En plena madurez y tras haber triunfado con su teoría de la ejemplaridad pública, afronta esta época de incertidumbres con ‘Universal concreto’, un libro sobre los enigmas y valores contemporáneos. Después de salvarse de la covid y del duelo por la muerte de su padre, defiende la libertad y la dignidad frente al destino último de convertirnos en cadáveres
Javier Gomá (Bilbao, 1965) es un filósofo mundano. Y esta afirmación, que a muchos de los suyos ofendería, él la lleva a gala. Se autodefine así. Es más, el actual director de la Fundación March defiende que el pensamiento debería ir por ese camino. Lo afirmó con toda la convicción en Filosofía mundana y lo reafirma en su último libro, Universal concreto (Taurus), una obra muy deudora de traumáticas experiencias como la muerte de su padre o su experiencia con la covid, que le han conducido a una síntesis radical de su pensamiento, expuesto en anteriores obras como las que componen su tetralogía sobre la ejemplaridad y otras como Razón: portería, Dignidad, Ingenuidad aprendida… A lo largo de sus páginas radicalmente mundanas, cómo no, encontramos reflexiones no exentas de provocación y por tanto más que estimulantes sobre asuntos eternos: la democracia, la dignidad, la libertad, la igualdad, la muerte, la memoria, la cultura, la civilización, una reivindicación de la vulgaridad, la bondad en conflicto con el sistema, la maldad, el ego, el amor… Y, por supuesto, sobre el eje más famoso de su pensamiento: la ejemplaridad, para la que ha encontrado un contundente axioma: “Vive de tal forma que tu muerte resulte escandalosamente injusta”. En eso y en otras cosas, Gomá, en plena madurez, afila su radicalismo humanista.
¿Qué es una filosofía mundana?
La tesis es de Kant. La auténtica filosofía, sin que se convierta en una papilla para asimilar, debe ser tres veces mundana. Tiene que hablar del mundo, para todo el mundo y con un poco de mundo. Representa la apropiación del propio tiempo con el pensamiento, decía Hegel.
¿Del tiempo presente y en sentido colectivo?
Necesariamente hija gozosa de su tiempo. Y lo que nos encontramos en los últimos 50 años, la inmensa mayoría de las veces, es una que habla sin cesar de libros, no del mundo. También, apunto, la filosofía es literatura.
Apunta bien: ¿con su propia poética?
La tiene. Para que sea entendida por una mayoría. No tiene sentido escribir para filósofos. Nadie lo entendería.
¿Porque entonces pierde su sentido y su utilidad?
Exactamente. Porque es una anomalía. No una regla. La filosofía es literatura porque sus suposiciones no son demostrables empíricamente. En ese sentido es tan fiable como la poesía o la novela. La verdad se sustenta en el consenso que levanta entre sus lectores.
Cuando dice también que debe tener un poco de mundo, ¿se refiere a…?
A cultivar lo que propicie la comunicación. A ser contada con belleza, elegancia, gusto y el sentido del humor que cualquiera pueda desplegar en una conversación. La diferencia entre la ciencia y la literatura es que a la primera le interesa lo último, y a la segunda, lo de siempre. Todo lo científico en filosofía acaba por ser aburrido.
El filósofo Javier Gomá, en su despacho de la Fundación March, que dirige desde 2003.
No le gusta el término posmodernidad, ¿por qué?
Prefiero hablar de una segunda modernidad. El pos- es equívoco y sugiere que es muy difícil ir más allá. La primera modernidad tiene lugar, sobre todo, con el movimiento romántico y la primera Ilustración. Siglos XVIII y XIX. En la segunda modernidad, que yo propongo, ocurre el sorprendente descubrimiento de que existen otros yo que también merecen respeto. Del yo al nosotros. De la libertad a la igualdad sin renunciar a la primera. Por tanto, se debe desarrollar una habilidad para ser libres juntos. La modernidad es una etapa importante porque en ella se reconoce la dignidad del ser humano. Kant dice que existen cosas que tienen dignidad y otras que tienen precio. Lo propio de la dignidad es lo humano y lo propio del precio es el objeto. El peor delito que puede existir es la cosificación de la dignidad.
Es decir, ¿el capitalismo?
Si al capitalismo lo dejas solo sin educar tendería a una conversión de todo lo humano en mercancía. Por otra parte, el comunismo lo colectiviza y supone una vuelta al mundo premoderno. Pero en ambas ha ocurrido lo mismo. Esto, en lo social. En lo metafísico nos enfrentamos a la muerte. A que toda persona con una dignidad infinita ha acabado en el pudridero, convirtiéndose en cadáver. Sabernos abocados a la cosificación de una muerte produce malestar.
¿Qué tiene que ver la dignidad con la felicidad?
Yo contrapongo ambas. La felicidad es un concepto creado en otra época. No sirve para explicarla. ¿Qué fue en la antigüedad? El cumplimiento de la función que le es propia a la persona dentro del mundo que le ha tocado. Ser feliz consistía en cumplir tu misión. En la modernidad, cuando el yo se convierte en una totalidad, lo importante no es ser feliz, sino digno de ser feliz. La dignidad es universal. No podían ser felices quienes andaban en las colas de las cámaras de gas. Pero sí dignos.
¿Y esa conquista moral se produce a partir del apocalipsis de la Segunda Guerra Mundial?
Sí. Además, quiero convertir ese aspecto de la ejemplaridad y la dignidad en una máxima: vive de tal manera que tu muerte resulte escandalosamente injusta.
Reivindica además el tiempo de la ingenuidad. Si pensamos en ese concepto desarrollado por Wagner en la ópera Sigfrido, recuerde que quienes lo malinterpretaron condujeron a Alemania y a Europa a los brazos del nazismo. ¿No es un arma de doble filo?
Hablo de la ingenuidad aprendida, no de primer grado.
Pero eso ¿no resulta difícil o artificial?
A lo que tú te refieres es a un instintivismo, algo primario. Yo hablo de una persona que conoce la realidad trágica de la vida y sin embargo, pese a todo, se atreve a aspirar a un ideal. Distingo entre ser inteligente y sabio. El inteligente conoce bien los medios para conseguir un fin. El sabio conoce los fines que merecen la pena.
¿Y eso ahorra tiempo?
Cierto, pero debes haber cultivado cierta ingenuidad.
¿Es preferible ser ingenuo y sabio que cínico?
Exactamente. Puedes dedicarte a estar de vuelta, ser un descreído o puedes, conscientemente, sabiendo al final lo que te espera, aspirar a lo mejor.
¿Podemos hablar entonces de bondad y maldad?
No sé si lo deberíamos trasladar a términos morales. Si pensamos en Gaza, vemos ahí que alguien ha tachado sus vidas. Es difícil que mantengan esa ingenuidad, creo yo.
“De qué me sirve tenerlo todo si no soy nadie”, dice usted.
Toda la modernidad había establecido que el hombre es individual cuando se separa de lo social. Mi tesis insiste completamente en lo contrario. Para mí, existen dos estadios: uno de ociosidad subvencionada, estético, en la infancia y adolescencia, cuando los padres y el Estado te mantienen y el individuo no tiene otra obligación que poseerse a sí mismo. Otro, que viene cada vez más tarde. Aparece una especialización y una adaptación. Es un estadio ético con dos funciones específicas: un oficio y el corazón. Un trabajo y una vida compartida, si hablamos de una relación típica. En eso consiste adaptarte. Y en esas dos descubres tu propia finitud. En el estadio estético tienes lejos la perspectiva de la muerte, al socializarte adquieres conciencia de tu fin. En el primero eres libre totalmente, en el otro, libre y con compromiso.
Pasemos a otro concepto: ser mortal. Se pregunta de qué puede ser ejemplo un muerto. El fallecimiento de su padre y su experiencia propia con la covid al inicio de la pandemia, ¿le marcaron?
Sí. Mucho. Yo tuve una vocación en otoño de 1980. Una activación de todas mis facultades intelectuales, sentimentales y volitivas en una dirección. A partir de ahí, escribí mis cuatro primeros libros, después mi Filosofía mundana. Luego, al cumplir 50 años, cuando ya llevas unas cicatrices, se muere mi padre, quien me dio vida. Creo que existen dos tipos de personas. Aquellos que han tenido una sensación de plenitud cuando eran niños y se pasan el resto de su vida con un cierto desengaño por la nostalgia. Luego estamos quienes vivimos de la adolescencia. Ahí descubrimos dos cosas. Lo primero, lo importantes que somos. La segunda, que nadie hace caso de esa importancia. Eso genera un conflicto. Yo siempre me había considerado hijo de mi adolescencia, pero la muerte de mi padre tuvo como consecuencia que, a esas brasas juveniles, alguien les echaba agua y las apagaba. Ya no me veo más así. Me siento emancipado de aquello. Y, por tanto, me ha salido un libro como Universal concreto, en que todas las piezas de mi vida y pensamiento, tomadas con esa nueva distancia, encajan.
La madurez…
Exactamente, a lo que añado un tercer estadio. La ancianidad.
¡Pero si lo veo a usted estupendo!
Muchas gracias. Igualmente. Además, yo, a la altura de mis 60 años, lo quiero todo. Todo lo bueno en este mundo me pertenece y exijo la totalidad.
¿Tiene derecho a ese todo?
Sí. A todo: en el sentimiento, en el deseo, donde soy campeón mundial del universo.
¡Pues olé por usted! Pero ¿ese deseo no llega porque se siente más cerca de la muerte y le escuece?
Algo de eso hay. Pero también porque me excita la ingenuidad. No quiero anticiparme a convertirme en cadáver, mientras tanto, aspiro a lo mejor.
¿Le consuela esa aspiración?
Sí, sí. Y si al morir todo el mundo cree que ha sido escandalosamente injusto, me sentiré realizado.
Luego viene la memoria.
¿Cómo podemos perdurar? Por dos medios, mediante la obra de arte o la ejemplaridad póstuma, la imagen de tu vida, que es memoria.
¿Es esa su idea de trascendencia y no el más allá?
Yo distingo entre experiencia y esperanza. La experiencia tiene que ver con hechos compartidos. La esperanza es una hipótesis que debe ser probable. A partir de la primera encontramos dos formas de perdurar, decía. Una obra artística o poseer verdad individual, una ejemplaridad tal que merece la pena ser recordada. Ser ejemplar concierne a todo el mundo, pero solo unos pocos son capaces de concebir una obra de arte que perdure.
Esa memoria ejemplar de la que habla puede estar construida con todos los ejemplos de gente que ha levantado una idea del bien. ¿Solo así, todos esos átomos de vida decente, adquieren sentido?
Totalmente de acuerdo. Yo detesto la ejemplaridad aristocrática. No creo en una minoría selecta a la manera de Ortega y Gasset. No confío en esa clase privilegiada que solo pide a la gente, la masa, su docilidad a los que consideran mejores. Me producen alergia. Presumo de un espíritu igualitario muy profundo, según el cual todos somos ejemplo para todos y vivimos en una red de influencias mutuas. Frente a la minoría selecta busco a la mayoría selecta. Reivindico la vulgaridad, la normalidad, la aparente insignificancia de quien tiene vidas ejemplares cuya muerte produce un escándalo, repito. Eso va trenzando memorias que, cuando se generalizan, desembocan en costumbres, en una evidencia colectiva, sentimental que pueden conducir a esa mayoría selecta.
¿Por qué tiene tan mal prestigio el ego, que usted reivindica?
Una cosa es el ego y otra el egoísmo. También hay que diferenciar entre egocentrismo y narcisismo, que para mí, es una patología del ego. No juzguemos a las cosas por sus corrupciones sino por su ideal. Yo reivindico el ego como esencia misma del deseo de vivir, sobrevivir, trascender, de ser virtuoso o de audacia y llevar a cabo grandes cosas. Si nos ponemos puristas, moralistas, lúcidos o cínicos, no hay comportamiento que no conlleve detrás una mancha. Por eso, reivindico la ingenuidad.
Para ego, ¿el de Jesucristo? Si predicaba la idea del rebaño es para bajar humos y que nuestro ego no llegue a rivalizar con el suyo. ¿No tiene que ver la mala prensa del ego con eso?
No sé si es el ejemplo adecuado. Pero también es cierto que el exceso de moralización conlleva vulgaridad, huyamos de quien no tiene nada que decir y da lecciones. El exceso de moralización es vulgaridad intelectual.
Y eso que usted defiende a ultranza el cotilleo.
Completamente. También lo fue Kant en su segunda Crítica. Debemos concretar lo universal con ejemplos.
Esos ejemplos, a menudo, han costado la vida a quienes lo dan. Empezando, de nuevo, por Cristo.
Eso lo llamo ejemplaridad conflictiva. No aceptada por el sistema. De ahí el caso pocas veces notado de que la ejemplaridad, con frecuencia, sucumbe de forma violenta. Es el peligro del bien. El caso de Jesucristo, Gandhi, Luther King o Sócrates… Ejemplos concretos que llaman a la repetición. Pero pasa en nuestra vida. Si tienes un amigo, un familiar que demuestra comportamiento virtuoso, se te abre juicio a ti, quieras o no.
¿Ahí entra la envidia?
El juicio. Hacerlo tiene un coste personal. Pero lo más normal es que genere odio, envidia. La ejemplaridad no es dulzona ni ñoña, es esencialmente conflictiva.
¿Por qué obedece la gente?
Ah, eso es un tema central. Hubo un tiempo en que lo hacía por coacción del poder. Pero ahora, en democracia, probablemente porque todos nos obedecemos a nosotros mismos por dos razones: la democracia se sostiene mediante un juego sutil entre la mayoría y la minoría. Ambas se basan en el respeto a la dignidad individual.
Vayamos a valores de esa democracia. Cree que de la libertad y la igualdad nació una descendiente fea de dos padres hermosos a reivindicar: la vulgaridad. Es una afirmación, diríamos, polémica.
Les molestará a los reaccionarios. La vulgaridad contemporánea es un progreso de la civilización. Algo positivo, sí. Es la expresión provisional de la realización histórica del principio de igualdad. Una espontaneidad no educada. ¿Qué había antes? Una cultura aristocrática codificada. Hoy día, la vulgaridad ha barrido esa cultura, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. La vulgaridad es el estado cultural de nuestro tiempo.
¿Y eso es bueno o malo?
Bueno, sin duda. La democracia liberal es nuestra estación termini. No hay más progreso, nada mejor. Quienes lo quieren cambiar buscan destruirlo, y eso tiene un coste enorme. Nos dirigimos ahí. En lo político. En lo cultural, aún no. La vulgaridad es un punto de partida, no de llegada.
¿Cuáles son sus pasos?
La vulgaridad debe dirigirse hacia una ejemplaridad igualitaria que acabará en una mayoría, no minoría, selecta. Pero si se tuerce lo político se irá todo al garete. Por eso, en mi libro, reclamo y desarrollo una teoría de la visión culta y un corazón educado. La visión culta consiste en tener una visión histórica y nos avisa de que lo podemos perder. El corazón educado pretende desarrollar unos sentimientos en dirección correcta. Amar y odiar, incluso, en la forma adecuada. Pero, insisto, todo puede ocurrir. Lo humano es un castillo de naipes sobre arenas movedizas.
¿Tiene miedo?
Sí, pero también confianza.
¿En qué?
En la inteligencia colectiva. La especie humana tiende a ponerse en peligro. Pero al final, justo antes del desastre, lo evita.
A principios del siglo XX, en Europa, no fuimos capaces de frenarlo.
Cierto, pero la especie, aunque ahí dejó a una multitud de individuos por el camino, en conjunto, ha progresado desde entonces. Se ha salvado. Yo no me declaro optimista, pero si miramos atrás vemos que la historia ha serpenteado, ha intentado atajos y ha hecho barbaridades, pero, en conjunto, ha prevalecido una inteligencia colectiva. ¿Cómo estamos hoy en los países donde disfrutamos de la democracia liberal? Mejor que nunca. En el aspecto material y moral. Si a alguien de clase desfavorecida le preguntas en qué época quiere vivir, te dirá que en esta. Somos los mejores, sostengo, pero estamos descontentos.
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