Joker, la película galardonada con el León de Oro en Venecia y que fue la Perla sorpresa del Zinemaldia de 2019, ha resultado ser una cinta muy polémica por poner encima de la mesa temas muy complejos. El filme plantea problemas de gran calado, que desafortunadamente son muy actuales, como por ejemplo la soledad y el engaño, los trastornos mentales y la confusión del mundo real con el imaginario, las noticias falsas y el fingimiento continuo, el desprecio hacia lo diferente y los estallidos de violencia social.
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Durante dos horas nos hace meternos en la piel del personaje y experimentar su inquietante desazón, acompañados de una excelente banda sonora. Repasemos algunas de las cuestiones que sugiere.
Precariedad y malestar social
Una subida en el precio del combustible o en el billete de metro pueden ser las gotas que desbordan los vasos del descontento, provocando repentinas revueltas, como testimonian lo sucedido en Francia con el movimiento de los chalecos amarillos o en ese Chile que merced al golpe de Pinochet sirvió como laboratorio a la economía ultra-neoliberal expandida luego por doquier.
Corren malos tiempos para las expectativas de los más jóvenes, condenados en general a vivir peor que sus padres y a sufrir las imposiciones de un mercado laboral cuya inherente precariedad les hurta hacer planes vitales como el emanciparse o tener hijos.
Todo ello hace que la tasa de natalidad merme, mientras que los avances médicos propician un progresivo envejecimiento de la población. Una bomba de relojería que la más insignificante chispa puede activar en cualquier momento.
La confusión de la realidad con el mundo virtual
En Joker, un antihéroe inspirado en los cómics de Batman, sin habérselo propuesto para nada, se convierte en el detonante de una violenta insurrección social y cosecha emuladores que le idolatran, al salir en televisión cometiendo un asesinato ante las cámaras.
La urbe donde vive tal personaje se parece mucho al Nueva York de Taxi Driver y por desgracia también a cualquiera de las grandes ciudades europeas, pobladas por gentes que desconfían de cuanto no sea homogéneo y con una empatía que brilla por su ausencia. Entre otras cosas porque se tiende a confundir la realidad con el mundo digital.
Resulta llamativo que, al presenciar una u otra desgracia, algunas veces en lugar de auxiliar a las víctimas, la reacción instintiva sea sacar el móvil para grabarlo y subirlo a las redes, por no mencionar que a veces dicha grabación es la motivación misma del incidente.
El éxito de los antihéroes
Pensemos en el éxito cosechado por La casa de papel, una serie donde los ladrones echan un pulso al sistema y se ven aclamados por la multitud, en la estela del mito de Robin Hood, cuando distribuyen entre los transeúntes una parte del dinero robado con gran ingenio y audacia.
Los integrantes de la banda del Profesor utilizan unas máscaras dalinianas que nos recuerdan a las adoptadas por el movimiento Anonymous y, por lo tanto, a la máscara utilizada en la película V de Vendetta. El descontento social se deja seducir fácilmente por quienes pueden hacer frente al poder establecido. Especialmente, cuando en principio rehúyen causar daño, como sería el caso real de aquellos piratas informáticos que aciertan a desvalijar grandes consorcios empresariales tocando unas cuantas teclas.
Los caudillos desde la óptica de Cassirer
Lo malo es que tales personajes de ficción no suelen tener sus correlatos entre la gente real y ese descontento social se ve capitalizado por los demagogos, tal como Ernst Cassirer nos hace ver de modo magistral en El mito del Estado, a propósito del ascenso de Hitler al poder.
Obviamente, su diagnóstico no conoce fronteras geográficas ni barreras temporales, porque los caudillos no dejan de proliferar cuando se degradan las condiciones económicas y los derechos más elementales hacen mutis por el foro junto al bienestar social.
Cuando el anhelo de caudillaje alcanza una fuerza imparable y se desvanece toda esperanza de cumplir los anhelos colectivos por una vía ordinaria –señala Cassirer–, ese deseo se personifica bajo una forma concreta, política e individual. Los vínculos anteriores de la sociedad –tales como la ley, la justicia o la constitución— se invalidan y sólo resta el poder místico del caudillo, cuya autoridad se impone como la suprema ley.
La demagogia de toda supremacía
Quienes apuntalan ese tipo de liderazgos devienen taumaturgos que administran ese credo como maestros de la propaganda política y saben acuñar nuevas palabras o trastocar el significado de las antiguas para emplearlas como palabras mágicas destinadas a estimular determinadas emociones.
El hábil empleo de tales palabras mágicas acaba desfigurando la realidad y sus mentiras o bulos terminan imponiéndose a la más palmaria evidencia de los hechos.
Por supuesto se buscan unos cuantos chivos expiatorios para endosarles el origen de todos los males. En un momento dado pueden ser los judíos y en otro los masones, los rojos, los homosexuales, los foráneos o cuanto sea diverso en uno u otro aspecto, colectivos a los que se despoja por completo de su humanidad para cosificarlos desde una perspectiva supremacista, tras la cual se oculta normalmente algún complejo de inferioridad individual o colectivo.
El pensar por cuenta propia preconizado por Kant
Desde luego, la mejor vacuna contra el virus del totalitarismo practicado por los partidarios de una u otra supremacía es lo que propone Kant en ¿Qué es la Ilustración?: aprender a pensar por cuenta propia, sin ceder nunca esa responsabilidad a los tutores que muy voluntariamente se propongan hacer tal cosa por nosotros, puesto que la libertad no es un don, sino la más ardua tarea que nos podemos proponer.
En medio de las grandes crisis político-sociales, “da la impresión”, advierte Kant en El conflicto de las facultades, “de que la gente anhelara encontrar una suerte de adivino, un hechicero familiarizado con lo sobrenatural. Si alguien es lo bastante osado como para hacerse pasar por taumaturgo, este puede acabar conquistando a la masa y hacerle abandonar con desprecio el bando de la filosofía, la cual debe oponerse públicamente a tales taumaturgos para desmentir esa fuerza mágica que se les atribuye de un modo supersticioso y rebatir las observancias ligadas a ella”.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation
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