sábado, 20 de agosto de 2011
Han pasado diez años de la desaparición física de Borges y él sigue dándonos pequeñas sorpresas, algunas más íntimas que literarias, como si todavía estuviera entre nosotros atento a un mundo de voces y sonidos, de luces y de sombras, sonriente, irónico, algo cansado, casi inmaterial.
El destino acaba de poner en mis manos tres cartas que nos muestran un Borges insólito. Las escribió en inglés, entre 1948 y 1949, a la "inolvidable, luminosa, delicada y valiente Ulrike".
La receptora de las cartas, Ulrike von Kçulhmann, había abandonado Buenos Aires y vivía en Nueva York. Puedo, observando las fotografías de la época, darme cuenta de por qué la sentía inolvidable, luminosa y delicada. No imagino cuáles fueron las razones para admirar su valentía. Es probable que nunca lo sepa.
En la carta fechada en febrero (quizá del 49) le confiesa que ella es una de las personas más brillantes existentes sobre la Tierra. Le cuenta cómo trabaja en "El zahir", y agrega: "Te mando un cuento al que honra una mirada fugaz sobre ti (en el texto Ulrike es mencionada, al pasar, con nombre y apellido); es la historia de un hombre ignorante y con un determinado objetivo. A través de un esfuerzo ciego y continuado cambia su pasado y muere en 1946, en una olvidada batalla de 1904. (En mayo este cuento aparecerá en un libro -`El aleph'-, lo llamaré `La otra muerte', un título mejor, creo)".
El relato se había publicado el 9 de enero de 1949 en el diario "La Nación". Se llamaba "La redención". Borges adjunta el recorte a la carta, que continúa: "En la segunda quincena de marzo estaré tartamudeando en mi estilo, a lo largo de una serie de conferencias (...) sobre los problemas de la novela o alguna otra basura parecida". (No da la impresión de tomar muy en serio los temas que abordaba, rasgo que lo diferencia de muchos de sus colegas.)
En el último párrafo le advierte: "Una y otra vez veo a Mastronardi o a Xul; el propósito más profundo (...) es recordarte en compañía y no en soledad. Tuyo siempre...".
En otra carta le confiesa que ella le gusta casi demasiado. Enseguida se interna en confidencias increíbles para quien le escribe a una mujer que dice amar: "Un tiempo después de que nos dejaras, una joven dama que salió de mi vida en el mes de abril, volvió a entrar en ella con la seguridad de que había roto con su amante y que era yo el único hombre (...) Pasamos ocho o nueve días muy excitantes entre los planes y las expectativas propias de los enamorados. Se la presenté a Ema Risso Platero. Mi pueril vanidad se conmovió por el duro enfrentamiento que protagonizaron".
La relación con la "joven dama" se interrumpe y Borges confiesa: "Tuve la inteligencia de caer enfermo con fiebre muy alta. Eso me ayudó a vivir en medio de los peores días".
En la carta de octubre de 1949, asegura: "Disfruto dando conferencias, a pesar de saber que es una ocupación frívola (...). El próximo año publicaré un libro de ensayos sobre `La divina comedia'. Fueron escritos hace algún tiempo, parezco estar perdiendo el don (si es que alguna vez lo tuve) de expresarme en forma directa".
Es raro descubrir esta duda en un Borges de cincuenta años, el momento más afortunado de su creación. La carta sigue: "Querida y admirable Ulrike, algún día escribiré una historia, si los dioses lo desean, y trataré de decirte cómo te pienso. ¨Imaginaba ya Jorge Luis Borges el cuento "Ulrica"? Se despide con una confesión conmovedora: "No soy feliz ni infeliz; solo vivo perplejo y activo (...). Tuyo, siempre tuyo".
Fuente : Clarín Especiales 1999
María Esther Vazquez
http://edant.clarin.com/diario/especiales/Borges/html/Vazquez.html
Ulrica
[Cuento - Texto completo.]
Jorge Luis BorgesHann tekr sverthit Gramm ok leggr
i methal theira bert.
Völsunga Saga, 27
Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.
Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.
—Soy feminista —dijo ella—. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.
La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.
Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.
Uno de los presentes comentó:
—No es la primera vez que los noruegos entran en York.
—Así es —dijo ella—. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.
Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descubrí poco a poco.
Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.
Me preguntó de un modo pensativo:
—¿Qué es ser colombiano?
—No sé —le respondí—. Es un acto de fe.
—Como ser noruega —asintió.
Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
—A mí también. Podemos salir juntos los dos.
Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven. No había un alma en los campos. Le propuse que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo. Ulrica no se inmutó.
Al rato dijo como si pensara en voz alta:
—Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes naves del museo de Oslo.
Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo.
—En Oxford Street —me dijo— repetiré los pasos de De Quincey, que buscaba a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.
—De Quincey —respondí— dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.
—Tal vez —dijo en voz baja— la has encontrado.
Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos. Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
—Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.
Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayan y en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrica, que me había negado su amor.
No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.
Tomados de la mano seguimos.
—Todo esto es como un sueño —dije— y yo nunca sueño.
—Como aquel rey —replicó Ulrico— que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.
Agregó después:
—Oye bien. Un pájaro está por cantar.
Al poco rato oímos el canto.
—En estas tierras —dije—, piensan que quien está por morir prevé lo futuro.
—Y yo estoy por morir —dijo ella. La miré atónito.
—Cortemos por el bosque —la urgí—. Arribaremos más pronto a Thorgate.
—El bosque es peligroso —replicó. Seguimos por los páramos.
—Yo querría que este momento durara siempre —murmuré.
—Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres —afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
—Javier Otárola —le dije.
Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.
—Te llamaré Sigurd —declaró con una sonrisa.
—Si soy Sigurd —le repliqué—, tú serás Brynhild.
Había demorado el paso.
—¿Conoces la saga? —le pregunté.
—Por supuesto —me dijo—. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus tardíos Nibelungos.
No quise discutir y le respondí:
—Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.
Estábamos de golpe ante la posada. No me sorpendió que se llamara, como la otra, el Northern Inn.
Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:
—¿Oíste al lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.
Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba el tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica.
*FIN*
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