JOAQUÍN MANSO
ESTADOS
Unidos ha sido durante los últimos 80 años la luz que ilumina el mundo: el faro
que proyecta los valores y la cultura política de Occidente. La segunda victoria
de Donald Trump constata, más que inaugura, una nueva era, un nuevo orden
moral, y su influencia global dejará pronto atrás el mundo de ayer, paraíso
perdido. La credibilidad ideológica de la democracia liberal se pone en juego
cuando el pueblo norteamericano, en vísperas del 250 aniversario de la
revolución de los padres fundadores, ofrece un respaldo arrollador al candidato
que intentó subvertir el resultado de unas elecciones, desdeña el imperio de la
ley tras ser condenado por múltiples delitos graves, califica como fake news
cualquier información contraria a sus intereses, ostenta la falta de decoro y
la demonización del adversario como lí neas principales de comportamiento y recurre constantemente a la mentira. Con toda seguridad, los criterios políticos
de la hegemonía decadente son por sí solos insuficientes para explicar el
fenómeno. Los estadounidenses han dejado claro que piensan que los Demócratas
son peores: la victoria es incontestable y Trump gobernará aparentemente al
margen de los contrapesos moderadores, una vez a sus pies el Great Old Party.
La transversalidad obtenida –creció en todos los órdenes: territorial,
educacional, generacional y, llamativamente, racial y de género– desmonta el
cliché que limitaba su alcance al Homer Simpson de la América profunda. Esa mayoría
social clara sugiere un voto más racional que emocional frente a la percepción
de la carestía de los precios y el descontrol de la inmigración, a los que el
impopular Joe Biden y la inane Kamala Harris fueron incapaces de dar
soluciones. No hay desinformación ni algoritmo que desmienta el impacto real de
esas preocupaciones. Esa circunstancia, además, certifica el fracaso definitivo
de las políticas de la identidad progresistas que han caracterizado al Partido
Demócrata en los últimos lustros: un factor polarizador que renuncia a apelar a
la sociedad en su conjunto al considerarla una suma de minorías agregadas,
cada una con sus intereses estancos. Hispanos y mujeres salieron el martes de
las cárceles imaginarias en las que ese pensamiento les encerraba para votar
por quien les dio la gana. Fue, también, la expresión de un rechazo rotundo al
activismo woke, imperativo categórico postmoderno, asfixiante, que muchos identifican
como una amenaza mayor a sus libertades o a su forma de entender la vida.
Federico Jiménez Losantos lo celebró aquí el viernes porque así se recupera el
concepto de «ciudadanía». Bien, pero no sólo. Trump es el epítome de la antipolítica
porque es consciente de la desconexión emocional progresiva en las sociedades
occidentales hacia sus instituciones representativas y mediadoras, que él se
dedica a excitar. El 79% de los norteamericanos considera que los partidos son
«divisivos y corruptos» y casi el 40% aceptaría un líder que estuviera dispuesto
a «romper algunas reglas si eso es lo que hace falta para arreglar las cosas»,
según el Pew Research Centre de Washington. La democracia moderna que surgió de
las revoluciones liberales del siglo XVIII da muestras preocupan tes de
agotamiento. El descrédito de la política es total. Los ciudadanos ya no
perciben a los partidos como los garantes de su bienestar, sino co mo cómplices
protagonistas de la desorientación y falta de horizontes que atribuyen a la
globalización y la disrupción tecnológica. La conversación pública se ha devaluado
y sentimentalizado a través de las redes sociales. Aquí la autenticidad narcisista
antiestablishment de Trump conecta mejor con los virus del resentimiento, el
victimismo y el nacionalismo que la impostura elitista de cualquier Harris. Y
así, «vencidos los escrúpulos del mundo de ayer, queda el interés», escribió
con acierto Rafa Latorre. El mundo parece estar siendo propulsado a la
velocidad de los cohetes de Elon Musk y Peter Thiel, los cerebros libertarios
detrás de Trump, hacia un nuevo orden contracultural del que todavía no conocemos
las reglas ni entendemos su funcionamiento. El vicepresidente Jay D. Vance
sería el heredero de una realidad hiper moderna en la que ganen poder las gran
des corporaciones de Silicon Valley y la pierdan los partidos. Los liderazgos
fuertes cimentados sobre un Estado garante del bienestar están dando paso a un
autoritarismo de nuevo cuño construido sobre una concepción radicalísima de la
libertad y las leyes del mercado sin cortapisas, con Javier Milei haciendo de
avanzadilla en Argentina. Las nuevas generaciones son individualistas y
hedonistas, con menos apego a los vínculos y al compromiso, y unas ansias de
libertad que recuerdan a los estados emocionales previos a cada una de las
grandes revoluciones de la historia, casi todas impulsadas y acompañadas de su
particular revolución tecnológica. No será fácil para Europa: el choque de
valores que ya padece no hará otra cosa que acelerarse porque la primera consecuencia
de la victoria de Trump será el auge del autoritarismo global. La exportación e
impulso del modelo que él mismo representa. El 47º presidente no cree en la Pax
Americana. El paraguas protector de la OTAN ha perdido desde la noche electoral
buena parte de su fortaleza disuasoria. La invasión de Ucrania corre el riesgo
de cerrarse con un acuerdo que convalide el derecho de conquista y envalentone
a Vladimir Putin. Y las guerras comerciales pueden hacer estragos en la
industria europea. A quienes estamos formados en aquella emoción anodina de la
racionalidad democrática del mundo de ayer nos corresponde ahora abrazar la
incertidumbre del nuevo mundo de mañana. Sin resignación ni derrotismo, pero
desde el realismo político. Adam Smith nos enseña que sólo la confianza y la
seguridad jurídica conducen a la prosperidad económica: al «interés», por
tanto. Quedan apenas dos años para las elecciones de mitad de mandato y Trump
no podrá presentarse en 2028. El ciudadano seguirá siendo el principal
contrapoder-
0 Comentarios