Este clásico del cine soviético empieza por el final: desde los primeros instantes, con la anciana madre desamparada oteando el camino desierto por el que vio a su hijo (dos veces) alejarse para cumplir con su deber, sabemos que el joven soldado Alyosha (Vladimir Ivashov), de apenas 19 años, no volverá del frente de la Gran Guerra Patriótica, que es como se suele denominar en Rusia a la Segunda Guerra Mundial. Una voz en off empieza a contar su historia, la historia de un humilde soldado raso, uno cualquiera entre tantos millones de combatientes soviéticos en aquel tiempo, que es a la vez un relato de terror y de heroísmo involuntario, una road-movie de corte realista sobre la retaguardia soviética, de su caos, de sus privaciones y de la búsqueda de la supervivencia a toda costa, y, por encima de todo, una crónica de un amor sobrevenido, improvisado e inocente, lleno de desesperación pero también de esperanza, de fe en un futuro que se está hundiendo a pedazos: una de las más grandes y conmovedoras historias de amor que ha dado el cine en sus más de cien años de vida. La aceptación de la película en Occidente no podía ser menos que extraordinaria: supuso un redescubrimiento del cine soviético tras la desaparición de Eisenstein y la caída del estalinismo, y alcanzó gran reconocimiento en festivales como Cannes y en nominaciones en categorías extranjeras en las entregas anuales de premios de cinematografías como la italiana o la británica. En particular, la sencilla riqueza de su argumento dramático y de su detallista y sensible traslación a imágenes le valió la candidatura al Oscar a mejor guion original por la Academia de Hollywood, hecho verdaderamente insólito al final de la década de los cincuenta, en plena escalada de la Guerra Fría.
La película, coescrita por su director, Grigori Chukhrai, y Valentin Yesov, parte de un planteamiento que tal vez solo fuera posible haber encarado una vez desaparecido el duro régimen estalinista. El protagonismo no es de la guerra, las batallas, el heroísmo, el compromiso ideológico de los soldados y de los comisarios políticos, de los familiares de los combatientes, de sus novias y sus madres. No es la victoria lo que les interesa, sino la peripecia de un soldado, en la que se alternan alegrías, esperanzas, penas y proyectos, finalmente truncados. No es la historia, la política, la guerra, el objeto del guion, solo un significativo trasfondo que, aunque no desprovisto del todo de elementos necesarios para que la censura permitiera su estreno y circulación, es mero marco para el verdadero tema de la película, una idea presente en cualquier tiempo, cultura, país, régimen político o credo ideológico: el sacrificio inútil de aquellos soldados que tuvieron que morir antes de haber sabido, aprendido, lo que era vivir. Alyosha, metido de lleno en una ofensiva alemana liderada por unos carros de combate, consigue, sin proponérselo, por pura casualidad, por mera suerte, destruir dos de ellos. Sus mandos, en agradecimiento (y como acostumbrado sistema de propaganda y acicate para sus tropas), proponen un homenaje y una condecoración, pero el humilde joven solicita cambiar estos honores por la posibilidad de obtener un breve permiso, apenas unos días, para volver a su aldea de origen y poder pasarlos con su madre, y de paso ayudarla a arreglar el tejado. La empatía de los oficiales, su generosa comprensión (detalle que será una constante en todo el filme, sin duda, concesión acrítica a las autoridades, necesario peaje a fin de congraciarse con ellas de cara a la autorización de la película), le permiten iniciar un viaje, del frente a la retaguardia, por medio de trenes atestados, a veces interrumpidos, incluso bombardeados (secuencia fantasmal, casi de película de terror), o gracias a la ayuda de correos militares o transportes de tropas, hacia los brazos y los mimos de su madre.
La película destaca por su estructura y su sentido del uso del tiempo. En un filme tan breve, apenas 84 minutos, pasan muchísimas cosas y se ofrecen múltiples perspectivas, siempre con el viaje como hilo conductor, y con efectos ambivalentes para su protagonista. Su buen carácter, su llaneza, su voluntad de ayudar y servir, no dejan de meterle en problemas que no hacen sino retrasar su viaje, hacerle perder los enlaces, que transcurran en el vacío horas vitales para llegar a casa de su madre. Primero, su ofrecimiento de ayuda a un oficial que ha perdido una pierna en combate, un hombre amargado que no quiere volver a casa de esa manera, que no quiere someterse el escrutinio de una esposa que cree que lo repudiará, que no querrá saber nada de un hombre incompleto. Incapaz de abandonarlo cuando vislumbra que la alternativa en la que piensa es fatal, cede tiempo de estancia en casa para intentar evitar un desenlace dramático. Lo mismo sucede cuando acepta entregar unas pastillas de jabón a la joven esposa de un soldado que le ha pedido ese favor, buscar a su esposa, residente en una de las ciudades donde Alyosha debe cambiar de tren, llevarle ese obsequio, contarle que se han visto, que ella sepa que él sigue vivo y que la recuerda continuamente. Dos aspectos destacan de este fragmento de la narración: de nuevo, la benevolencia del suboficial, que permite a los hombres de su unidad reunir sus trozos de jabón para que el regalo a la esposa sea más generoso y dure más; y, en segundo lugar, la nueva vida que esta lleva en la retaguardia, apartada de su familia, arrimada a un hombre próspero a la que paga como amante. Silencios, omisiones, comprensión, pero también, en un desenlace brillante, plasmación una vez más del gran sentido ético, de la sencilla sabiduría de un Aloshya cuya ingenuidad no le convierte en ningún estúpido.
También la corrupción -las latas de comida que un soldado que protege un tren de mercancías recibe a cambio de hacer la vista gorda a colar a Alyosha como polizón- y, de nuevo, la presentación de un oficial como ángel de la guarda -el teniente que, presentado poco antes como un ogro, ayuda al joven soldado permitiéndole viajar en su tren, una vez comprobado su salvoconducto de héroe de guerra-, son los elementos que contribuyen que nazca y se desarolle el nudo central del filme: el encuentro entre Alyosha y Shura (Zhanna Prokhorenko), un encuentro que surge del recelo recíproco (en el caso de ella, puro terror a ser violada en la soledad indefensa del vagón de un tren en marcha, leve pero significativo detalle de carga crítica a la integridad moral de la tropa, aunque no sea el caso de Alyosha) y del antagonismo de ánimos y caracteres, pero que desemboca progresivamente en un amor sencillo, puro, dulce, ingenuo, a medida que el tiempo va pasando, los acontecimientos se multiplican, los problemas se acumulan y Alyosha se va quedando sin margen para llegar a casa de su madre, ayudarle con el tejado y regresar a su unidad. El guion, dentro de ese suspense general (¿Llegará o no Alyosha a casa? ¿Podrá o no ver a su madre? ¿Le arreglará o no el tejado? ¿Volverá a tiempo a su regimiento y evitará así ser perseguido y fusilado como desertor?), superpone otro suspense particular, que es el ligado al naciente amor de Alyosha y Shura y los avatares que siguen juntos: la búsqueda de la mujer a la que entregar el jabón, los bombardeos, el desgraciado azar que hace que Alyosha no vuelva a tiempo al tren y los recientes enamorados se pierdan mutuamente para siempre… En el destino de esta historia reside buena parte de la carga deslumbrante y conmovedora de esta sencilla pero impactante película: la separación en el andén bajo la promesa del reencuentro pactado, a partir de lo que el espectador ya sabe, que Alyosha no volverá del frente. El resto de esa explosión de ternura y sensibilidad que transmite el filme deriva del, por fin, regreso del muchacho a casa, del encuentro con su madre (de nuevo propiciado por la generosidad del conductor de un convoy militar que acepta desviarse, obviando las consecuencias que ello puede tener para él -confiando, por tanto, asimismo, en la clemencia de sus mandos- para llevar a Alyosha hasta la granja de su madre. Los seis días de permiso (dos de ida, dos de estancia y dos de vuelta) para que el joven vaya con su madre se han reducido a unos escasos minutos, a un abrazo emotivo, a la admirada contemplación del resto de las mujeres con padres, hermanos, hijos o esposos en el frente, y a una rápida carrera hacia el horizonte, allá donde retumban los cañones y se ven volar los aviones enemigos, con Alyosha despidiéndose alargando el brazo en alto, desapareciendo por ese camino por el que su madre todavía no sabe (pero nosotros, sí) que su hijo no volverá. La concreción de un futuro inmediato que en el caso de Shura, sabiamente, queda en elipsis, y que estalla en la mente del espectador con toda la poderosa conmoción de lo terrible.
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