Me reprocha usted mi objetividad y la llama indiferencia ante el bien y el mal, me acusa de falta de ideales y de ideas, etc. Querría que yo, al describir los ladrones de caballos, dijera: «Robar caballos está mal». Pero eso ya se sabe desde hace mucho tiempo, sin necesidad de que yo lo diga. Que los juzguen los jurados, a mí sólo me compete mostrarlos como son. Escribo: «Tiene que vérselas con ladrones de caballos; sepa que no son mendigos, sino gente acomodada, gente de iglesia, y que robar caballos no es un simple hurto, sino una pasión». Cierto, sería agradable conciliar el arte con la predicación, pero en mi caso es bastante difícil, si no imposible, por motivos técnicos. En realidad, para describir en setecientas líneas a los ladrones de caballos, debo hablar, pensar y sentir a su modo todo el tiempo; si además recurro a la subjetividad, las imágenes perderán su nitidez y el cuento no saldrá compacto, cualidad indispensable de cualquier cuento más bien breve. Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan en el cuento.
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