El diablillo de Einstein
Carlo Frabetti
A mis lectoras y lectores de El juego de la ciencia, que con sus asiduas aportaciones y comentarios convirtieron una sección de divulgación científica en un estimulante foro de reflexión y debate.
Presentación
Todas las cosas son imposibles, mientras lo parecen.
Concepción Arenal
Muchas personas se bloquean ante problemas de lógica o de ingenio, más aún cuando aparecen involucradas de alguna manera, aunque sea muy accesoria, las matemáticas. El sentimiento de incapacidad para resolver una de estas cuestiones las lleva a abandonar rápidamente, evitando la frustración ante una tarea imposible.
Freír un huevo, pilotar un avión o solucionar un enigma de lógica son actividades que precisan un tiempo de preparación. Todas ellas requieren cierto entrenamiento; cada persona necesitará su tiempo para conseguir llevar a cabo estas tareas, se trata tan solo de una cuestión de ganas y de tesón. Es cierto que los resultados dependen mucho de nuestras habilidades: no es tan fácil conseguir un huevo frito perfecto, guiar una aeronave es una tarea muy compleja, y no hay fórmulas para resolver cualquier problema de lógica o de ingenio.
Las matemáticas desatan, sin ninguna duda, grandes pasiones. No dejan a nadie indiferente: o se adoran o se odian. Eso no es malo, porque del odio al amor solo hay un paso, ¿o era al revés? Como profesora de matemáticas ejerciendo desde hace más de treinta años, en más de una ocasión he tenido la suerte de presenciar ese maravilloso brillo en la mirada de una alumna o un alumno que ha conseguido entender algún tema que tenía atravesado. Ese momento «ajá», el instante del descubrimiento, es sublime; la emoción es incomparable.
A eso es a lo que nos invita precisamente Carlo Frabetti en las siguientes páginas: a emocionarnos con el «juego de la ciencia». Sus propuestas, enigmas, problemas y paradojas son un auténtico reto, un juego, una delicia para nuestro intelecto.
Los «enigmas perturbadores» que propone Carlo desconciertan en ocasiones, maravillan en otras. En las páginas que siguen aparecerán desde monjes hasta filósofos, pasando por poetas y eminentes matemáticos. Y también podremos saborear algunos conceptos procedentes de la geometría, la aritmética, la topología o la teoría de la probabilidad, por citar algunas.
Ante cada una de las propuestas que plantea, el autor nos propone leer con cuidado para entender lo que se dice… y sobre todo lo que no se dice. Y, después, nos invita a recapacitar y a exponer nuestra solución, sin miedo a equivocarnos. A veces la solución no es única, y en otras ocasiones el resultado es imposible; ciertamente, esto hace que el juego sea aún más apasionante. Es posible que no siempre encontremos la respuesta adecuada; realmente, lo importante no es «acertar». Lo verdaderamente seductor es aprender con las explicaciones a cada reto propuesto, o quizás disentir con algunas de ellas; en resumen, lo esencial es disfrutar del proceso. ¡Yo lo he hecho!
Marta Macho Stadler
A modo de introducción:
El juego de la ciencia
La ciencia es algo muy serio y riguroso, todo lo contrario de un juego anárquico y festivo, pensarán algunos. Pero ¿acaso no es el juego la primera forma de aprendizaje del ser humano y de otros muchos animales? Mediante el juego, los cachorros de muchas especies, incluida la nuestra, descubren algunas de las reglas fundamentales de la naturaleza, así como el funcionamiento de su propio cuerpo material y su mente intangible. El juego es, en última —o primera— instancia, un diálogo gozoso y apasionado con el mundo exterior e interior, con uno mismo y con los demás. ¿Y qué otra cosa es la ciencia?
La primera vez que vi expuesta de forma explícita la noción de que la ciencia es un juego fue en un artículo de Isaac Asimov (aunque Karl Popper ya la esbozó en 1934, en La lógica de la investigación científica). Y una de las más bellas expresiones de esta idea que conozco es la siguiente:
¿Jugamos una partida? Esta es la antigua pregunta que el Universo, o algo detrás del Universo, empezó a hacerles a los perplejos bípedos implumes que proliferaban en el tercer planeta del Sol tan pronto como sus simiescos cerebros pudieron comprender el juego de la ciencia. Es un juego curioso. No hay ningún conjunto de reglas definitivo y parte del juego consiste en tratar de descubrir cuáles son las reglas básicas… El juego nunca ha sido tan apasionante y tan peligroso como ahora.
Así comienza Orden y sorpresa[1], de Martin Gardner, uno de los ensayos más sugerentes que jamás he leído, cuyo título expresa con certera elegancia el binomio —la dialéctica— realidad-reflexión, materia-mente, universo-conciencia: el cosmos (el orden) se mira en el espejo de su culminación, que es la conciencia, y se sorprende sin cesar ante su propia armonía.
La ciencia es un juego del que todas y todos, en mayor o menor medida, formamos parte. Cobrar conciencia de ese juego, de su belleza y sus riesgos, aumenta tanto su eficacia como su placer. Y para ello no hace falta ser un científico: todas las personas, a todas las edades, podemos y debemos participar activamente, todas podemos y debemos ser jugadores, si no queremos convertirnos en meros juguetes. No hay reglas definitivas; pero una de las técnicas básicas del juego es hacer(se) preguntas cuyas respuestas llevan a otras preguntas, afrontar enigmas cuyas soluciones plantean otros enigmas.
Y en la base misma del juego de la ciencia está lo que Lewis Carroll denominó, en su fascinante libro homónimo (The Game of Logic, 1886), «el juego de la lógica», cuyas reglas, no siempre tan claras como parecen, también aprendemos a medida que jugamos. Y como el propio Carroll nos enseñó (y antes que él la tradición oral), no hay mejor manera de jugar a ese juego que mediante los acertijos y rompecabezas de la matemática, la lógica y la física recreativas. Y al igual que el de la Esfinge, los mejores enigmas son perturbadores, es decir, nos sacan de nuestra zona de confort mental y nos invitan a reflexionar sobre determinados aspectos de la realidad o sobre nuestra propia manera de percibirla y pensarla, a la vez que nos alertan sobre nuestros prejuicios, lagunas e incoherencias.
Los acertijos propuestos en este libro (que en buena medida es una prolongación-ampliación de ¿El huevo o la gallina?) proceden en su mayoría de mi sección El juego de la ciencia, que vengo publicando semanalmente en El País digital desde 2015, y que a su vez es heredera de la que durante más de cuatro años publiqué en el desaparecido diario Público. Algunos enigmas son bastante conocidos y otros no tanto (e incluso hay algunos muy novedosos); pero, en cualquier caso, los he seleccionado por su poder perturbador, o lo que es lo mismo, por su capacidad de estimular la reflexión y flexibilizar la mente. Y también por la forma —a veces evidente y otras sutil— en que unos enigmas llevan a otros y van trenzando hilos, sugiriendo caminos en ese jardín de senderos que se bifurcan que es la ciencia, el gran juego.
§. El monje y el punto fijo
¿Pudo Dios, en el preludio del Diluvio Universal, azotar la faz de la Tierra con un viento ubicuo? No: la topología impone un límite a la cólera divina.
Tal vez esta declaración parezca herética, pero no lo es más que decir que Dios no puede hacer un círculo cuadrado, afirmación que suscribiría el teólogo más ortodoxo. Un viento omnipresente es un absurdo matemático. Del mismo modo que no se puede peinar una esfera peluda con todo el pelo alisado, sin formar ningún remolino, en todo momento ha de haber en la Tierra al menos un lugar donde el aire esté en calma. Así lo exige el teorema del punto fijo, que no solo limita el poder de Dios, sino el del propio Caos. Donde el orden parece totalmente abolido y el azar rey absoluto, la matemática encuentra un ojo del huracán, un punto fijo.
Tomemos un cuaderno ideal. La primera hoja yace sobre la segunda, borde con borde, vértice con vértice, de forma que cada punto de aquella está encima de su punto homólogo de esta. Arranquemos la primera hoja, hagamos con ella una bola informe y depositémosla sobre la que tenía debajo. El teorema del punto fijo demuestra que siempre habrá al menos un punto de la hoja estrujada que seguirá estando exactamente encima —en la misma vertical— de su homólogo de la hoja intacta.
Vayamos de A a B y al día siguiente, con el mismo horario de salida y llegada, volvamos de B a A por el mismo camino. Aunque las velocidades de ida y vuelta varíen arbitrariamente y en ambos viajes hagamos paradas al azar, habrá un punto del camino por el que al volver pasaremos exactamente a la misma hora que al ir.
El teorema del punto fijo fue demostrado en 1912 por el matemático holandés L. E. Brouwer; pero parece ser que en realidad lo descubrió mil años antes un anónimo monje budista. Esta es la historia tal como me la contaron hace mucho tiempo en el monasterio de Shaolin:
Al amanecer, un monje sale de su monasterio y se dirige a un templo situado a una jornada de distancia. Su paso no es uniforme, y hace frecuentes paradas para contemplar el paisaje. Al anochecer llega al templo, donde pasa un par de días meditando, y al alba del tercer día emprende el viaje de regreso por el mismo camino. Al pasar junto a un árbol que le llamó la atención, deduce por su sombra que en el viaje de ida pasó por allí a la misma hora. Al principio le parece una curiosa coincidencia, pero tras reflexionar sobre ello llega a la conclusión de que era inevitable que hubiese un punto del camino por el que pasara a la misma hora en el viaje de ida y en el de vuelta, pese a haberlos efectuado a velocidades variables y jalonándolos con pausas arbitrarias.
El monje estaba lejos de poseer los conocimientos necesarios para expresar matemáticamente sus ideas, pero razonó de la siguiente manera…
¿Cómo pudo llegar el monje a su conclusión?
§. El reloj de Kant
El monje budista razonó de la siguiente manera, muy en la línea de la filosofía zen:
Si el mismo día que yo fui del monasterio al templo otro monje hubiera ido del templo al monasterio, forzosamente habríamos tenido que cruzarnos en algún punto del camino. Y puesto que un día es todos los días y un hombre es todos los hombres, puedo imaginar que el de ida y el de vuelta son el mismo día y que me he cruzado conmigo mismo.
Los viajes de ida y vuelta, además de ser la esencia de toda aventura que se precie (empezando por la Ilíada y la Odisea, las máximas aventuras literarias occidentales), son el tema de numerosos acertijos lógicos. Veamos uno de los más sencillos:
Un ciclista va desde una población del interior a la playa, cuesta abajo, a una velocidad de 30 kilómetros por hora, y al volver a su casa, cuesta arriba, va a 10 kilómetros por hora. ¿Cuál es la velocidad media del ciclista en el trayecto de ida y vuelta?
Lewis Carroll abordó el tema, dándole su toque personal, en Un cuento enmarañado. En resumen, y reduciendo a un solitario paseante los dos locuaces guerreros del relato, el acertijo que plantea Carroll es el siguiente:
Un paseante sale de su casa a las tres. Recorre un camino llano, luego sube a una colina y, sin prisa pero sin pausa, regresa a su casa y llega a las nueve. En el camino llano va a 4 millas por hora, subiendo a la colina a 3 y en el descenso a 6. Halla la distancia recorrida por el paseante y, con media hora de aproximación, la hora en que llegó a lo alto de la colina.
Y ahora enmarañemos un poco más la cosa con ayuda de Kant. El autor de Crítica de la razón pura era de costumbres tan regulares que los habitantes de Königsberg lo llamaban «el prusiano puntual» y ponían en hora sus relojes al verlo pasar, y se cuenta que en cierta ocasión fue él mismo quien aprovechó para tal fin uno de sus meticulosos trayectos.
Una tarde Kant vio que el reloj de su casa se había parado, pues Lampe, su fiel criado, se había olvidado de darle cuerda antes de tomarse la tarde libre. Poco después el filósofo fue caminando a visitar a su amigo Schmidt, que vivía a un par de kilómetros. Al entrar en la casa de su amigo se fijó en la hora que marcaba un reloj de pared. Tras conversar un buen rato con Schmidt, Kant regresó a su casa por el mismo camino, andando, como de costumbre, con el paso constante y regular que no había cambiado en veinte años. No sabía cuánto había tardado en hacer el camino de regreso, pues Schmidt se había mudado recientemente y Kant no había cronometrado aún el trayecto. Sin embargo, apenas llegó a su casa puso el reloj en hora. ¿Cómo pudo saber qué hora era?
§. Los puentes de Königsberg
Si en nuestro primer enigma (el del monje en su viaje de ida a vuelta) es fácil subvalorar la simetría del recorrido por el hecho de que las velocidades no sean uniformes, en el del ciclista (y similares) se tiende a sobrevalorarla, y muchos contestan, a bote pronto, que su velocidad media es de 20 kilómetros por hora, puesto que a la ida es de 30 y a la vuelta de 10. Pero hay que tener en cuenta que tarda tres veces más tiempo en volver que en ir, puesto que a la vuelta su velocidad es tres veces menor. Si llamamos t al tiempo que tarda en ir a la playa, al regresar tardará 3t, luego su velocidad media será
(30t + 10 × 3t)/4t = 60t/4t = 15 kilómetros por hora.
El acertijo de Carroll se puede resolver mediante una ecuación similar a la anterior; pero la solución dada por el propio autor es más sencilla y elegante:
Una milla en terreno llano le cuesta al paseante 1/4 de hora, en terreno ascendente 1/3 y al descender 1/6. Por lo tanto, recorrer la misma milla en los dos sentidos le cuesta media hora, tanto en terreno llano como en la ladera de la colina. Así pues, en 6 horas habrá hecho 12 millas de ida y 12 de vuelta, 24 en total. Si las 12 millas de ida hubiesen sido casi todas de camino llano, habría tardado un poco más de tres horas. Si casi todas hubiesen sido cuesta arriba, habría necesitado un poco menos de cuatro horas. Por lo tanto, en tres horas y media, con un error máximo de media hora, tuvo que llegar a la cima; como salió a las tres, llegó allí alrededor de las seis y media, con un margen de error de media hora.
Y por lo que respecta a Kant, la clave está en la llave (del reloj), pues antes de salir de casa dio cuerda a su reloj parado, que, para simplificar, supondremos que marcaba las 4 en punto. Al llegar a casa de Schmidt se fijó en la hora del reloj de pared (supongamos que eran las 6), y también tomó nota mental de la hora al despedirse (pongamos que eran las 8). Al llegar a su casa vio que su reloj marcaba, digamos, las 7 en punto, por lo que había estado ausente tres horas; y como había pasado dos charlando con su amigo, en el trayecto de ida y vuelta había empleado una hora, por lo que, dada la proverbial regularidad de su paso, había transcurrido media hora desde que saliera de casa de Schmidt; por lo tanto, eran las 8.30.
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Es probable que Kant, al ir a visitar a su amigo, pasara por alguno de los siete puentes de Königsberg; pero obviamente no pasó por todos ellos, aunque tuviera que cruzar toda la ciudad, pues basta con echar una ojeada al gráfico para ver que para ir de cualquier punto a cualquier otro basta con cruzar uno o dos puentes (o ninguno). Sin embargo, supongamos que aquella tarde Kant hubiera querido recorrer la ciudad entera pasando por todos los puentes una sola vez.
¿Hay algún punto a partir del cual un paseante puede efectuar un recorrido que pase una y solo una vez por todos los puentes de Königsberg?
§. De un solo trazo
Podemos estar seguros de que Kant ni siquiera intentó pasar una y solo una vez por los siete puentes de Königsberg, pues Leonhard Euler ya había demostrado (en 1736, cuando Kant tenía doce años) que tal recorrido era imposible.
Para resolver el problema, Euler empezó por reducir el plano de Königsberg a un esquema en el que cada una de las cuatro zonas de la ciudad (dos islas fluviales y ambas márgenes del río Pregel) es representada por un punto y cada puente por una línea que conecta dos de esos puntos.
Luego Euler vio que en los puntos intermedios del recorrido tenían que confluir un número par de líneas, pues por cada tramo de llegada tenía que haber uno de salida; solo en el punto inicial y en el punto final del recorrido debían confluir un número impar de líneas (con la posibilidad, claro está, de que el punto inicial y el final fueran el mismo). Pero, como se puede ver en el diagrama, en todos los puntos confluyen un número impar de líneas (3, 3, 3 y 5 respectivamente), por lo que el recorrido es imposible.
Euler no se limitó a resolver el problema de los puentes, sino que lo generalizó en un trabajo que tituló Solutio problematis ad geometriam situs pertinentis, que se considera el punto de partida de la teoría de grafos, e incluso de la topología.
Un grafo es un conjunto de puntos (denominados nodos o vértices) unidos por unas líneas o aristas que representan algún tipo de conexión entre ellos. La forma y el tamaño de las aristas es irrelevante, por lo que un grafo no es una estructura geométrica sino topológica (pues la topología no se ocupa de las formas y los tamaños concretos de las figuras, sino de propiedades más generales, como la continuidad, la proximidad, la compacidad o, como en este caso, la conectividad).
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Hay numerosos acertijos lógicos directamente relacionados con los recorridos exhaustivos, como los que consisten en dibujar una figura sin levantar el lápiz del papel ni pasar dos veces por un mismo trazo. Uno de los más conocidos consiste en dibujar de un solo trazo un sobre abierto como el de la figura.
Algo más difícil de dibujar de un solo trazo es la figura que Lewis Carroll le envió por carta en 1869 a una de sus jóvenes amigas.
§. Caminos hamiltonianos
A partir de las consideraciones de Euler relativas al problema de los puentes de Königsberg, es fácil ver que para dibujar un sobre abierto sin levantar el lápiz del papel y sin pasar dos veces por un mismo trazo, hay que partir de uno de los dos vértices inferiores y terminar en el otro, pues en ambos confluyen un número impar de aristas (3). Como en los demás vértices el número de aristas es par (2 en el vértice superior y 4 en los demás), el recorrido es posible, e incluso hay varias soluciones distintas (¿cuántas?).
En el acertijo de Lewis Carroll, a todos los vértices les corresponde un número par de aristas, por lo que el recorrido tiene que empezar y terminar en el mismo punto. También en este caso hay varias soluciones distintas (aunque no tantas como parece, pues las soluciones simétricas son equivalentes). Por ejemplo, si partimos del punto de intersección inferior, un posible recorrido sería: 1 abajo, 2 dcha., 3 arriba, 4 izda., 5 abajo, 6 izda., 7 arriba, 8 dcha., 9 arriba, 10 dcha., 11 arriba, 12 izda., 13 abajo, 14 izda., 15 abajo, 16 izda., 17 arriba, 18 dcha., 19 arriba, 20 izda., 21 abajo, 22 dcha., 23 abajo, 24 dcha. (en todos los casos, el trazo es lo más breve posible, es decir, cambia de dirección al encontrar el primer nodo).
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Estos acertijos nos llevan directamente al fascinante tema de los caminos y los ciclos hamiltonianos. Un camino hamiltoniano es un recorrido que, siguiendo las aristas de un grafo, pasa una sola vez por todos sus vértices. Si el recorrido termina en un vértice adyacente al de partida, el camino es un ciclo hamiltoniano (pues se podría cerrar el circuito recorriendo la arista que une los vértices inicial y final).
Los caminos hamiltonianos se llaman así en honor del gran matemático irlandés William Hamilton (el padre de los cuaterniones), que estudió este tipo de recorridos en los sólidos platónicos.
En el año 1857, William Hamilton permitió que se comercializara un rompecabezas basado en los caminos hamiltonianos, consistente en hallar un recorrido por las aristas de un dodecaedro que pasara una sola vez por todos sus vértices (parece ser que las 25 libras que le pagaron en aquella ocasión fue todo el dinero que Hamilton percibió en su vida por todos sus hallazgos matemáticos).
Veamos a continuación qué aspecto presentaba el rompecabezas de Hamilton:
La figura es un grafo topológicamente equivalente a un dodecaedro, en el que puedes intentar hallar un camino hamiltoniano. O mejor un ciclo.
§. La torre de Hanói
«En el Gran Templo de Benarés, bajo la cúpula que señala el centro del mundo, hay una placa de latón con tres agujas de diamante, cada una de las cuales tiene una altura de un codo y es tan gruesa como el cuerpo de una abeja. El día de la creación, Brahma ensartó en una de esas agujas 64 discos de oro de diferentes diámetros: el disco más grande apoyado en la placa, y luego, uno encima de otro, los 63 restantes, en orden decreciente. Día y noche, el sacerdote de turno transfiere los discos de una aguja a otra, de acuerdo con las leyes de Brahma, fijas e inmutables, que requieren que el sacerdote mueva solo un disco a la vez, y que los coloque en las agujas de forma que nunca haya un disco encima de otro de menor tamaño. Cuando termine el traslado de todos los discos de la aguja inicial a una de las otras dos, el templo se convertirá en polvo y el universo entero desaparecerá».
No es un fragmento de los Vedas, sino el folleto de un juguete, un rompecabezas inventado en el siglo XIX por el matemático francés Édouard Lucas y comercializado como «La torre de Hanói» (con solo cinco discos de madera en lugar de los 64 discos de oro de Brahma).
Casualmente, y como se menciona en el capítulo anterior, por la misma época William Hamilton también difundió uno de sus descubrimientos en forma de rompecabezas. Una de las versiones era un dodecaedro de madera con el nombre de una ciudad escrito junto a cada vértice; el juego consistía en partir de un vértice cualquiera y, siguiendo las aristas, recorrer todas las ciudades pasando una sola vez por cada una de ellas y regresando al punto de partida. En la figura vemos una de las soluciones posibles.
Dos grandes matemáticos del siglo XIX coinciden, cosa ya de por sí extraordinaria, en comercializar como juguetes sus respectivos descubrimientos topológicos. Y, como en los culebrones, esos dos tránsfugas de la ciencia que sin conocerse de nada coinciden en una juguetería resultan ser hermanos, aunque no lo descubrirían hasta cien años después. A mediados del siglo pasado, el matemático estadounidense D. W. Crowe demostró que el orden en el que hay que mover n discos de una torre de Hanói para trasladarlos a otro eje, se corresponde exactamente con la secuencia direccional (y dimensional) de un recorrido hamiltoniano en un cubo de n dimensiones.
Traslada los tres discos del eje A al B o al C en el menor número de movimientos posible (de acuerdo, claro está, con las fijas e inmutables leyes de Brahma), y luego comprueba el isomorfismo de esta transferencia de discos con un recorrido hamiltoniano en un cubo normal y corriente (o sea, de tres dimensiones).
Y aunque no tengas tiempo de trasladar los 64 discos de oro (ni lo intentes, no vaya a ser que desaparezca el universo), tal vez descubras la sorprendente relación de esta mítica transferencia con la recompensa que el no menos mítico inventor del ajedrez le pidió al rey de la India: un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta, y así sucesivamente hasta la casilla 64, doblando en cada una el número de granos de trigo de la anterior.
§. La torre y el cubo
Para hallar la secuencia de movimientos necesarios para trasladar los discos de un eje a otro en la torre de Hanói de tres discos, partamos del caso más sencillo posible: una torre trivial de un solo disco, en la que es evidente que basta un movimiento para trasladar ese disco a otro eje. Una torre de dos discos también es trivial: trasladamos el menor a uno de los dos ejes libres, el mayor al otro eje libre, y por último ponemos el menor sobre el mayor. Consideremos ahora la torre de tres discos, que numeraremos de menor a mayor: 1, 2 y 3. Para el primer movimiento solo hay una opción: trasladar el disco 1 a uno de los dos ejes libres. Para el segundo movimiento solo hay una opción no repetitiva: pasar el disco 2 al eje libre. Los siguientes movimientos no son únicos, pero sí bastante obvios: 3.º) 1 sobre 2, 4.º) 3 al eje libre, 5.º) 1 al eje libre, 6.º) 2 sobre 3, 7.º) 1 sobre 2. La secuencia es, pues, 1213121.
Como hemos visto, William Hamilton estudió en todos los sólidos platónicos, y no solo en el dodecaedro, los recorridos que llevan su nombre. En el caso de un cubo, si llamamos 1 a la dirección vertical, 2 a la horizontal y 3 a la anteroposterior, partiendo, por ejemplo, del vértice A del cubo de la figura y efectuando el sencillo recorrido hamiltoniano AEFBCGHD, que pasa por todos los vértices una sola vez, vemos que la secuencia direccional (y dimensional) del ciclo es 1213121, la misma que en una torre de Hanói de tres discos.
Y, como también hemos visto, a mediados del siglo pasado D. W. Crowe demostró que este sorprendente isomorfismo se mantiene para torres de cualquier altura y cubos de cualesquiera dimensiones: el orden en el que hay que mover n discos de una torre de Hanói para trasladarlos a otro eje, se corresponde exactamente con la secuencia direccional (y dimensional) de un recorrido hamiltoniano en un cubo de n dimensiones.
Por otra parte, y como es bien sabido, el mítico inventor del ajedrez le pidió al rey de la India un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta, y así sucesivamente hasta la casilla 64, doblando en cada una el número de granos de trigo de la anterior. Pues bien, este número astronómico (18.446.744.073.709.551.615) es igual al número de traslados necesarios para pasar de un eje a otro los 64 discos de oro de la torre de Brahma (y también, como acabamos de ver, al número de aristas que hay que recorrer en un hipercubo de 64 dimensiones para efectuar un ciclo hamiltoniano). ¿Cómo se explica la sorprendente equivalencia?
§. El tablero desmesurado
La recompensa que el mítico inventor del ajedrez le pidió al rey de la India constituye uno de los más conocidos ejemplos del vertiginoso crecimiento de las progresiones geométricas. Un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta… La intuición nos dice que con un saco de trigo será suficiente, y sin embargo no bastaría la cosecha mundial de muchos años para suministrar los aproximadamente 18 trillones y medio de granos resultantes.
El cálculo es sencillo, sin necesidad de echar mano de las fórmulas matemáticas: basta con ver que los granos de cada casilla superan en una unidad a los de todas las anteriores juntas:
2 = 1 + 1, 4 = 2 + 1 + 1, 8 = 4 + 2 + 1 + 1…
En la casilla 64.ª, tras 63 duplicaciones, habrá 2.63 granos, luego en todas las anteriores juntas habrá 263 − 1, y en total: 263 + 263 − 1 = 264 − 1.
En cuanto a la torre de Hanói, hemos visto que para trasladar tres discos (numerados de menor a mayor: 1, 2 y 3) son necesarios un mínimo de siete movimientos, siguiendo la secuencia 1213121. Ahora bien, para dos discos la secuencia es 121, o sea que lo que hemos hecho ha sido trasladar una torre de dos discos, luego desplazar el tercer disco y por último volver a trasladar la torre de dos discos para ponerla encima del tercero. Es fácil comprobar que, análogamente, con cuatro discos la secuencia es 121312141213121: primero trasladamos una torre de tres discos, luego desplazamos el cuarto, y por último volvemos a trasladar la torre de tres para ponerla encima del cuarto disco. Y así sucesiva e indefinidamente.
Así pues, a medida que aumenta el número de discos, el número de movimientos necesarios para trasladarlos crece según la progresión
1, 1 + 1 + 1 = 3, 3 + 1 + 3 = 7, 7 + 1 + 7 = 15, 15 + 1 + 15 = 31…
Pero 1, 3, 7, 15, 31… son las sucesivas potencias de 2 menos 1; por lo tanto, para trasladar una torre de 64 discos harán falta 264 − 1 movimientos, tantos como granos de trigo le pidiera al rey de la India el inventor del ajedrez.
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Un número astronómico, sin duda, 18 trillones y medio; pero ni mucho menos el mayor de los que pueden proliferar en un damero. Consideremos, sin ir más lejos, el número de jugadas posibles en una partida de ajedrez. En su primera jugada, las blancas tienen 20 opciones (adelantar una o dos casillas cada uno de los ocho peones y mover cada caballo a una de las dos casillas accesibles), y a cada apertura pueden responder las negras, asimismo, de 20 maneras distintas, con lo que tenemos 400 combinaciones posibles. Tras el segundo movimiento de las blancas, las situaciones posibles son ya más de 5000, y más de 70.000 tras el segundo movimiento de las negras (exactamente 72.084). Tras el tercer movimiento de las blancas hay más de 800.000 posiciones posibles, y más de 9.000.000 tras el tercero de las negras… Si siguiéramos adelante, llegaríamos a una cifra del orden de los septillones, frente a la cual los 18 trillones y medio de granos de trigo del inventor del ajedrez se convierten en una insignificante migaja.
Pero volvamos a los números abarcables: acabamos de ver que las situaciones posibles tras el segundo movimiento de las blancas son más de 5000, pero ¿cuántas son exactamente?
Y hablando de las primeras jugadas del ajedrez, ¿cuál es la partida más corta posible?
§. La partida interminable
Para calcular el número de posiciones posibles en una partida de ajedrez tras el segundo movimiento de las blancas, podemos considerar primero las posibles combinaciones de dos movimientos blancos y multiplicarlas por 20, que son las posibilidades de las negras en su único movimiento. El cálculo puede desglosarse de la forma siguiente, en función de las diversas opciones del bando blanco para sus dos movimientos:
- Mueve dos peones: 16 × 14/2 × 20 = 2240 (dividimos por 2 porque mover primero el peón A y luego el peón B es equivalente a mover primero el B y luego el A).
- Mueve dos veces un mismo peón: 16 × 20 + 14 posibles capturas − 8 clavadas = 326.
- Mueve un peón y una pieza: 121 × 20 − 4 obstrucciones = 2416.
- Mueve un caballo y lo devuelve a su casilla: 20.
- Mueve un caballo dos veces sin volver a su casilla: 10 × 20 = 200.
- Mueve los dos caballos: 4 × 20 = 80.
- Mueve un caballo y una torre: 4 × 20 = 80.
- Total: 2240 + 326 + 2416 + 20 + 200 + 80 + 80 = 5362.
Obviamente, muchas de estas jugadas son absurdas y nunca se darían en una partida real; pero no se trata de calcular el número de las posiciones razonables, sino el de las posibles.
En cuanto a la partida más corta, no es el conocido «mate del pastor», pues con la suicida colaboración de las blancas las negras pueden dar mate en dos jugadas: 1. f3, e5; 2. g4, Dh2++. Es el conocido como «mate del loco» y, por increíble que parezca, no es una mera curiosidad combinatoria, sino que se ha producido al menos una vez en una competición oficial.
Ocurrió en la cuarta ronda de la Olimpiada de Ajedrez que se celebró en Tromso (Noruega) en agosto de 2014, mientras los espectadores se frotaban los ojos con incredulidad y los periodistas hacían fotos al tablero, pues la forma fulminante en que la jugadora Rhoda Masiyazi, de Zimbabue, derrotó a Akua Kosife Esse, de Togo, no es concebible en un torneo internacional.
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Menos sencillo es determinar la partida más larga posible. Que no es interminable, como podría parecer a primera vista. En principio, dos jugadores muy despistados podrían prolongar una partida indefinidamente haciendo jugadas inoperantes; pero, según el reglamento de la FIDE (Federación Internacional de Ajedrez, en sus siglas en francés), una partida se considera tablas cuando se efectúan 50 jugadas por bando sin que se haya movido ningún peón ni comido ninguna pieza. Teniendo en cuenta esta regla, ¿cuál es la partida más larga posible?
§. Cuadrados mágicos
Teniendo en cuenta la limitación impuesta por el reglamento de la FIDE, la partida de ajedrez más larga posible constará de tantas veces 50 jugadas (de ambos bandos) como movimientos de peones y capturas de piezas sean posibles.
Con los peones solo se pueden efectuar 48 movimientos por bando, y dentro de esos 96 movimientos tiene que haber 8 capturas de piezas por peones, pues de lo contrario los peones adversarios situados en una misma columna se bloquearían mutuamente. Las 6 piezas restantes y las 16 producidas por promoción de todos los peones serán comidas al ritmo más lento posible (una cada 50 jugadas) hasta que solo queden los dos reyes en el tablero. Por lo tanto, habrá un máximo de 96 + 6 + 16 = 118 grupos de 50 jugadas, o sea, 118 × 50 = 5900.
En la vida real, la partida más larga conocida fue la que disputaron en 1989, en Belgrado, Ivan Nikolic y Goran Arsovic. Duró 20 horas y 15 minutos, y terminó en tablas tras 269 jugadas.
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Pero el tablero de ajedrez no es la única ni la primera cuadrícula que, con su sencilla apariencia geométrica encubridora de abismos insondables, con su inagotable combinatoria, ha fascinado a los humanos.
El cuadrado mágico de orden 3 ya se conocía en China en el III milenio a. C. con el nombre de Lo-Shu, pues según la leyenda estaba grabado sobre el caparazón de una tortuga que surgió del río Lo. En una cuadrícula de 3 × 3 están dispuestos los números del 1 al 9 de forma que los de cada fila, columna y diagonal sumen lo mismo: 15 (que es la «constante mágica» del cuadrado).
El segundo cuadrado mágico más conocido es el que aparece en el famoso grabado de Durero titulado Melancolía, y es una cuadrícula de 4 × 4 en la que están situados los números del 1 al 16 de manera que los de cada fila, columna y diagonal principal sumen 34. También suman 34 las cuatro cuadrículas de 2 × 2 en las que se puede dividir el cuadrado, así como los números de los vértices, los cuatro números centrales y los dos números centrales de las filas o de las columnas primera y última; por esta razón el cuadrado mágico de Durero se denomina a veces satánico o diabólico (aunque en puridad los cuadrados diabólicos son los que conservan la constante mágica en las diagonales quebradas). Además, las dos cifras centrales de la última fila indican el año de realización del grabado: 1514. Durante el Renacimiento, los cuadrados mágicos se consideraban un talismán contra el «humor negro» (la expresión no tenía el mismo significado que ahora); de ahí que aparezca en un grabado sobre la melancolía.
Hay un solo cuadrado mágico de orden 3 (se consideran iguales los que se obtienen por rotación o reflexión), 880 de orden 4 y 275.305.224 de orden 5. A medida que aumenta el orden de los cuadrados mágicos, su número crece vertiginosamente; hay aproximadamente 1,8 × 1019 cuadrados mágicos de orden 6, y 3,8 × 1034 de orden 7.
En principio, un cuadrado mágico de orden n se forma con los n 2 primeros números naturales: el de orden 3 con los números del 1 al 9, los de orden 4 con los números del 1 al 16 y así sucesivamente; pero nada nos impide considerar otras posibilidades. Por ejemplo: ¿Se puede formar un cuadrado mágico de orden n con cualesquiera n 2 números consecutivos? ¿Se puede formar un cuadrado mágico con los nueve primeros números impares? ¿Se puede formar un cuadrado mágico con números primos?
§. Cuadrados latinos y grecolatinos
Puesto que se puede formar un cuadrado mágico de orden n con los n2 primeros números naturales, de igual manera se podrá formar con cualesquiera n2 números consecutivos, puesto que si le sumamos un mismo número × a todos los números de un cuadrado mágico, el cuadrado seguirá siendo mágico (con la constante aumentada en n ×).
Con los nueve primeros números impares se puede formar un cuadrado mágico de constante mágica 27: 15, 1, 11; 5, 9, 13; 7, 17, 3 (las comas separan los números de una misma fila, y los puntos y coma separan una fila de otra).
Por otra parte, también se pueden formar cuadrados mágicos exclusivamente con números primos, aunque no es fácil hallarlos. Veamos a continuación un ejemplo:
En este caso, el más difícil todavía sería formar un cuadrado mágico con números primos consecutivos.
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Los cuadrados mágicos están estrechamente emparentados con los cuadrados latinos, en los que n números (u otros signos) se repiten en una cuadrícula de n × n de forma que cada número aparezca una y solo una vez en cada fila y cada columna. Se llaman cuadrados latinos porque Leonhard Euler los estudió utilizando caracteres latinos en lugar de números (aunque no fue él quien los inventó: los primeros ejemplos conocidos se remontan a un manuscrito árabe del siglo XIII).
Obsérvese que el popular sudoku (una vez resuelto correctamente) es un cuadrado latino de 9 × 9, con la condición adicional de que en cada subcuadrícula de 3 × 3 también tienen que estar los dígitos del 1 al 9 una y solo una vez.
Una variante especialmente interesante, y con numerosas aplicaciones, es la de los cuadrados grecolatinos. Un cuadrado grecolatino de orden n es una cuadrícula de n × n en la cual hay en cada casilla un par ordenado de los números 1, 2, 3… n (u otros signos), de forma que los dos cuadrados formados solo por los primeros términos de cada par y solo por los segundos sean cuadrados latinos, y cada una de las n 2 posibles parejas de números aparezcan una y solo una vez en la cuadrícula. Se llaman así porque Euler los estudió utilizando, en vez de números, caracteres latinos para los primeros términos y griegos para los segundos.
Y ahora, aunque no parezca venir muy a cuento, un toque de poesía. La sextina es una curiosa composición poética en la que se parte de una estrofa de seis versos endecasílabos que no riman entre sí, y las seis palabras finales de los versos se repiten en otras cinco estrofas de seis versos, pero siempre ocupando lugares distintos: en la segunda estrofa, la terminación del último verso de la primera estrofa pasa al primer lugar, con lo que la primera terminación se convierte en la segunda; la penúltima pasa al tercer lugar, con lo que la segunda se convierte en la cuarta; la antepenúltima pasa al quinto lugar y la tercera se convierte en la sexta. Veamos, a modo de ejemplo, las dos primeras estrofas de Apología y petición, una famosa sextina de Jaime Gil de Biedma:
¿Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios
en donde el mal gobierno, la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal gobierno
sino un estado místico del hombre,
la absolución final de nuestra historia?
De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza.
Para determinar el orden de las terminaciones en la tercera estrofa, hacemos con la segunda lo mismo que hemos hecho con la primera, y así sucesivamente.
¿Tiene algún sentido hablar de las sextinas en este contexto?
¿Se pueden colocar los reyes, caballos, sotas y ases de una baraja formando un cuadrado de 4 × 4 tal que cada fila y cada columna contenga todas las figuras y todos los palos? Y si lo conseguimos, ¿qué habremos construido?
§. Los 36 oficiales
Para determinar el orden de las terminaciones en la tercera estrofa de una sextina, hacemos con la segunda lo mismo que hemos hecho con la primera, y así sucesivamente, con lo que obtenemos el siguiente esquema:
Ningún número se repite en ninguna fila, lo que quiere decir que todas las terminaciones de los versos ocupan todos los lugares posibles. Y si a la última estrofa le aplicamos el mismo algoritmo transformador que a las anteriores, obtenemos de nuevo la ordenación de la primera. Por lo tanto, la matriz de transformación de la sextina es un cuadrado latino de orden 6. Y, por cierto, en esta ocasión la poesía podría haberse adelantado a la matemática, pues las primeras sextinas fueron compuestas en el siglo XII por el trovador occitano Arnaut Daniel, mientras que los primeros cuadrados latinos (denominados así por Euler mucho después, como hemos visto en el capítulo anterior) de los que hay noticia son los wafq majazi de un manuscrito árabe del siglo XIII.
Las cuatro figuras (as, sota, caballo y rey) de una baraja se pueden colocar formando un cuadrado de 4 × 4 tal que cada fila y cada columna contenga todas las figuras y todos los palos, o sea, formando un cuadrado grecolatino (véase imagen de la página siguiente).
En 1779, Leonhard Euler escribió:
Una cuestión muy curiosa que ha desafiado el ingenio de muchas personas me llevó a emprender una investigación que al parecer ha abierto una nueva vía en el análisis y, en particular, en combinatoria. Es una cuestión relativa a un grupo de treinta y seis oficiales de seis rangos diferentes, tomados de seis regimientos distintos, y distribuidos en un cuadrado de tal forma que en cada fila y cada columna haya seis oficiales de diferente rango y regimiento. Pero, después de dedicar muchos esfuerzos a resolver este problema, hay que admitir que tal disposición es imposible, aunque no podemos dar una demostración rigurosa.
Euler demostró que se podía construir un cuadrado grecolatino siempre que su orden fuese impar o múltiplo de 4 (par de clase par), y conjeturó que no existía ninguna solución cuando era par de clase impar (un múltiplo de 2 que no es múltiplo de 4). Pero en 1959 R. C. Bose y S. S. Shrikhande construyeron un cuadrado grecolatino de orden 22, el primer contraejemplo a la conjetura de Euler, y ese mismo año E. T. Parker construyó uno de orden 10, el más pequeño posible de los pares de clase impar. Y un año después Parker, Bose y Shrikhande demostraron que la conjetura de Euler es falsa para todo n ≥ 10. Por lo tanto, existen cuadrados grecolatinos de orden n para todo n mayor de 2, excepto para n = 6. Curiosamente, el problema de los 36 oficiales ejemplifica la única excepción, lo cual desconcertó al mismísimo Euler.
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Y puesto que en los últimos capítulos hemos hablado de ajedrez y de cuadrados mágicos, unamos ambos temas en un interesante acertijo. El rey negro parte de su posición inicial en e8 y recorre todo el tablero pasando una y solo una vez por cada casilla; numeramos las casillas según el orden en que el rey las visita y, ¡oh maravilla!, obtenemos un cuadrado mágico. ¿Cuál ha sido el recorrido del rey?
Como el problema es de difícil solución, se impone dar una pista (o dos si son pequeñas): los siete primeros números de la fila 8 son 61, 62, 63, 64, 1, 2 y 3 (evidentemente, el 1 corresponde a e8, la posición inicial del rey negro), y los siete primeros de la fila 1 son 36, 35, 34, 33, 32, 31 y 30.
§. Al pasar la barca
Al dar siete números de una fila de un cuadrado mágico de orden 8, en realidad los damos todos, pues su suma tiene que ser la constante mágica del cuadrado; puesto que en el cuadrado están los números del 1 al 64, la suma total será 2080, y como las ocho filas tienen que sumar lo mismo, la constante es 2080/8 = 260.
Por lo tanto, el octavo número de la primera fila es 260 − 61 − 62 − 63 − 64 − 1 − 2 − 3 = 4, y el de la octava fila es 260 − 36 − 35 − 34 − 33 − 32 − 31 − 30 = 29.
A pesar de tener dos filas completas, no es fácil hallar la solución que vemos en la figura (obsérvese en la página siguiente la elegante simetría del recorrido del rey).
Pero ya está bien (por el momento) de recorridos individuales: un monje que va de un monasterio a un templo, un filósofo que va a visitar a un amigo, un paseante que cruza puentes, un ciclista que va y vuelve de la playa, un punto que recorre las aristas de un poliedro… Veamos ahora algunos interesantes recorridos que implican a varias personas, animales o cosas, como los que aparecen en un tema clásico de los acertijos lógicos: el de la barca con la que hay que cruzar un río cumpliendo ciertos requisitos.
Uno de los más sencillos y conocidos, pero no por ello desdeñable, es el del pastor que va con un lobo, una cabra y una enorme col y tiene que cruzar un río en una pequeña barca que solo le permite llevar una cosa a la vez, con el agravante de que no puede dejar solos al lobo y a la cabra (pues el primero se comería a la segunda) ni la col con la cabra (pues el artiodáctilo se comería la hortaliza).
Otro muy similar es el de la familia gordita: el padre y la madre pesan cien kilos cada uno, y el hijo y la hija cincuenta por cabeza, y tienen que cruzar un río en una barca que solo puede llevar como máximo cien kilos.
Y un tercer clásico: tres misioneros y tres caníbales llegan a un río y quieren pasar a la otra orilla. Disponen de una barca en la que solo pueden ir dos personas, y en ningún momento puede haber más caníbales que misioneros en una orilla, porque los primeros se comerían a los segundos (según otra versión, son los caníbales los que no pueden quedarse con un número mayor de misioneros, pues serían evangelizados, que es otra manera de devorar). ¿Cómo pueden pasar todos al otro lado del río?
Y una variante del anterior: tres maridos celosos y sus respectivas esposas tienen que cruzar un río en una barca que solo puede llevar a dos personas en cada viaje. ¿Cómo pueden cruzar el río de forma que nunca una mujer quede en compañía de otro hombre si su marido no está presente?
§. El problema de Monty Hall
El pastor que ha de cruzar el río con un lobo, una cabra y una col tiene que empezar, obviamente, cruzando con la cabra, pues dejar solo al lobo con la col es la única manera de que no ocurra nada irreparable. Luego regresa solo, carga la col, y una vez en la otra orilla deja la col y vuelve con la cabra al punto de partida. A continuación cruza con el lobo y por último vuelve para recoger a la cabra.
Si llamamos A y B a los papás gorditos y a y b a sus hijos, la secuencia es: 1 ab, 2 a, 3 A, 4 b, 5 ab, 6 a, 7 B, 8 b, 9 ab, donde los números impares son los viajes de ida y los pares los de vuelta.
En el caso de los caníbales y los misioneros, es evidente que el primer viaje no pueden hacerlo dos misioneros. La mejor opción es que crucen dos caníbales y luego vuelva uno y se lleve al compañero que queda. Una vez los tres caníbales en la otra orilla, vuelve uno de ellos y van dos misioneros. Vuelven un misionero y un caníbal y van dos misioneros. Ya están todos los misioneros al otro lado, con lo que el problema está resuelto: el caníbal que quedaba al otro lado va a buscar a un compañero y luego al otro.
Si llamamos H1, H2 y H3 a los tres hombres, M1, M2 y M3 a las tres mujeres y B a la barca, el esquema del proceso puede ser el siguiente:
Y tras estas instructivas excursiones fluviales, volvamos a tierra firme, aunque sin olvidarnos de la cabra del primer acertijo, para abordar el conocido como «problema de Monty Hall», un clásico que en su día suscitó una polémica cuyos ecos aún no se han extinguido del todo. El problema se denomina así por el nombre del presentador del concurso televisivo en el que se planteó, y en esencia es el siguiente:
Un concursante tiene que elegir una de entre tres puertas cerradas; detrás de una de ellas hay un lujoso automóvil y tras las otras dos, sendas cabras. El concursante elige una puerta. El presentador abre una de las otras dos, tras la cual hay una cabra, y le ofrece al concursante la posibilidad de seguir apostando por la puerta que ha elegido o de cambiarla por la otra puerta cerrada. ¿Qué le conviene hacer? Se supone que el concursante prefiere el coche, aunque no está de más preguntarse qué le convendría hacer si prefiriera llevarse una cabra.
El problema de Monty Hall guarda cierta relación con la paradoja de los dos sobres. Imagina que te dan a elegir entre dos sobres cerrados que contienen dinero y te dicen que en uno hay el doble que en el otro. Eliges uno de los sobres, lo abres y dentro hay, pongamos por caso, 100 euros. Y ahora te dan la posibilidad de quedarte con esos 100 euros o de cambiarlos por el otro sobre. Aparentemente, te conviene cambiar, pues si en el otro sobre hay 200 euros ganas 100, mientras que si hay 50 solo pierdes 50, y las probabilidades son las mismas. Pero el mismo razonamiento valdría si, de entrada, hubieras escogido el otro sobre… ¿Cómo es posible?
§. El dilema de los tres prisioneros
El problema de Monty Hall es sumamente interesante no solo desde el punto de vista de la lógica y del cálculo de probabilidades, sino también de la psicología. Pues incluso tras conocer la solución correcta y verla argumentada de forma convincente o complementada con ejemplos clarificadores, no son pocos los que se aferran a la idea de que es indiferente cambiar o no de puerta: puesto que hay dos puertas —dicen— y tras una hay una cabra y tras la otra un coche, la probabilidad de obtener el coche es del 50 %. Esta obstinación se debe a que nos cuesta mucho pensar de forma contraria a la intuición, y la intuición nos dice precisamente eso: dos puertas iguales, iguales probabilidades.
Sin embargo, cambiando de puerta la probabilidad de obtener el coche pasa de 1/3 a 2/3, o sea, se duplica. La explicación es muy simple, aunque a la vez muy contraintuitiva: es evidente que al elegir una puerta de entre tres la probabilidad de acertar es 1/3, y que la probabilidad de que el coche esté detrás de una de las otras dos puertas es 2/3. Tras abrir una de las puertas, la probabilidad de que el coche esté detrás de una de las puertas no elegidas sigue siendo 2/3, solo que ahora esa probabilidad se concentra en la puerta no abierta de esas dos, puesto que sabemos que detrás de la otra hay una cabra.
Plantear un caso extremo puede ayudar a convencer a los renuentes. En una lotería de mil números, tú tienes uno y yo 999. ¿Me cambias tu boleto por mis 999? Y si de los míos te enseñara 998 no premiados, ¿me cambiarías tu boleto por el que no te he enseñado? ¿Qué diferencia hay entre los dos casos? Ninguna, obviamente. O no tan obviamente, pues hay personas que no se convencen ni siquiera con argumentos como este. Le sobraba razón al maestro Martin Gardner cuando dijo, en su día, que este acertijo era wonderfully confusing.
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El problema de Monty Hall tiene un claro precedente en el dilema de los tres prisioneros (no confundir con el conocido dilema del prisionero). Tres prisioneros, a los que llamaremos Alberto, Bernardo y Carlos, saben que uno de ellos va a ser indultado, pero no saben cuál de los tres. Alberto soborna al carcelero para que le diga, de los otros dos, el nombre de uno que no vaya a ser indultado. El carcelero acepta el soborno y le dice: «Bernardo no va a ser indultado». Alberto se siente algo mejor, pues piensa que ahora su probabilidad de ser indultado es del 50 %, ya que solo hay dos candidatos: Carlos y él. ¿Está justificada su alegría? ¿Alguien más debería alegrarse?
Y otra sutil variación sobre el mismo tema: en una caja hay dos bolas blancas, en otra hay dos bolas negras y en una tercera caja hay una bola blanca y una negra. Sin conocer el contenido de cada caja, metes la mano al azar en una de ellas y sacas una bola blanca. ¿Cuál es la probabilidad de que la otra bola de esa caja sea también blanca?
En cuanto al problema de los dos sobres, antes de dar una solución plantearé una variante que tal vez facilite un poco el abordaje de la escurridiza paradoja. Dos amigos se encuentran y uno le dice al otro: «Qué bonita corbata llevas», y el otro contesta: «Pues la tuya también es muy bonita». Y tras intercambiar elogios sobre sus respectivos apéndices indumentarios, llegan al siguiente acuerdo: cada uno dirá lo que le ha costado su corbata, y el que tenga la más cara se la regalará al otro. La paradoja estriba en que los dos podrían pensar que la apuesta es ventajosa, pues si ganan obtienen algo que vale más que lo que pueden perder. ¿Cómo puede ser una apuesta ventajosa para ambos apostantes?
§. La paradoja de Newcomb
Al primer prisionero del capítulo anterior, Alberto, no le sirve de nada saber que Bernardo no será indultado: ya sabía que uno de sus dos compañeros no sería indultado, y averiguar de cuál de los dos se trata no le aporta nueva información sobre su propia situación; su probabilidad de ser indultado sigue siendo 1/3. Pero Carlos, el tercer prisionero, sí tiene motivos para alegrarse: como la probabilidad de que Bernardo o él sean indultados es 2/3, saber que Bernardo no será indultado convierte esos 2/3 en su probabilidad personal.
En cuanto al acertijo de las bolas blancas y negras, es la conocida paradoja de la caja de Bertrand, formulada por el matemático francés Joseph Bertrand a finales del siglo XIX (en la formulación inicial, en vez de bolas blancas y negras había monedas de oro y de plata). Puesto que la bola blanca extraída puede haber salido de la caja con dos bolas blancas o de la caja con una bola blanca y una negra, la probabilidad de que la otra bola también sea blanca parece ser 1/2; pero solo lo parece, pues la bola extraída podría ser la blanca que acompaña a la negra, una de las bolas de la caja con dos blancas o la otra bola de esa caja, por lo que la probabilidad de que la segunda bola también sea blanca es 2/3 (obsérvese la sutil semejanza con el problema de Monty Hall y con el dilema de los tres prisioneros).
Y la paradoja de las dos corbatas deja de serlo en cuanto nos damos cuenta de que la apuesta solo es equiprobable en apariencia. Lo que ocurre es que falta información, y además se trata de una información imprecisa, borrosa, lo cual crea una falsa impresión de simetría. Supongamos que los dos amigos suelen gastar más o menos lo mismo en ropa y que el precio medio de sus corbatas es de 20 euros. Si ese día uno de ellos se ha puesto su mejor corbata, que le costó 40 euros, lleva las de perder, mientras que si ha elegido una de sus corbatas más baratas, que compró por 5 euros en una liquidación, le conviene claramente apostar. Y a la paradoja de los dos sobres se le puede aplicar un razonamiento similar.
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Los acertijos de los dos últimos capítulos se relacionan sutilmente con la controvertida paradoja de Newcomb. Imagina que un ser divino, con la facultad de predecir el futuro, te muestra dos cofres, uno abierto y otro cerrado, y te dice: «En el cofre abierto, como puedes ver, hay diez monedas de oro, y en el cerrado tal vez haya mil o tal vez esté vacío. Puedes coger ambos cofres o solamente el que está cerrado; pero yo he previsto lo que vas a hacer, y solo en el segundo caso habré puesto las mil monedas en el cofre cerrado». ¿Cogerías un cofre o los dos?
§. El divino método de Holmes
Algunos han calificado de «teológica» la paradoja de Newcomb, y puede que no vayan desencaminados, pues seguramente no habría suscitado tantas controversias si no viviéramos en un mundo en el que miles de millones de personas creen (o creen creer) que un Dios omnipotente y omnisciente, que sabe con absoluta certeza todo lo que va a suceder, es compatible con el libre albedrío. Pero si Dios sabe que voy a escribir este capítulo, no puedo hacer otra cosa, y si no puedo hacer otra cosa, no tengo elección. Y la libertad es la posibilidad de elegir o no es más que una entelequia. Afirmar lo contrario es una clara contradictio in terminis; pero los teólogos al uso lo llaman «misterio» y se quedan tan anchos.
La paradoja fue formulada por el físico teórico William Newcomb, de la Universidad de California, en 1960, y en 1969 Robert Nozick, filósofo de la Universidad de Harvard, la dio a conocer en un artículo titulado Newcomb’s Problem and Two Principles of Choice (aunque fue Martin Gardner quien la popularizó, unos años después, en su sección de pasatiempos matemáticos de Scientific American). En su artículo, Nozick observa:
«Casi todos tienen claro lo que habría que hacer; el problema es que la gente se divide casi por la mitad con respecto a cuál es la solución correcta, con un gran porcentaje que cree que la otra mitad está totalmente equivocada».
La similitud con el problema de Monty Hall y sus variantes es más de tipo psicológico que lógico, en el sentido de que la paradoja de Newcomb también parece tener la propiedad de radicalizar posturas opuestas (con la notable diferencia de que el problema de Monty Hall tiene una solución clara e incuestionable, mientras que la paradoja de Newcomb es en cierto modo «indecidible», pues hunde sus raíces en nuestra visión del mundo y nuestra concepción de la realidad).
Como aproximación jocosa al asunto, cabría pensar que en realidad la paradoja de Newcomb es un test: un dios astuto (pero no omnisciente) pone las monedas en ambos cofres, de forma que los creyentes se verán reafirmados en su fe y los escépticos en su escepticismo; de este modo, el diosecillo sabrá con quiénes puede contar incondicionalmente… y a quiénes conviene vigilar de cerca.
Una prueba que reafirma a la vez dos posturas opuestas no deja de ser también paradójica, y nos remite directamente a la controvertida paradoja del cuervo… Pero antes pasemos un momento por el 221 B de Baker Street.
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De nada sirve buscar la más popular frase de Sherlock Holmes en los libros que relatan sus aventuras, pues Conan Doyle nunca puso en boca del detective su paternalista apostilla: «Elemental, querido Watson». Pero si se ha impuesto esta frase apócrifa (repetida con frecuencia en las memorables versiones cinematográficas protagonizadas por Basil Rathbone), es porque sin duda refleja la personalidad de Holmes y su relación con su inseparable Watson, a la vez afectuosa y condescendiente.
Pero ¿qué es lo elemental, según Holmes? La forma en que llega a sus conclusiones, su método deductivo. ¿Y en qué consiste su método? El divino detective lo dice expresamente en El signo de los cuatro:
«Cuando han sido descartadas todas las explicaciones imposibles, la que queda, por inverosímil que parezca, tiene que ser la verdadera».
Suena convincente, pero ¿es realmente un buen método? (Una pista: la utilización del adjetivo «divino» no es casual ni meramente irónica).
§. La paradoja del cuervo
«Cuando han sido descartadas todas las explicaciones imposibles, la que queda, por inverosímil que parezca, tiene que ser la verdadera», dice Sherlock Holmes. Y a primera vista parece una afirmación razonable, puesto que, en última instancia, remite al viejo y eficaz método de reducción al absurdo. Pero hay un pequeño problema: el método de Holmes presupone conocer todas las posibilidades concurrentes en un caso, para luego descartarlas todas menos una en función de su inviabilidad, y ello equivale a un conocimiento pleno —es decir, divino — de la situación y sus circunstancias. Pero ¿qué necesidad tiene Dios de sacar conclusiones, si ya lo sabe todo?
El método de Holmes recuerda (incluso en la casual similgrafía de los nombres) la paradoja de Hempel, más conocida como «la paradoja del cuervo». Propuesta por el filósofo alemán Carl Hempel en los años cuarenta del siglo pasado para mostrar hasta qué punto la lógica inductiva puede ser contraria a la intuición, la paradoja es la siguiente:
La afirmación «Todos los cuervos son negros» resulta confirmada cada vez que vemos un cuervo y comprobamos que es negro. Cada cuervo negro (la prudencia epistemológica no nos permite decir poéticamente «cada negro cuervo») es un argumento a favor de la proposición. Ahora bien, dicha proposición, de acuerdo con la lógica aristotélica, es equivalente a esta otra: «Todas las cosas no negras son no cuervos», por lo que confirmar la segunda significa confirmar la primera.
La paradoja estriba en que, según lo que acabamos de ver, podemos dedicarnos a comprobar la negritud de los cuervos sin necesidad de salir de casa. Mi mesa de trabajo, sin ir más lejos, es marrón y no es un cuervo (ni tan siquiera se le parece, por más que el Sombrerero Loco de Alicia en el País de las Maravillas aluda a la semejanza entre un cuervo y un pupitre), lo cual es un argumento a favor de que todas las cosas no negras son no cuervos; por lo tanto, el hecho de que mi pupitre sea marrón confirmaría la afirmación equivalente: «Todos los cuervos son negros».
La falacia de Holmes y la paradoja de Hempel lo son, en buena medida, por el hecho de que se refieren a conjuntos inabarcables, prácticamente infinitos, ya se trate de las posibles explicaciones de un crimen o los objetos no negros del universo. Pero, si nos paramos a pensar, descubriremos que hay un aspecto aún más paradójico… ¿Cuál es?
(Por cierto, aunque sumamente raros, hay cuervos albinos, pero no lo tendremos en cuenta: no hay que permitir que la realidad malogre una buena historia).
§. La tarea de selección de Wason
El aspecto más paradójico de la paradoja de Hempel es que al comprobar que las cosas no negras son no cuervos podemos reforzar una afirmación y, a la vez, su contraria. Mi mesa de trabajo es marrón —y por tanto no negra— y no es un cuervo, lo que refuerza la afirmación «Todos los cuervos son negros». Pero mi mesa también es no blanca, por lo que también refuerza la afirmación «Todos los cuervos son blancos» (obsérvese la semejanza con la paradoja de Newcomb si la interpretamos, jocosamente, como un test mediante el cual un taimado diosecillo quiere distinguir a los creyentes de los escépticos, pues en ese caso tanto los unos como los otros resultan reafirmados en sus convicciones al realizar la prueba).
La paradoja del cuervo se inscribe en un amplio debate sobre la validez y los límites del método inductivo, en el que, además del propio Hempel, han participado en las últimas décadas filósofos como Willard Quine, lógicos como Nelson Gooman y epistemólogos como Karl Popper. Más que un enigma a resolver, es algo sobre lo que reflexionar.
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Tanto la paradoja del cuervo como el «divino» método de Holmes se relacionan de alguna manera con la prueba conocida como «tarea de selección de Wason». A mediados de los años sesenta del siglo pasado, el psicólogo Peter Wason planteó un acertijo lógico que ha dado mucho que hablar a pesar de su sencillez (o precisamente por ella) y que se puede resumir así:
Sobre una mesa hay cuatro tarjetas. Cada una tiene un número en una cara y una letra en la otra. Las caras visibles de las tarjetas muestran una A, un 7, un 3 y una K. ¿A cuántas y cuáles hay que dar la vuelta, como mínimo, para comprobar que siempre que una tarjeta lleva una A en una cara, en la otra hay un 3? Y lo que es más importante, ¿qué nos puede revelar este acertijo sobre nuestra forma de razonar?
§. Sesgo de emparejamiento
En la tarea de selección de Wason solo es necesario dar la vuelta a la tarjeta de la A y a la del 7. No es necesario dar la vuelta a la del 3, pues aunque en la otra cara no hubiera una A la regla no quedaría refutada, pues no dice que solo el 3 ha de tener una A en la otra cara. Y, por la misma razón, tampoco hace falta dar la vuelta a la tarjeta con la K. Sin embargo, si en el reverso de la A hubiera un número distinto de 3 o si en el del 7 hubiera una A, se incumpliría la regla.
La tarea de Wason tiene más interés por sus implicaciones psicológicas que como acertijo propiamente dicho. Cuando se propone como mero problema lógico descontextualizado, con naipes o cartulinas, hay menos acertantes —y titubean más— que cuando se plantea una variante que implique relaciones interpersonales o cuestiones morales. Por ejemplo, imaginemos que, en vez de letras y números, en una cara de cada tarjeta hay una persona y en la otra lo que va a beber; en la cara visible de la primera tarjeta hay un niño, en la de la segunda una cerveza, en la de la tercera un batido de chocolate y en la de la cuarta un anciano. ¿A qué tarjetas tenemos que dar la vuelta para comprobar que se cumple la norma de que solo los adultos pueden ingerir bebidas alcohólicas? La situación es equivalente a la de las tarjetas con letras y números; pero en este caso la mayoría de la gente tiene más claro que hay que dar la vuelta a las dos primeras tarjetas y que no es necesario comprobar las otras dos.
Se han dado diversas explicaciones al curioso hecho de que la tarea de Wason descontextualizada resulte más difícil de resolver que sus variantes «humanizadas». Según Evans y Lynch, en un primer momento del pensamiento abstracto se produce un «sesgo de emparejamiento» (matching bias) que nos inclina a seleccionar los elementos mencionados en el enunciado.
Vamos a comprobarlo. Resuelve mentalmente y en pocos segundos los siguientes acertijos:
- Un ladrillo pesa un kilo más medio ladrillo, ¿cuánto pesa el ladrillo?
- Una botella y su tapón valen un euro y diez céntimos, y la botella vale un euro más que el tapón, ¿cuánto vale la botella?
Y hablando de tareas de selección y sesgos de emparejamiento, había una vez un rey que, deseando que en su reino hubiera mayoría de varones, emitió un decreto según el cual todas las parejas podían tener los hijos que quisieran mientras fueran niños, pero en cuanto tenían una niña ya no podían seguir procreando. De este modo, pensó el rey, habría familias con varios niños pero ninguna con más de una niña, con lo que la proporción de varones aumentaría notablemente. ¿En qué medida logró su propósito el rey machista?
§. Problemas matrimoniales
En el capítulo anterior hemos visto un par de ejemplos de acertijos lógicos sencillos, pero que a menudo inducen lo que algunos psicólogos han denominado «sesgo de emparejamiento»; aunque también podríamos decir que a veces nos dejamos llevar por la «música» de las frases más que por su significado. Al oír que un ladrillo pesa un kilo más medio ladrillo, la secuencia de palabras «un kilo más medio» nos sugiere de forma automática la respuesta «un kilo y medio», que es la que muchos dan apresuradamente. Pero si un ladrillo pesa un kilo más medio ladrillo, ese kilo sustituye al otro medio ladrillo, luego el ladrillo pesa dos kilos.
Algo muy parecido ocurre con la botella y su tapón. Si una botella y su tapón valen un euro y diez céntimos, y la botella vale un euro más que el tapón, ¿cuánto vale la botella? Muchos contestan a bote pronto que la botella vale un euro, porque en este caso tendemos a emparejar sesgadamente el objeto grande (la botella) con la moneda grande (el euro) y el objeto pequeño (el tapón) con la moneda pequeña (los diez céntimos); pero a poco que pensemos nos damos cuenta de que la botella vale un euro y cinco céntimos.
El sesgo del rey machista que prohíbe seguir procreando a quienes tienen una hija es de otro tipo, y con su absurdo decreto lo único que puede conseguir es reducir la población drásticamente; pero la proporción de hombres y mujeres seguirá siendo la misma. Supongamos que en el momento de promulgar el edicto hay 4000 mujeres embarazadas; darán a luz aproximadamente 2000 niños y 2000 niñas, y solo las 2000 primeras podrán volver a parir (para simplificar, desestimaremos los partos múltiples); estas 2000 darán a luz unos 1000 niños y unas 1000 niñas, y solo las 1000 primeras podrán seguir pariendo; de ellas, unas 500 tendrán niños y otras 500 tendrán niñas… y así sucesivamente hasta que en ocho o nueve pasos más ninguna mujer tenga derecho a seguir pariendo. En cada oleada de bebés nacen aproximadamente tantos niños como niñas, por lo que la proporción entre los sexos no varía: solo se demedia una y otra vez el número de nacimientos.
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Veamos ahora otros problemas de pareja menos dramáticos que los creados por el decreto del rey machista.
Cuatro matrimonios heterosexuales han quedado para cenar en un restaurante, pero cada persona llega por separado y en distinto momento.
¿Cuántas personas tendrán que haber llegado al restaurante, como mínimo, para que con certeza haya al menos un matrimonio?
¿Y para que haya con certeza un matrimonio concreto?
¿Y para que haya con certeza dos personas del mismo sexo?
¿Y para que haya con certeza dos mujeres?
A medida que van llegando, los comensales se saludan de diversas maneras: con un simple «hola», un beso o un apretón de manos. Al final, todos han dado la mano a tres personas, menos el último en llegar, que solo se la ha dado a dos. ¿Es verosímil este intercambio de saludos?
Tras los saludos de rigor, los ocho comensales se sientan al azar alrededor de una mesa redonda. Por cierto, las mujeres se llaman Ana, Berta, Carmen y Dora, y los hombres, Antonio, Bernardo, Carlos y Daniel.
¿Cuál es la probabilidad de que Antonio se siente al lado de su mujer? ¿Y la de que los cuatro maridos lo hagan?
Al final de la cena, Ana ha fumado 4 cigarrillos; Berta, 3; Carmen, 2; y Dora, 1. Antonio ha fumado lo mismo que su mujer; Bernardo, el doble que la suya; Carlos, el triple que la suya; y Daniel, cuatro veces más que la suya. ¿Cómo se llama la mujer de Carlos?
§. La paradoja de los bombones
Los problemas de nuestros cuatro matrimonios no son muy difíciles de resolver, comparados con los problemas conyugales al uso:
Para que con certeza haya al menos un matrimonio tienen que haber llegado cinco personas, pues si solo hubieran llegado cuatro podrían ser una de cada pareja.
Para que haya con certeza un matrimonio concreto tienen que haber llegado todos los comensales.
Para que haya al menos dos personas del mismo sexo basta con que hayan llegado tres, ya que por ahora el «tercer sexo» solo existe en sentido figurado.
Para que haya con certeza dos mujeres tienen que haber llegado al menos seis personas; si solo fueran cinco, podrían estar todos los hombres y una mujer.
El número total de apretones de manos es la suma de veces que ha dado la mano cada persona partido por dos, ya que en cada apretón de manos intervienen dos personas; pero la suma es 3 × 7 + 2 = 23, que es impar, por lo que el cómputo es incorrecto.
Una vez sentado Antonio, su mujer tiene siete sillas en las que sentarse, dos de las cuales son contiguas a la de su marido, por lo que la probabilidad es de 2/7. Para calcular la probabilidad de que las cuatro parejas se sienten juntas podemos considerar que cada pareja es un único elemento; 4 elementos pueden disponerse alrededor de la mesa de 3! (3 × 2 × 1) formas distintas, y en cada caso hay 2 posibilidades (la mujer a la derecha del hombre o viceversa), por lo que los casos favorables son 3! × 2.4, mientras que los casos posibles son las distintas formas en que 8 personas pueden sentarse alrededor de una mesa, o sea 7! (7 × 6 × 5 × 4 × 3 × 2 × 1); la probabilidad pedida es, pues, 2/105.
Las mujeres han fumado en total 10 cigarrillos, por lo que los hombres han fumado los 22 restantes. Se trata, pues, de emparejar 1, 2, 3 y 4 con 1, 2, 3 y 4 de forma que los productos de los números de cada pareja sumen 22. La única forma de hacerlo es: 1 × 3 + 2 × 4 + 3 × 1 + 4 × 2 = 22. Como Carlos ha fumado el triple que su mujer, está casado con la que ha fumado un cigarrillo, que es Dora.
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Siguiendo con el tema de las probabilidades paradójicas y contraintuitivas, he aquí un curioso acertijo que hace unos años alcanzó cierta difusión por vía oral. Tenemos dos cajas de bombones, y en ambas hay algunos con envoltorio plateado y otros con envoltorio dorado. Independientemente del color de su envoltorio, un bombón puede estar relleno de licor o no. En ambas cajas, la proporción de bombones rellenos con envoltorio plateado es superior a la proporción de bombones rellenos con envoltorio dorado; es decir, si nos apetece un bombón relleno, tenemos más probabilidades de conseguirlo si cogemos uno de envoltorio plateado. Sin embargo, si juntamos todos los bombones en una sola caja, la probabilidad de coger un bombón relleno es mayor si lo elegimos con envoltorio dorado. ¿Es esto posible?
§. La linterna de Diógenes
Por increíble que parezca, al juntar en una sola caja los bombones puede invertirse el criterio de selección y ser más probable coger uno relleno de licor si lo elegimos con el envoltorio dorado. No hay una fórmula, o un sistema de ecuaciones o inecuaciones diofánticas, que establezca una relación sencilla entre PR1, DR1, PR2 y DR2 (bombones Plateados Rellenos de la caja 1, bombones Dorados Rellenos de la caja 1…), de modo que me limitaré a dar un ejemplo:
Supongamos que en la 1.ª caja hay 4 bombones plateados, 3 de ellos rellenos, y 40 bombones dorados, 29 de ellos rellenos; y en la 2.ª caja, 20 bombones plateados, 11 de ellos rellenos, y 2 bombones dorados, 1 de ellos relleno. En ambas cajas la proporción de plateados rellenos (3/4 y 11/20) es mayor que la de dorados rellenos (29/40 y 1/2). Sin embargo, si juntamos todos los bombones en una sola caja tendremos 24 plateados, 14 de ellos rellenos, y 42 dorados, 30 de ellos rellenos. Ahora la proporción de dorados rellenos 30/42 = 5/7) es considerablemente mayor que la de plateados rellenos (14/24 = 7/12).
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Y si encontrar un bombón relleno entre tantas falsas apariencias no es tarea fácil, mucho más difícil es encontrar a un hombre que no esté vacío. Por eso Diógenes iba con una linterna encendida en pleno día diciendo que estaba buscando a un hombre verdadero. Pero al parecer no solo lo buscó en la ciudad, si hay que dar crédito a la siguiente historia:
Iba Diógenes por el bosque con su linterna en la mano, cuando se encontró con Flora, que le preguntó: «¿Qué buscas?». Y el filósofo contestó: «Busco a un hombre». «Pues aquí cerca hay uno» —dijo la diosa—, «pero no bastará la luz de tu linterna para reconocerlo, ya que está en compañía de dos faunos de apariencia humana; uno de ellos siempre dice la verdad, mientras que el otro miente invariablemente. En cuanto al hombre, como es habitual entre los de vuestra voluble especie, unas veces dice la verdad y otras, miente, de forma imprevisible. Los tres jóvenes se llaman Jacinto, Narciso y Lirio, y puedes hacerles dos preguntas de las que se contestan diciendo “sí” o “no”; las dos preguntas se las puedes hacer al mismo, o una a un joven y otra a otro. Si de este modo averiguas cuál de los tres es el hombre, te tomaré bajo mi protección, y la madre Natura siempre te será propicia».
Parece ser que Diógenes dedujo quién era el hombre verdadero, pues siempre vivió en armonía con la naturaleza, de modo que tuvo que hacer las preguntas correctas. ¿Cuáles fueron?
§. El problema más difícil
Tras ardua reflexión, el buen Diógenes se dirigió a uno cualquiera de los tres jóvenes, por ejemplo a Jacinto, y le preguntó: «De tus dos compañeros, ¿es Narciso el que más probablemente me diría la verdad?».
El hombre miente más que el fauno que siempre dice la verdad, y el fauno que siempre miente lo hace más que el hombre; por lo tanto, si la respuesta es «sí» hay tres posibilidades:
Si Jacinto es el fauno sincero, Narciso es el hombre y Lirio el fauno mentiroso.
Si Jacinto es el fauno mentiroso, Narciso es el hombre y Lirio el fauno sincero.
Si Jacinto es el hombre, Narciso y Lirio son los dos faunos, aunque no se sabe cuál es el sincero y cuál el mentiroso.
Si la respuesta de Jacinto es «no», hay otras tres posibilidades:
- Si Jacinto es el fauno sincero, Narciso es el fauno mentiroso y Lirio el hombre.
- Si Jacinto es el fauno mentiroso, Narciso es el fauno sincero y Lirio el hombre.
- Si Jacinto es el hombre, Narciso y Lirio son los dos faunos, aunque no sabemos cuál es el sincero y cual el mentiroso.
Es decir, si la respuesta es «sí», Lirio no es el hombre, independientemente de quién sea Jacinto. Y si la respuesta es «no», Narciso no es el hombre, sea quien sea Jacinto. De este modo, con la primera pregunta identificamos a un fauno, aunque no sabemos si es el sincero o el mentiroso. Supongamos que la respuesta es «sí», por lo que Narciso es un fauno; la segunda pregunta habría que hacérsela a él, y podría ser de esta forma: «Si le preguntara al otro fauno si Jacinto es el hombre, ¿me diría que sí?».
Si Narciso es el fauno sincero y Jacinto es el hombre, la respuesta será «no», ya que Lirio es el mentiroso y diría que «no».
Si Narciso es el fauno mentiroso y Jacinto es el hombre, la respuesta también será «no», ya que Narciso miente con respecto a lo que diría Lirio.
Análogamente, si Jacinto no es el hombre, la respuesta será que «sí» en cualquier caso, con lo que el problema está resuelto: si la respuesta es «sí», el hombre es Lirio; si la respuesta es «no», el hombre es Jacinto.
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Cuando, hace muchos años, publiqué este acertijo en mi libro Juegos de ingenio[2] no podía imaginar que se convertiría en «el problema lógico más difícil de la historia», según lo definió George Boolos, profesor de lógica del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts, por sus siglas en inglés), en un artículo publicado en 1996 en The Harvard Review of Philosophy. La versión de Boolos es básicamente idéntica, aunque algo más complicada:
Estamos ante tres dioses: el de la Verdad, que nunca miente, el de la Mentira, que miente siempre, y el de la Confusión, que unas veces miente y otras no, y mediante tres preguntas de las que se contestan con un «sí» o un «no» tenemos que averiguar la identidad de los tres. Para mayor dificultad, los dioses contestan en su arcano lenguaje, diciendo da o ja; pero no sabemos si da es «sí» (como en ruso) y ja es «no» (como en macarra) o viceversa.
Este tipo de acertijos, que Raymond Smullyan plantea de forma sistemática en sus deliciosos libros de lógica recreativa, son muy interesantes desde el punto de vista de la teoría de la información, y a menudo remiten a sutiles cuestiones filosóficas. Sugiero a mis sagaces lectoras y lectores que lean algunos de los fascinantes libros de Smullyan, como Alicia en el País de las Adivinanzas, ¿La dama o el tigre?, ¿Cómo se llama este libro?… O, en otro orden de cosas, El Tao es silencioso, la mejor introducción al taoísmo que conozco.
§. Smullyan
Supongamos que los tres dioses del capítulo anterior —el de la Verdad (V), el de la Mentira (M) y el de la Confusión (C)— están alineados frente a nosotros. Una posibilidad (la solución no es única) es empezar preguntándole al del centro: «Si te preguntara si el de la derecha es C, ¿contestarías ja ?».
Si contesta ja, el de la izquierda no es C, ya que si el del centro es V o M, de su respuesta se deduce que C es el de la derecha, y si C es el del centro, obviamente no puede ser el de la izquierda. Análogamente, si contesta da sabemos que el de la derecha no es C.
Seguidamente, al dios que no es C podemos preguntarle: «¿Contestarías ja si te preguntase si eres V?».
Si contesta ja es V, y si contesta da es M.
Y por último, al dios que ya sabemos quién es le preguntamos: «¿Me contestarías ja si te preguntara si el dios del centro es C?».
Si contesta ja, el dios del centro es C, y si contesta da, no lo es.
Obsérvese que no sabemos si ja significa sí y da no o viceversa; pero eso no nos impide identificar a los tres dioses.
He dado la solución anterior de forma escueta, pues si detallara cada paso, ocuparía varias páginas. A quienes deseen profundizar en el tema les recomiendo los encantadores (en ambos sentidos del término) libros de lógica recreativa del maestro Smullyan, en los que encontrarán, entre otras muchas cosas, numerosos acertijos como el siguiente:
Tras pasar al otro lado del espejo, Alicia llega al Bosque del Olvido y, naturalmente, no se acuerda de qué día de la semana es. En el bosque hay un león y un unicornio. El león miente sistemáticamente los lunes, martes y miércoles, y el unicornio miente siempre los jueves, viernes y sábados; los días en que no mienten, tanto el león como el unicornio dicen siempre la verdad. «Ayer me tocó mentir», le dice el león a Alicia, y el unicornio añade: «A mí también me tocó mentir ayer». ¿Qué día de la semana es?
Este acertijo forma parte de ¿Cómo se llama este libro?, la primera y más famosa recopilación de problemas lógicos de Raymond Smullyan. Como no podía ser de otra manera, Smullyan es un gran admirador de Lewis Carroll, y Alicia no aparece solo ocasionalmente en sus textos; tiene todo un libro dedicado a ella y a sus extravagantes compañeros de aventuras: Alicia en el País de las Adivinanzas, en el que encontramos pequeñas joyas como esta:
«Yo soy como el Rey Rojo —dijo la Reina Roja—, al igual que él, creo cosas falsas cuando estoy dormida y cosas verdaderas cuando estoy despierta. Anoche, a las once, el Rey Rojo creía que yo estaba dormida. A la misma hora, ¿qué creía yo, que él estaba dormido o que estaba despierto?».
O como esta otra:
«Recuerdo un curioso juicio —dijo el Caballero Blanco—, había tres sospechosos, y cada uno de ellos acusó a uno de los otros dos. El primer sospechoso fue el único que dijo la verdad. Si cada uno de ellos hubiera acusado a otro sospechoso distinto del que acusó, el segundo sospechoso habría sido el único en decir la verdad». ¿Cuál de los tres sospechosos era el culpable y a quién acusó cada uno?
§. Autorreferencia y bucles extraños
En el Bosque del Olvido, el león solo puede decir «Ayer me tocó mentir» un lunes o un jueves: el lunes, porque mentiría al decir que ayer (el domingo) le tocó mentir, y el jueves, porque diría la verdad al decir que ayer (el miércoles) le tocó mentir. Pero el lunes el unicornio no podría decir «A mí también me tocó mentir ayer», pues los lunes dice la verdad y los domingos también. Por lo tanto, es jueves.
En cuanto a lo que cree la Reina Roja, si el Rey Rojo está dormido, su creencia es falsa, luego la Reina Roja está despierta, luego creerá, acertadamente, que el Rey Rojo está dormido. Si el Rey Rojo está despierto, su creencia es cierta, luego la Reina Roja está dormida, luego creerá, erróneamente, que el Rey Rojo está dormido. Tanto si el Rey Rojo está despierto como si está dormido, la Reina Roja creerá que está dormido.
Y de los tres sospechosos, el primero (A) es inocente, puesto que dice la verdad al acusar a otro. El segundo (B), aunque miente, también es inocente, pues diría la verdad si acusara al compañero al que no ha acusado. Luego el culpable es el tercer sospechoso (C). También sabemos, por tanto, que A ha acusado a C (puesto que dice la verdad) y B ha acusado a A (puesto que miente); pero no sabemos a quién ha acusado C.
* * * *
Gertrude Stein, en su lecho de muerte, le preguntó a su compañera:
«¿Cuál es la respuesta?», y al no obtener contestación dijo: «Entonces, ¿cuál es la pregunta?».
No era la primera en preguntárselo. Los antiguos griegos, que se lo preguntaron casi todo, tenían que llegar a la metapregunta, y a ella llegaron por diversas vías. Se cuenta que Epiménides, el semilegendario poeta y filósofo cretense del siglo VI a. C., viajó a Oriente para encontrarse con Buda y le preguntó: «¿Cuál es la mejor pregunta que se puede hacer y cuál es la mejor respuesta que se puede dar?». Y Buda contestó: «La mejor pregunta que se puede hacer es la que acabas de hacerme, y la mejor respuesta que se puede dar es la que te estoy dando». ¿Tiene sentido esta frase tomada literalmente o hay que entenderla como una alusión poética a los límites del conocimiento?
También se atribuye a Epiménides la paradoja por excelencia: la del mentiroso, de la que existen distintas versiones, y cuya expresión más simple es «Esta frase es falsa»; si es verdadera, es falsa, pues eso es lo que afirma, y si es falsa, es verdadera, pues lo que dice es cierto…
Tanto la supuesta pregunta de Epiménides a Buda —y su respuesta— como la paradoja del mentiroso son desconcertantes ejemplos de autorreferencia. Cuando el discurso se vuelve sobre sí mismo, se forman a veces extraños bucles (según lo define Douglas Hofstadter, un bucle extraño es un lazo de retroalimentación paradójica a nivel cruzado), que ponen de manifiesto los límites y las debilidades estructurales de construcciones lógicas (e incluso matemáticas) que parecían sólidas.
Y no está de más, en este contexto, recordar la archiconocida paradoja del barbero. Si el barbero afeita a todos los habitantes de su pueblo que no se afeitan a sí mismos, ¿se afeita a sí mismo el barbero?
Y una apuesta «imperdible»: escribo en un papel una afirmación que solo puede ser verdadera o falsa, sin ambigüedades, y le digo a alguien que, aunque aparentemente tenga un 50 % de probabilidades, no puede adivinar si la afirmación es cierta o no. ¿Qué he escrito en el papel?
Pero, en contra de lo que pensaba Bertrand Russell, hay extraños bucles paradójicos que no se basan en la autorreferencia. Como la paradoja de Yablo, inspirada en la del mentiroso y formulada por el filósofo Stephen Yablo en 1993. Tenemos una secuencia infinita de oraciones, cada una de las cuales afirma que todas las que le siguen son falsas. Si suponemos que una de las oraciones —la número n — es verdadera, entonces todas las que siguen son falsas, pues eso es lo que afirma N; pero como n + 1 afirma que todas las que siguen son falsas y es falsa, al menos una de las siguientes es verdadera, con lo que n es falsa… ¿Una variante de la paradoja del mentiroso sin autorreferencia ni circularidad?
§. La luna perforada
La pregunta de Epiménides a Buda, la paradoja del mentiroso, la paradoja de Yablo y algunas otras cuestiones directa o indirectamente planteadas en el capítulo anterior son, más que acertijos a resolver, inquietantes temas de reflexión, por lo que remito a mis lectoras y lectores a la abundante documentación y los interesantes debates que circulan por la Red.
Pocos caen en la cuenta de que la conocida paradoja del barbero es, sencillamente, una afirmación contradictoria. Si alguien dijera, por ejemplo: «Conozco a un enano de un metro ochenta de estatura» o «Soy vegetariano y como carne tres veces a la semana», pensaríamos que lo que dice no tiene sentido, pues, por definición, no hay enanos altos ni vegetarianos carnívoros; y aunque es un poco menos evidente, tampoco puede haber un barbero que afeite a todos los que no se afeitan a sí mismos.
En cuanto a la apuesta «imperdible», lo que he escrito en el papel es: «Vas a decir que mi afirmación es falsa». Si dice que mi afirmación es cierta, se equivoca, puesto que mi afirmación es falsa; si dice que mi afirmación es falsa, también se equivoca, puesto que ahora mi afirmación es cierta.
Entre los acertijos que no tienen o parecen no tener solución, son especialmente irritantes aquellos en que faltan —o parecen faltar— datos relevantes. Empecemos con uno relativamente fácil:
Tres amigos, en una feria, deciden visitar la caseta de un adivino, cuya entrada cuesta tres euros. Uno de ellos le da diez euros al taquillero, que es el propio adivino, y este, sin mediar palabra, le da tres entradas y la vuelta. ¿Cómo sabe el adivino que los tres van juntos y que el que le ha dado los diez euros piensa pagar por todos?
Y otro no tan fácil:
El orificio cilíndrico de una cuenta esférica de oro (que la atraviesa de parte a parte y pasando por el centro, como es habitual) mide 6 milímetros de longitud. ¿Cuánto pesa la cuenta, sabiendo que la densidad del oro es 19,3?
Por cierto, si en lugar de una cuenta fuera la Luna la que estuviera atravesada de parte a parte por un enorme orificio y dejáramos caer una piedra en ese pozo sin fondo, ¿qué pasaría?
§. Generalidades
El que paga le da al adivino cinco monedas de dos euros, por lo que es evidente que quiere tres entradas.
En cuanto al problema de la cuenta perforada, por increíble que parezca su volumen es independiente del diámetro del orificio. La demostración es sencilla pero farragosa. E innecesaria, pues, si el volumen es el mismo sea cual fuere el diámetro del orificio, podemos calcularlo en el caso límite de que ese diámetro sea nulo, con lo que tendríamos una esfera maciza de 6 mm de diámetro. Puesto que el volumen de la esfera es 4πr3/3, el de la cuenta es de unos 113 mm3, y como la densidad del oro es 19,3, la cuenta pesa unos 2,2 gramos.
Si el pozo que atravesara la Luna de parte a parte fuera de polo a polo (para evitar la aceleración de Coriolis) y consideramos que en su interior no hay rozamiento, puesto que nuestro satélite carece de atmósfera, la piedra iría ganado velocidad (aunque con aceleración decreciente) hasta llegar al centro de la Luna, donde la gravedad es nula, y luego seguiría por inercia, decelerando hasta detenerse justo en el otro extremo del pozo, para volver a caer si nada se lo impidiera: su movimiento sería similar al de un péndulo.
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Decía Keyserling que, desde el punto de vista del conocimiento, no hay nada tan nefasto como nuestra tendencia a generalizar. Esto tal vez sea cierto al afrontar determinados problemas personales; pero en el campo de la ciencia —y muy concretamente en el de las matemáticas y la lógica—, la generalización es requisito básico del conocimiento. Veamos algunos ejemplos de curiosas —e instructivas— generalizaciones.
A lo largo de su vida, cada persona da la mano a otras un determinado número de veces, y ese número ha de ser par o impar (a las personas que nunca han dado la mano a nadie no las tendremos en cuenta). ¿Cuántas personas han dado la mano un número impar de veces? No sería fácil averiguarlo; pero ¿sabemos si el número de esas personas es par o impar?
Son bien conocidos los criterios de divisibilidad por 3 y por 9; pero ¿qué condición ha de cumplir un número para que al restarle la suma de sus cifras el resultado sea divisible por 9?
En una parcela limitada por tres tramos de carretera rectilíneos y de la misma longitud, y con la misma densidad de tráfico, ¿dónde tenemos que construir una casa para que la suma de las distancias a las tres carreteras sea la máxima?
§. El eterno triángulo
El problema de los apretones de manos (muy similar a uno de los «problemas matrimoniales» del capítulo homónimo) es bastante simple, si se enfoca de la forma adecuada. Todos los apretones de manos son dobles, pues consisten en juntar dos manos que se aprietan mutuamente, por lo que el número total de «acciones manuales» (AM) ha de ser par. Obviamente, el número de AM de las personas que han dado la mano un número par de veces es par, luego el número de AM de las personas que han dado la mano un número impar de veces también ha de ser par, para que la suma total lo sea; pero si el número de estas últimas fuera impar, también lo sería la suma de sus AM, luego el número de personas que han dado la mano un número impar de veces tiene que ser par. Parece un trabalenguas, pero en realidad es bastante sencillo.
Para que un número sea divisible por 9 al restarle la suma de sus cifras no ha de cumplir condición alguna. Dado un número de tres cifras cualquiera, abc, si le restamos la suma de sus cifras (a + b + c) tenemos:
100a + 10b + c − a − b − c = 99a + 9b
que es divisible por 9 cualesquiera que sean a y b. Obviamente, el razonamiento sigue siendo válido para números de más de tres cifras y, por lo tanto, cualquier número entero es divisible por 9 si le restamos la suma de sus cifras. Por eso la condición necesaria y suficiente para que un número sea divisible por 9, es que lo sea la suma de sus cifras.
En cuanto al problema de la parcela, se da la curiosa circunstancia de que la suma de las distancias a los tres lados es igual para cualquier punto de la misma.
El área (S) del triángulo equilátero de la figura es la suma de los tres triángulos que obtendríamos al unir un punto cualquiera (P) con los tres vértices; si llamamos l al lado del triángulo y r1, r2 y r3 a las distancias de P a los tres lados, S = lr1/2 + lr2/2 + lr3/2 = l(r1 + r2 + r3)/2, por lo que la suma de las distancias (r1 + r2 + r3) es constante e igual a la altura del triángulo, h, ya que S = lh/2. Es el conocido (al menos para los estudiantes italianos) teorema de Viviani.
* * * *
Siguiendo con los triángulos y las distancias interiores, halla, en un triángulo cualquiera que no tenga un ángulo mayor o igual a 120°, un punto tal que la suma de sus distancias a los vértices sea mínima.
En la misma línea, demuestra gráficamente que las tres alturas de un triángulo cualquiera se cortan en un punto.
Y ahora pasemos de los triángulos geométricos a los amorosos:
Antonio, Bernardo y Clara juegan a la pelota en la playa. Bernardo está enamorado de Clara, y cada vez que tiene la pelota se la tira a ella (que es una forma de tirar los tejos). Clara está enamorada de Antonio, y cada vez que tiene la pelota se la tira a él. Antonio no se da por aludido, y tira la pelota indistintamente a Bernardo o a Clara. ¿Cuál es la probabilidad de que cada uno de los tres tenga la pelota en un momento dado?
§. Repartir besos y bizcochos
El punto de un triángulo cuya suma de distancias a los vértices es mínima se conoce como punto de Fermat, o de Fermat-Torricelli (pues parece ser que Fermat le planteó el problema a su colega Torricelli y este lo resolvió), y se puede hallar mediante la construcción de la figura.
Sobre cada lado del triángulo, ABC, construimos un triángulo equilátero, y luego unimos los vértices de ABC con los respectivos vértices exteriores de los triángulos opuestos; el punto de intersección de los segmentos así obtenidos es el punto de Fermat (dejo la demostración en manos de mis sagaces lectoras y lectores).
Hay una elegante demostración gráfica de que las tres alturas de un triángulo se cortan en un punto (llamado «ortocentro»). Trazamos por cada vértice del triángulo una paralela al lado opuesto, y de este modo obtenemos otro triángulo cuyas mediatrices son las alturas del primero; y las mediatrices de un triángulo se cortan en el punto que equidista de los tres vértices. Esto último es fácil de demostrar: por definición, todos los puntos de la mediatriz del lado A’B’ equidistan de los vértices A’ y B’, y todos los puntos de la mediatriz del lado A’C’ equidistan de los vértices A’ y C’; por lo tanto, el punto de intersección de ambas mediatrices equidista de B’ y C’, luego también pertenece a la mediatriz del lado B’C’.
En cuanto al triángulo amoroso, si llamamos A, B y C a los tres jugadores de acuerdo con sus iniciales, la pelota solo puede recorrer dos circuitos: ABC y AC. Como ambos circuitos son igualmente probables, de cada cinco pases (ABC + AC) la pelota irá dos veces a A, dos veces a C y una a B. Las probabilidades respectivas son, por tanto, 2/5, 2/5 y 1/5.
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Del triángulo amoroso a la orgía de besos (pero dentro de un orden) planteada por el gran creador de acertijos Henry Dudeney:
En una fiesta de Navidad participan el anfitrión y su esposa, otras seis parejas casadas, un viudo y tres viudas, otros doce varones entre hombres solteros y muchachos, y otras diez damas entre mujeres solteras y muchachas. El viudo se entretiene en contar los besos que, según la tradición, se dan las personas que coinciden bajo el muérdago. El viudo, que aún guarda luto por su esposa, no besa a nadie y observa que ningún varón besa a otro varón, ningún hombre casado besa a otra mujer casada que no sea la suya, cada varón soltero o muchacho besa a cada una de las damas solteras o muchachas dos veces, y las viudas no se besan entre ellas. ¿Cuántos besos se dieron en total?
Y otro clásico navideño del maestro Dudeney:
La noche de Fin de Año, tres vagabundos encuentran una barrica que contiene doce pintas de cerveza. Quieren repartírsela a partes iguales y para ello disponen de una jarra de cinco pintas de capacidad y otra de tres. ¿Cómo pueden hacer el reparto sin que se desperdicie nada de cerveza y con el menor número de operaciones posible?
Y otro reparto festivo e ingenioso:
¿Cuántos cortes hacen falta para dividir un bizcocho circular en ocho partes iguales?
§. Pensar a contracorriente
La solución al problema de los besos podría parecer que es 1290 (omito los sencillos pero engorrosos cálculos), número que se obtiene sumando los besos que da cada persona; pero de este modo contamos cada beso dos veces, pues en cada «besamiento» intervienen dos personas, por lo que la respuesta correcta es 1290/2 = 645.
Al problema de la cerveza y los tres vagabundos cabe darle una solución similar a la que aparece en la película La jungla de cristal:
- Se llena la jarra pequeña con las 3 pintas y se echan en la grande.
- Se llena otra vez la jarra pequeña y con ella se completa lo que le falta a la jarra grande, es decir, 2 pintas, y queda 1 pinta en la pequeña.
- Se vacía la jarra grande y luego se vierte en ella la pinta que hay en la jarra pequeña.
- Se llena la jarra pequeña y se echan las 3 pintas a la jarra grande, con lo que conseguimos una parte alícuota de 4 pintas.
Pero a mí me gusta especialmente la solución «dinámica», o sea, con ingesta de cerveza durante el proceso. La jarra de 3 se vierte en la de 5 dos veces. La pinta que sobra en la de 3 se la bebe el primer mendigo y devuelven la de 5 a la barrica. Repiten otras dos veces la operación, pero ahora beben los mendigos segundo y tercero. Quedan 9 pintas en la barrica. Llenan la de 3 y la vierten en la de cinco. Llenan otra vez la de 3 desde la barrica y ya tienen 3 pintas en cada uno de los recipientes.
En cuanto al bizcocho, es fácil dividirlo en ocho partes iguales con tres cortes si reagrupamos los trozos después de cada corte; pero hay una forma sencilla y elegante de hacerlo sin reagrupar los trozos: con dos cortes verticales perpendiculares y uno horizontal.
Tanto en el reparto del bizcocho como en el de la cerveza encontramos aleccionadores ejemplos de pensamiento lateral: sencillos e ingeniosos enfoques en los que nos cuesta «caer» porque a menudo, sin darnos cuenta, nos imponemos más condiciones o limitaciones de las inherentes al problema a resolver (como en la vida misma). Así, en la partición del bizcocho es frecuente dar por supuesto que todos los cortes han de ser verticales, y en el reparto de la cerveza no se suele tener en cuenta que los beneficiarios pueden beber durante el proceso. En la misma línea, hay otro acertijo bastante conocido, pero que vale la pena recordar:
En un torneo de tenis intervienen 100 jugadores. En la primera ronda juegan 50 contra 50. Los 50 ganadores pasan a la 2.ª ronda y se repite el proceso sucesivamente (si en algún momento es impar el número de jugadores, uno pasa por sorteo a la siguiente ronda). ¿Cuántos partidos se juegan en total hasta tener al ganador del torneo?
Otro clásico muy conocido pero de obligada mención: unir los nueve puntos de la figura sin levantar el lápiz del papel y con el menor número de trazos rectilíneos posible.
Y para terminar, otros dos clásicos (el segundo, por cierto, ha sido considerado por algunos, por su sencillez y coherencia, como el mejor acertijo de pensamiento lateral de todos los tiempos):
Tenemos un vaso con agua y otro con vino, que contienen la misma cantidad de líquido. Si se toma una cucharada de agua del primer vaso y se vierte en el segundo, y tras remover bien se toma una cucharada del segundo vaso y se vierte en el primero, ¿habrá más vino en el agua que agua en el vino o viceversa?
Un hombre entra en un bar y le pide al camarero un vaso de agua. Nunca antes se habían visto. El cantinero saca una pistola de debajo del mostrador y apunta al hombre, que le da las gracias y se va. ¿Por qué?
§. Pensar de lado
La expresión «pensamiento lateral» fue introducida por Edward de Bono en su ya clásico libro New Think: The Use of Lateral Thinking (1967), en el que habla de las técnicas que permiten resolver problemas de una manera indirecta y con un enfoque creativo. Y en el capítulo anterior hemos visto algunos ejemplos de acertijos cuya resolución requiere —o se facilita con— una aproximación «lateral».
El problema del torneo de tenis se resuelve de manera instantánea si se cae en la cuenta de que en cada partido se elimina a un jugador y han de quedar eliminados todos menos uno; por lo tanto, tendrán que jugarse 99 partidos.
El famoso acertijo de los nueve puntos es un claro ejemplo de que a menudo nos cuesta resolver un problema porque, sin darnos cuenta, nos autoimponemos más condiciones o limitaciones de las necesarias. No se pide que todos los vértices de la línea quebrada coincidan con alguno de los puntos, y sin embargo se suele dar por supuesto; sin esta condición innecesaria, los nueve puntos se pueden unir con cuatro trazos. O con tres si no los consideramos puntos geométricos inextensos sino circulitos negros.
En cuanto al acertijo de los dos vasos, puesto que quitamos una cucharada del primer vaso y luego se la añadimos, al final ambos vasos tienen la misma cantidad de líquido que al principio; por lo tanto, lo que a uno le falta de agua es lo que al otro le falta de vino.
El hombre que entra en el bar y pide un vaso de agua tiene hipo. El camarero saca la pistola para quitarle el hipo de un susto.
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Siguiendo con el pensamiento lateral, ¿por qué las tapas de las alcantarillas son redondas y no cuadradas? Hay al menos tres razones de peso (nunca mejor dicho).
Y unos cuantos acertijos más para pensar de lado, tomados del inagotable repertorio popular:
En un restaurante, un cliente encuentra una mosca en su café. Pide que le traigan otro, y el camarero se apresura a complacerlo; pero, tras tomar un sorbo, el cliente exclama airado: «¡Esta es la misma taza de café de antes!». ¿Cómo lo sabe?
¿Cuántas veces se puede restar 1 del número 111?
Al comienzo de la Primera Guerra Mundial los soldados británicos no llevaban casco, sino una gorra de tela. Pero las autoridades militares, alarmadas por el gran número de heridos en la cabeza, decidieron reemplazar las gorras por cascos metálicos. Sin embargo, y aunque la intensidad de la guerra era la misma que antes del cambio, el número de soldados heridos en la cabeza aumentó. ¿Por qué?
§. Extrañas parejas
Hay al menos tres buenas razones para que las tapas de las alcantarillas sean redondas y no cuadradas: una tapa redonda se puede desplazar haciéndola rodar, y no puede caer por su propio agujero, mientras que una cuadrada podría hacerlo con relativa facilidad, al ser el lado del cuadrado considerablemente menor que la diagonal; además, una tapa redonda es mucho más fácil de encajar en su agujero.
El acertijo de la taza de café admite distintas soluciones, pero la más sencilla y verosímil es la del sabor: el cliente echó azúcar en el café antes de ver la mosca, y al probar el de la nueva taza se da cuenta de que está dulce.
Del número 111 solo podemos restar 1 una vez, pues en cuanto lo hagamos se convertirá en el 110. ¿Y qué pasa si a 111 le sumamos 1? Se convertirá en 112… o en 1000 si estamos en el sistema binario.
Al sustituir la gorra de tela por un casco metálico, aumentó el número de heridos en la cabeza porque antes la mayoría de los que eran alcanzados en tan delicada parte del cuerpo, no resultaban heridos sino que morían.
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Y a continuación, unos cuantos emparejamientos instructivos: parejas conyugales con hijos albinos, emparejamiento de páginas y números, parejas de bases y exponentes, estaciones de tren emparejadas. Y cada problema, por supuesto, va emparejado con una instructiva solución… o más.
Sabiendo que el gen del albinismo es recesivo y que hay aproximadamente un albino por cada diez mil personas, ¿qué porcentaje de la población porta el gen del albinismo?
Un tipógrafo afirma que para numerar las páginas de un libro ha utilizado exactamente tres mil caracteres. ¿Dice la verdad?
¿Qué conclusión se puede sacar de la igualdad xx = yy?
En las estaciones de una red ferroviaria se vende un billete distinto para cada viaje posible (y se distingue entre el viaje de ida y el de vuelta: el billete de A a B es distinto del billete de B a A). Se inaugura una nueva línea con varias estaciones, y eso obliga a imprimir 34 nuevos billetes distintos. ¿Cuántas estaciones había y cuantas nuevas estaciones se han inaugurado?
§. Extraños utensilios
Como el gen del albinismo es recesivo, para que nazca un albino tienen que juntarse un portador y una portadora, por lo que si llamamos 1/x a la fracción de personas portadoras, la fracción de parejas susceptibles de tener un hijo albino será 1/x2; pero solo uno de cada cuatro hijos de una de esas parejas será albino, pues para ello tienen que coincidir en el cigoto los dos genes del albinismo, puesto que son recesivos. Por lo tanto, la proporción de albinos será 1/4x2. Y como 4x2 = 10.000, x = 50. Una de cada 50 personas es portadora del gen del albinismo, o lo que es lo mismo, el 2 % de la población.
En cuanto al tipógrafo que afirma haber utilizado exactamente 3000 caracteres, no dice la verdad. Las 9 primeras páginas necesitan 9 caracteres; las 90 siguientes (de la 10 a la 99), 2 cada una, o sea, 180; las 900 siguientes (de la 100 a la 999), tres cada una, o sea, 2700. En total, las 999 primeras páginas necesitan para su numeración 2889 caracteres. A partir de ahí, cada página necesitará 4 caracteres; pero 3000 − 2889 = 111, que no es divisible por 4; por lo tanto, no es posible que el tipógrafo haya utilizado exactamente 3000 caracteres.
La ecuación exponencial xx = yy no implica necesariamente x = y; puede ser x = 1/2 e y = 1/4.
En el problema de las estaciones, si llamamos x al número de estaciones antiguas e y al número de estaciones nuevas, habrá que hacer 2xy billetes nuevos para enlazar a todas las nuevas con todas las antiguas (recordemos que el billete de ida y el de vuelta son distintos), a los que habrá que añadir los billetes correspondientes a los enlaces de las estaciones nuevas entre sí: y(y − 1). Por lo tanto, 2xy + y(y − 1) = 34, de donde y(2x + y − 1) = 34. Puesto que y es un número entero, también ha de serlo 2x + y − 1, por lo que solo hay dos soluciones: y = 1, x = 17; y = 2, x = 8; pero como nos dicen que hay varias estaciones nuevas, la solución buscada es la segunda: hay 8 estaciones antiguas y 2 nuevas.
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Una balanza desequilibrada, un metro menguado, unos dados con caras en blanco… ¿Hay que desecharlos? Nada de eso: tal vez puedan cumplir su función habitual, e incluso alguna más.
Una balanza está muy desequilibrada: al ponerlo en uno de los platillos, un lingote de oro pesa 9 kilos, y al ponerlo en el otro pesa 4 kilos. ¿Cuánto pesa en realidad?
Un vendedor de telas gana el 30 % sobre el precio de coste; pero un día descubre un metro defectuoso que hace aumentar sus beneficios al 33 %. ¿Cuánto mide en realidad el metro del vendedor tramposo?
Dos amigos que tienen una tienda de juegos reciben una partida de dados defectuosos: en algunas de las caras de la mayoría de ellos no se han marcado los números correspondientes y, por tanto, están en blanco. Uno de los amigos coge un dado que tiene tres caras en blanco y le propone al otro jugar de la siguiente forma:
«Tú coges otro dado y los tiramos los dos; si salen dos caras en blanco o dos caras numeradas, gano yo; si sale una cara en blanco y otra numerada, ganas tú». ¿Con cuántas caras en blanco ha de escoger su dado el segundo jugador para tener las mayores probabilidades de ganar?
§. Extrañas particiones
El problema de la balanza defectuosa se resuelve con una sencilla regla de tres, que en este caso es una «regla de dos»: si llamamos x al peso del lingote, 4 es a x como x es a 9, luego x2 = 36, x = 6. El lingote pesa 6 kilos.
En cuanto al vendedor tramposo, supongamos, para simplificar los cálculos, que compra la tela a 10 euros el metro. Para ganar el 30 % ha de venderla a 13; pero si su metro mide menos de un metro, su ganancia será mayor. Si llamamos x a la longitud real de su metro, lo que a él le cuesta 10x lo vende a 13, luego su porcentaje de beneficio será (13 − 10x)/10x = 33/100, de donde x = 0,977. El metro del vendedor tramposo mide, redondeando, 98 centímetros (en este caso —como en otros que hemos visto en anteriores capítulos—, el redondeo viene a cuento, pues al cortar una tela siempre hay un margen de error de alrededor de un centímetro).
El problema de los dados defectuosos tiene una curiosa solución: da igual qué dado elija el segundo jugador, pues su probabilidad de ganar será siempre del 50 %. En efecto, cada una de las 6 caras de un dado puede combinarse con cada una de las 6 caras del otro, por lo que hay 6 × 6 = 36 emparejamientos posibles. Si llamamos x al número de caras en blanco del segundo dado, las combinaciones blanco-blanco serán 3x, y las combinaciones número-número serán 3(6 − x), en total 3x + 18 − 3x = 18, independientemente del valor de x.
* * * *
Sigamos con los dados. Un fabricante de juegos de mesa tiene un cubo de madera de 9 centímetros de lado y desea dividirlo en 27 cubitos de 3 centímetros de lado con objeto de convertirlos en otros tantos dados. Durante la operación, puede reagrupar como desee los trozos resultantes de cada corte para serrarlos juntos. ¿Cuántos cortes tendrá que hacer, como mínimo, para dividir el cubo en 27 cubitos?
Un niño sale de casa con un paquete de caramelos y vuelve sin ninguno. Su madre le pregunta qué ha hecho con ellos y el niño contesta:
—A cada amigo que me he encontrado le he dado la mitad de los caramelos que tenía más uno.
—¿Y a cuántos amigos te has encontrado?
—A seis.
¿Cuántos caramelos tenía el niño al salir de casa?
Tenemos seis números naturales (enteros y positivos) de una sola cifra y distintos entre sí, que pueden dividirse en dos grupos de tres de forma que la suma de los números de un grupo sea igual a la suma de los del otro, y la suma de los cuadrados de los de un grupo sea igual a la suma de los cuadrados de los del otro. ¿Qué números son?
§. Buscarle tres pies al gato
Para comprender que no se puede dividir un cubo en 27 cubitos con menos de seis cortes, basta con darse cuenta de que cada una de las seis caras del cubito central necesita un corte distinto. Por cierto, para dividir un cubo en 64 cubitos también es suficiente con seis cortes (aunque en este caso hay que reagrupar los trozos después de cada corte).
El problema del niño y los caramelos se resuelve mejor pasando hacia atrás la película de sus encuentros e imaginando que cada amigo con el que se encuentra le da un caramelo y luego duplica los que tiene, con lo que la secuencia es: (0 + 1) × 2 = 2, (2 + 1) × 2 = 6, (6 + 1) × 2 = 14, (14 + 1) × 2 = 30, (30 + 1) × 2 = 62, (62 + 1) × 2 = 126. El niño salió de casa con 126 caramelos.
El problema de los seis números tiene varias soluciones: 1, 6, 8/2, 4, 9; 3, 7, 8/4, 5, 9; 2, 6, 7/3, 4, 8; 1, 5, 6/2, 3, 7.
* * * *
En el conocido acertijo de los nueve puntos (ver el capítulo Pensar a contracorriente), podemos buscarle tres pies al gato considerando que los puntos no son inextensos, en cuyo caso admite, como vimos, una solución con solo tres trazos.
Y en el problema de la balanza desequilibrada (ver Extraños utensilios), si no despreciamos el peso de los brazos o consideramos que los platillos podrían no pesar lo mismo, hay infinitas soluciones.
Las sucesiones numéricas en las que, dados cinco o seis términos, hay que hallar los siguientes, son un clásico de los test de inteligencia y los acertijos lógicos; pero a menudo (mejor dicho, siempre) admiten más de una solución si le buscamos tres (o cuatro, o cinco…) pies al gato algorítmico. Las siete sucesiones siguientes son bastante fáciles (aunque no todas) si nos conformamos con la solución más obvia; pero te invito a buscar, en cada caso, una segunda solución. O más.
2, 3, 6, 7, 16…
1, 2, 2, 3, 2, 4…
17, 33, 65, 129…
4, 6, 9, 10, 14, 15…
1, 8, 27, 64…
5, 12, 20, 30, 43…
1, 11, 21, 1211, 111221…
§. La cuadratura de la mesa redonda
Las sucesiones numéricas del capítulo anterior admiten las siguientes continuaciones (en negrita):
2, 3, 6, 7, 16, 17, 22…
1, 2, 2, 3, 2, 4, 2, 4…
17, 33, 65, 129, 257, 513…
4, 6, 9, 10, 14, 15, 21, 22…
1, 8, 27, 64, 125, 216…
5, 12, 20, 30, 43, 60, 88…
1, 11, 21, 1211, 111221, 312211, 13112221…
La primera sucesión es la de los números cuyo nombre en castellano contiene la letra ese.
La segunda está formada por el número de divisores de los números naturales en orden creciente: el 1 solo tiene un divisor, el 2 tiene dos, el 3 tiene dos, el 4 tiene tres…
En la tercera sucesión, cada término es el doble del anterior menos 1.
La cuarta es la lista, en orden creciente, de los números que son el producto de dos primos: 2 × 2, 2 × 3, 3 × 3, 2 × 5, 2 × 7…
La quinta sucesión es la de los cubos de los números naturales.
En la sexta sucesión, los números que añadimos a cada término para obtener el siguiente forman, a su vez, una sucesión: 7, 8, 10, 13…, esta muy sencilla, cuyos siguientes términos son 17 y 22.
En la séptima sucesión (que durante un tiempo circuló por la red), cada término es la «descripción» sintética del anterior: uno; un uno; dos unos; un dos y dos unos; tres unos, dos doses y un uno…
En realidad, cualquier sucesión numérica, por obvia que parezca, admite más de una solución (infinitas, en última instancia, ya que podemos añadirle cualquier número y encontrar un algoritmo que los conecte todos).
* * * *
Y a continuación, un breve paseo lógico-caballeresco por Camelot y sus alrededores.
El Caballero Oscuro (nada que ver con Batman) pasa al galope ante Arturo, Lanzarote y Parsifal, que con gran presteza tensan sus arcos y disparan sendas flechas contra el maligno intruso. Arturo es un buen arquero, y a esa distancia solo falla un disparo de cada seis. Lanzarote es un arquero mediano, y acierta una de cada dos veces cuando le dispara a un caballero al galope. Parsifal no es bueno con el arco, y en esas condiciones solo acierta una de cada cinco veces.
¿Cuál es la probabilidad de que el Caballero Oscuro sea alcanzado por al menos una flecha?
Arturo, Lanzarote, Merlín, Gawain y Parsifal están sentados alrededor de la Mesa Redonda en este orden a dextrosum (es decir, en el sentido de las agujas del reloj). Han de elegir a uno de ellos para que vaya en pos del Caballero Oscuro y ponga fin a sus incursiones. En la primera vuelta, cada uno vota a aquel que vota a su vecino de la izquierda (dada la ambigüedad de la frase, difícil de precisar en lenguaje coloquial, digamos que A vota a B, siendo B el que vota a quien se sienta a la izquierda de A).
¿Por quién vota cada uno?
La traición de Mordered obliga a los caballeros de la Mesa Redonda, que ahora son quince, a extremar las precauciones. Los caballeros acuden a las sesiones enmascarados, y entre ellos hay un cierto número de coordinadores parciales, de modo que ninguno conoce la lista completa de los quince, y ninguna pareja de coordinadores puede reconstruirla; pero cualquier grupo de tres coordinadores ha de poder reconstruir la lista completa.
¿Cuántos coordinadores hay como máximo?
§. Damas amenazadas
El Caballero Oscuro asaeteado por Arturo, Lanzarote y Parsifal tenía muy pocas probabilidades de salir ileso. En este caso, es más fácil calcular la probabilidad de que ninguno de los tres lo alcance: la probabilidad de que falle Arturo es 1/6, la de que falle Lanzarote es 1/2 y la de que falle Parsifal es 4/5, luego la probabilidad de que fallen los tres a la vez es 1/6 × 1/2 × 4 /5 = 1/15. Por lo tanto, la probabilidad de que alguna flecha alcance al Caballero Oscuro es la complementaria: 14/15, o lo que es lo mismo, el 93,3 %.
Para saber a quién ha votado cada caballero, basta averiguar el voto de uno de ellos, ya que la solución es obviamente simétrica (respecto al centro de la Mesa Redonda). Arturo no ha votado por Lanzarote, que es su vecino de la izquierda, pues ello implicaría que ha votado también por sí mismo. Tampoco ha votado por Merlín, pues ello implicaría que Merlín hubiera votado por Lanzarote, Lanzarote por Gawain, Gawain por Merlín y Merlín por Parsifal, lo cual es contradictorio. Un razonamiento análogo nos muestra que Arturo tampoco ha podido votar por Parsifal, así que ha tenido que votar por Gawain, y Lanzarote por Parsifal, Merlín por Arturo, Gawain por Lanzarote y Parsifal por Merlín.
El tercer problema de Camelot es el menos fácil. Creo que la forma más sencilla de hallar el máximo número de coordinadores posible es considerar que cada pareja ha de ignorar la identidad de un caballero, y, por otra parte, el caballero desconocido ha de ser distinto para cada pareja, pues de lo contrario habría tríos de coordinadores incapaces de completar la lista. Por lo tanto, el número de parejas de coordinadores ha de ser, como máximo, igual al número de caballeros, o sea, 15. Y 15 es el número de parejas distintas que se pueden formar con 6 elementos (6 × 5/2 = 15), luego habrá un mínimo de tres coordinadores y un máximo de seis.
Y de los caballeros pasemos a las damas. El acertijo de la división del cubo en 27 cubitos (ver Extrañas particiones) remite a un problema homólogo, consistente en acorralar a una dama en el tablero de ajedrez mediante sucesivas particiones, lo cual, a su vez, recuerda un interesante clásico de los problemas ajedrecísticos, desglosable en tres:
¿Cuántas damas podemos colocar en un tablero vacío de forma que ninguna de ellas amenace a ninguna otra? ¿De cuántas maneras distintas podemos colocarlas? ¿Y en sendos tableros reducidos de 4 × 4, 5 × 5 y 6 × 6?
§. El problema de las ocho damas
El problema de las ocho damas fue planteado por primera vez por el ajedrecista alemán Max Bezzel, que, con el seudónimo Schachfreund, lo publicó en 1848 en la revista especializada Berliner Schachzeitung. Puesto que la dama puede desplazarse horizontal, vertical o diagonalmente, el problema equivale a situar ocho fichas en el tablero de forma que no haya dos en la misma fila, columna o diagonal (lo cual lo emparenta con el popular sudoku).
El problema de las ocho damas fue analizado, entre otros, por el mismísimo Gauss, que halló 76 de las 92 soluciones posibles; pero el primero en encontrarlas todas, en 1850, fue un amigo suyo, el matemático ciego Franz Nauck.
En realidad, solo hay 12 soluciones básicas, y las 80 restantes se obtienen por giros y simetrías; 11 de las soluciones básicas valen por 8: girando cualquiera de ellas 90°, 180° y 270° se obtienen tres más, y las cuatro dan lugar a otras cuatro por simetría especular; pero la duodécima (damas en a3, b5, c2, d8, e1, f7, g4 y h6) solo vale por cuatro, pues tiene simetría central. Las 12 soluciones básicas dan, pues, lugar a 11 × 8 + 4 = 92 soluciones distintas.
Puesto que solo puede haber una dama por columna, podemos expresar numéricamente las soluciones anotando, de izquierda a derecha, los números de las filas que ocupan. Así, la solución simétrica que acabamos de ver sería 35281746. El problema de las ocho damas se puede convertir, de este modo, en un problema aritmético, que consiste en tomar, de entre todas las permutaciones de los dígitos del 1 al 8, las que cumplen cierta condición. Sin embargo, esta notación numérica no es de gran ayuda, salvo para realizar un programa de búsqueda por ordenador, pues las permutaciones de los ocho dígitos son 8! = 8 × 7 × 6 × 5 × 4 × 3 × 2 × 1 = 40.320, entre las cuales hay que buscar las 92 que cumplen la condición requerida. Por cierto, ¿qué condición es esa?
Más difícil todavía, ¿hay alguna solución en la que no haya ningún grupo de tres damas alineadas? ¿Cuál es —si existe— su notación numérica?
Solo hay una solución básica para el tablero de 4 × 4 y otra para el de 6 × 6, y dos para el de 5 × 5, que en la notación numérica antes establecida serían, respectivamente, 2413, 246135, 25314 y 35241; las tres primeras tienen simetría central.
* * * *
El tema de las ocho damas es prácticamente inagotable, y ha dado lugar a numerosos problemas afines, como los siguientes:
¿Cuántas damas son necesarias, como mínimo, para cubrir todo el tablero? Por cubrir o abarcar el tablero se entiende que todas las casillas estén a tiro de alguna de las damas.
¿Y para abarcar tableros de 9 × 9, 10 × 10 y 11 × 11?
¿Cuántas torres podemos colocar en el tablero de forma que ninguna amenace a ninguna otra? ¿De cuántas maneras distintas podemos colocarlas?
§. Pensamiento no mecánico
Aquí tenemos la respuesta al primer problema:
Las soluciones numéricas del problema de las ocho damas han de cumplir la condición de que la diferencia entre dos dígitos cualesquiera no sea igual a la «distancia» entre ellos, entendiendo por tal el número de lugares que están alejados el uno del otro, pues de lo contrario corresponderían a dos damas situadas en la misma diagonal.
Sin contar giros y rotaciones, creo que la solución en la que no hay tres damas alineadas es única; su notación numérica: 35841726 (recordemos que cada dígito indica la fila ocupada correspondiente a cada columna, de izquierda a derecha).
Para abarcar todo el tablero son necesarias y suficientes cinco damas. Una de las soluciones consiste en colocarlas en la diagonal del tablero de la forma 80654020 (los ceros corresponden a las columnas en las que no hay dama).
Cinco damas también son suficientes para abarcar tableros de 9 × 9, 10 × 10 y 11 × 11 (aunque en este caso las casillas ocupadas no están necesariamente a tiro de otras damas). Una solución en el tablero de 11 × 11: 040X0602080 (la X representa la fila 10).
Puesto que no puede haber dos torres en una misma fila ni en una misma columna, es evidente que el máximo número de torres que podemos colocar en un tablero sin que ninguna amenace a ninguna otra es ocho. Para calcular todas las disposiciones posibles, empecemos situando una torre en la primera columna; tenemos 8 posibilidades, para cada una de las cuales tenemos 7 posibilidades al situar otra torre en la segunda columna, y para cada una de estas 8 × 7 parejas tenemos 6 posibilidades al situar la torre en la tercera columna… El número total será, pues, 8 × 7 × 6 × 5 × 4 × 3 × 2 × 1, o sea, 8! = 40.320.
Es interesante comparar el problema de las ocho damas con el análogo pero mucho más sencillo de las ocho torres: en el segundo caso es fácil hallar una fórmula que nos dé el número de soluciones para tableros de cualesquiera dimensiones, mientras que en el primer caso no es en absoluto así. Con algunos acertijos lógicos aparentemente simples ocurre algo similar: se resisten a ser abordados pensando de forma lineal y mecánica, y requieren, para su resolución, seguir procesos ramificados, reticulares o que incluyen curiosos bucles. Un ejemplo clásico es el siguiente:
Un rey decide indultar a uno de los tres prisioneros que están encerrados en las mazmorras de palacio. Los llama a su presencia y les dice: «En este cofre hay tres sombreros blancos y dos negros. A cada uno de vosotros le pondrán uno de estos cinco sombreros, de modo que cada cual verá los que llevan los demás, pero no el que lleva él mismo ni los que han quedado en el cofre. El que deduzca de qué color es el sombrero que lleva y justifique su conclusión quedará en libertad». Tras unos instantes de reflexión, el primer prisionero afirma que no puede saber de qué color es su sombrero, y el segundo dice lo mismo; y entonces el tercero dice: «Mi sombrero es blanco». ¿Cómo lo sabe?
§. Ojos enigmáticos
Si el tercer prisionero (llamémoslo C, y A y B a los otros dos) hubiera visto dos sombreros negros, habría sabido automáticamente que el suyo era blanco. Si C hubiera visto un sombrero blanco y uno negro, habría pensado: «Si mi sombrero fuera negro, el que lo lleva blanco vería dos negros y sabría que el suyo no puede ser negro, puesto que solo hay dos, por lo que mi sombrero tiene que ser blanco». Y si C hubiera visto dos sombreros blancos, habría pensado: «Si mi sombrero fuera negro, B habría sabido enseguida que el suyo tenía que ser blanco, pues de lo contrario A habría visto dos negros y no habría dudado; por lo tanto, mi sombrero tiene que ser blanco». Y estos mismos razonamientos nos llevan a concluir que los prisioneros llevan puestos los tres sombreros blancos.
Según la versión oficial, el rey indultó al tercer prisionero, cuya deducción se basaba en la lógica. Pero en realidad tuvo que soltarlos a los tres, porque el primer prisionero dijo: «Ponernos los tres sombreros blancos era la única forma de que la solución no fuera obvia para ninguno de nosotros, y un rey tan inteligente como tú no podía proponernos un acertijo trivial». Y el segundo prisionero dijo: «Ponernos los tres sombreros blancos era la única forma de que la prueba fuera equitativa, y un rey tan justo como tú no podía no ser ecuánime». Como la historia nos demuestra sin cesar, un rey no tiene por qué ser inteligente, y mucho menos justo; pero no puede admitir públicamente que no lo es, de modo que tuvo que soltar a los tres prisioneros.
* * * *
El acertijo de los tres sombreros blancos y los dos sombreros negros tiene muchas y muy interesantes variantes. He aquí un par de ellas:
Tres hombres llevan sendos sombreros que pueden ser blancos o negros, y cada uno desconoce el color del suyo. Saben que los tres no son blancos, y no se excluye la posibilidad de que todos sean negros. Los tres están sentados uno detrás de otro, de modo que el último puede ver el color de los sombreros del primero y del segundo, mientras que el segundo solo puede ver el color del sombrero del primero, y este no puede ver ninguno. El último dice que no sabe de qué color es su sombrero; a continuación, el segundo dice lo mismo; entonces el primero, que no ve nada, dice que sabe el color de su sombrero. ¿Es esto posible? ¿De qué color es el sombrero del primero?
En una isla hay cien habitantes, que tienen los ojos bien azules o bien marrones. Todos ven el color de los ojos de los demás, pero no el propio. No pueden hablar del asunto y no hay espejos. Y hay una ley que establece que si alguien descubre que tiene los ojos azules, ha de abandonar la isla a la mañana siguientes. Todos los isleños son capaces de razonar con una lógica impecable. Un día, un visitante llega a la isla y, tras mirar a todos los isleños, dice, sin señalar a nadie: «Qué agradable es ver a al menos una persona con ojos los azules». ¿Qué consecuencias tuvo este comentario para los isleños?
Y hablando de ojos azules y marrones:
Sabiendo que el gen de los ojos azules es recesivo con respecto al de los ojos marrones, y suponiendo que ambos genes sean igualmente abundantes entre la población, ¿cuál es la probabilidad de que una pareja tenga un hijo con los ojos azules si ambos progenitores los tienen marrones?
§. El ahorcamiento inesperado
La segunda versión del problema de los sombreros blancos y negros es más clara e inequívoca que otras: puesto que los tres sombreros no pueden ser blancos, si el tercer hombre viera dos blancos sabría automáticamente que el suyo es negro. Si el segundo hombre viera que el sombrero del primero es blanco, sabría que el suyo es negro, pues de lo contrario el tercero habría visto dos blancos. Por lo tanto, el sombrero del primero tiene que ser negro.
En cuanto a los isleños de ojos azules o marrones, si solo hubiera uno de ojos azules, la declaración del forastero se lo revelaría (al ver que todos los demás tenían los ojos marrones) y abandonaría la isla al día siguiente. Si hubiera dos, cada uno esperaría que el otro abandonara la isla al día siguiente, y al ver que no lo hacía, ambos deducirían: «Yo también tengo los ojos azules», y se irían los dos al día siguiente. Siguiendo con el mismo razonamiento, y llamando n al número de isleños con los ojos azules, al cabo de n días se irían todos. Este acertijo, por su carácter recursivo, recuerda la paradoja del ahorcamiento inesperado, que luego veremos.
La probabilidad de que en una pareja de personas de ojos marrones ambas sean portadoras del gen de ojos azules es 1/4 (si consideramos equiprobables las cuatro posibilidades: MM-MM, MM-Ma, Ma-MM, Ma-Ma), y la probabilidad de que en un cigoto coincidan ambos genes recesivos es 1/4, por lo que la probabilidad de que una pareja de ojos marrones engendre un bebé de ojos azules es 1/16. Pero se pide la probabilidad de que tengan un hijo de ojos azules, es decir, un varón (pregunta-trampa antisexista), por lo que la probabilidad es la mitad de la anterior: 1/32. Sin embargo si consideramos que entre las personas de ojos marrones hay el doble de Ma que de MM (pues un Ma recibe el gen de un solo progenitor mientras que el MM ha de recibirlo de ambos a la vez), entonces las probabilidad de que en una pareja ambos sean portadores es 2/ 3 × 2 /3 = 4/9, por lo que la probabilidad de que nazca un bebé de ojos azules es 1/9 (este segundo supuesto parece más acorde con el enunciado, un tanto ambiguo).
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Pero volvamos a las paradojas lógicas, uno de nuestros temas más recurrentes y perturbadores:
—El ahorcamiento tendrá lugar a mediodía —dijo el juez al prisionero—, uno de los siete días de la semana próxima. Pero no sabrás qué día será hasta que se te informe de ello la mañana del día del ahorcamiento.
El prisionero, acompañado por su abogado, volvió a la celda. Tan pronto como se quedaron solos, el abogado dijo:
—¿Te das cuenta de que no es posible ejecutar la sentencia del juez?
—¿Por qué? —preguntó el prisionero.
—Obviamente, no pueden ahorcarte el próximo domingo, porque es el último día de la semana, y el sábado sabrías que el ahorcamiento tendría lugar el domingo. Lo sabrías antes de que se te comunicase el domingo por la mañana, y esto iría en contra de la sentencia del juez.
—Cierto —dijo el prisionero.
—Por lo tanto, el domingo está descartado —prosiguió el abogado—. Esto hace que el sábado sea el último día que pueden ahorcarte. Pero no pueden ahorcarte el sábado porque el viernes quedarían sólo dos días: sábado y domingo. Puesto que el domingo no podría ser, el ahorcamiento tendría que ser el sábado. Pero saber esto volvería a violar la sentencia del juez. Así que el sábado también queda eliminado. Esto nos deja el viernes como último día posible. Pero el viernes está descartado, porque si estás vivo el jueves por la tarde sabrás que el vienes será el día de la ejecución.
—Entiendo —dijo el prisionero—. Del mismo modo puedo descartar el jueves, el miércoles, el martes y el lunes…
La sentencia del juez parece autorrefutarse. A primera vista, no hay nada lógicamente contradictorio en las dos afirmaciones que forman la sentencia; sin embargo, no puede llevarse a cabo en la práctica… ¿O sí?
§. El diablo de la botella
Parece ser que la paradoja del ahorcamiento inesperado empezó a circular oralmente en los años cuarenta del siglo XX, y se hizo famosa cuando, en 1951, el destacado filósofo y matemático Michael Scriven le dedicó un artículo en Mind, la prestigiosa revista británica de filosofía. «Ha salido a la luz una nueva y poderosa paradoja», empieza diciendo el artículo, y con razón, pues de la potencia de la paradoja dan fe los numerosos artículos y debates que suscitó en su día, y cuyos ecos aún no se han extinguido del todo.
¿Puede o no puede ser ahorcado el reo? El razonamiento de su abogado parece correcto; pero si, pongamos por caso, el miércoles por la mañana llega el verdugo y le dice que va a ser ahorcado, la noticia pillará al reo por sorpresa, con lo que se cumplirán los requisitos de la sentencia… ¿O no? Como dijo Scriven en su artículo de 1951, es este regustillo a lógica refutada por la realidad lo que hace que la paradoja resulte atractiva. En su libro El ahorcamiento inesperado y otros entretenimientos matemáticos[3], Martin Gardner dedica todo un capítulo a esta polémica paradoja y otras similares, y a él remito a quienes deseen profundizar en la cuestión.
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El marinero Keawe, nativo de Hawái, se embarca en un buque que va a San Francisco, donde se queda prendado de una maravillosa casa cuyo anciano dueño parece muy triste y solo. Keawe se asombra de que el propietario de aquella preciosa casa sea tan infeliz, pero pronto descubre el porqué: tras invitarlo a visitar su mansión, el anciano le muestra una botella en cuyo interior hay un diablillo diminuto. Este demonio puede conceder cualquier deseo, excepto alargar la vida; pero si el dueño de la botella muere sin antes haberla vendido irá al infierno. Además, hay que vender la botella a un precio inferior al que se pagó al comprarla, y hay que cobrar en metálico e informar cumplidamente al comprador de las condiciones del contrato diabólico…
No revelaré el desarrollo de El diablo de la botella, y menos aún su desenlace, para no privar a quienes todavía no lo hayan leído del placer de descubrir paso a paso su inquietante trama. Pero basta el breve resumen anterior (aunque es preferible leer el cuento entero)[4], para ver que el argumento encierra una curiosa paradoja, similar a alguna de las que ya hemos visto. ¿Cuál es?
§. El diablillo de Einstein
La paradoja encerrada en El diablo de la botella tiene que ver con la del ahorcamiento inesperado, y también con el acertijo de los sombreros y el de los isleños de ojos azules o marrones. En todos estos casos desempeña un papel importante la recursividad: partimos de un razonamiento básico que nos permite sacar una primera conclusión, a partir de la cual repetimos el mismo razonamiento para avanzar un paso más, y así sucesivamente hasta alcanzar la solución del problema. A veces el método funciona de forma impecable y otras veces nos conduce a situaciones paradójicas, o cuando menos desconcertantes.
En el caso del cuento de Stevenson, la paradoja es esta: quien comprara la botella por un centavo, ya no podría venderla y se condenaría sin remedio (damos por supuesto que estamos hablando de la moneda de menor valor existente). Pero quien pudiera comprarla por dos centavos pensaría: «Si la compro nunca podré venderla, pues nadie querrá comprarla por un centavo». Y quien pudiera comprarla por tres centavos pensaría: «Nadie querrá comprarla por dos centavos, pues luego no podría venderla por uno». Y así sucesiva e indefinidamente… Pero quien tuviera ocasión de comprar la endiablada (nunca mejor dicho) botella por mil dólares, ¿razonaría de este modo recursivo y se negaría a comprarla paralizado por la idea de no poder venderla luego?
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El de Stevenson es el diablo embotellado más conocido de la literatura; pero en el terreno de la física tiene un par de congéneres igualmente famosos: el diablillo de Descartes y el de Maxwell.
El ludión o diablillo de Descartes es un sencillo artefacto que juega con la incompresibililidad del agua y la gran compresibilidad del aire para hacer que un muñequito hueco (o en su defecto un frasquito) con un orificio en la parte inferior descienda al presionar una membrana elástica que cubre un recipiente lleno de agua y ascienda al soltar la membrana.
En cuanto al diablillo de Maxwell, es el protagonista de un experimento mental ideado en 1867 por el gran físico escocés James Clerk Maxwell. Mediante un tabique, dividimos en dos partes un recipiente lleno de gas y aislado del exterior, y en el tabique abrimos una diminuta puertecilla vigilada por un demonio que la abre cuando una molécula más caliente que la media intenta pasar de la parte derecha a la izquierda y la cierra en caso contrario; con el tiempo, la parte de la izquierda estaría más caliente que la de la derecha, con lo que se violaría el segundo principio de la termodinámica, según el cual la entropía (el desorden) de un sistema aislado no puede disminuir. Dicho de otro modo, el diablillo conseguiría que una masa de gas a una temperatura homogénea quedara dividida en dos partes entre las que podría fluir calor unidireccionalmente, lo cual podría utilizarse para crear energía. ¿Dónde está la trampa?
Aunque no se lo conoce con ese nombre, hay un tercer diablillo igualmente travieso, ligado a un experimento mental que Einstein le planteó a Bohr: en un recipiente lleno de radiación electromagnética —o sea, de fotones— hay un reloj (o un diablillo con reloj de bolsillo, como el Conejo Blanco de Alicia) que opera un mecanismo que abre y cierra un orificio por el cual puede escapar un fotón. Si el recipiente se pesa antes y después de que el mecanismo abra el orificio durante un lapso muy pequeño y en un instante preciso controlado por el reloj, se produciría una violación del principio de indeterminación, pues conoceríamos a la vez la masa del fotón por la diferencia de peso (y por ende su energía, de acuerdo con la fórmula E = mc 2) y el instante en que se mide.
Encontrar el fallo del razonamiento de Einstein requiere un buen conocimiento de la física (al propio Bohr le costó un buen rato), por lo que no lo propongo como acertijo, sino como adenda al tema de los diablillos. Y como pretexto para seguir hablando del principio de indeterminación.
§. El gato de Schrödinger
La trampa del diablillo de Maxwell estriba en que, para saber cuándo ha de abrir la portezuela, tiene que recabar información sobre el estado de las moléculas, y ese proceso conlleva un gasto de energía.
En cuanto al experimento mental de Einstein, el fallo está en que para pesar la caja de fotones necesitamos un instrumento de medida con el que tenemos que interactuar para efectuar la medición, y al interactuar con él lo perturbamos, reintroduciendo el principio de indeterminación.
Obsérvese que en ambos casos desempeña un papel importante la obtención de información y su coste energético, un asunto de capital importancia para la ciencia actual.
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Al hablar de paradojas de la mecánica cuántica, no podemos olvidarnos de la más famosa y controvertida: la del gato de Schrödinger.
En 1935, el físico austríaco Erwin Schrödinger propuso el siguiente experimento mental: en una caja cerrada hay un gato, un frasco de gas venenoso y un dispositivo con una partícula radiactiva que tiene una probabilidad del 50 % de desintegrarse en un tiempo dado; si la partícula se desintegra, el veneno se libera y el gato muere. Obviamente, al cabo del tiempo establecido habrá una probabilidad del 50 % de que el dispositivo se haya activado y el gato esté muerto, y la misma probabilidad de que el dispositivo no se haya activado y el gato esté vivo; pero de acuerdo con la mecánica cuántica, la situación del sistema en ese momento al depender de una sola partícula (o sea, de su «función de onda») será la superposición de los estados «gato vivo» y «gato muerto». Solo cuando abramos la caja para ver si el gato está vivo o muerto, perturbaremos este estado dual y haremos «colapsar la función de onda» en un sentido u otro.
La primera vez que, en mi adolescencia, oí hablar del gato de Schrödinger no entendí casi nada, y una de las cosas que no entendí fue por qué habían elegido a un gato para el experimento mental. ¿Por qué no imaginar que en la caja hay una persona? ¿Hay alguna razón, aparte de la meramente humanitaria (que, dicho sea de paso, debería aplicarse también al gato), para hacer el experimento con un felino y no con un humano?
Y siete preguntas más (una por vida) relativas a los gatos:
- ¿Por qué se dice «buscarle tres pies al gato» y no cinco?
- ¿Tiene que ver la expresión «llevarse el gato al agua» con la conocida aversión de los felinos a mojarse?
- ¿Por qué el gato es dos animales a la vez?
- ¿Cuál es el animal que caza ratones y ronda por los tejados pero no es un gato?
- ¿Es verdad que de noche todos los gatos son pardos?
- ¿Es verdad que los gatos siempre caen de pie?
- ¿Es el riesgo de la caída, para un gato, proporcional a la altura desde la que cae?
§. La mayor toca el piano
¿Por qué un gato y no un ser humano en el experimento mental de Schrödinger? Porque en el segundo caso, contestan algunos, dentro de la caja habría un observador que, con su presencia consciente, haría colapsar la función de onda. Pero ¿acaso no es consciente el gato? Y no vale aducir que el gato no entiende lo que está pasando en la caja, porque muchos humanos —la inmensa mayoría, probablemente— tampoco lo entenderían…
Más allá —o más acá— de las distintas interpretaciones de la mecánica cuántica, la paradoja del gato de Schrödinger nos remite al arduo problema de la relación mente-materia (o realidad-percepción, si se prefiere). Un problema que empezó a inquietarnos mucho antes de que la física del siglo XX trastocara nuestra visión del mundo. Ya a principios del siglo XVIII, George Berkeley argumentaba que lo único que podemos conocer de un objeto es lo que percibimos de él, y por tanto es gratuito dar por supuesto que detrás de nuestras percepciones existe algo objetivo que posee realmente las cualidades observadas. El obispo Berkeley tenía un comodín en la manga para librarse del solipsismo: Dios como realidad última y absoluta («incontingente», en la jerga teológica); pero los ateos no lo tenemos tan fácil, sobre todo tras la revolución cuántica. (Esto remite a una cuestión que ha dado pie a más de una película de ciencia ficción: ¿cómo se puede distinguir una simulación global —tipo Matrix — de la realidad?).
Más festivos y menos difíciles de resolver, los siete acertijos sobre los gatos propuestos en el capítulo anterior:
- Sería más correcto decir «buscarle cinco patas al gato»; pero es frecuente llamar pies a las patas posteriores de algunos cuadrúpedos, y de ahí que haya acabado imponiéndose la versión «buscarle tres pies al gato».
- La popular expresión «llevarse el gato al agua» no tiene nada que ver con la aversión de los felinos al líquido elemento, sino con un juego infantil en el que dos contrincantes, a gatas, tiran de una cuerda a ambos lados de un charco, intentando cada uno arrastrar al otro hasta el agua.
- El gato es dos animales a la vez porque es gato… y araña.
- El animal que caza ratones y ronda por los tejados pero no es el gato, es la gata.
- De noche todos los gatos son pardos menos los negros, que son todavía más negros.
- No es verdad que los gatos siempre caigan de pie; por debajo de una cierta altura y según como empiecen a caer, pueden no tener tiempo de colocarse en la posición adecuada para aterrizar apoyando las cuatro patas, que es la forma de amortiguar al máximo el impacto.
- En consecuencia, el daño causado por la caída no es proporcional a la altura. Los veterinarios saben bien que, para un gato, caer desde un primer piso suele tener peores consecuencias que caer desde un segundo o un tercero. No solo el gato de Schrödinger es paradójico.
Einstein nunca terminó de aceptar el indeterminismo inherente a la mecánica cuántica, pero no logró resolver el problema de las «variables ocultas» que, según él, subyacían a los fenómenos subatómicos. El que sí logró resolver fue el acertijo que, al parecer, le plantearon sus alumnos de Princeton:
Dos profesores de matemáticas están hablando de sus respectivas familias y uno pregunta:
—¿Qué edades tienen tus tres hijas?
—El producto de sus edades es 36 —contesta el otro— y su suma, casualmente, es igual al número del portal de tu casa.
—Me falta un dato —dice el primero tras reflexionar unos minutos.
—Tienes razón —admite el segundo—, me he olvidado de decirte que mi hija mayor toca el piano.
¿Qué edades tienen las hijas del profesor? ¿Y cuál es la moraleja de este desconcertante acertijo?
§. El test de Turing
Puesto que el producto de las edades de las tres hijas del profesor es 36, y 36 = 1 × 2 × 2 × 3 × 3, tenemos ocho ternas posibles: 1-1-36, 1-2-18, 1-3-12, 1-4-9, 1-6-6, 2-2-9, 2-3-6, 3-3-4. Si al otro profesor le falta un dato, es que hay dos o más de estas ternas que suman lo mismo. Efectivamente, las ternas 1-6-6 y 2-2-9 suman 13, y son las únicas que suman lo mismo, por lo que la solución es 2-2-9, ya que en el otro caso no hay una hija mayor. La moraleja de este acertijo —todo un clásico— es que a menudo nos fijamos en lo anecdótico (el piano) y pasamos por alto lo más relevante (hay una hija mayor); los prestidigitadores y los políticos viven de eso.
En cuanto a la pregunta planteada entre paréntesis y como quien no quiere la cosa (¿cómo se puede distinguir una simulación global —tipo Matrix — de la realidad?), cabría desglosarla en dos: 1) Dando por supuesto que existe una realidad objetiva, ¿se podría construir una simulación indistinguible de la realidad? 2) ¿Hay alguna forma de demostrar que existe una realidad objetiva detrás de nuestras percepciones?
Y hablando de simulaciones, sin duda la más inquietante es la simulación de la conciencia. «A mí me conozco, en los demás creo; esta contradicción me separa de todo», decía Kafka. ¿Cómo podemos estar seguros de que nuestro interlocutor es un ser consciente? Si lo tenemos delante, hoy por hoy todavía no es posible engañarnos (aunque Kafka no parecía muy seguro); pero por teléfono o en un breve intercambio de mensajes electrónicos a veces cuesta distinguir a una persona real de una máquina (no tanto por la humanización de las máquinas como por la maquinización de las personas), y dentro de nada no será fácil saber si al otro lado de una línea telefónica o de una pantalla hay un ser humano o un programa informático.
El primero en plantearse seriamente esta cuestión fue el matemático británico Alan Turing. En su ya clásico artículo Computing Machinery and Intelligence, publicado en 1950 en la prestigiosa revista Mind, el autor propone lo que desde entonces se conoce como «el test de Turing», que consiste en comparar las respuestas dadas por una persona y un programa de ordenador a una serie de preguntas planteadas por un interrogador humano que no sabe quién es quién (o quién es qué, o qué es quién…). Según Turing, un interrogador mínimamente hábil distinguirá rápidamente entre el humano y la máquina. ¿Y si no logra distinguirlos? Entonces, afirma Turing, es que la máquina es inteligente. ¿Alguna objeción?
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Si los robots tienen alguna peculiaridad distintiva, como la de mentir siempre, es más fácil identificarlos; veamos algunos ejemplos sencillos:
Visitas una estación espacial en la que solo hay personas que siempre dicen la verdad y androides de aspecto totalmente humano que siempre mienten.
Entras en una sala en la que solo hay dos individuos, que se señalan mutuamente y dicen al unísono: «Él es un ser humano».
Acto seguido entra otro individuo y dice: «Yo soy como ellos dos».
Entra otro más y dice: «Ahora en esta sala hay tres o cuatro humanos».
¿Qué se puede deducir de estas afirmaciones?
§. La caja china
Llamemos A, B, C y D a los individuos de dudosa naturaleza que has conocido en tu visita a una estación espacial. Puesto que los dos primeros (A y B) afirman el uno del otro que son humanos, o son ambos humanos y dicen la verdad, o son ambos androides y mienten; pero en el segundo caso C no podría decir que es como ellos, pues de ser humano mentiría y de ser androide diría la verdad; por lo tanto, A y B son humanos. Puesto que tú también eres un ser humano (lo eres, ¿verdad?), la afirmación de que en la sala hay tres o cuatro humanos es cierta tanto si D es humano como si no, por lo que D ha de ser humano, ya que dice la verdad. Pero entonces, ¿por qué no dice sencillamente que hay cuatro humanos? Pues porque a sus compañeros de la base espacial los conoce, pero no está seguro de que tú, amable lector(a), seas un ser humano.
¿Lo estaría si hubieras pasado el test de Turing? No, según el filósofo John Searle, que como réplica a dicho test propuso el experimento mental de la caja china (también conocida como «habitación china» o «sala china»), popularizado por Roger Penrose en su libro La nueva mente del emperador.
Según Searle, el mero hecho de que una máquina supere el test de Turing (es decir, que conteste a las preguntas de un interrogador humano como lo haría una persona) no significa que piense, y para demostrarlo planteó la siguiente situación hipotética: supongamos que el propio Searle se encierra en un cubículo aislado del exterior en el que, por una ranura, un observador que no sabe lo que hay dentro introduce preguntas en chino. Searle no sabe una palabra de ese idioma; pero, provisto de una serie de fichas con símbolos chinos y observando un determinado conjunto de reglas, podría escribir en un papel respuestas coherentes, en caracteres chinos, y hacerle creer al observador que el cubículo sabe chino, o que dentro hay alguien que conoce ese idioma. Análogamente, argumenta Searle, una máquina puede dar respuestas coherentes a preguntas humanas sin tener la menor conciencia de lo que está haciendo: basta con que posea el equivalente de un sistema de fichas lo suficientemente complejo y unas reglas combinatorias adecuadas.
Pero el argumento de Searle tiene un punto débil y conduce a una inquietante paradoja. ¿Cuál es el punto débil y en qué consiste la paradoja?
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Siguiendo con las cajas misteriosas, ante ti hay tres cajas de caramelos con las etiquetas «Naranja», «Limón» y «Mixtos». En una de las cajas hay caramelos de naranja, en otra hay caramelos de limón y en la tercera hay caramelos de ambas clases; pero las etiquetas están cambiadas, y ninguna corresponde al contenido real de la caja. ¿Cuántos caramelos tienes que sacar, como mínimo, para averiguar el contenido de las tres cajas?
Y un acertijo del maestro Raymond Smullyan inspirado en El mercader de Venecia de Shakespeare:
Porcia tiene tres cajas, una de oro, una de plata y una de plomo, y pide a su pretendiente que deduzca en cuál de ellas guarda su retrato. En la caja de oro pone: «El retrato está aquí», en la de plata pone: «El retrato no está aquí», y en la de plomo pone: «El retrato no está en la caja de oro».
Sabiendo que a lo sumo una de estas tres afirmaciones es cierta, ¿dónde está el retrato de Porcia?
§. Personas y monedas
Para averiguar el contenido de todas y cada una de las cajas, basta con sacar un caramelo de la caja en cuya etiqueta pone «Mixtos»: si es de naranja, es que en esa caja son todos de naranja (pues si hubiera también caramelos de limón la etiqueta no sería errónea), por lo que los mixtos están en la caja donde pone «Limón» y los de limón en la caja donde pone «Naranja»; si el caramelo extraído es de limón, los mixtos están en la caja donde pone «Naranja» y los de naranja en la caja donde pone «Limón».
En cuanto al retrato de Porcia, no puede estar en la caja de oro, pues en ese caso tanto la afirmación de la caja de oro como la de la caja de plata serían ciertas; tampoco puede estar en la caja de plomo, pues en ese caso serían ciertas la afirmación de la caja de plata y la de la caja de plomo; por lo tanto, está en la caja de plata, y solo la afirmación de la caja de plomo es cierta.
El punto débil de la argumentación de Searle es que al ocupante de la caja china, para engañar a un interrogador mínimamente hábil, no le bastaría con utilizar mecánicamente un diccionario de chino o algún otro manual; y, por otra parte, si el ocupante de la caja realizara eficazmente su tarea acabaría aprendiendo chino. Y la paradoja (una de ellas) es que el argumento de Searle también es aplicable a las personas: ¿cómo podemos tener la certeza de que un interlocutor aparentemente humano y consciente no es una «caja china» altamente sofisticada, manipulada por un programa informático o por un titiritero alienígena?
Por cierto, en 2014 Eugene Goostman convenció a un tercio del jurado que lo interrogaba de que era un chico ucraniano de trece años muy listo y dotado de un gran sentido del humor. Sin embargo, Eugene no es humano, sino un programa informático desarrollado a lo largo de quince años por un grupo de investigadores rusos.
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Distinguir una moneda falsa de una buena es, de momento, un problema más real que el de distinguir a un androide de un humano; pero no siempre es fácil. Veamos un par de ejemplos:
Tienes seis montones de cinco monedas y una pequeña báscula de precisión, y sabes que todas las monedas son buenas y pesan 10 gramos menos las cinco de uno de los montones, que son falsas y pesan 11 gramos. ¿Cuántas pesadas necesitas, como mínimo, para detectar el montón de las monedas falsas?
Más difícil todavía:
Tienes doce monedas y una balanza, y sabes que una de las monedas es falsa y no pesa lo mismo que las demás, pero no sabes si pesa un poco más o un poco menos. ¿Cuántas pesadas necesitas, como mínimo, para individuar la moneda falsa y averiguar si pesa más o menos que las otras?
§. La moneda de Lacan
Para identificar el montón de cinco monedas falsas basta una sola pesada: ponemos juntas en el platillo de la báscula una moneda del primer montón, dos del segundo, tres del tercero, cuatro del cuarto y cinco del quinto, o sea, quince monedas en total. Si pesan 150 gramos es que son todas buenas, por lo que el montón de las monedas falsas es el sexto, del que no hemos cogido ninguna; si pesan 151 gramos, el montón de las monedas falsas es el primero, del que hemos cogido una; si pesan 152 gramos, el montón de las monedas falsas es el segundo, y así sucesivamente.
Para individuar la falsa moneda de entre doce y saber si pesa más o menos que las demás, bastan tres pesadas. En la primera pesada ponemos cuatro monedas en un platillo de la balanza y cuatro en el otro; si la balanza está equilibrada, significa que la moneda falsa está entre las cuatro restantes. En la segunda pesada ponemos en un platillo tres de las buenas y en el otro tres de las dudosas; si la balanza se equilibra, la falsa es la dudosa restante, y comparándola con una de las buenas sabremos, con una pesada más, si pesa más o menos que las otras; si la balanza se desequilibra, la falsa está entre las tres dudosas del platillo y sabemos si pesa más o menos, y comparando dos de estas entre sí en la tercera pesada sabremos cuál es de las tres.
Si la balanza se desequilibra en la primera pesada, sabemos que las cuatro excluidas son buenas. En la segunda pesada (y este es el paso clave), pasamos una moneda del primer platillo al segundo y viceversa, y las otras tres monedas del segundo platillo las sustituimos por tres de las buenas. Si la balanza sigue igual, la falsa es una de las tres que ya estaban en el primer platillo en la primera pesada y sabemos si pesa más o menos; si la balanza se equilibra, la falsa es una de las tres que hemos quitado del segundo platillo y sabemos si pesa más o menos; si la balanza se desequilibra en sentido contrario, la falsa es una de las dos que hemos cambiado de platillo… (Dejo la sencilla continuación en manos de mis sagaces lectoras y lectores).
* * * *
El oulipiano Raymond Queneau le habló a su amigo Jacques Lacan del acertijo de las doce monedas, y el famoso psicoanalista francés lo amplió a trece: según él, es posible resolver el problema en tres pesadas incluso con una moneda más, mediante lo que llama la «posición por tres y uno». No contento con esto, Lacan afirmó: «Esta posición por tres y uno es la forma original de la lógica de la sospecha». No voy a pedirles a mis pacientes lectoras y lectores que descifren la críptica sentencia de Lacan, pero sí que averigüen si tenía razón al afirmar que el acertijo se puede resolver con trece monedas en lugar de doce.
Y las trece monedas lacanianas recuerdan los trece eslabones de otro interesante acertijo:
Tienes una gruesa cadena de trece eslabones que pesan un kilo cada uno, lo que los hace idóneos para usarlos como pesas en una balanza.
¿Cuántos eslabones tienes que abrir para poder pesar cualquier número exacto de kilos comprendido entre 1 y 13 (ambos inclusive)?
§. Hay que romper las cadenas
Para poder pesar cualquier número entero de kilos con la cadena de trece eslabones basta con abrir el cuarto eslabón empezando por un extremo, con lo que obtenemos tres trozos de uno, tres y nueve kilos respectivamente. Para pesar 1 kilo usamos el eslabón suelto; para pesar 2 kilos ponemos en un platillo, con la mercancía, el eslabón suelto y en el otro platillo el trozo de tres eslabones; para pesar 5 kilos ponemos en un platillo el trozo de nueve eslabones y en el otro, con la mercancía, los otros dos trozos… Es fácil ver que, mediante sumas y restas de 9, 3 y 1, podemos obtener todos los números del 1 al 13, ambos inclusive:
1 = 1
2 = 3 − 1
3 = 3
4 = 3 + 1
5 = 9 − 3 − 1
6 = 9 − 3
7 = 9 + 1 − 3
8 = 9 − 1
9 = 9
10 = 9 + 1
11 = 9 + 3 − 1
12 = 9 + 3
13 = 9 + 3 + 1
En cuanto a la décima tercera moneda de Lacan, el famoso psicoanalista francés se columpió una vez más, como solía sucederle cuando se adentraba sin mapa ni brújula en el terreno de las matemáticas (llegó a confundir la raíz cuadrada de −1 con el falo), pues con tres pesadas es imposible identificar una moneda falsa entre trece y averiguar si pesa más o menos que las demás.
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Siguiendo con las cadenas rotas, veamos los siguientes acertijos:
Tienes cinco trozos de cadena de tres eslabones cada uno y quieres unirlos en una sola cadena de quince eslabones.
¿Cuántos eslabones tendrás que abrir y soldar de nuevo para conseguirlo?
Un samurái fanfarrón cuenta que, de un solo tajo de su afilada katana, cortó en dos una gruesa cadena tendida horizontalmente.
¿Dice la verdad?
Un caminante llega a una posada y le dice al posadero:
—¿Me darías alojamiento por una semana a cambio de esta cadena de plata?
El posadero examina la cadena, que tiene siete eslabones, y considerando que un eslabón por día es pago suficiente, contesta:
—De acuerdo; pero me has de pagar por adelantado.
—Ni hablar —replica el caminante—. Si tú no te fías de mí, ¿por qué habría de fiarme yo de que, una vez hayas cobrado, me trates de forma satisfactoria?
Como ninguno de los dos da su brazo a torcer, acuerdan que el caminante, en vez de pagar de una sola vez, al principio o al final, lo hará día a día.
¿Cuántos eslabones habrá que romper para ello?
§. Interesantes números
Los acertijos «encadenados» del capítulo anterior admiten soluciones triviales, nada interesantes, y otras más sutiles.
Es fácil unir cinco trozos de tres eslabones abriendo un eslabón de cuatro de los trozos para empalmar cada trozo con el siguiente; pero nos ahorramos un corta-y-suelda si abrimos los tres eslabones de uno de los trozos y los usamos para unir los cuatro trozos restantes.
Es inverosímil, aunque no imposible, que el samurái parta la cadena en solo dos trozos, pues para ello tendría que cortar uno de los eslabones de los extremos, y sin llegar a partirlo en dos. Si, como es de suponer, corta la cadena por su parte central, obtendrá tres o cuatro trozos: un eslabón abierto o roto en dos trozos y media cadena a cada lado. Y los trozos pueden ser más de cuatro si su afilada katana incide en el punto de unión de dos eslabones.
El caminante abre únicamente el tercer eslabón de su cadena, con lo que obtiene un eslabón suelto y dos trozos de cuatro y dos eslabones respectivamente. El primer día le da al posadero el eslabón suelto; el segundo día le da el trozo de dos eslabones y recibe el eslabón suelto de vuelta; el tercer día vuelve a darle el eslabón suelto; el cuarto día le da el trozo de cuatro eslabones y recibe los otros dos trozos de vuelta…
* * * *
Las soluciones interesantes y no interesantes de los acertijos anteriores me han llevado a recordar una interesante anécdota del genial matemático Srinivasa Ramanujan a propósito de un número supuestamente no interesante (valga el trabalenguas).
El número en cuestión es el 1729; al matemático británico G. H. Hardy no le pareció interesante, pero Ramanujan señaló que es el menor entero que se puede expresar de dos maneras distintas como suma de dos cubos. En efecto:
1729 = 13 + 123 = 93 + 103
Sin ánimo de restarle mérito al gran matemático indio, me atrevería a decir que para alguien familiarizado con los cubos de los primeros números enteros no es tan difícil ver la notable propiedad de 1729. ¿Por qué?
Bastante más difícil es ver qué tiene de especial el 73, el número favorito de Sheldon Cooper. ¿Puedes descubrirlo sin revisar el correspondiente capítulo de The Big Bang Theory?
Pasando de lo particular a lo general, está claro que hay números muy interesantes, como π o e (o 73); pero ¿hay números no interesantes?
Y para terminar, un pequeño meta-acertijo: el título de este capítulo te da una pista para responder correctamente a la pregunta anterior. ¿Cuál es esa pista?
§. Sub specie aeternitatis
Para alguien tan familiarizado con los números como Ramanujan, darse cuenta de que 729 es 93 y 1728 es 123 debió de ser algo tan inmediato como para otro ver en 27 y 125 los cubos de 3 y de 5; a partir de ahí, establecer la igualdad 1728 + 1 = 729 + 1000 no es tan difícil como parece a primera vista.
Menos obvio es el extraordinario interés que, según Sheldon Cooper, tiene el 73, su número favorito: el 73 es el 21º número primo, y 21 al revés es 12, y 37, que es 73 al revés, es el 12.º número primo. Además, 21 es 7 × 3, los números que forman 73. Por si fuera poco, el número 73 en binario, 1001001, es un palíndromo, es decir, es igual leído de derecha a izquierda que de izquierda a derecha…
Pero al decir que hay números interesantes se da a entender que hay otros que no lo son… ¿Hay números no interesantes? Si los hubiera, el menor de ellos sería interesante por el mero hecho de ser el no interesante más pequeño, y al quitarlo de la lista, el siguiente pasaría a ser el menor no interesante, lo que lo convertiría automáticamente en interesante…
El título del capítulo anterior es Interesantes números, y el hecho de que el adjetivo vaya delante lo convierte en epíteto (como cuando decimos «la blanca nieve» o «el ancho mar»), que es una forma (poética) de decir que los números son intrínsecamente interesantes, todos ellos. Esa era la pista.
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Así pues, no podemos dividir los números en interesantes y no interesantes; pero otras biparticiones sí son posibles: pares e impares, positivos y negativos, primos y compuestos, enteros y fraccionarios, racionales e irracionales, grandes y pequeños… ¿Grandes y pequeños? Todo el mundo estará de acuerdo en que hay números grandes y números pequeños (incluso hay, en matemáticas, una «ley de los grandes números»), pero ¿podemos dividirlos en estos dos grupos?
¿Y podemos adivinar un número pensado por otra persona? Si es, por ejemplo, un número del 1 al 10, claro que podemos; pero ¿y si es un número cualquiera? Teniendo en cuenta que hay infinitos números, la tarea parece imposible, aunque hablemos solo de los números naturales (enteros y positivos). Pero si disponemos de más de un intento, de muchos, de tantos como queramos…
Si alguien piensa un número natural cualquiera y vamos recitando ordenadamente la lista de los números naturales: 1, 2, 3, 4, 5…, acabaremos diciendo el suyo; si disponemos de infinitos intentos —o sea, desde la perspectiva de la eternidad— acertar un número natural pensado por otro es trivial.
¿Y si es un número entero cualquiera, es decir, que puede ser tanto positivo como negativo? La de los número naturales es una lista sin fin, pero con principio, mientras que la de los enteros no tiene ni principio ni fin; ¿cómo podemos recitarla ordenadamente?
¿Y si pienso dos números naturales y tienes que adivinarlos ambos? Los dos a la vez, en el mismo intento: si he pensado la pareja 3 y 47 y dices 3 y 21 no vale como medio acierto; para acertar tienes que decir 3 y 47. ¿Qué estrategia seguirías para ir diciendo ordenadamente todas las parejas posibles?
¿Y si pudiera pensar un número fraccionario cualquiera?
¿Y si pudiera pensar un número irracional cualquiera? ¿Te bastaría la eternidad para adivinarlo?
§. Al infinito y más allá
Evidentemente, podemos dividir los números en grandes y pequeños si establecemos arbitrariamente una línea divisoria; por ejemplo, podemos llamar grandes a los números de más de seis cifras, con lo que el primero de ellos sería un millón (la contundente terminación aumentativa hace que esta decisión parezca razonable). Pero si 1.000.000 es un número grande, ¿tiene sentido decir que 999.999 es un número pequeño? La vieja y perturbadora «paradoja del montón» enseña las orejas una vez más…
Más sencillo que resolver la paradoja sorites es adivinar un número entero sub specie aeternitatis, pues basta con ir diciendo alternativamente los positivos y los negativos: 1, −1, 2, −2, 3, −3…
Para ir diciendo todas las parejas de números naturales, podemos listarlas, en orden creciente, por la suma de sus miembros: 1-1 (suma 2), 1-2 (suma 3), 1-3, 2-2 (suma 4), 1-4, 2-3 (suma 5), 1-5, 2-4, 3-3 (suma 6)…
Si tenemos en cuenta el orden de los números de cada pareja, la cosa se alarga un poco más, pero viene a ser lo mismo: 1-1, 1-2, 2-1, 1-3, 3-1, 2-2, 1-4, 4-1, 2-3, 3-2, 1-5, 5-1, 2-4, 4-2, 3-3…
Para los números fraccionarios, nos sirve la lista anterior sustituyendo los guiones por barras: 1/1, 1/2, 2/1, 1/3… De este modo, todas las fracciones aparecen muchas veces (infinitas, de hecho), pero tenemos la certeza de no dejarnos ninguna.
Y llegamos a los irracionales. Un matemático apresurado seguramente diría que, puesto que el conjunto de los irracionales es un infinito no numerable (un «número transfinito», según la terminología de Cantor), es imposible recitar una lista exhaustiva y, por tanto, ni en toda la eternidad tendríamos la certeza de dar con un irracional concreto pensado por alguien. Pero el matemático apresurado se equivocaría.
Ante todo, demostremos que el matemático tiene razón al afirmar que los irracionales no son numerables. Imaginemos que tenemos la lista completa de los números irracionales comprendidos entre 0 y 1 (o sea, de la forma 0,…) y construyamos un número de la misma forma cuyo primer decimal sea distinto del primer decimal del primer número de la lista, cuyo segundo decimal sea distinto del segundo decimal del segundo número de la lista, y así sucesiva e indefinidamente. Ese número será distinto del primero de la lista en al menos el primer decimal, será distinto del segundo en al menos el segundo decimal… Es decir, no estará en la lista. Pero habíamos dicho que era una lista completa, y la operación descrita podríamos llevarla a cabo con cualquier lista. Luego es imposible hacer una lista completa de los números irracionales, o, dicho de otro modo, no son numerables.
Pero entonces no podemos recitar ordenadamente una lista exhaustiva de los irracionales, el matemático tiene razón… Pues no, no tiene razón, ya que no se trata de adivinar un número cualquiera, sino uno pensado por alguien. Por lo tanto, disponemos de una estrategia lenta pero segura: recitamos las letras del alfabeto, luego las parejas de letras, luego los tríos… O sea, vamos diciendo todo lo decible, y puesto que un número pensado por alguien tiene que poder describirse con un número finito de palabras, acabaremos nombrándolo. Los números irracionales no son numerables, pero los pensables sí.
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Y tras esta perturbadora reflexión, paciente lector(a), solo me queda agradecerte que me hayas acompañado en este apresurado viaje al infinito… y más allá.
Carlo Frabetti (Bolonia, Italia, 1945), aunque reside en España, desde niño. Escritor, matemático, guionista de televisión y crítico de cómics, escribe habitualmente en castellano y cultiva asiduamente la divulgación científica y la literatura infantil y juvenil. Ha creado, escrito y/o dirigido numerosos programas de televisión, como La Bola de Cristal, El Duende del Globo, Ni a Tontas ni a Locas y Tendencias. También colecciones de divulgación científica para niños y jóvenes como El Juego de la Ciencia y La Aventura de la Ciencia. Es presidente de la Asociación Contra la Tortura y miembro fundador de la Alianza de Intelectuales Antiimperialistas, además de miembro de la Academia de Ciencias de Nueva York. También fue vicepresidente escritor de la Asociación de Escritores y Artistas del Orbe (AEADO). En 1998, ganó el Premio Jaén de Literatura Infantil y Juvenil con el libro titulado El gran juego y finalista del mismo con El ángel terrible. También ganó el Premio El Barco de Vapor en el 2007 por el libro Calvina. Ha publicado más de cuarenta libros, muchos de ellos para niños y jóvenes, como La magia más poderosa (1994), Malditas matemáticas (2000), El vampiro vegetariano (2001), La casa infinita (2002), El libro de Guillermo (2002), La biblioteca de Guillermo (2004). Entre sus libros para adultos destacan La reflexión y el mito (1990), El tablero mágico (1995), Los jardines cifrados (1998), El libro del genio matemático (1999), La ciudad rosa y roja (1999). Junto con Franco Mimmi, escribió Amanti latini, la storia di Catullo e Lesbia, en el 2001. Tanto sus obras para adultos como las infantiles han sido traducidas a numerosos idiomas.
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