Los conventos se vacían de vocaciones, y las parroquias, de feligreses, pero la espiritualidad gana prestigio y relevancia: vivimos una época fértil en milenarismos, gurús y emociones trascendentes que den sentido al acelerón cotidiano
Fotograma de 'La sociedad de la nieve', de Juan Antonio Bayona, en la que Roberto Canessa (Matías Recalt) reza después de enterrar la carne humana.
Los primeros 15 minutos de La sociedad de la nieve son canónicos y magistrales. Yo los usaría para explicar en la escuela cómo se plantea una historia y cómo se caracterizan los personajes. Con una economía de recursos soberbia, Bayona cuenta quiénes son esos jóvenes y por qué se comportarán así después del accidente, y en ese ejercicio narrativo sobresale una secuencia en una iglesia. Gracias a ella, al espectador le queda claro que la religión es muy importante en las vidas de esos personajes y en su forma de entender la amistad y la fraternidad. Sin esa secuencia, los debates morales sobre la antropofagia que ocupan buena parte del nudo de la película serían incomprensibles o estarían cojos. La sociedad de la nieve es, en buena medida, una película sobre el tabú religioso: la fe otorga a esos náufragos el espíritu solidario que necesitan para sobrevivir, pero también les pone ante un dilema destructivo.
Por supuesto, Bayona no inventa nada. Esa fe y esos dilemas están en el corazón de las memorias de los supervivientes y son fieles a sus relatos y meditaciones, pero subrayar su sustrato católico es una decisión narrativa. Todas las historias se pueden contar desde muchos puntos de vista, incidiendo en tales o cuales aspectos y obviando otros. La escena de la iglesia pone la religión en el centro y le quita universalidad laica a la angustia moral. Por eso esta película interpela tan hondamente a su época: su autor ha entendido —quizá sin pensarlo, por pura absorción del ambiente— que vivimos tiempos religiosos y que la mirada laica sobre el mundo se está apagando. Esto no tiene que ver con las grandes religiones organizadas, que en los países occidentales siguen decayendo (aunque no hay que menospreciar su importancia en el auge de movimientos trumpistas o en la escalada belicista de la derecha israelí). Los conventos y los seminarios se vacían de vocaciones, y las parroquias, de feligreses, pero la espiritualidad gana prestigio y relevancia, y el discurso religioso empapa la vida pública y la cultura de formas tan sutiles como insólitas. Como el Mulder de Expediente X, mucha gente quiere creer en algo. Muerto Dios y diluida la patria, el individualismo y la vida sin raíces ni vínculos comunitarios fuertes propician que esta época sea fértil en milenarismos, gurús y emociones trascendentes que den sentido al acelerón cotidiano y al consumismo banal. El espectador de La sociedad de la nieve, aislado en su suscripción de Netflix, envidia la cohesión y la hermandad en la fe de las víctimas del accidente de los Andes. El pensamiento y la literatura han respondido al caos urbano con llamadas al retiro no muy diferentes de las de los eremitas que fundaron algunas grandes religiones. Las apologías de la vida tranquila, campestre, recluida y ensimismada, con el culto a la santidad de Thoreau y su libro sagrado Walden, fomentan una nueva espiritualidad de las cosas sencillas y de la comunión con la tierra. Desde la pandemia, este género narrativo no para de enriquecerse, y cualquier lector atento puede encontrar un buen puñado de alabanzas al retiro en las mejores librerías: desde Gozo, de Azahara Alonso; hasta La vida pequeña, de José Ángel González Sainz, pasando por las diatribas filosóficas de Byung-Chul Han o los manifiestos más políticos, como el recién publicado ¡Silencio!, de Pedro Bravo. En la cultura popular —o semipopular—, merece la pena detenerse en la complejidad de La mesías. Los Javis ya demostraron una sensibilidad favorable al sentimiento religioso en La llamada. Con La mesías exploran la oscuridad de la fe, pero no lo hacen desde la denuncia laica a la que nos ha acostumbrado la mentalidad progresista, sino adoptando el punto de vista de quienes se asoman al abismo y sienten a la vez su atracción y su pánico a tirarse. Los Javis entienden muy bien el mundo en el que viven y saben que el ansia espiritual es el tema de nuestro tiempo. La presentan como una tragedia que a veces se viste de farsa y de esperpento kitsch (ven el dolor auténtico y hondo donde la mayoría solo ve un meme), por eso no la caricaturizan ni la denuestan, sino que intentan comprenderla. Reconozco que para alguien como yo, educado en el ateísmo anticlerical, es difícil entrar en ciertos juegos y superar el desprecio y la burla que todo lo religioso me despierta por instinto, pero si no se hace un esfuerzo por comprender el sustrato de creencias irracionales de los debates de hoy, no se entiende nada. La razón es un arma inútil para interpretar muchas actitudes y manifestaciones que no admiten refutaciones argumentales ni operaciones lógicas porque son emotivas: cuando alguien dice que siente algo, la discusión racional es imposible, no se pueden rebatir sentimientos. La religión está detrás de muchos activismos —¿cuántos ecologistas hablan del planeta en términos de divinidad y entienden su compromiso como un sacrificio trascendente?— y de muchas discusiones públicas en las que no importa quién tiene razón, sino quién es el ortodoxo y quién el hereje. Todos los días, un puro excomulga a un impuro. El libro que mejor explica la política radical actual o la dinámica de las redes sociales es Castiello contra Calvino, de Stefan Zweig. De ahí que también tengan mucho éxito las redenciones y los caminos de perfección, con todos esos personajes públicos que se flagelan por su mala conducta y prometen ser la mejor versión de sí mismos. El pecado, elemento nuclear de todo pensamiento religioso, rige de una forma que desconcierta a quienes nacieron en tiempos más laicos y frívolos. Necesidad de trascendencia, ansia de verdad (o de estar en la verdad, de pertenecer al grupo de los que se salvan) y caminos de perfección mueven un mundo desorientado cuya espiritualidad se expresa a veces de manera delicada y artística, y otras inspira furias justicieras groserísimas. Exactamente igual que en los años de la Contrarreforma, cuando lo sublime de Miguel Ángel convivía con la hoguera del auto de fe. Sin la violencia de entonces, claro, pero solo en las democracias occidentales: que nos cuente Salman Rushdie cómo las gastan en otros pagos donde no rige el Estado de derecho. Mantener una postura laica coherente y firme es muy difícil en un contexto así. Emboscarse en las barbas de Marx y seguir diciendo lo del opio del pueblo es comprensible, pero también vacuo y contraproducente: en parte, ha sido la eficacia con la que los ateos matamos a Dios la que nos ha llevado hasta aquí. El laicismo se desentendió tanto de la dimensión espiritual de la vida íntima y de la comunitaria, que ahora no sabe cómo bregar con esas emociones que antes regulaban las instituciones y liturgias religiosas. Liberadas de ellas, hoy se expresan en una entropía que amenaza con reventar las costuras de la razón. Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas. |
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