputo del incremento o descenso de los partidos, la solidez de la mayoría y la de la oposición; de trazar la biografía de los nuevos elegidos y de dirigir un fugaz saludo a los que no habían salido reelegidos; y sobre todo de elogiar la intuición del conde Gentiloni, lo concreto y sólido de sus argumentos políticos: aun cuando se los hubiera querido más tenebrosos, más secretos y más misteriosos.
8 de noviembre de 1913: la condesa Maria Tiepolo, esposa del capitán Cario Ferruccio Oggioni, mata al asistente de su esposo, el bersagliere Quintilio Polimanti.
La señora María Oggioni, nacida Tiepolo: pero los periódicos no tardan en hacerla condesa Tiepolo. Primero se la presenta como descendiente «de la familia del célebre pintor Tiepolo»; aunque no se tarda en dar preferencia a los Dux, «la familia de los Dux venecianos». Cincuenta años después anota Longanesi: «No hay comunista que, sentado junto a un duque, no experimente un estremecimiento de placer». Puede imaginarse la clase de estremecimiento que debía de proporcionar poder escribir y hablar acerca de la condesa Tiepolo en lugar de hacerlo de la señora Oggioni: con el estremecimiento añadido de saber que la condesa había acabado, de un solo tiro, con la vida de un bersagliere. Este bersagliere, natural de Monsampietro Morico, en Piceno, recibía en las crónicas también un cierto ennoblecimiento: del oficio de carpintero, que ejercía con anterioridad a ser llamado a las armas, había sido promovido al de ebanista. «Se diría que el ebanista no debería trabajar más que el ébano; pero en cualquier parte de Italia, al stipettajo que hace con las maderas no corrientes trabajos poco comunes, se le conoce por ebanista », dice Tommaseo. Frecuentador como he sido en mi infancia de las carpinterías —y cómo me hubiera gustado aprender el oficio— no tuve nunca la fortuna de ver un solo pedazo de ébano: así que, lo que entre todos los carpinteros del pueblo se conocía por el nombre de ebanista, y que equivalía a decir el que más vale, me parecía a mí una especie de título conseguido mediante una prueba, un examen, y haciéndole trabajar un trozo de ébano del que yo sabía estaban hechos algunos preciosos bastones. Para Quintilio Polimanti, un título ganado a su muerte. Ebanista. Pero en mayor medida hacía uso de él la acusación privada. El bersagliere y el asistente estaban más en consonancia con el caso y constituían una identidad en lugar de aquel nombre difícil de recordar y saviniano avant la lettre . Quintilio Polimanti. Y tenía un hermano de nombre Paride, y un tío Priamo.
El hecho de que lo hubieran enrolado entre los bersaglieri, nos habla de una constitución física robusta y ágil, de un tórax amplio y poderoso aliento, de una aptitud y resistencia para la carrera. Los bersaglieri, a menos que estén en sus horas de salida, deben andar siempre a la carrera. Y «arrollar»: por norma. El general Alessandro Lamarmora había creado el cuerpo para los desplazamientos rápidos y las acciones arrolladoras: y acaso fuese idea también suya ese atadito de plumas iridiscentes que colgaban del sombrero. Plumas de gallo, con toda intención: a fin de añadir un toque al gallismo [3] itálico.
Dejados sueltos los corresponsales locales para que recogieran noticias sobre Polimanti y familia, se supo al día siguiente por los periódicos que tanto el padre como el tío se encontraban todavía en Monsampietro Morico, «comerciando con estancos» (que creo debía de querer decir con estanqueros); mientras que Quintilio y su hermano Paride, sastre, se habían trasladado a Fermo: y Quintilio era recordado allí más como ciclista que como ebanista. Simpático, dado a la alegría: y sorprendía, a quienes le habían conocido, el saber que se había adaptado «al humilde empleo de asistente».
Asistente. Pero, con ascendientes literarios, ordenanza. Foscolo hace con ello un juego de palabras: «ordena a tu ordenanza…». Y De Amicis, en su Vida militar , traza el relato de su convivencia con dos ordenanzas: de justos, contenidos y púdicos sentimientos el primero; carente de todo sentimiento y estrafalario en el servicio el segundo: y le llama «original». Cuando no era más que estúpido: y no se comprende cómo lo pudo tener con él, si no le causaba más que daños sin la menor compensación afectiva.
En cuanto a la definición, la más exacta se la debemos al padre Alberto Guglielmotti y a su Vocabulario marino y militar (algunas de cuyas voces D’Annunzio pone en verso de forma admirable, verdaderamente admirable): «Se llamaba soldado o marinero de ordenanza no hace mucho a todos aquellos marineros o soldados que eran dispensados del servicio corriente de plaza o de a bordo y estaban nada más que adscritos al servicio personal de algún oficial». Resulta tan exacto que contiene la razón por la cual Quintilio Polimanti eligió atender a empleos que, si bien eran modestos, le dispensaban en cambio del fatigoso servicio de plaza de armas, que para un bersagliere era fatigosísimo. Aquellos de sus conciudadanos que se maravillaban del empleo de asistente de Polimanti, o bien no habían hecho el servicio militar o bien guardaban de él un recuerdo ligado a sus años de juventud, proclive ya al embellecimiento. Llegado como se decía, al regimiento, y tras un par de jornadas dedicadas a los servicios militares, un joven campesino o artesano con la suficiente listeza y ninguna vocación de marchar durante horas, bajo el sol o la lluvia, con una mochila de veinte kilos a cuestas, corriendo encima el riesgo de acabar en un calabozo a pan y agua al menor descuido, era un candidato hasta apasionado al empleo de asistente. Entre las personas a las que en años lejanos, en las eras o en las tiendas, yo oía contar sus años de vida militar (y de guerra), las más inteligentes de todas eran sin duda las que habían encontrado algún amparo haciendo de asistentes. Y no faltaba quien recordase los caprichos y locuras del oficial a quien servía, de la mujer, de los hijos: mas con indulgencia, con afecto —y, en resumidas cuentas, al modo de De Amicis en su relato «El ordenanza», el que no era «original». Y más que el oficial, era la mujer, eran los hijos, los protagonistas de tales evocaciones, de tales recuerdos: siempre jocosos; y en ocasiones, los que hacían referencia a la mujer, de una jocosidad bocachesca.
«Antes cerdo que soldado», rezaba el refrán: con la idea puesta ante todo en el rancho, en la nauseabunda pasta y en las alubias, en las nauseabundas escudillas (pues cada uno tenía que limpiar la suya, reduciéndose todo a pasarle un poco de agua: y así pasaban de un reemplazo a otro nunca debidamente limpias). Un ordenanza, por el contrario, no se reintegraba al cuartel más que a la caída de la tarde: se evitaba así el rancho, en los horarios de diana y retreta. Y tenía la ilusión, y a veces no sólo la ilusión, de la vida en familia, rodeado de atenciones y de sentimientos familiares. Iba a hacer la compra diaria o acompañaba a la señora; llevaba a los niños a la escuela y los pasaba a recoger; sacaba brillo a la plata. Si tenía por oficio el de sastre, le daban a entallar o arreglar los vestidos; si carpintero o mecánico, alguna cosilla en que emplearlo o que arreglar nunca faltaba; si era campesino, estaba el jardín, estaba el gallinero: y casi siempre los había, entonces.
El servicio de quintas era por entonces mucho más largo de lo que es en la actualidad: pero Polimanti estaba ya a punto de licenciarse, le quedaban aún unos pocos días, poquísimos. Y acaso fuera esto lo que precipitó el drama, cualquiera que haya sido su móvil: la legítima defensa del honor, según la condesa y sus defensores; poner resueltamente fin a un vínculo peligroso —otro móvil más turbio y complicado— en opinión de la mayoría. La condesa había manifestado enseguida «que el ordenanza había tratado de penetrar en su dormitorio y ejercer violencia sobre su persona, y que ella, armada de un revólver, había hecho fuego sobre él, causándole la muerte». Il Messaggero del 9 de noviembre dice: «Al parecer se trata de una versión exacta» y titula el reportaje: «En defensa del honor»; si bien confía al lector que se trata de una dama de «suma belleza» y que Polimanti «era un joven apuesto, alto, de pelo crespo y rubio»: datos por los que el lector puede tomarse lo de «al parecer» no sin desconfianza, duda, o todo lo contrario de certeza. Decir a los italianos que entre una bella mujer y un apuesto joven, durante meses bajo un mismo techo y hallándose a menudo a solas, en orden a sentimientos e instintos, no ha habido más que un disparo de revólver, hecho por la mujer con el fin de defenderse del joven, no es sino una preterición, una contradicción en los términos. Y, efectivamente, he aquí que el mismo periódico, días más tarde, reconoce que la opinión pública no se conforma con dicha versión que parecía exacta y que son muchos los que ven en el hecho, y en otros relacionados con la condesa y que el periódico prefiere no recoger, motivos pasionales, de una relación entre la condesa y el ordenanza que acabó, no se sabe aún por qué ni cómo, de un modo trágico. «La verdad sólo se sabrá con la instrucción del sumario». Entre tanto familiares y amigos hacen saber que la condesa, desde hacía cerca de tres años, sufría de epilepsia, y justo unos días antes había sufrido un fortísimo ataque.
Sea como fuere, mientras los restos mortales de Polimanti todavía reposan en la cámara mortuoria del cuartel de los bersaglieri, en espera de la llegada de sus parientes para el sepelio, la condesa había nombrado a su defensor: el abogado Orazio Raimondo, socialista, que pocos días antes había sido elegido diputado por el colegio de Oneglia y había tenido ocasión de discursear largamente en el Parlamento. Más que obtener ventaja, para derrotar a su «moderado» adversario el honorable Marsaglia, del no ingente crecimiento del Partido socialista, el abogado Raimondo había salido elegido por el buen recuerdo que en Oneglia se guardaba de su abuelo, el honorable Biancheri, que había sido presidente de la Cámara de diputados. La condesa Tiepolo podía, pues, considerarse en buenas manos: el abogado Raimondo era de militancia socialista y herencia liberal; de copioso y vibrante verbo, según constaba ya en las crónicas parlamentarias. Que luego, ocho meses después, los periódicos aludan a él como «exsocialista oficial», no quiere sino decir que había dejado el partido aunque, eso sí, declarando que seguía siéndole fiel en las ideas: caso no muy distinto del de otros tantos que hemos podido ver en los últimos cuarenta años. Más que cualquier otro partido, el socialista brinda la posibilidad del desacuerdo, del abandono del mismo: en la presunción —o en la retórica— de ser más socialista de lo que el partido permite en ese momento. Pero no es infrecuente el caso de que el declararse más socialista y dejar el partido esconde el serlo menos o el no serlo ya nada.
En poco más de una semana, el caso Tiepolo desaparece de los periódicos. Otras noticias vienen a ocupar su lugar: el tango que llega de París; el Parsifal que se representa en la Scala con un intervalo que permite ir a cenar tranquilamente (lo que provoca un debate entre los que aceptan la novedad como excepción, y aquellos que la rechazan en nombre de la tradición italiana); y está la reaparición, en Florencia, de La Gioconda de Leonardo, que había sido robada del Louvre dos años antes. Había desaparecido misteriosa, inexplicablemente: reaparece, por así decirlo, banalmente: se la había llevado con suma facilidad un obrero italiano deseoso de devolverla a su patria, no sin cierta recompensa. Una desilusión: se había pensado en un Rocambole, cuando de repente se saca a relucir a un pintor de brocha gorda fichado por la policía francesa, no se sabe si por robo o por alguna infracción. Se encuentra así motivo para lanzar reproches contra la policía francesa: pues ésta tenía conocimiento de que el pintor italiano figuraba entre los obreros que habían entrado en el Louvre el día del robo, llegando incluso a interrogarle; pero sin tomarse la molestia de confrontar las huellas digitales con las que habían quedado nítidamente impresas en el vidrio que había sido despojado de la obra maestra de Leonardo, ni tan siquiera de llevar a cabo un registro en el pequeño cuarto que ocupaba el pintor y donde, debajo de la cama, había tenido oculta durante dos años, privando de ella a millares de personas, la sonrisa de la Gioconda. Sonrisa que Ortega y Gasset tratará de desacralizar y La Voz de su Amo de vulgarizar, eligiendo la imagen de la Gioconda para decorar las cajitas de las agujas del gramófono; sin hablar de la broma un tanto pueril, por no decir completamente idiota, de los futuristas de endilgarle un par de tupidos bigotes caídos a su sonrisa. Pero quién sabe si a Aldous Huxley, de ver una y otra vez en Florencia, donde estuvo expuesta religiosamente La Gioconda tras ser recuperada, no se le ocurrió la idea de una broma mucho más inteligente: la de su relato titulado precisamente «La sonrisa de la Gioconda», que a mí, de manera irresistible, y acaso también injusta, me remite a la condesa Tiepolo. ¿Se asemejaba la sonrisa de la condesa Tiepolo a la de La Gioconda ?
Pero también La Gioconda , cuya restitución a Francia señala la renovación del amor latino, y con lo que en torno a él se dice en Francia y en Italia, nos avisa de que en la Triple Alianza no reina tanto el acuerdo y la alegría como el marqués de San Giuliano pretende hacer creer; así pues, también la Gioconda es devorada por los furores del tango. Por ello Marinetti, adversario del tango desde el año anterior, cuando había comenzado su difusión en París, lanza una «circular futurista»: «¡Abajo el tango y Parsifal !» También Parsifal : «fábrica cooperativa de tristeza y desesperos». ¿Y quién iba a decírselo a los actuales exhumadores de Parsifal ?
Parece que D’Annunzio dijo de Marinetti que era un cretino con ciertos destellos de imbecilidad. Y puede decirse que su carta contra el tango y Parsifal es una carta llena de chispa: pero con los tiempos que corrían, quien quiera que la considere chispeante de inteligencia, de ingenio. ¡Oh las vanguardias! Más de 5.000 (cinco mil se dice) son las erratas de imprenta encontradas hasta hoy —desde 1922— en el Ulises de Joyce: pero el señor Richard Ellmann, encargado de la edición finalmente corregida, afirma tranquilamente que, «como la obra gozaba de la fama de ser incomprensible, los errores no habían sido advertidos. Cuando los lectores encontraban una frase oscura, pensaban que la culpa era de Joyce…» No tengo conmigo el texto original de las declaraciones: ¿es posible que el señor Ellmann haya dicho, justo eso, «culpa»? ¡Pero qué culpa! Ni de Joyce ni del tipógrafo. ¡Y si acaso, felix culpa ! Feliz, afortunada; felicísima, afortunadísima.
El 29 de abril de 1914 comienza, en la sala de lo criminal de Oneglia, el proceso a la condesa. Muchas más personas de las que la sala puede acoger, aguardan: y la mayoría de ellas han de conformarse únicamente con ver a la condesa llegar en coche cerrado y, cubierta con un velo, entrar en el palacio de justicia acompañada por un teniente de carabineros. Sólo una vez en la sala, dentro de la jaula, la condesa se levanta el velo: «Es hermosa, y debe de haber sido hermosísima: pálido el rostro y delicado; los cabellos de un castaño claro, casi rubio; los ojos vivos y limpios; el mirar profundo». Los espectadores se sienten impresionados, pero no conmovidos: casi todos están allí para ver confirmado lo que desde siempre han sabido: que la ley no es igual para todos, que la justicia no es justa. Cuando la madre de Polimanti llega gritando: «¿dónde está mi hijo?», entonces sí, un sobresalto de emoción recorre y llega a la acusada, que saca de su bolsito un pequeño pañuelo y unas sales. Actualmente desaparecidas de los bolsitos de las damas, eran entonces una parte indispensable de su ajuar: en frasquitos de cristal labrados y decorados, en pequeñas orzas de plata, eran mezclas de sales de un fuerte olor; y se les atribuía una virtud reanimadora al ser olfateadas. Pero quizá hasta un cierto punto, por lo que me es posible recordar, las sales no fueron más que éter sulfúrico: en el que se unía el éter, el éter de los poetas, al azufre; el cielo más puro a los infernales filones de la tierra. Cuando cielo y tierra todavía existían.
La mañana transcurre en un primer procedimiento de los letrados Rossi y Del Bello, de la acusación privada: solicitan que un perito emita un dictamen acerca de las facultades mentales y volitivas de la acusada, con el fin de prevenir que duda tal surgiese de parte del jurado. Estaban persuadidos de que al solicitar un examen pericial psiquiátrico antes que la defensa, crearían incomodidad a ésta, pero el letrado Raimondo les desarmó: no sólo no tenía nada en contra a que se consintiese a dicha solicitud, sino que consideraba el examen pericial, cualquiera que pudiese ser su resultado, irrelevante: su línea era la de sostener la legítima defensa. Los abogados de la acusación retiraron su petición: en apariencia, en este primer procedimiento, salieron derrotados; cuando en realidad habían logrado, acaso sin pretenderlo, conocer de inmediato la línea de defensa de su adversario.
Por la tarde, la condesa, con voz despaciosa, lenta, de acento veneciano, refiere los hechos de aquel aciago día: «La mañana aquella no me sentía muy bien, ya que había pasado casi toda la noche con insomnio. Hacia las diez oí que llamaban a la puerta y me dispuse a abrir. Era el asistente encargado de la cuadra, no Polimanti. Este se encontraba fuera, pues había ido a llevar los niños a la escuela. Por casualidad me encontré con él más tarde, al levantarme para ir a la cocina. Polimanti vino hacia mí para abrazarme diciéndome que me quería. Le rechacé y me retiré a mi aposento, donde me encerré. Él trató entonces de que le abriese, dando golpes en la puerta. No respondí y me metí de nuevo en la cama; pero al ponerse él terco, decidí acabar con aquello de una vez: quedándome hubiese hecho mal, así que decidí preparar las maletas y partir inmediatamente. Al cabo de poco rato vino el asistente a llamar de nuevo a la puerta, pidiéndome algunas instrucciones para la cocina. Yo, creyendo que Polimanti no trataría de reanudar el asalto, abrí y me topé cara a cara con él que, estrechándome entre sus brazos, me dijo: “Tienes que ser mía, tienes que ser mía; hace demasiado tiempo que lo deseo”. Yo me resistí cuanto pude, desasiéndome de él con todas mis fuerzas. Vi que Polimanti se cansaba de la resistencia que yo le oponía. Aproveché la ocasión para liberarme de su apretura, y logré echarle fuera del cuarto. A continuación empuñé el revólver que se encontraba en el cajón de la cómoda, y con él apunté a Polimanti, que seguía hablándome, y le dije: “Si no te vas, disparo”. Él, en vez de arredrarse, vino hacia mí con los brazos abiertos como con intención de cogerme y diciéndome: “No tengo miedo”. Hice entonces fuego con el arma y el joven se desplomó, herido en el rostro, del que vi salpicar la sangre…». Anota el cronista: «Así dio la señora Oggioni-Tiepolo por terminado su relato, casi con frialdad, liberándose de la turbación de la que parecía hallarse presa». Hacía falta un poco más de perspicacia y sensibilidad para la escritura, para hacer la transición de la turbación a la frialdad: el cronista únicamente se sintió impresionado por ello porque debería haber ocurrido justamente lo contrario, una turbación en crescendo hasta el llanto: era así casi por norma. Se siente tan turbado, él, como para, de modo inconsciente, poner de realce a la acusada y distinguirse con ello: «la señora Oggioni-Tiepolo».
Muchas son las preguntas que el ministerio público y los abogados de la acusación hubieran podido extraer de este breve relato: están sin embargo convencidos de tener en sus manos otros indicios, más evidentes y suficientes, de los que se desprende la certeza de una relación amorosa entre la condesa y el ordenanza y la casi certeza de que la condesa había premeditado el delito. Y están impacientes por mostrar estos indicios, por achacárselos a la acusada. No tarda en salir a relucir la historia del medallón: misteriosamente desaparecido. Se trataba de un medallón de cerco de oro y con dos cristales, de esos que hoy solamente se ven colgar, de una cadenita, del pecho de alguna viuda o de alguna madre agobiada, y que entonces era costumbre que tanto novios como novias llevasen en él sus recíprocas imágenes: las novias exhibiéndolas, y los novios (y con más razón los amantes) debajo de la camisa, casi como un secreto (y no siempre legítimo) talismán. En su double face , el de Polimanti guardaba en uno de sus lados el retrato de la condesa, en el otro un mechón de sus cabellos.
La condesa admitió conocer la existencia del medallón. Se lo había mostrado, precisamente la tarde anterior, el propio Polimanti, sacándoselo no del pecho, sino del bolsillo del pantalón. La condesa se quedó estupefacta: «¿Cómo es que tenéis mi retrato?». Ya: ¿cómo es? Precisamente eso es lo que estaban deseando saber los abogados de la acusación, el ministerio público, el presidente, los miembros del jurado, los espectadores del proceso, los lectores que siguen la crónica. Y, a decir verdad, yo también. No era fácil en aquellos años —y en sociedades particularmente cerradas, hasta hace unos pocos años— disponer de la fotografía de una joven mujer sin que hubiese sido ella misma quien la hubiese dado: se requería para ello noviazgo o estrecho parentesco; y aun dentro del parentesco, un alejamiento casi definitivo: para llevársela o dejarla como recuerdo, debía mediar el océano (y la palabra América acude a mí como un repique a muerto). Podía haberla robado, Polimanti. Pero más difícil resultaba explicar lo del mechón de cabellos: que entonces se llevaban largos, o recogidos en un moño. Era una maravilla oír, cuando yo era joven, cómo elogiaban los viejos o deploraban la manera en que se trenzaban o llevaban recogido el pelo en un moño, o cómo se lo soltaban. Incomparables imágenes de la modestia y del pudor; y de la sensualidad. En Córdoba, en la pinacoteca donde se encuentra reunida la obra de Julio Romero de Torres, pintor del que sólo se tiene noticia en Italia por las informaciones de Vittorio Pica, me encontré de golpe ante un cuadro verdaderamente encantador: en elogio del pelo largo precisamente, del moño, huidizo el rostro que se adivina hermosísimo, una manzana rosada que, como en ofrenda, asoma en una mano. Se titula Viva el pelo : y en el año en que fue pintado, 1928, pretendía mostrar bien a las claras su rechazo de la moda del pelo corto, del cogote rasurado, que entonces hacía furor: ese corte que, me parece, se llamaba a lo garçon .
El mechón de pelo, pues, no podía haber sido cortado y dado más que por ella misma: sin embargo la condesa se aferraba a una explicación a la que nadie dio crédito: que fuese de su hijo, que tenía el pelo del mismo color que el suyo. ¿Pero podía el fetichismo de un enamorado no correspondido llegar a tal suerte de transferencia? Parecía imposible, con gente que conocía precisamente los transportes amorosos, las pasiones, las homeopatías y alopatías del amor, las algofilias y los fetichismos, y que los conocía no por haber oído hablar de ellos, como ocurre a los sociólogos actuales, sino por propio sufrimiento y por mimesis ajena. Y una cosa era cierta, se admitiese o no que entre la condesa y el ordenanza había existido una relación de intimidad: el ordenanza se hallaba presa de una infatuación amorosa de síntomas corrientes y consabidos rituales.
La condesa reconoció haber concedido al soldado más benevolencia y confianza de la que está permitido por norma general entre la mujer de un oficial y un asistente, entre una dama y un criado: porque de hecho el asistente no era (¿existe todavía hoy en el ejército de la República?) más que un criado. Había sido, desde luego, imprudente: una imprudencia que había llegado, en los breves períodos de apartamiento, al extremo de escribirle: «piensa en mí», «pienso en ti con gran afecto», «te besa»: pero la acusada justificó tales expresiones con el hecho de que, por deseo de Polimanti, las cartas y tarjetas habían sido dirigidas a Dina Polimanti: y a la condesa le parecía que por estar dirigidas a una mujer —hermana del asistente, pero a la que ella no conocía— podían contener expresiones tales. Justificación que podría ser valedera asimismo para los besos: aunque no se comprende por qué la hermana de Polimanti había de pensar en la condesa y la condesa en ella. Casi por esas mismas fechas, sin embargo, Polimanti recibía directamente otras misivas en las que la señora, dice el cronista, lo trataba «correctamente»: entiéndase, en la forma, con el formulismo que debía mediar y observarse en la relación entre una señora y su criado, inclusive existiendo el afecto que, de forma inevitable, entre la buena de la señora y el bueno del ordenanza, pudiese deamicisianamente nacer. Pero acerca de este punto, que se adivina duramente contestado por el ministerio fiscal y por la acusación privada, la relación de los hechos se hace oscura: encontrar el nexo entre lo primero y lo segundo, entre la apariencia y la verdad auténtica —y de cómo el juego de las apariencias dio peso a una verdad muy distinta— es cosa que se confía a la perspicaz atención del lector.
Había de haber por medio una larga y sangrienta guerra, una posguerra ávida y frenética, generadora de frenesíes intelectuales y políticos de varia denominación: pero en la sala de lo criminal de Oneglia flota ya en el ambiente y alienta El amante de lady Chatterley de Lawrence, que para escapar a los golpes de la censura inglesa e italiana, ve la luz en Florencia, en lengua inglesa se entiende, en 1928: casi privadamente. Y conviene decir aquí que el bersagliere Polimanti hubiese resultado más convincente para encarnar (como corresponde en este caso decir) la natural, inmediata y gozosa sexualidad que Lawrence opone a las adulteraciones, sofisticaciones y deliberaciones intelectuales, de lo que pueda serlo el guardabosque Mellors, que resulta fuertemente sospechoso de intelectualismo. Ya D’Annunzio, en efecto, andaba, por así decir, en la línea de Mellors: cosa que no se ha sabido hasta después, gracias a sus cartas. Y basta con esta referencia para, como se dice proverbialmente, darse cuenta de que ha caído uno de su asno: del asno de Lawrence [4] . Lo que no pretende ser una imagen irrespetuosa, si tenemos en cuenta que en la naturaleza no hay acaso rijosidad más clamorosa que la de los garañones.
Algo a lo D’Annunzio (de las cartas publicadas hasta la fecha en tirada limitada y fuera de comercio) hay ya en el borrador de una carta aparecida entre las pertenencias de Polimanti: se hace referencia en ella, dicen púdicamente las crónicas, a los «momentos gozados». Dirigida a la mujer que había sido partícipe de tales momentos de goce, no se hace sin embargo mención en ella de su nombre. La condesa rechaza con determinación que pueda atribuirse a ella y menciona a una tal señora Letizia a la que, dice, el asistente atendía «no platónicamente». Pero no sabe decir más sobre dicha señora: lo cual, de admitirse su existencia, sólo puede significar que no se trataba de un hecho que ella hubiera observado por sí misma sino de una confidencia hecha por Polimanti, un tanto excesiva, a decir verdad, un tanto descomedida: y, en cualquier caso, nos habla de una relación «no correcta» —por como se expresan magistrados, letrados y cronistas— entre la acusada y el difunto. Y hay que ver cuántas gazmoñerías corren por medio en la vista, por no llamar a las cosas por su nombre: hasta el extremo de que las mujeres no son nunca mujeres, sino «el bello sexo». «¿Era Polimanti amante del bello sexo?», pregunta el fiscal. Y la condesa responde: «Yo veía que cortejaba a muchas muchachas». Pero de la que en el borrador de la carta llama «dulce criatura» ni palabra.
A la segunda jornada de la vista, el cronista se explaya: «Contemplando a la acusada desde el banco de la prensa, mientras se encuentra vuelta de cara al procurador general, se diría que posee dos almas o dos naturalezas distintas según se le observe de perfil o directamente al rostro. Cuando uno la observa de soslayo, no advierte más que el tono de su voz modulada sobre el acariciante deje del dialecto veneciano; y a la impresión que ello transmite, añade un algo el perfil purísimo de su pálido rostro: diríase entonces una virgen digna de ser retratada por uno de esos grandes artistas que dejaron en Venecia documentos admirables de su arte inmortal. Pero cuando, a una réplica ingeniosa de la acusación, ella, tras un instante apenas perceptible de recogimiento, vuelve su hermoso rostro y sus glaucos y ardientes ojos relampaguean en su imagen purísima, y sus respuestas parecen meditadas, rápidas y directas, uno siente que el alma de esta mujer no es tan sencilla como a primera vista pudiera parecer. Sobre todo siente uno que un hombre de veinte años, lleno de salud, dulce, inclinado a los arrebatos amorosos como lo era Polimanti, condenado a vivir a su lado de la mañana a la noche, a recibir sus instrucciones, a obedecer a una orden suya, a verla en bata, en traje de baño, y cuando comía en casa, o cuando paseaba siendo la admiración bajo las palmeras y los naranjos de San Remo y el viento agitaba en torno a su hermoso rostro, lleno de armonía, el velo y sus cabellos rubios, debe de haberse sentido atraído de forma irresistible a infringir cualquier consigna y a decirle a su señora que la amaba». «¡Arrollar!» era, por lo demás, la consigna de los bersaglieri. Y ¿cómo resistirse encima a verla «cuando comía en casa»?
Pero aparte del comer, que como elemento de atracción erótica resulta más bien peregrino e inédito (a menos que no se trate, como en Casanova, de succionar ostras o, más comúnmente en otros, de morder manzanas), en esta «improvisación» del cronista se deja notar la impronta y el eco de ciertos momentos dannunzianos: de cuando D’Annunzio pasa de «la cosa vista» —pero siempre como en una aparición y revelación— a los reclamos de la literatura y el arte, a los símiles, a las analogías; dejándolo todo anegado, finalmente, en una luz sensualísima. Se diría casi un esquema: y sobre todo se aprecia en las páginas del diario y de la crónica. Mas el cronista lo repite con pluma menos precisa y suntuosa (pues cuando D’Annunzio no se limitaba a ser sólo suntuoso, sabía ser preciso). Tanto es así que D’Annunzio estaba en el ambiente como nunca, creo, ningún otro escritor lo ha estado en Italia.
El vuelo inicial del cronista, sin embargo, pronto se abate sobre las ásperas revelaciones y réplicas de los abogados de la acusación particular y del ministerio público. De aquel borrador de carta que el día antes no se sabía a quién había sido dirigida, y la condesa había avanzado la hipótesis de la tal señora Letizia a la que Polimanti amaba «no platónicamente», he aquí que aparece la copia en limpio entre los entresijos del sumario (que de entresijos debía de haber más de uno): dirigida de forma inequívoca a ella, «querida Maria»; pero de la que habían sido eliminados, por lo que parece, los «momentos gozados» a que hacía referencia el borrador, aunque aparecen multiplicadas las expresiones de afecto, así como los besos de que era portadora la carta: como la de una célebre poesía de Salvatore Di Giacomo, poeta al que entonces debían mucho —en cuanto a estados de ánimo, de «cristalizaciones»— los italianos de la extracción de Polimanti: casi un De l’amour explicado al pueblo. En el ambiente estaba también Di Giacomo: aunque con un menor aliento. Se necesitará tiempo (aunque no mucho) para que nos demos cuenta de que se trata de uno de los poetas de amor más grandes que ha dado nunca Italia: de una sutileza y encanto tales que puede ser leído, verdaderamente, como una representación y modulación de De l’amour de Stendhal.
Que apareciese la carta fue calificado irónicamente por la defensa de «milagro»: insinuando no se sabe muy bien qué dudas, acaso de una hábil y tardía inserción de la misma en el expediente sumarial. La insinuación provoca a la acusación a una grave afirmación: «No os lamentéis», dice el letrado Rossi dirigiéndose a los letrados de la defensa, «puesto que nunca, como en este proceso, se ha visto la autoridad judicial sometida a la autoridad militar». Afirmación ante la que solamente reacciona la acusada con estas palabras: «Esto es demasiado»; pero que no reaccione el presidente, sólo puede querer decir que el tiro había dado en el blanco. No por nada, evidentemente, el general Carpi, al mando de la brigada de Génova, se había desplazado de inmediato a San Remo al día siguiente del delito. Y sobre todo, la acusación lamenta que se haya aceptado sin más la declaración de la autoridad militar en el sentido de que nada que interesase al caso había sido encontrado entre las ropas de Polimanti. Pero el borrador de la carta: ¿tampoco había sido encontrado entre las cosas que Polimanti llevaba en el bolsillo? Por lo que hace a las tarjetas y cartas escritas por la señora al asistente, evidentemente habían sido presentadas en el proceso por los familiares. Y conviene tener aquí en cuenta el momento de particular estimación y prestigio de que estaba gozando entonces el ejército: desde la desventurada guerra con Etiopía, en 1896, había encontrado un poco de gloria en la «gesta de ultramar» que gacetas, canciones y poesías celebraban y magnificaban. ¿Podía acaso mancharse su prestigio menoscabando el honor de un oficial, máxime estando éste adscrito al Estado Mayor? Que un bersagliere hubiese sido presa de un incontenible amor, pase: ya se sabe cómo son los bersaglieri: que en todo, y no menos en los sentimientos, van a la bersagliera. Pero que la esposa de un capitán le hubiese correspondido, eso no se podía admitir, había que ahuyentar a toda costa siquiera fuese la sospecha. Empresa difícil donde las haya: y lo que no se comprendía ya tanto era que en cuanto a prestigio en el ejército, y especialmente en el cuerpo de bersaglieri, resultase mejor parada en la opinión de la mayoría la figura de Polimanti, que con su impetuoso amor había hecho perder el seso a la esposa del capitán, que no la figura de éste con su honor intacto.
No hay nada en un proceso penal que provoque más incertidumbre, siembre más dudas, cree más confusiones que los peritajes. «Todo el mundo sabe que el peritaje es particularmente invocado para juzgar de forma autorizada»: pero nadie ignora tampoco que con la apelación, la instancia, la solicitud y las demandas que se dirigen en un juicio a los peritos, la autoridad de un juicio se ve siempre puesta en duda por la autoridad de un juicio opuesto. Cuando en un proceso se tropiezan, con igual autoridad y prestigio, el perito llamado por el juez, el llamado por la defensa y el llamado por la acusación, la confusión alcanza su colmo: o bien los jueces aceptan la prueba pericial que más próxima se halla a su convencimiento —y que objetivamente hablando vale tanto como las demás, por el simple hecho de que las diferentes respuestas despojan de todo carácter absoluto a la ciencia—, o bien deben hacer tabla rasa de todas ellas, olvidarlas para confiar exclusivamente en su propio conocimiento del corazón humano y de las leyes.
En el proceso Tiepolo, peritos había, inicialmente, nada más que uno, el de balística: pero al contradecirse y dar imprecisas respuestas, fue como si hubiese por lo menos dos de opinión contraria. El principal quid de la cuestión radicaba en la distancia a que había sido efectuado el disparo: tras larga discusión se llegó a la conclusión —casi un arreglo que daba satisfacción a todos— de que la distancia había sido de veinticinco o treinta centímetros. No a quemarropa, en suma: lo que, confiriendo verdad a las declaraciones de la acusada, parecía que proporcionase un cierto punto de ventaja a la defensa. Pero no era así, si por un momento trata uno de imaginarse la escena: hacer un disparo desde veinticinco o treinta centímetros mirando al rostro de un hombre que se halla delante con los brazos abiertos, revela más un momento de frialdad y de decisión cargado de dolo que un disparo hecho a quemarropa, en una lucha a brazo partido. Y a la acusada dejó de hacérsele una pregunta que resultaba esencial: si con anterioridad a ese momento había disparado nunca un revólver. El marido, que guardaba el arma en el cajón de la cómoda y, cosa extraña, en la habitación de los niños, al decirle que hiciese uso de ella en caso necesario, sabía ciertamente que estaba en condiciones de manejarla y sabía quitarle el seguro. Segunda cuestión controvertida, la del seguro: pues en sus primeras declaraciones la acusada había afirmado haberlo quitado antes de accionar el gatillo, cosa que durante el proceso rectificó: no sabía nada del seguro, habiéndose limitado a apretar el gatillo. En cambio, el perito era de parecer contrario: el arma no podía sino tener puesto el seguro. Para una afirmación de tal tipo se basaba en el hecho de que siendo el revólver de ocho balas, y faltándole ya una antes de estallar el fatal disparo, el seguro forzosamente tenía que estar puesto y era necesario quitarlo. Como no sé de qué arma se tratase, y aunque lo supiese tampoco pretendería dármelas de perito, dejo a aquel perito la última palabra.
El haber quitado el seguro, que la acusada en sus primeras declaraciones había admitido y ahora niega (pero acaso también la puñalada de la acusación privada de acusar a la autoridad judicial de someterse a la militar) provoca en el ministerio fiscal un pundonor, un encarnizamiento tal, que agota a la acusada y exaspera al letrado Raimondo. ¿Es cierto que la condesa quería que Polimanti se quedase en San Remo, una vez concluido el servicio militar, y que le había prometido encontrarle un empleo? La condesa lo niega «rotundamente». ¿Por qué motivo, sino por el de no querer ser espectadora del escándalo, había dejado la fiel doncella a la familia Oggioni? Pero no es una pregunta, es una afirmación: y no se sabe si por cansancio, por indignación o por espanto la condesa ni siquiera se tomó la molestia de refutarla. ¿O es que la doncella —acosa el fiscal— fue despedida a raíz de haber sido sorprendida espiando una noche, por el ojo de la cerradura, las efusiones entre la condesa y Polimanti? Y es el propio fiscal quien cae en este punto por sí solo en contradicción y da muestras de no saber nada de cierto y de haber recogido comentarios dispares acerca de la doncella de los Oggioni. Y a esta segunda pregunta, quizá confortada por el evidente ir a tientas de la acusación, contesta la condesa secamente que no había nada que espiar, nada que ver a través del ojo de la cerradura (y a partir de este momento, como se verá, los ojos de las cerraduras —elemento cómico en que, por lo general, acaban todos los hechos trágicos— entran a formar parte del proceso). Y aún más: ¿ha leído la condesa en el número 47, de principios de noviembre de 1913, de la Nuova Antologia , el drama La mujer sin sosiego ? Dicha pregunta le había sido ya formulada durante la instrucción: no, no la ha leído. Y así por el estilo.
El drama publicado por la Nuova Antologia había sido una carta anónima que se había acabado incluyendo en el proceso. Aunque las cartas anónimas, a menos que aporten indicios probatorios, resultan inadmisibles en un proceso, los jueces siempre se sienten inclinados a fiarse de ellas: y así fue en el proceso Tiepolo, en el que un anónimo, que firmaba «un meridional», había sugerido al instructor del caso que buscase en el drama el móvil por el cual la señora había dado muerte al asistente. La protagonista del drama había asesinado a su amante porque éste le negaba la devolución de las cartas: y el anónimo «meridional» sospechaba, o mejor dicho estaba convencido, de que la tragedia de San Remo se había desarrollado en los mismos términos. «Un meridional»: ¿y qué más? Todo el mundo es, y sobre todo en lo peor, del Mediodía: y no solamente los jueces se toman en serio la indicación, sino que las cartas son, si no el móvil absoluto de la tragedia, al menos una importante verdad efectiva del caso, cuando es la propia acusada la que se encarga de declarar que temía que sus cartas y tarjetas fuesen a caer bajo los ojos de su marido: «sabiendo que había cometido aquella ligereza, temía fuese a perder toda la estima que había ganado de mi marido durante los doce años de matrimonio».
A fin de sostener la premeditación, durante la segunda jornada de la vista se vio a la acusación oscilar entre el drama «de autor inglés», esto es, la negativa a la devolución de las cartas, y los celos nacidos en la condesa al tener conocimiento de que «el ordenanza tenía una amante y la había dejado encinta». Y que la condesa lo supiese —afirma el ministerio fiscal— es algo que «resulta evidente». Pero como se verá no resulta evidente en absoluto. En cualquier caso, según la acusación, es cierto que la condesa está tratando de modificar en la vista lo declarado en la instrucción: a semejanza de lo hecho por María Tarnowska en el célebre proceso de unos pocos años antes. Una referencia, por parte del fiscal, que enciende de indignación al letrado Raimondo: siquiera por el hecho de que María Tarnowska había sido condenada a ocho años de cárcel, y él estaba batiéndose por lograr la absolución de la condesa.
En la tercera jornada, tras las últimas réplicas a la acusada sobre los tiempos empleados y los gestos hechos por Polimanti y ella antes del disparo homicida (la condesa repite: el abrazo y los besos de Polimanti, ella que se resiste y le araña el rostro, trata de desasirse, corre a coger el arma del cajón, le hace frente mientras él, los brazos abiertos y entre risas, le dice que no le tiene miedo; y el disparo que se escapa casi sin querer), comienza el desfile de los testigos. El primero es el médico Giuliani, inquilino del mismo inmueble, que había certificado inmediatamente la muerte de Polimanti y tuvo ocasión de ver los arañazos que, en base a la autopsia, el resto de los médicos no advirtieron. Y luego el turno de la señora Bosio, a cuyo piso la condesa había ido corriendo a refugiarse tras hacer el disparo; pero como la señora declara las mismas cosas que luego dirá de un modo más ordenado su marido —capitán de bersaglieri, mismo regimiento que Oggioni y Polimanti— será mejor referir aquí al testimonio de éste, que contiene, por otra parte, más detalles que el de su consorte. Cuenta, así pues, el capitán Bosio: «Cerca de veinte días antes del hecho, una noche, hacia las dos, llama la señora Oggioni a mi puerta para reclamar mi ayuda en su casa, pues Polimanti se negaba a abandonar de ninguna manera el piso, mejor dicho, estaba tratando de penetrar por la fuerza en su dormitorio. Me apresuré a bajar, y pregunté al soldado la razón de su extraño comportamiento. Me repuso que no se atrevía a presentarse en el cuartel por el hecho de que se hallaba fuera sin permiso. Finalmente el soldado se marchó y yo le dije a la señora: “En lo sucesivo, procure no tener nunca más cerca de usted a este soldado”. A decir verdad, ya la propia señora se me había adelantado, pues al despedir a Polimanti le había rogado que no apareciese más por allí a partir del día siguiente. Pero he aquí que a la mañana siguiente, a las siete, volvía a tener a Polimanti delante de mi puerta. Me dijo: “La señora me ha perdonado, de modo que le suplico a usted que haga lo mismo. La señora quiere que baje usted”. Asentí, y cuando bajé a casa de los Oggioni, la señora me dijo que Polimanti le había presentado las más humildes disculpas y le había suplicado insistentemente. “Ha llorado”, me dijo, “y me ha prometido solemnemente corregirse; por lo que le ruego, capitán, que le perdone usted también como yo lamento tener que hacerlo.” Naturalmente volví a reprender a Polimanti, esta vez con mayor dureza. Él me dijo: “¡Pero, capitán, qué quiere, si andaba bebido! Y debo decir también, con toda franqueza, que además estaba equivocado”. Tales palabras me pareció que querían decir: “Me había hecho falsas ilusiones respecto a la generosidad de la señora; pero ella no es como me la había imaginado”». Llegados a este punto, el abogado Perry Mason, del foro de Los Angeles, hubiese interrumpido —de haber estado encargado de la acusación privada— para pedir la supresión de la última frase: por tratarse de una impresión e inferencia del testigo (que en el enjuiciamiento norteamericano debe referirse solamente a los hechos comprobados con los propios ojos u oídos). Y me permito esta divagación, en consideración al alto número de procesos que en Italia se verían hoy invalidados, y el no menor de inculpados que serían enviados a sus casas o quedarían libres de cargos, si un procedimiento semejante se llevase a la práctica. Si a los procesos que en la actualidad se instruyen en Italia se les despojase de las inferencias de los testigos, se vendrían abajo igual que castillos de naipes: de suerte que un buen ciudadano, no sabiendo, como el asno de Buridán, entre qué decidirse, si el deseo de ver finalmente castigados a prósperos y desaprensivos hampones y el no menos ferviente de que todo castigo dimane de una más amplia, segura e indefectible legitimidad jurídica, moriría poco menos que de inanición cívica. Justamente como en el sofisma escolástico de Jean de Buridán de Béthune, que Dante resume tan magníficamente en su terceto: « Intra due cibi, distanti e moventi / d’un modo, prima si morrìa di fame, / che liber’uomo l’un recasse ai denti » [5] , que abre el canto cuarto del Paraíso .
Consintiendo, pues, a la costumbre, más que a la ley, de que en el proceso penal italiano un testigo se entregue a referir impresiones, opiniones, valoraciones subjetivas de hechos y de personas, cosas oídas de terceros e inclusive los anónimos y colectivos «se dice» —siendo, mejor dicho, a menudo solicitados por los mismos jueces y abogados—, el significado que el testigo atribuía a la frase de Polimanti pasó inadvertido. Y el capitán Bosio siguió relatando: «Pocos días después, diez o quince antes de la tragedia, al bajar mi mujer y yo las escaleras, vi a la señora Oggioni que despedía en la puerta de su casa a Polimanti con estas palabras: “¡Largaos de casa, no quiero veros más por aquí! ¡Ya os arreglará el capitán!”. Polimanti se fue y, al pedirle yo explicaciones a la señora, me dijo que Polimanti les había faltado al respeto a ella y a su niño. Pero al día siguiente me enteré de que Polimanti había sido readmitido en el servicio de los Oggioni. Días más tarde, estando yo en el cuartel, supe por la mujer de servicio, que vino jadeando, que había un muerto en casa de los Oggioni. Con el máximo de prudencia, fui a avisar al capitán y juntos dejamos el cuartel. Él se montó en su bicicleta y yo, a paso vivo, me marché a mi vez hacia casa. Al subir corriendo a mi piso, me encontré allí a la señora Oggioni quien, en un estado indescriptible de agitación, me dijo: “He disparado para defender mi honor”. Detrás mío entró en el piso el capitán Oggioni. La señora se le echó al cuello gritando: “¡Ferruccio, Ferruccio mío: por ser sólo tuya!”».
El capitán Bosio, pese a prestar una declaración favorable a la acusada, deja entrever que tiene sus dudas respecto a los reiterados perdones dispensados por la señora a Polimanti: ¿Cómo es que la señora no había comprendido que su consejo de que no tuviese ya más en su casa al asistente —«de ninguna de las maneras»— era lo más acertado y expeditivo? Perplejidad que queda también en quien, más de setenta años después, se pone a revisar los papeles del proceso.
Hay, con todo, en la declaración del capitán Bosio, un punto que es preciso aclarar hoy; y es aquel en que dice: «una noche, hacia las dos», y que entonces todos entendían se trataba de las dos de después del avemaria y no, como cabe pensar hoy, de después de la medianoche. En aquel entonces —e incluso más allá de mi infancia— el desarrollo de la jornada no se señalaba, por así decir, municipalmente con el toque de los relojes, sino, para seguir expresándonos de este modo, eclesiásticamente con el toque de las campanas: la salve, el ángelus, las vísperas, el avemaria y las dos de la noche; y, entre la salve y el ángelus, los toques que avisaban de las misas que se celebraban una tras otra: horas, éstas, que tenían más en cuenta las mujeres que los hombres, que se encontraban en el trabajo. Temps perdu , ahora ya: pero entonces aquellas campanas señalaban la recherche de todos aquellos que tengan mis años.
No era, pues, noche cerrada, sino aún por la tarde, cuando la señora subió a pedir auxilio al capitán Bosio para echar de su casa a Polimanti. Y la razón por la cual recurría al colega de su esposo y vecino de la casa era que el capitán Oggioni se encontraba en aquellos días de maniobras: ausencia que parecía propicia a Polimanti para entablar o reanudar —como gustéis— relación amorosa con la señora.
El matrimonio Oggioni tenía dos hijos: un varón de nueve años, una niña de ocho. Pero en el momento de la tragedia había otro en camino, de ahí los casi diarios malestares de la señora, su estado de ánimo preocupado y casi angustiado. La señora Bosio, a una pregunta del presidente, repuso: «La condesa me dijo que se sentía afligida, y yo le contesté que también el nacimiento de un nuevo hijo había que tomárselo con alegría, poniéndole mi propio caso como ejemplo, ya que nos había venido un nuevo hijo después de una pausa de casi diez años». Son tantas las razones por las que una mujer puede sentirse angustiada ante el anuncio de un nuevo alumbramiento, y sobre todo después de tantos años: pero los abogados de la acusación no veían más que una: la del «hijo de la culpa», que era como a menudo por entonces lo representaban y titulaban las películas del cinematógrafo y las novelas. Y es por ello por lo que se insinúa como deseado el aborto que la señora había tenido en la cárcel. El abogado Raimondo estaba indignado: pero era el único, al parecer; aparte, se comprende, de la condesa. Todos creyeron que, fuesen las cosas de un modo o de otro, pero resultando incontestable el hecho de que al menos en una ocasión la condesa había mantenido relaciones sexuales con el asistente, el nudo del drama era precisamente éste: la incipiente maternidad. Y, en efecto, tras estallar en la prensa esta revelación (que no era tal revelación para todos los que tomaban parte en el proceso), una enorme y alborotada multitud trataba de encontrar un rinconcito en la sala que no podía dar acogida a más gente, saliendo alguno con contusiones y fracturas.
Entre los testimonios de las amigas y amigos de casa Oggioni se hallaban incluidos los de las doncellas, sirvientas según los dueños de la casa, camareras según Gozzano (que por si acaso se mantenía bien cerca). «Alabado sea el amor de las camareras», decía el poeta: pero él bien que trataba de hacerles el amor: algo tan simple, expeditivo y refrescante como tomarse un vaso de agua cuando se tiene una sed loca; sin complicaciones ni derivaciones sentimentales. Acontecimiento nada desdeñable éste de la irrupción de las camareras en la literatura italiana. Hay una que le lleva los mensajes de la señora y, cuando ésta en una ocasión le manda uno para decirle que no le es posible asistir a la cita, véase cómo encuentra rápido consuelo el poeta: « M’accende il riso della bocca fresca, /l’attesa vana, il motto arguto, l’ora, /e il profumo d’istoria boccaccesca. /Ella m’irride, si dibatte, implora, /invoca il nome della sua padrona: /“Ah! Che vergogna! Povera signora! /Ah! Povera signora!”. E s’abbandona » [6] . Pero no está sólo ésta: está también la de la casa, de dieciocho abriles, «fresca como una ciruela». En resumidas cuentas, que el poeta iba al grano, como se dice vulgarmente. Igual que Polimanti.
Y esto es lo que manifiesta Felicina Cordone, doncella al servicio de casa Bosio: «Polimanti, al encontrarme por las escaleras, me besó muchas veces»; y Angela Gardelli, la que se había ido de casa de los Oggioni, hela aquí cortando los malignos tentáculos de la acusación: «Me marché porque Polimanti no me dejaba tranquila ni un instante: me tocaba y no paraba de querer darme besos». Y añade que el bersagliere se jactaba de besar a todas las mujeres con las que se tropezaba: aunque, según ella, a la señora Oggioni no había que incluirla entre éstas. Tampoco ocultaba el asistente estar enamorado de ella y confesaba confidencialmente que la señora le correspondía, llegando en una ocasión a apostarle a Angela Gardelli diez liras a que por la noche se encerraba en el dormitorio con la señora; pero al final retiró su apuesta diciendo que no se fiaba de la discreción de la doncella. La razón, según ésta, de que la retirase no fue sino que, por la noche, se presentó el capitán, de regreso de las maniobras. Resumiendo: nada más que jactancias y faroles, total para nada. ¿Pero cómo no se quejaba nunca de aquellos tocamientos y de aquellos besos a su ama? Angelina repuso que sí lo hacía: pero que a los regaños de la señora el asistente «ponía mala cara». Se ofendía, poníase sombrío, nervioso: y la señora, en vez de mandarle de vuelta al cuartel, no sólo le perdonaba los tocamientos y los besos a Angelina, sino que hasta llegaba a tolerarle los malhumores que ante sus justos reproches le asaltaban. Hasta el punto que, por tenerle con ella, acabó finalmente perdiendo a la abnegada doncella. Que además de amable era sumamente graciosa: y aquí bien podemos permitirnos imaginárnosla «fresca como una ciruela», y no sin enojo de la señora: por el modo cómo, casi todos los que seguían el proceso, sospecharon: que el despedir a la doncella hubiese supuesto un alivio para los celos de la señora.
Pero quedando los celos de la condesa en el malicioso pensar de cada uno, y siendo luego tema fugazmente tocado por la acusación, es, por el contrario, de los celos de Polimanti respecto de la señora de lo que se habla: hace referencia a ello un testigo, al que el bersagliere —de bersagliere a bersagliere— no solamente había revelado qué belleza paradisíaca era la tal señora sin los bisos, los piqués, la crêpe georgette , los rasos, los chiffons , y los voiles con que se vestía y era la admiración de todos: sino que le había confiado también que no era él el único beneficiario de tanta belleza, habiendo visto por el ojo de la cerradura inequívocas efusiones entre la señora y un cierto Vagliasindi, doctor en agronomía. Por tanto, habiendo decidido el tribunal llevar a cabo un reconocimiento en el piso de los Oggioni, para reconstruir la «mecánica» del delito, uno de los miembros del jurado solicitó que se practicase también la prueba de si el agujero de la cerradura podía servir verdaderamente de marco a la visión que Polimanti había revelado a su amigo. Instancia a la que nadie se opuso: y helos aquí a todos durante la inspección ocular —jueces, jurados, abogados y periodistas— con el ojo aplicado a los agujeros de las cerraduras: el de la alcoba, que ofrecía sin embargo una vista mutilada y no probatoria; el del salón, que por el contrario la brindaba completa. Y ya que Polimanti había afirmado haber visto a la condesa abrazada al doctor en agronomía, por una u otra cerradura, el abogado Raimondo solicitó que se incluyesen en acta tales comprobaciones, resultando en efecto dudosas. Pero la acusación privada se opuso a ello: no está permitido hacer constar en acta si las comprobaciones no son juradas por un perito. Objeción que parece insensata; y si de veras es dictada por el código de procedimiento, hay que reconocer que era (o es) de una insensatez meridiana una norma que exige el juramento de un perito para que se levante acta de lo que puede verse a través del ojo de una cerradura. Un perito en voyeurisme de ojo de cerradura: parece imposible que pueda existir alguien con vicio tan secreto. Pero el tribunal, se ignora cómo ni mediante qué títulos, encuentra enseguida uno y lo nombra. Sobre el diván, el fiscal de la audiencia abraza al secretario: por el ojo, el perito ve, jura, certifica.
Los testimonios se acumulan en torno a la acusada, cada vez más enflaquecida, cada vez más hermosa. Están los de sus amigos y los de las familias Oggioni y Tiepolo, los de los familiares y los de los amigos de Polimanti, los de aquellos que por haber dicho a alguien lo que habían visto, lo que sabían o creían saber, habían caído en la red de tener que prestar declaración: y se mostraban recalcitrantes, no queriendo hacerlo. La acusada se conmueve al ver de nuevo a sus amigos y al oír lo que de ella dicen: se muestra fría y atenta cuando son los de la parte contraria los que hablan; sonríe y hasta ríe, participando de la hilaridad general de los presentes, cuando escucha a los recalcitrantes e ingenuos. […/// >>]
…1913 es el año del sufragio universal, del pacto Gentiloni, de la guerrilla en Libia (que, una vez terminada la guerra, da a la mayoría de los italianos más que la propia guerra la sensación de posesión colonial, el orgullo del teneo te, Africa y el de equipararse a las naciones europeas de más vieja, dilatada y amplia experiencia en asuntos de tierras de ultramar); y es también el año en que el nacionalismo sufre conmociones y sobresaltos que van en muy distinta dirección que la que sigue el gobierno en materia de política exterior. Existe además una novedad: entra el vigor «el texto definitivo del código de procedimiento penal». A través de las crónicas del proceso Tiepolo, los italianos se hacen una idea de las novedades introducidas en la «forma» del proceso penal. Con todo, el código penal sigue siendo el de 1889: edificio del que nada ha cambiado, por temor a que se venga completamente abajo. Y para no apartarnos del caso Tiepolo: la premeditación, ¿en qué consiste la premeditación? Nada más y nada menos: la premeditación es la premeditación. Así como todo el mundo sabe qué es el arte (ingenioso íncipit de la estética de Croce), el código penal da por supuesto que todos sabemos en qué consiste la premeditación: y los jueces, con absoluta seguridad y perfectamente. Artículo 364: «Cualquiera que, con ánimo de matar, ocasionare la muerte de alguno, será castigado a reclusión de dieciocho a veintiún años»; pero el artículo 366 añade que se aplica la pena de cárcel en seis casos: y entre estos, en segundo lugar, cuando el delito se ha cometido «con premeditación». Y eso es todo.
Hay una novela de Simenon — Maigret hésite — que gira (creo mejor, en este caso, decir «se desarrolla») en torno al artículo 64 del código penal francés que, magia de los números, en el italiano corresponde al 46. Curiosamente, sin embargo, es más preciso el del código italiano: «No se castigará a quien, en el momento de cometida la acción, se hallare en un estado de disminución de sus facultades mentales que le prive de la consciencia o de la libertad de sus propios actos». El del código francés, en cambio, dice que «no existe crimen ni delito cuando el acusado…». Los dos quieren decir la misma cosa: aunque existe una diferencia importante en lo que Manzoni llamaría la elocución. La premeditación, en nuestros días, es exacta y absolutamente lo contrario de lo que estos artículos definen: con la sola salvedad de que no se la define en modo alguno; por lo que, casi siempre, y a menudo con harta liberalidad, el agravante de premeditación cae sobre el acusado que ha dispuesto de tiempo para reflexionar sobre la decisión de dar muerte a su semejante. El tiempo, es decir, para que la pasión se enfríe hasta el punto de hacerle aconsejable desistir de su propósito homicida. Y de no enfriarse la pasión (proceso de enfriamiento al que por lo demás no es posible asignar un mismo tiempo para todo el mundo), se sigue que la decisión de matar ha sido fría, premeditada: sin tenerse en cuenta que el tiempo de la reflexión, por largo que éste sea, o mejor dicho, por cuanto que es más largo, puede acordarse en cambio con la intensificación de la pasión, con la exaltación, con el delirio. […//]
… …La sentencia tuvo resonancia en toda Italia, y fue discutida en todas partes más como muestra de desaprobación que de acuerdo. Pero antes de que el mes acabase, el archiduque Francisco Fernando y su esposa caían en Sarajevo. Disparos de una Browning éstos también: tan certeros como los de la condesa. Y a primeros de julio, el proceso Tiepolo era ya como un recuerdo lejano. Mientras los ejércitos se concentraban en las fronteras, prestos para la gran masacre, alguien llamó la atención sobre ello: pero tan sólo porque en Francia se había absuelto a la señora Caillaux, que había dado muerte a Calmette, director de Le Figaro : comentando irónicamente que acaso estaba tomando auge la moda de absolver a señoras que mataban a hombres, asistentes o directores de diario.
Lo malo del vivir y del morir de los hombres es que Dios existe, pero de él sabemos menos, una vez muertos, de lo que sabemos en vida: pues al menos en vida, como decía Borges, hacemos de ello tema de la mejor literatura fantástica (y acaso no de la mejor, pero yo de momento la estoy haciendo). No hacemos, en vida, sino pronunciar el nombre de Dios en vano. Una vez muertos, quizá no lo pronunciemos ya. Y mientras vivimos creemos que palabras tales como «verdad», «justicia», «poesía», por el hecho de extraerlas de dentro de nosotros mismos y de las obras de nuestros semejantes, nos lo acercan; pero al acercarnos a la muerte uno descubre, por imprevisibles y fugaces avisos, que contrariamente nos lo alejan: como si existiese un complot contra Él, santo y seña de un atentado permanente y vanamente preparado. El ser es; y el no ser no es. ¿Y si fuesen la misma cosa? Pero ya la palabra «cosa» rebota vacía en el vacío, nada en la nada. Algo acude a nuestra mente que no conseguimos descifrar: y no es ya literatura fantástica. Pero todo lo demás lo es. Sigamos hablando, pues, de ello: y hasta el mismo Dios, que justamente en un cuento de Borges no es capaz de distinguir al teólogo ortodoxo del herético —no por confusión, cosa que no cabría en mente divina, sino porque nada de humano puede afectarla— podemos creer que no distingue al homicida del muerto, al verdugo de la víctima, al torturador del torturado, la alegría del dolor. «¿Dónde está el verdugo, dónde la víctima?»: ya la pregunta resonaba bajo el cielo de los dioses, en nombre de los dioses los hombres se la formulaban. En un teatro: tratando arrogantemente, inútilmente, de inquietar a los dioses.
Imaginemos, pues, un lugar donde no se pronuncie ya más el nombre de Dios: un salón Victoriano en perfecto orden, con muebles de un color caoba cálido, cuadros con paisajes y escenas de caza, estatuillas de porcelana cocida y bibelots de plata; un salón de amena conversación, sin jamás una pregunta que suene indiscreta, ni una palabra que suene inconveniente. Es el más allá, pero se asemeja al más acá de «La sonrisa de la Gioconda», relato de Aldous Huxley que no en vano he recordado aquí. Un relato que podría decirse policial: salvo que en él no se hace la menor mención del nombre de Dios, que, por lo general, todo relato policial menciona bajo la envoltura de la palabra «justicia». Una sencilla historia: una mujer cree ser amada por el marido de una amiga suya, si bien ignora que el hombre tiene ya una joven amante, de la que espera un hijo; la mujer, achacosa, un día que ha invitado a comer a su amiga —Miss Janet Spence—, he aquí que apenas acabada la comida se siente indispuesta, se mete en la cama y muere al poco tiempo: envenenamiento por arsénico, cosa de la que es acusado y condenado el marido. Lo ahorcan. Pero un día, en el salón de Miss Spence, el doctor Libbard, que había sido médico de la señora, y ahora lo era de la señorita, al referirse al tiempo o al jardín, deja caer como si tal cosa, distraídamente: «Creo que fue usted la que asesinó a la señora». «Sí», responde Miss Spence. Y el doctor: «Con café, supongo». «A lo que ella pareció asentir, distraída. El doctor Libbard se sacó del bolsillo la estilográfica y le extendió, con su bonita y meticulosa caligrafía, una receta por una poción somnífera».
Y tómese como una extravagancia, esto que estoy imaginando: que en un lugar donde no se pronuncia ya el nombre de Dios, mientras se hacen compañía charlando de todas las demás cosas, lejanas y serenas, un tal doctor Libbard (que, mejor que el abogado Raimondo, podría ser el profesor Conti), de repente y de un modo distraído, diga: «Queda aún una cosa que no he acabado de comprender: es esa maleta abierta sobre la cama, que ella dijo que estaba preparando para marcharse»; y que la condesa, al igual que Miss Spence, responda distraídamente: «A fin de no alarmarlo, era el mejor pretexto para abrir el cajón de la cómoda y sacar el revólver».
Notas
El año pasado escribí y publiqué un breve relato (¿cómo llamarlo?) que era, de forma deliberada, un homenaje a Manzoni: modesto —por lo que yo decía— en medio del clamor de las celebraciones del segundo centenario de su nacimiento. Este año se me ha ocurrido escribir otro, igualmente breve, que puede considerarse un homenaje a Pirandello, recurriendo al cincuentenario de su muerte: mas en esta ocasión no de forma deliberada, sin pensar en ello desde un principio. Y, una vez terminado de escribirlo, me pregunto qué trait d’union pueda existir para mí entre estos dos escritores amados por un igual. Pero se necesitarían páginas y páginas para hallar una respuesta, como gusta decirse hoy, exhaustiva. La breve respuesta a que yo llego aquí y ahora es que el trait d’union acaso sea Pascal; un Pascal muy distintamente leído por Pirandello y por Manzoni, y con muy distinto provecho también. Las razones del corazón que la razón quiere extraer y reclama para sí, para Manzoni; las mismas razones que escapan a la razón y se funden al terror cósmico, para Pirandello.
Pero al iniciar la redacción no estaba yo pensando en Pirandello. En lo que sí pensaba, más bien, era en un despreocupado paseo a través del tiempo, en un breve lapso de la crónica italiana: y por eso mismo puse como epígrafe los dos primeros y los dos últimos versos de la poesía de Palazzeschi que lleva precisamente por título «El paseo». Pero luego en el relato (una vez más ¿cómo llamarlo?) han entrado otras cosas: especialmente Pirandello, al que estaba frecuentando de nuevo.
Como siempre —y cada vez más conforme avanzan (esto es, retroceden) los años— he buscado la concisión. Se trata de una vieja aspiración que tengo, como codificada, en la transcripción ahora ya in pectore de la parte aquélla de las voces «sucinto, preciso, conciso» que en el Diccionario de sinónimos del viejo e incomparable Tommaseo atañe de forma más expresa al arte de escribir (y creo justo y oportuno deleitar aquí con ello al lector): «No puede ser escritor conciso quien no es preciso, porque al no tener un conocimiento exacto de las cosas, errará en todo momento en la propiedad de las voces, de la que se deriva la brevedad y la claridad, ese bello estilo al que nada es posible quitar ni poner sin desmedro de su mérito. Alfieri es escritor conciso, aunque no preciso; por cuanto no repara en que la brevedad o extensión de los escritos no debe medirse por el número de palabras, sino por el tiempo que nos lleva comprenderlas; y que es falsa la brevedad que lo es sólo sobre el papel… Alfieri, en su pretendida concisión, es a menudo más extenso que Metastasio; hay en él epítetos menos necesarios, por pretender que sean más ajustados y sugerentes. Mas no diré que Metastasio sea conciso. Ni uno ni otro son parcos; y la parquedad es mérito que abarca tanto a palabras como a cosas, a ideas como a sentimientos; y es tanto más deseable cuanto más directamente se considere moralmente». He tratado, pues, de buscar la concisión. Que lo haya logrado es otro asunto, que ya no me concierne.
Ya suficientemente atestado de citas, llamadas y alusiones, no he querido cargar este texto (una manera de no llamarlo relato) con envíos a notas explicativas y bibliográficas: para que la lectura discurriese sin estorbos, tanto para el ojo como para la mente, de números volados y otro tipo de signos que se encuentran en los libros, digamos, científicos: necesidad que con gusto disculpan los autores, es de creer; aunque no de tan buen grado los lectores, cuando como granizo les caen sobre la página números y signos. He pensado, pues, relegar aquí, sin ninguna indicación o número que las vincule al texto, las pocas notas que pueden ser de interés al lector. […/// >>]
[NOTAS que pueden ser consultadas en la fuente más abajo citada ] >
Leonardo Sciascia (Racalmuto, 1921 – Palermo, 1989) Narrador y político italiano que defendió en sus novelas y ensayos la moral de la razón frente a la desintegración y el caos propugnados por la mafia o el terrorismo italianos.
No desdeñó ni la opinión (como puso de manifiesto en El caso Aldo Moro, donde reflexionaba sobre el secuestro del presidente de la Democracia Cristiana) ni la participación política directa: fue diputado del partido Radical entre 1979 y 1983. Su posición de intelectual comprometido no tuvo una representación literaria torpe o dogmática. Por el contrario, utilizó una escritura de tipo clásico para iluminar con precisión extrema ciertas zonas de la realidad.
Las parroquias de Regalpetra (1956), vinculada a la tradición del neorrealismo y de la literatura meridional, fue la primera novela que despertó un interés nacional. Al igual que los relatos de Los tíos de Sicilia (1958 y 1961) eran documentos ficticios de un imaginario rincón de Sicilia. Como subrayó más tarde, estos textos fundaron una indagación sobre “la historia de una progresiva desaparición de la razón y la historia de aquellos que fueron convulsionados y aplastados por ese ocaso del pensamiento”.
Sciascia utilizó las formas de la novela negra para desentrañar el asesinato del sindicalista comunista Miraglia en El día de la lechuza (1961), primer relato donde la mafia se representa como una organización socio-económica dentro del Estado, y en A cada cual lo suyo (1966). Proceso y enjuiciamiento de una realidad que le llevó a decir: “Odio, detesto Sicilia en la misma medida que la amo”. La indagación histórica y las falsificaciones e imposturas del pasado dan forma a El consejo de Egipto (1963) y también a Muerte del inquisidor (1964), personaje que reaparece, junto con los horrores del sistema de castigos, en los relatos ensayísticos de La cuerda de los locos (1970).
La realidad italiana metafórica o directa aparece en El contexto (1971) y Todo modo (1974), novelas donde se combina la pérdida de la racionalidad con las complejidades barrocas originadas en los trágicos y oscuros acontecimientos de la década de 1970. Inspirado en Voltaire, escribió Cándido o un sueño siciliano (1977), suerte de autobiografía intelectual en la que propone algunas soluciones racionales a las tinieblas y expresa su desencanto de las formas políticas tradicionales.
No menos interesantes resultan los ensayos que dedicó a la memoria de ciertos personajes y hechos notables: Atti relativi alla morte de Raymond Roussel (1971), que se suicidó en Palermo en 1933, o Los navajeros (1976), sobre un complot urdido en 1862; o los relatos cortos de corte policiaco como La desaparición de Majorana (1975), sobre la extraña ausencia de un físico. Sus últimas obras importantes fueron 1912+1 (1986) y El caballero y la muerte (1989), basado en un grabado de Durero y donde, a modo de testamento, analiza la experiencia de la muerte.-
(fuente https://www.librosdemario.com/19121-leer-online-gratis )
posteado por kalais 23 dic. 2021 – ch
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