1. Ninguno de cuantos han respirado el ambiente intelectual del siglo XX ha podido sustraerse a la obligación (o a la fascinación) de entendérselas con el psicoanálisis. Tal saber se ha difundido invadiendo terrenos situados más allá de los límites específicos de la disciplina, convirtiéndose en una koiné o lingua franca que se utiliza para interpretar múltiples fenómenos, sea en el ámbito de las ciencias humanas, sea en la frontera entre éstas y las ciencias naturales (la medicina, y en especial la psiquiatría, la biología o la teología).
Ocurre con frecuencia que las teorías se distancian del sentido común para luego mezclarse nuevamente con él, tal vez para quedar allí atrapados. Hoy está de moda hablar mal del psicoanálisis, sobre todo en Estados Unidos, donde se produce un proceso de negación de los fundamentos de la teoría freudiana (con el ataque politically correct a la hipótesis de que los abusos sexuales en la infancia sean generalmente considerados resultado de fantasías infantiles y no datos incontestables de hechos reales registrados por la memoria). Las razones del reciente descrédito del psicoanálisis son sin embargo múltiples: la mala práctica de algunos de sus adeptos; las temerarias derivas teóricas a las que ha estado expuesto, cuando ha sido utilizado como passepartout ; su no infrecuente transformación en un (caro) taller de reparación del alma. Pero el psicoanálisis está pagando también, paradójicamente, por su propio éxito: venciendo anteriores resistencias, se ha convertido en parte integrante de nuestra cultura, que lo ha interiorizado y metabolizado, proporcionándonos beneficios enormes que tendemos a olvidar.
No sé cuándo volverán los días gloriosos de la teoría y la terapia psicoanalíticas, aunque ya hemos absorbido e incorporado lo más valioso del psicoanálisis. Freud -y con él, en diversa medida, Jung, Klein, Bion, Winnicot, Lacan o Matte Blanco- se ha convertido a pesar de todo en un clásico. En su producción científica, que en parte ha agotado la capacidad subversiva de los inicios, hoy descubrimos necesariamente partes que han quedado caducas. Pero también, a un siglo o muchos decenios de distancia, continúa produciendo, por gemación, nuevas ideas. Justamente, los clásicos se parecen a viejos árboles que, una vez podados, vuelven a florecer en todas las estaciones. Pero el mérito, también y sobre todo, corresponde a quien desarrolló y renovó el psicoanálisis y a quien todavía, con esfuerzo y resultados a veces excelentes, continúa renovándolo.
Desde luego, para ser un buen psicoanalista habría que comportarse como un pequeño Sócrates. Tener, por ejemplo, la modestia de Cesare Musatti, a quien le gustaba recordar que en su larga carrera había curado, como mucho, a cuatro o cinco personas, contentándose de un modo muy freudiano con una terapia que hacía pasar a los individuos de una «infelicidad patológica» a una «infelicidad normal». También habría que imitar la honestidad intelectual de Freud, que reconoció a menudo sus propios errores y fallos de adaptación, si bien conservando cierta rigidez y tratando de mantener a sus discípulos en el cauce de la ortodoxia. Es verdad sin embargo que esa independencia muchos de ellos no supieron conquistársela. Y así pudo ocurrir que el puchero de la doctrina fuese -por decirlo así- posteriormente removido sin que a menudo cambiasen sus ingredientes.
2. Por ejemplo, rara vez se han sacado las debidas conclusiones de la aparición de nuevas fuentes de conflicto. Así, mientras hoy parecen desaparecer los casos de histeria, la multiplicación de los casos de depresión, las patologías alimentarias (anorexia y bulimia) o los problemas relacionados con el consumo de estupefacientes esperan todavía a quien pueda darnos explicaciones plausibles de estos fenómenos dentro de un marco teórico riguroso. El problema del precario estado de salud del psicoanálisis sólo en parte deriva de la mala prensa de que actualmente goza o de la condición de reto que lo empuja frecuentemente a la inmovilidad o a la huida hacia delante, amenazado como está por la competencia de las terapias farmacológicas o por el prestigio de las neurociencias o de las ciencias cognitivas. Algunos psicoanalistas parecen sentirse inducidos a enrocarse, a considerar el psicoanálisis como un cuerpo doctrinal fundamentalmente acabado, una especie de summa teologica sometida al principio de autoridad del ipse dixit , que garantiza la pertenencia a alguna secta (freudiana, jungiana, lacaniana, bioniana, etc.). Por ello, en vez de fundamentar de manera suficiente las opiniones propias, prefieren esconderse tras la pantalla de la autoridad del Maestro de turno.
Sólo a través de una actitud audazmente crítica se consigue sensatamente responder a la salida de Woody Allen: «Llevo quince años de análisis, le concedo otros dos a mi analista y luego me voy a Lourdes». El psicoanálisis no hace milagros, pero es desde luego-en tiempos de decadencia del sentimiento y las prácticas religiosas- uno de los modos más eficaces de conocerse a uno mismo, de examinar la propia vida no exclusivamente en soledad, sino en un diálogo entre analista y analizado capaz de producir cambios. Considerado desde el punto de vista de la larga duración, ha supuesto una de las mayores aportaciones a la orientación del individuo en el mundo, comparable sólo a las grandes revoluciones filosóficas y religiosas por las que la humanidad ha atravesado en el mundo moderno.
El psicoanálisis, en efecto, ha conseguido destapar la olla de brujas a la que se habían arrojado desordenadamente los contenidos y las formas de nuestros conflictos, de nuestras aspiraciones y nuestros deseos; revelar la maraña de afectos ambiguos que se agitan en la supuesta inocencia del niño o en el seno de la institución familiar; reivindicar el papel subversivo de la sexualidad; mostrar las vertiginosas profundidades de la psique; liberarnos, al menos parcialmente, de las angustias sin nombre que fermentan en la intersección (en la interfaz) entre conciencia e inconsciente. El psicoanálisis nos ha enseñado a mirar dentro de nosotros, a ver el alma dividida, no compacta, frágil a veces en sus delicados equilibrios.
Nos ha hecho descubrir el inconsciente en un sentido dinámico; ha explicado los sueños, el chiste, las neurosis. Ha mostrado cómo, cuando educamos a nuestros hijos, el que habla o impone reglas y prohibiciones no es nuestro Yo, sino nuestro Superyo, esa figura psíquica, en parte inconsciente, que es la heredera de todos los mandamientos y la suma de todas las figuras que alguna vez tuvieron influencia y autoridad sobre nosotros. Lo que significa que educamos a nuestros hijos repitiendo normas más antiguas que aquellas de las que tenemos conciencia, normas que hemos interiorizado y pertenecen a la cadena de las generaciones pasadas. Por otra parte, el psicoanálisis nos ha enseñado a ver -en la familia y en el individuo- un fenómeno que no deja de manifestarse: la presencia de enormes conflictos que ni la familia ni el debilitado individuo están capacitados para contener y controlar. Nos ha permitido por ello ver cómo la hipertrofia del Yo se relaciona tanto con la pérdida de la autoridad de la tradición y las instituciones, sedimentadas en el Superyo, como con la presión ya no suficientemente contenida de los deseos. De este modo el Yo se ha expandido y debe continuar expandiéndose para conquistar porciones de un Ello saneado, pero se ha vuelto más débil, más indefenso, más expuesto a los ataques combinados y complementarios de las mayores exigencias de satisfacción pulsional y de la desorientación de las instancias del Superyo. Es como si, caídas las barreras del individuo «liberal» responsable, se hubiese dado vía libre a la satisfacción de deseos que el principio de realidad lograba antes controlar, puesto que han desaparecido los frenos e inhibiciones de carácter institucional y familiar. Después del psicoanálisis, en fin, nadie puede sentirse de entrada «normal»: la normalidad es un punto de equilibrio que se alcanza tras una serie de luchas internas y externas, un estado que nunca está garantizado. Estos legados del psicoanálisis, integrados en el campo más vasto de la cultura, son ya imposibles de eliminar.
Pero el ambiente actual no parece favorable a las exigencias del psicoanálisis. Éste, en efecto, enseña a curar las desgarraduras del alma a través de un recorrido interior inicialmente doloroso, un auténtico descenso a los propios infiernos. Hoy, sin embargo, nos parece mucho más cómodo sortear los problemas en vez de hacerles frente (¿quizás porque el sufrimiento que provocan transcurre sobre todo en la vertiente más silenciosa e inarticulada de la depresión?). Existe -especialmente en nuestros países occidentales, que viven en un régimen económico de «escasez moderada»- un difuso ocultamiento intelectual y afectivo, un escaso cultivo tanto de la interioridad como de la exterioridad: nos interrogamos poco sobre nosotros mismos como portadores de posibilidades y, a pesar de la ingente masa de información con que contamos, se tiende a tener una percepción fragmentaria y esquemática del mundo. Vivimos sustancialmente con el piloto automático conectado y recibimos los estímulos del mundo exterior como una fantasmagoría actualizable minuto a minuto. Domina, además, en muchos estratos sociales, la tendencia a una especie de consumismo de la vida. Vivimos para comprar vida y gastarla inmediatamente a golpes, de forma que los objetivos a largo plazo se aceptan con íntima reticencia. Sería necesario entender más a fondo las razones de la actual «condición humana» prestando atención a este aspecto.
3. La fecundidad del psicoanálisis deriva también de lo que éste contiene en forma implícita y no desarrollada, algo de lo que quisiera poner un ejemplo referido a la génesis (no al valor) de las obras de arte, tomando como punto de partida algunas indicaciones dispersas de Freud que nos ayudan de forma indirecta a entender de dónde procede la emoción que experimentamos ante la tragedia griega, el Cristo muerto de Mantegna, la Piedad de Miguel Ángel o el Don Carlo de Verdi. Siguiendo una perspectiva freudiana me gustaría pues considerar el arte como de-formación de núcleos de verdad que nos persuaden y conmueven más allá de cualquier principio de realidad, como una puesta entre paréntesis, socialmente consentida, de los criterios lógicos y perceptivos normales. Se trata de núcleos de verdad traumáticos o al menos dotados de una alta densidad de significado (con fósiles anacrónicos de un pasado no reabsorbido y no traducido en el horizonte de significado del presente), que necesitan de una elaboración infinita.
La hipótesis parte de la reconsideración de una experiencia que para Freud estuvo, en un sentido distinto, cargada de consecuencias, la de las neurosis traumáticas de guerra. Algunos discípulos de Freud (E. Simmel, S. Ferenczi, K. Abraham, E. Jones), como el mismo Freud, habían observado, en el transcurso de la Primera Guerra Mundial, que los combatientes víctimas de un trauma bélico tendían, al menos en sueños, a revivir constantemente la escena traumática en la que se habían encontrado (el estallido de una granada, quedar sepultados bajo escombros, la caída de un aeroplano y hechos similares). El interés por este fenómeno, considerado desde un punto de vista «catártico», lo despertó en Freud sobre todo un libro de E. Simmel, Kriegneurosen und psychischen Trauma (Munich, 1918) [1]. Común a casi todas las intervenciones era el intento de mostrar cómo la neurosis traumática no guarda proporción con la importancia del shock físico experimentado o la gravedad de las heridas documentadas. Es el yo el que se defiende del peligro que lo amenaza y sobrecarga una situación traumática que por sí misma no habría tenido el peso que se le atribuye. Sólo que en las neurosis traumáticas se condensa la incomodidad y la huida ante unas condiciones que uno se siente incapaz de vivir. Ernst Simmel expresa bien el contexto en que aparecen: «Un hombre arrancado de los suyos por un tiempo imposible de prever, mientras se producen importantes acontecimientos familiares, ir reme diablemente expuesto al exterminio provocado por un tanque o una nube de gas tóxico que avanza inexorable, un hombre caído que, sepultado bajo los escombros o herido por la explosión de una granada, yace, durante horas o días muchas veces, entre cadáveres de compañeros ensangrentados o desgarrados, un hombre cuyo amor propio (y ésta no es la menor de las pruebas) sufre graves heridas infligidas por unos superiores injustos, crueles, llenos a su vez de complejos, y que sin embargo debe portarse bien, que debe dejarse aplastar en silencio por la constatación de que como individuo no vale nada, de que no es más que un elemento insignificante de la masa» [2]. Desde este punto de vista se advierte que el trauma es únicamente el momento crítico, de precipitación y cristalización, de conflictos más generales.
La repetición del trauma parecía, a primera vista, contradecir el principio del placer, el impulso primario que tiende a evitar cuanto provoca dolor. Sin embargo, Freud se dio cuenta rápidamente de que revivir las experiencias traumáticas no implicaba contrariar, sino ir más allá del principio del placer (de aquí surgen las consideraciones de carácter más general desarrolladas en Más allá del principio del placer ) [3]. El enfermo paga a plazos, por decirlo así, el importe total del trauma, de modo que el sufrimiento que supone revivir la escena traumática se orienta hacia el principio del placer, hacia la reabsorción del trauma mismo, más relacionado con el miedo que con el daño físico. El dolor conduce al placer: elabora y «purifica» el trauma.
4. Avanzo además la hipótesis de que el arte desarrolla socialmente, en algunos casos, una operación catártica específica. Pone en contacto a los hombres con núcleos de verdad traumáticos o excesivos, que no han sido capaces de asumir o descifrar, y los incluye en un contexto de sentido estable. La especificidad de su infinita elaboración permite una alternativa al delirio, una relación distinta entre lo reprimido y su reconocimiento. El arte se sitúa, al mismo tiempo, o más allá del principio del placer, o más allá del principio de realidad. En su función social, ayuda a pagar los plazos del coste traumático, a pasar a través del exceso de sentido que arrastran consigo toda vida y toda cultura. La relación directa que se crea con lo perturbador y lo excesivo no supone en absoluto que la función del arte consista simplemente en preparar un antídoto frente a lo perturbador, en inmunizarnos o vacunarnos para hacernos insensibles a ello. El arte es sobre todo una forma de elaborarlo sin suprimirlo, permitiendo que nos aproximemos a lo perturbador manteniendo toda su gravedad portadora de peligros (el arte grande aparece con no poca frecuencia como un ataque a los principios vigentes, un intento de ponerlos al desnudo). Paradójicamente, se siente atraído por lo que turba, activo todavía en cada uno de nosotros, porque se quiere conocerlo y asumirlo, sin hacer que desaparezca del todo en favor de convenciones «racionales» recientes.
La emoción estética aparece por eso íntimamente conectada con la reelaboración atenuada de un trauma o, en cualquier caso, de un exceso de sentido que no puede ser inmediatamente absorbido y que, por tanto, en cuanto tal, oprime y turba la conciencia, empujándola a imaginar unos futuros inciertos. De alguna forma el disfrute de la obra de arte parece relacionada con la famosa experiencia infantil del lanzamiento del carrete que Freud relata justo al principio de Más allá del principio del placer , donde tal gesto acostumbra al niño al dolor producido por el alejamiento y la ausencia de la madre en el momento de arrojar el objeto ( Fort ), para recompensarlo luego en el momento de su reconocimiento ( Da ). Este acto reúne el recuerdo del objeto ausente con la relacionada inquietante dilación temporal que supone la espera -teñida de ansiedad e incertidumbre- y su reconocimiento final, que celebra la victoria sobre el vacío y la pérdida, la reintegración en lo conocido. Semejante reencuentro con uno mismo vence, sobre todo en el niño, el miedo a la propia desaparición en los momentos en que no está a la vista de la persona amada, en general de la madre. Del mismo modo en la obra de arte la separación de la realidad lógica y perceptiva provoca desconcierto, pero su desarrollo y conclusión (pensemos, en términos banales, en la resolución de la trama en la novela policíaca) produce satisfacción.
El arte sería así una familia de métodos que permiten una reinmersión sin riesgos en lo perturbador, un despliegue reglado aunque aparentemente libre de cogniciones y emociones en un ámbito donde ya no son válidas las normas «racionales» de verosimilitud. Las reglas de la expresión artística, sus códigos, tal vez podrían interpretarse también como una búsqueda de formas eficaces para la elaboración vigilante y culturalmente controlada de los núcleos perturbadores de verdad, y además como la conquista de una zona específica de perturbaciones del pensamiento dentro de un espacio legítimamente recortado entre el doble dominio del principio de placer y del principio de realidad.
No se trata por tanto de aclimatar lo que perturba o desestabiliza, en el sentido que sea, para servir al equilibrio de la conciencia común, sino de apoderarnos de ello, de quedar deslumbrados, o, como diría Vico, «perturbados y conmovidos». Ésta es probablemente la razón de que la poesía deba mantenerse constantemente en un equilibrio inestable entre la superficialidad desensibilizadora de las obras que no alcanzan los niveles profundos de los conflictos y el exceso libre de normas de la implicación psíquica que no sabe mantener las distancias y que lleva a hundirse en un abismo informe. Y tal vez por el mismo motivo la poesía mantiene la racionalidad en tensión, evita el agostamiento de una lógica pura no agitada por desequilibrios, por prepotentes núcleos de verdad que tratan de abrirse camino. También la emoción estética podría así ser leída como un exceso de sentido, que espera ser nuevamente distribuido. No, por tanto, como un factor irracional, sino como una verdad desbordante, sectaria, un laboratorio o una cantera siempre abierta en cuyo interior se «trabajan» bloques emotivos que contienen implícitamente núcleos de verdad aún no totalmente reconocidos y aceptados, pero cargados de tensión: grumos de angustia o expectativas de felicidad que no se arriesgan a deshacerse y que se regeneran en el arte, que toma sus distancias al respecto.
5. Si es así, podrá entenderse mejor la continuidad temática y la fruición duradera de las grandes obras de arte, la razón de que sea posible gozar de ellas tras milenios de cataclismos culturales y de revoluciones del gusto. La estética historicista ha insistido -tal vez con buenas razones- en el carácter históricamente determinado de las obras de arte, pero tampoco hay que perder de vista el retorno obsesivo, aunque sea en una infinidad de variantes, de temas perturbadores y excesivos. La común naturaleza humana, en la que buscamos la explicación de este fenómeno, parecería marcada por la elaboración continua de esta experiencia incompleta. La obra de arte no refleja por tanto -como se ha dicho- el propio mundo histórico ni constituye un simple testimonio de éste. Es más bien ella la que lo abre, lo funda y lo construye.
Bajo este perfil, la poesía no se presenta sólo, banalmente, como terapia de larga duración, con la función de poner a los individuos y los grupos sociales en contacto con lo perturbador, sino, más específicamente, como una estrategia (cognitiva y emotiva al mismo tiempo) que no se somete a los controles lógicos normales ni al veredicto de la prueba de realidad, pero que no por ello está privada de una «verdad» propia específica que implica o trastorna la experiencia común normalizada. El arte no tiene, dicho sea en otros términos, un puro valor lógico o perceptivo (orientado al principio de realidad), pero tampoco un puro valor hedonístico (tendente al principio del placer). No es ni realidad ni ilusión. Expresa y transmite, precisamente, núcleos de «verdad» que intentan abrirse paso de forma demasiado inmediata, extrovertida, cargada de implicaciones emotivas, no repartidas a lo largo de un razonamiento.
Esta verdad del arte no dejará de inquietarnos, al presentar evidencias que no se querrían aceptar, que revelan el temor y la desconfianza de la mente a la hora de reconocer el poder de otras lógicas antagónicas. Si desea responder positivamente a este desafío, el pensamiento, en vez de negar y exorcizar sus perturbaciones, deberá articularlas de modo que pueda reconocer y acoger, en una forma superior de ilustración, también aquellos poderes injustamente reprimidos que del modo que sea constantemente lo resquebrajan. Deberá expandirse más allá de sus fronteras habituales y enfrentarse a lo desconocido.
He aquí una parte de la herencia del psicoanálisis de la que, entre otras muchas, valdría la pena aprovecharse.
NOTAS
[1] - Al mismo tiempo salía en Francia el libro de G. Dumas y H. Aimé Névroses et psychoses de guerre chez les austro- allemands , París, 1918. En septiembre de 1918, se convocó en Budapest, por iniciativa de Ferenczi, Abraham y Simmel, una conferencia sobre el mismo tema. Al año siguiente, las comunicaciones, con una introducción de Freud y el añadido de un ensayo de Ernest Jones sobre el mismo tema, aparecieron como primer volumen del Interlationaler Psychoanalystischer Verlag : S. Freud - S. Ferenczi - K. Abraham - E. Simmel - E. Jones, Zur Psychoanalyse der Kriegneurosen , Leipzig - Zurich - Viena, 1919, trad. it. Psicoanalisi delle nevrosi di guerra , Roma, 1976 (para otro tipo de implicaciones, cfr. S. Finzi, Nevrosi di guerra in tempo di pace , Bari, 1989).
[2] - E. Simmel, in Psychoanalyse der Kriegneurosen , trad. It. Cit., pp. 68-69.
[3] - S. Freud, Jenseits des Lustprinzips , in Gesamelle Werke , Frankfurt a. M, 1969, 3. a ed., Bd. XIII. Trad. esp., Más allá del principio del placer, Obras Completas, Tomo III, Biblioteca Nueva, Madrid 1981, 4. a ed., pp. 2.510-2.523.
Revista de Occidente nº 307, Diciembre 2006.
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