28 Feb 2024 EDUARDO TORRES-DULCE
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1984. El capitán Gerd Wiesler (Ulrich Mühe) de la Stasi, el temible órgano policial de la República Democrática Alemana —unos 100.000 agentes, unos 200.000 delatores—, repasa el plástico que recubre la silla en la que ha estado sentado un investigado, para evaluar la marca del sudor que la presión ha dejado en la misma. Wiesler es un comunista fiel, leal, uno de los mejores investigadores de la Stasi, un convencido de que cuanto hace sirve al Partido y al Estado. Por eso le han conferido un caso muy especial: vigilar a Georg Dreyman (Sebastian Koch), un célebre dramaturgo, al parecer tan fiel al régimen como Wiesler. Wiesler y su equipo cablean la casa de Dreyman e instalan una central de recogidas de datos en el desván del edificio. Pero esa vigilancia encomendada, otro trabajo sin más, cambia a Wiesler al observar la vida de los otros, una vida bien distinta de la suya, gris y espartana, una vida en la que fluyen los sentimientos que en torrente se precipitan en la sensualidad del amor, la pasión que existe entre Dreyman y su novia, la actriz Christa-Maria Sieland (Martina Gedeck), en la amistad entre Dreyman y su amigo el director teatral Albert Jerska (Volkmar Kleiner), que ya no puede trabajar porque es crítico con el Régimen, con el sentido del arte, su libertad Wiesler se adentra en ese universo prohibido, una y otra vez, viviendo peligrosamente interfiere indebidamente en la vigilancia, está atrapado, fascinado, raptado por esa vida de los otros. Si, durante una fiesta Jerska lee, a solas, un libro de poemas de Bertolt Brecht, Wiesler roba el libro de la casa de Dreyman y lo lee, conmovido en su anodino, sin vida, apartamento. Si, tras el sucidio de Jerska, Dreyman toca al piano la Sonata para un hombre bueno, que le había regalado su amigo, Wiesler anega su alma en esas notas que le invaden y le turban.
No debo contarles más; sería injusto. Salvo que Wiesler descubre que Christa-Maria ha cedido a los avances del Ministro Hempf (Thomas Thieme), para no quedarse sin trabajo; que Dreyman tiene oculta una máquina de escribir Olivetti con la que escribe un artículo sobre el alto número de suicidios, ocultado, que se producen en la RDA, y que el artículo se publica en Occidente en las páginas de Der Spiegel; que todo se precipita, que hay muertes, casi suicidios, degradaciones, investigaciones saboteadas, que Wiesler no cede ante nada ni nadie, porque ahora es, ya, un hombre libre, apasionado, loco, como rezaba, en un poema William Butler Yeats evocando cómo desearía morir.
La vida de los otros (2006) finaliza con una de las secuencias más hermosas que he visto en una película. Intensamente poética, emociona hasta el tuétano cuando un hombre digno, pero derrotado, descubre la dedicatoria de un libro. Los pobres de espíritu heredarán la Tierra.
Florian Henckel von Donnersmarck debutó como cineasta, también el guión es suyo, con esta película. Luego su carrera no ha sido nada brillante, pero qué importa cuando logró que, con imágenes de celuloide impregnadas de verdad y emoción, un tiempo de plomo, que fue, es y será, salte por los aires dinamitado por el alma, el corazón de los hombres buenos. La vida de los otros es un clásico, sea lo que sea o signifique esa palabra; yo pienso que es algo así como un imprevisto pasaporte para la eternidad de este mundo.
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La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006). Producida por Quirin Berg, Max Wiedeman, Dirk Hamm. Escrita y dirigida por Florian Henckel von Donnersmarck. Fotografía, Hagen Bogdanski. Montaje, Patricia Rommel. Música, Gabriel Yared y Stephane Moucha. Diseño de producción, Silke Buhr. Dirección de arte, Christiane Rothe. Vestuario, Gabriele Binder. Interpretada por Ulrich Mühe, Martina Gedeck, Sebastian Koch, Ulrich Tukur, Thomas Thieme, Volkmar Kleinert, Matthias Brenner, Charly Hubner, Herbert Knaup. Duración, 137 minutos.
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