Los Beatles: una década de carrera, 13 discos, cientos de canciones. Y un impacto universal que los llevó a lo más alto de la cultura pop.
Imaginemos que es la mañana del 9 de febrero de 1964 y, en una casa cualquiera de Estados Unidos, se enciende la televisión. Medio país contiene el aliento. Cuando aparecen esas cuatro caras risueñas en El Show de Ed Sullivan, más de setenta millones de personas se quedan clavadas a la pantalla.
Así, a media voz —mientras las estrofas de «All My Loving» estremecen el aire—, comienza realmente la historia de The Beatles: un viaje musical comprimido en apenas una década de audacia sonora y revolución cultural. Como resumió el crítico Richie Unterberger, «fueron el grupo más grande y más influyente de la era del rock, e introdujeron más innovaciones en la música popular que cualquier otra banda del siglo XX». Y no resulta exagerado: aquellos cuatro ingleses habían reinventado las reglas mismas del pop, haciendo sombra a su admirado Elvis Presley.
Los orígenes en Liverpool: de la Caverna al estrellato
En realidad, todo empezó en 1960, en un viejo sótano llamado The Cavern Club, donde unos chicos de orígenes humildes —John, Paul, George y Pete Best— ensayaban versiones de sus ídolos del rock’n’roll con una energía inagotable.
Su paso por Hamburgo curtió a los cuatro músicos. Tocaban siete días a la semana, en muchos casos hasta la madrugada. «Íbamos mejorando y ganando en confianza —contaba Lennon en una entrevista—. Era inevitable, con toda la experiencia que daba tocar toda la noche. Y al ser extranjeros, teníamos que trabajar aún más duro, poner todo el corazón y el alma para que nos escucharan. En Liverpool, las sesiones solo duraban una hora, así que sólo tocábamos las mejores canciones, siempre las mismas. En Hamburgo teníamos que tocar ocho horas, así que no teníamos más remedio que encontrar otra forma de tocar».
Malcolm Gladwell calcula que «cuando tuvieron su primer éxito en 1964, habían actuado en directo unas mil doscientas veces. Para comprender cuán extraordinario es esto, conviene saber que la mayoría de los grupos de hoy no actúan mil doscientas veces ni en el curso de sus carreras enteras. El crisol de Hamburgo es una de las cosas que hacen especiales a los Beatles«.
Cuando Pete dejó paso a un sonriente Ringo, la banda adquirió su forma definitiva, con una química imposible de fingir. Brian Epstein, el propietario de una boutique elegante de Liverpool, advirtió ese magnetismo y, con sus corbatas y modales de gentleman, se los llevó a Londres. En 1962 firmaron con Parlophone y su destino empezó a girar cada más rápido.
El primer destello: «Please Please Me»
Cuando «Please Please Me» alcanzó el número uno en febrero de 1963, nadie sospechaba que aquel single, grabado en apenas diez horas, sería el detonante de la Beatlemanía.
Pensemos en un adolescente escuchándolo por primera vez en una emisora de radio de onda media, preguntándose si eran realmente británicos o fantasmas nacidos de sus propios sueños.
Esa primera chispa prendió la mecha: se inauguraba un fenómeno global sin precedentes. La noticia pronto corrió de boca en boca, de pub en pub, de continente en continente. La histeria creció con fuerza telúrica. Se contaban por cientos de miles los quinceañeros que se arrancaban mechones de cabello para obtener peinados mop-top. Y las fans… bueno, las fans devoraban las portadas con ojos extasiados y corrían tras los Beatles en cada gira como si fueran cometas inalcanzables (Algo que, por cierto, la banda deja bien claro su película ¡Qué noche la de aquel día!).
Aquellas camisas ajustadas y pantalones estrechos —un uniforme minimalista para una juventud volcánica— marcaron el inicio de una tercera revolución: la de la moda pop. Cada sencillo que lanzaban trepaba a las listas de éxitos de Estados Unidos en un ciclo tan perfecto como obsesivo: un hit cada seis semanas, un álbum cada tres. En 1965, el rey Jorge VI los condecoró con la Orden del Imperio Británico, saludo definitivo a unos mozalbetes que ya no eran menores de edad.
La transformación sonora: del pop ingenuo al rock psicodélico
Si «Please Please Me» era una sonrisa adolescente, el álbum Rubber Soul (1965) fue la entrada en la edad adulta. Allí emergieron los matices folk, las guitarras acústicas y las letras que hablaban de añoranza más allá del amor adolescente.
Un año después, Revolver añadió la pátina de lo experimental: adelantos de estudio como loops invertidos en «Tomorrow Never Knows» y cuerdas electrificadas que parecían susurros de otra dimensión.
Y en 1967, llegó Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, obra maestra fulgurante que mezcló rock, psicodelia, orquesta de cámara e incluso salmodias orientales. Quien lo escuche con atención descubrirá en cada surco ecos de tradiciones clásicas, pinceladas de sitar y el aliento lisérgico de una generación dispuesta a reinventar la realidad.
Como dijo el propio John Lennon en 1968, «todo cambia. Así que nosotros también cambiamos. Y nuestro público también cambia, todo el tiempo. No intentamos identificar ‘¿A qué segmento de edad atraemos o por qué?’. Pero sabemos que todo cambia, y nosotros también lo hacemos».
Esa consciencia de una mutación constante fue clave para que la banda no se estancara y siguiera explorando nuevos territorios.
George Harrison y la llamada de Oriente
Mientras John y Paul pulían himnos y baladas, Harrison vivía su propia odisea espiritual. Su fascinación por la India, el sitar y el mesianismo de la música hinduista germinó en canciones como «Within You Without You» o «Here Comes the Sun», destellos de una cultura milenaria domesticada por el pop.
Aquel sitar rasgando el aire era, para muchos oyentes, como descubrir que el universo no se limitaba a cuatro acordes, sino que se abría en un caleidoscopio de luz y sonidos multiculturales.
John Lennon, rebelde, divertido y melancólico
Lennon, con su ingenio vivo y su lengua afilada, escribió himnos como «Revolution» y baladas como «Julia» que levantaron pasiones y polémicas. En marzo de 1966, al declarar que los Beatles eran «más populares que Jesús», escandalizó a los norteamericanos, aunque esa frase, sacada de contexto, terminó por demostrar la fuerza simbólica que habían alcanzado.
Tras disolver el cuarteto en 1970, John siguió con su cruzada pacifista: «Give Peace a Chance» e «Imagine» se convirtieron en oraciones laicas para quienes querían soñar con un mundo menos hostil.
Más tarde, en 1980, Lennon reconoció que la banda no podía ser eterna: «Siempre estaba esperando una razón para salir de los Beatles desde que filmé la película Cómo gané la guerra. Simplemente, no tuve el valor para hacerlo. La semilla se plantó cuando los Beatles dejaron de hacer giras y no pude lidiar con no estar en el escenario. Pero tenía demasiado miedo de salir de aquel palacio». En la misma entrevista, añadió otra certeza lapidaria: «Lo que sea que hizo que los Beatles fueran los Beatles también hizo que los 60 fueran los 60. Y cualquiera que piense que si John y Paul se juntaran de nuevo con George y Ringo, los Beatles existirían, está loco. Los Beatles dieron todo lo que tenían que dar, y más».
Paul McCartney, el arquitecto de melodías imperecederas
En el otro extremo, Paul se erigía en el maestro de la nostalgia. Temas como «Yesterday» y «Hey Jude» —escritos al piano, de forma improvisada— se mantenían vivos mucho después de que los amplificadores se apagaran.
Varias generaciones han vuelto a cantar «Hey Jude» al unísono, como si fuera una letanía familiar que alivia cualquier desconsuelo. Pero ese no fue, ni de lejos, el único registro de McCartney. A lo largo del tiempo, su versatilidad con el bajo, la guitarra y el piano, junto a su obsesión por la perfección melódica, demostró que la música popular podía ser tan compleja como la sinfonía más elaborada.
Ringo Starr: el lado más humano de la banda
Y no olvidemos a Ringo, tan discreto como esencial. Su estilo con la batería, sincopado y expresivo, marcó el pulso de clásicos como «Yellow Submarine» y «With a Little Help from My Friends».
Tras esa sonrisa bonachona, que sirvió para limar bastantes asperezas en la sala de ensayos, había un percusionista de gran corazón, lleno de talento, capaz de otorgar a cada canción un latido único.
El ocaso: Abbey Road, Let It Be y la despedida
Las sombras comenzaron a alargarse tras la muerte de Brian Epstein en 1967. Las sesiones de Abbey Road (1969) son un epílogo brillante y melancólico, con «Come Together» como declaración de unidad en medio del caos.
Let It Be (1970), por su parte, es un lienzo de tensiones. Pero pese a los roces creativos y la cercanía del fin, hay destellos de compasión cuando Paul tararea «Let It Be» al piano. El divorcio de la banda fue doloroso. «Fui el tipo que rompió con The Beatles y el bastardo que demandó a sus compañeros», reconocía McCartney en 2020.
Hubo reencuentros, claro. Así, en aquellos discos en solitario que llegaron a partir de 1970 no era raro encontrarse con algún otro beatle colaborando en el proyecto. Así, en el tercer álbum de estudio de Ringo Starr, publicado por Apple Records en 1973, figuran en los créditos George Harrison, Paul McCartney, John Lennon e incluso Billy Preston, el «quinto Beatle».
Preston, no lo olvidemos, participó en las sesiones de Get Back y Abbey Road, y en un homenaje final a la banda, apareció en 1978 como el Sargento Pepper en la película de Robert Stigwood Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.
Alan Parsons: la herencia sónica del laboratorio Abbey Road
En los mismos pasillos donde germinaba el último aliento de los Beatles, un joven ingeniero llamado Alan Parsons afinaba micros y ecualizaba cintas. Su paso por Abbey Road y Let It Be fue el ensayo de una carrera prodigiosa: años más tarde, Parsons dejó su huella en Dark Side of the Moon de Pink Floyd y, finalmente, creó The Alan Parsons Project.
Aquel técnico resultó ser un alquimista del sonido, heredero de los experimentos lisérgicos de Lennon y del pulido melódico de McCartney.
La contracultura y el legado beatle
Más allá de las listas de éxitos y las multitudes que llenaban los estadios para verlos, The Beatles alumbraron una forma de entender la cultura que integraba música, actitudes sociales, moda e incluso política.
Así, su influencia en la corriente hippie se tradujo en pantalones acampanados, collares de cuentas y miradas hacia Haight-Ashbury, el distrito de San Francisco donde prosperó esta actitud contestataria. Esa etiqueta pacifista se convirtió en estandarte de «All You Need Is Love».
Frente a la industria discográfica, también generaron una nueva actitud para las estrellas del rock. Bruce Springsteen lo subrayó con admiración: «Los Beatles establecieron las reglas. Y las reglas eran: escribe tu propio material». El guitarrista Carlos Santana, por su parte, sintetizó su dimensión social: «Los Beatles fueron algo más que cuatro músicos extraordinarios; se convirtieron en un fenómeno social y cultural.» Y no menos elocuente fue Bob Dylan, que apuntó hacia lo más importante, su exuberancia sonora: «Para mí, John Lennon y los Beatles fueron una banda de gran diversidad.»
Más de medio siglo después, seguimos descubriendo capas de significado en aquellos discos, como si fuera un tesoro que nunca deja de darnos pistas.
Los Beatles pasan la antorcha a los Stones (y provocan un incendio)
Pero aún nos queda algo importante por contar. En el otoño de 1963, en una esquina cualquiera de Richmond, Londres, la historia del rock presenció una de esas escenas que parecen sacadas de un guion que nadie se atrevió a escribir.
Paul McCartney y John Lennon, aún con el eco de una comida de homenaje en los oídos, se agacharon en un rincón de un club mientras Mick Jagger y Keith Richards observaban, atentos, cómo escribían una nueva canción. «I Wanna Be Your Man» nació allí, garabateada entre el humo y las cervezas, pensada como un regalo rápido para una banda amiga que necesitaba ese tema.
Para los Beatles era algo menor. Para los Rolling Stones, fue una oportunidad de convertir aquel gesto de cortesía en su declaración de intenciones.
Y vaya si lo hicieron. Mientras la versión de los Beatles servía de lucimiento a Ringo y mantenía la fórmula clásica del grupo, los Stones cogieron la misma canción y la empaparon de barro. Brian Jones sacó el slide, Bill Wyman apretó el bajo, y la banda la transformó en una sacudida eléctrica. Ahí estaba ya el germen del sonido Stone: más sucio, más callejero.
Aquel intercambio no solo unió brevemente a las dos bandas más grandes del siglo XX, también dejó claro que sus caminos, aunque paralelos, no iban a ser nunca los mismos.
Casi podemos interpretarlo en clave legendaria. Si los Beatles eran como Apolo —luz, armonía, invención melódica al servicio de una revolución sin estridencias—, los Rolling Stones fueron puro Dionisio: sudor, sexo, oscuridad ritual y catarsis eléctrica.
Los de Liverpool trazaban constelaciones desde el estudio; los de Londres bajaban al fango. Lennon y McCartney escribían como Hermes y cantaban como Orfeo; Jagger y Richards invocaban a Pan con cada riff y le daban la mano a Hades con una sonrisa burlona.
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