Blas Matamoro
De Shakespeare a la política contemporánea, ‘El intérprete’ explora cómo el mundo es un escenario… y nosotros, sus histriónicos protagonistas.
La obra de Richard Sennett, en alguna medida seguidora de la escuela sociológica de Chicago, ha permitido que la investigación llegue sin esfuerzos de jerga, al gusto del lector de literatura. Así la pesquisa social se mezcla y armoniza con la observación directa, la memoria y el recuento personal. Estos rasgos se reiteran en El intérprete. Arte, vida, política (traducción de Jesús Zulaika, Anagrama, Barcelona, 2025, 319 páginas). Consta de sucesivos capítulos concretos precedidos por una breve reflexión teórica. En efecto, todo gira en torno a dos ejes: la relación entre el arte y la vida, y la complementaria del rito y la actuación.

Desde luego, el arte y la vida van juntos aunque el primero sea definible y la segunda no lo sea. Pero si consideramos que la vida es lo social cotidiano de la ciudad y el arte su representación en un espacio específico y privilegiado, tal vez se puedan establecer tanto zanjas como puentes. En las representaciones artísticas se da el otro par. Si bien un actor dice cada noche en el teatro el mismo texto – repetición: rito – cada función es única en tanto ocupa un lugar irrepetible en su tiempo vital: lo singular, la actuación.
Estos juegos categoriales habilitan a Sennett como narrador. Así nos vamos a los comienzos del teatro en las calles y en los anfiteatros al aire libre, cuando el público se combinaba con los actores. En nuestros días, el teatro de vanguardia ha vuelto a propiciar este encuentro, que evoca, además, a aquellas cortes del barroco en que los reyes de Francia se vestían con disfraces y afeites y pelucas para representar a Molière. De tal modo, siempre ha habido la tentación de extraer el teatro del local cerrado impuesto por el Renacimiento, para recuperar el patio del corral de comedias y el tablado callejero a cielo abierto. De nuevo, el encuentro del arte con la vida.
Hay más casos desplegados por el autor. Un elenco teatral formado por enfermos de sida en un hospital. Un cuerpo de baile en una iglesia de barrio. Músicos académicos improvisando modern jazz en las noches de un club subterráneo suburbano. Los efectos enumerados por las encuestas de filmes con violencia de guerra o pornografía. Las manifestaciones callejeras de carácter político y social convertidas en espectáculos. Y suma que sigue. No falta a la cita el presidente Trump, trasladado del show televisivo a la casa de gobierno.
Al pasar, Sennett se ve obligado a invocar el gran teatro del mundo. Lo hace citando a Shakespeare e ignorando a Calderón de la Barca, ambos hombres del teatro barroco. En cualquier caso, se trata del asunto vertebral: somos el público de una representación ritual y a la vez actuada pero también somos los actores de otra representación que tiene otro público y así sucesivamente en lo infinito del tiempo. En los escenarios se trata de representar, de re-presentar, de presentar de nuevo, de hacer nuevamente presente, la vida. Nada menos: la vida real a cargo de unos actores que también tienen una vida real como nosotros. Meditando tras caer el telón, nos preguntamos dónde está la realidad. Dejemos la respuesta para la próxima función.
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