La ensayista peruana, candidata al Booker Prize con su libro ‘Huaco retrato’, disecciona asuntos como el colonialismo, la pobreza y el sexo
No se convirtió, no le llegó de repente. Gabriela Wiener nació política. Es. Hay cosas que siempre estuvieron ahí aunque no se perciban hasta el día en que una se pregunta de dónde le viene lo que es. A ella, de la Lima de 1975 en la que nació, de marchas con una bandera roja en la mano por esa ciudad peruana cuando no había cumplido ni los 10 años, del marxismo como murmullo de fondo en casa. De Raúl Wiener, padre militante de la izquierda revolucionaria peruana; de Elsi Bravo, su madre, trabajadora social. De su pelo negrísimo y su piel marrón y su cara indígena. En 2003, ya con 28, de su nueva condición de migrante. De su identidad y de la búsqueda constante de esta. Y también eso es Huaco retrato, el libro que publicó en 2021 y que ahora, después de ser traducido al inglés y al francés, es candidato al International Booker Prize.
La escalera que ha subido Wiener ha sido alta. Como largo el rastreo del pasado que hace en Huaco para comprender cómo llegó donde está hoy, ella y el mundo. La muerte de su padre, la zozobra en su tripareja (formó parte de una relación con otras dos personas), ensartados en la genealogía a través de su tatarabuelo Charles Wiener, un explorador judío-austriaco, se convierte desde la primera página en un análisis crítico y retrospectivo de la mirada, el expolio material y humano —y emocional y sexual— de Occidente sobre lo que llama “el sur”.
En esa primera página Wiener está en París, en el Musée du Quai Branly, donde se expone parte de lo que su tatarabuelo cogió —robó— de Perú para llevarlo a Europa: 4.000 piezas precolombinas. Huacos retratos, rostros indígenas en cerámicas prehispánicas, fotos de carné de la América de hace 14, 17, 19 siglos. “Son museos bonitos levantados sobre cosas feas. Como si alguien creyera que pintando los techos con diseños aborígenes australianos y con palmeras en los pasillos nos fuéramos a sentir como en casa y a olvidar que todo lo que hay aquí debería estar a miles de kilómetros. Incluyéndome”.
No se incluye solo a sí misma. El “sur” del que habla es Latinoamérica y es a la vez algo más, alguien más, “quienes más han padecido, los vulnerables, los destinados al olvido, al abandono del Estado, a los que pisan las guerras”, enumera al teléfono. Wiener, su escritura, son foco, colectividad e interconexión a través de historias concretas.
Lo hace bajo su método: agarrar ese mundo y destriparlo sin guantes. Una evisceración con sangre que salpica y mancha, por la sobriedad con la que expone. “Es reflexiva en la profundidad literaria de su trabajo, poética”, dice Jaime Rodríguez, su pareja. La conoce y la “descubre” desde hace 26 años, los que viene observando cómo ha cambiado y sumado, intensificado e interseccionado líneas de fuego a su vida y a sus textos: periodismo, literatura, teatro o poesía, feminismo, descolonialismo o anticapitalismo.
“Entre Gabriela y su escritura no hay ninguna diferencia. Es un solo huracán”, apunta Claudia Apablaza, escritora chilena, coordinadora de la editorial Los Libros de la Mujer Rota, donde Wiener es autora con su poemario Una pequeña fiesta llamada Eternidad (en España, en La Bella Varsovia), amiga y una de las mujeres con las que comparte Sudakasa. “Qué hizo Gabi cuando empezó a ganar dinero” con Huaco es la pregunta retórica de la escritora Cristina Fallarás. “Montar una casa en el campo y ponerla al servicio de lo común, eso es Sudakasa”. Una residencia-escuela de creación impulsada por varios autores latinoamericanos en Guadalajara, un trozo de tierra que les pertenece dentro del territorio al que emigraron. “Oro devuelto en la diáspora”, dice la web. “Un sentimiento comunitario, de autodefensa, de protección migrante, es una de las cosas más potentes que me ha pasado a mí y a muchas compañeras”, dice Wiener. “La casa es ese intento por encontrar un refugio donde haya discurso, letras, relato, pero donde haya básicamente casa”.
“Me emociona vivir con un arado en una mano y una antorcha en la otra”, escribe sobre sí misma
Reconocerse en el territorio que colonizó el suyo de origen es lo que más marca a Wiener desde hace un tiempo. “El compromiso anticapitalista contra la idea de propiedad y colonización, su construcción, también la literaria”, e insiste Fallarás, “en todo”. La idea anticapitalista, de destrucción del individualismo, de lo propio como forma de atravesar la vida puebla su bibliografía.
En Sexografías (Melusina), unas crónicas sexuales (no solo de sexo) de 2008 y reeditadas en 2022 con algunos textos añadidos que desatan y destapan lo que muchas veces se oculta en torno a los cuerpos, el poliamor, la donación de óvulos o la bisexualidad y cómo eso condiciona los vínculos y las formas de entender el sexo. Está en Nueve lunas (Mondadori, 2009), donde abrió cremalleras a la romantización mentirosa de la gestación.
Está en su poesía. “Si quieres encontrar mis vibes actuales, mi poemario Una pequeña fiesta llamada Eternidad es lo mejor para entenderlo”, envía por WhatsApp tras colgar el teléfono. Prosa para un momento revolucionario vomitivo empieza así: “Llegamos de Lima a un piso con doce personas / y un solo baño en Pla de Palacio. / Progresamos. / Pudimos subalquilar a un alemán / un piso de 20 metros cuadrados en Sagrada Familia”. Son versos del principio de un ascenso social que Wiener repasa, revisa, retoma, reajusta, dejando testimonio de quién fue y por qué deseaba ese mundo que no solo no quiere sino que desprecia por desigual, por injusto, en una crítica de dentro hacia fuera.
A derecha y ultraderecha, “obvio”, contra “el simplismo” de los mensajes machistas, tránsfobos y racistas. A izquierda: “Toda esa gente que está bien colocada dentro de las políticas progresistas, cuando les tocamos la puerta, somos unas cabronas. La izquierda blanca de este país es la única izquierda visible, la única que ha estado, está y estará por ahora en el poder. ¿O no? Entonces, sí, claro que nos cabreamos”. Al feminismo, al ideológico, filosófico, institucional y hegemónico “que pelea por cuotas de poder” desligado de la vanguardia del pensamiento y atado “a sus catacumbas”.
Jaime Rodríguez sintetiza que “Gabriela vive en constante conflicto con el mundo, con las ideas”. Cada uno le ha servido para avanzar en el siguiente, construyendo un corpus teórico ramificado, ensamblado, que va del amor al colonialismo, la raza, la pobreza, la clase, la liminalidad de la migración, el deseo, qué es el cuerpo y para quién. Sus amigas hablan de fuerza, furia, desborde, rabia, baile, cocina, risa, abrazos. Y lo anterior subyace a un análisis constante de la estructura social que no permite asunción o sumisión. Habla de las migajas que dejan “los sectores favorecidos”. ¿El resto de la humanidad? Pájaros peleando “por esa miseria de libertad, de abundancia, de bienestar social”.
Wiener estudió Literatura en la Pontificia Universidad Católica de Perú, hizo un máster en Cultura Histórica y Comunicaciones en la Universidad de Barcelona. Llegó a compaginar cinco colaboraciones en medios, moviéndose en la frontera entre literatura y periodismo para llegar a fin de mes, estrujándose “sin habitación propia” desde el baño, un vuelo o friendo pollo con un bebé en brazos, alguno de sus dos “hijes”.
Alguna noche acabó en el suelo, llorando o riendo, cantando por la Nicaragua sandinista o recitando a César Vallejo. En uno de sus poemas se lee “anda, no más; resuelve, considera tu crisis, suma, sigue, tájala, bájala, ájala”. Le encaja a Wiener en ese algo de no dejarse invadir por la impotencia de la que habla cuando lo hace sobre cómo la sociedad se ha convertido en un “dedo haciendo scroll” y saltando lo que no quiere mirar porque sienten que el remedio no es alcanzable. “A Gabi es difícil seguirle el ritmo”, cuenta Jaime Rodríguez. “Me emociona vivir con un arado en una mano y una antorcha en la otra”, escribe ella en Huaco.
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