“La casa Tellier”, de Guy de Maupassant

Sobre el autor francés y su cuento “La casa Tellier”, dice Bloom que
Cuesta resistirse a la exuberancia cuando se cuentan historias, y Maupassant nunca escribió nada con mejor gusto y saber que “La casa Tellier”. Este cuento de la Normandía tiene calidez, tiene risa, sorpresa e incluso una suerte de introspección espiritual. El éxtasis pentecostal que inflama a toda la concurrencia es tan auténtico como el llanto de las putas que lo enciende. La ironía de Maupassant es marcadamente más amable (aunque menos sutil) que la de su maestro Flaubert. Y la historia es algo subida de tono, pero sin ser lasciva, siguiendo el espíritu shakesperiano; engrandece la vida sin hacer de menos a nadie.
Harold Bloom, Cuentos y cuentistas. El canon del cuento (Páginas de Espuma, 2009). Traducción: Tomás Cuadrado
Guy de Maupassant (1850-1893)

Guy de Maupassant es uno de los treinta nueve cuentistas seleccionados por Harold Bloom en Cuentos y cuentistas. El canon del cuento (Páginas de Espuma, 2009).
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LA CASA TELLIER
Guy de Maupassant
(cuento)

Se iba allá, cada noche, alrededor de las once, como se va a un café, simplemente.
Se encontraban seis a ocho, siempre los mismos, no eran juerguistas sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes funcionarios de gobierno; tomaban su chartreuse alegremente con alguna de las muchachas, o bien charlaban seriamente con “Madame”, a quien todos respetaban.
Luego se recogían a dormir antes de la media noche. Los jóvenes algunas veces se quedaban.
La casa era de familia, pequeñita, pintada de amarillo, en la esquina de una calle detrás de la iglesia de Saint-Etienne; por las ventanas se veía la bahía llena de barcos que descargaban y el gran pantano salado llamado “La traba”; detrás, el costado de la Virgen con su vieja capilla completamente gris.
Madame provenía de una buena familia de campesinos del departamento del Eure. Había aceptado esta profesión igualmente como hubiera sido modista o sirvienta. El prejuicio de deshonra asociado a la prostitución, tan violento y tan vivo en las ciudades, no existe en la campiña Normanda. El campesino dice “Es una buena profesión” y enviarían a sus hijos a mantener un harén de mujeres como los enviarían a dirigir un internado de señoritas.
Esta casa, por lo demás, provenía de herencia de un viejo tío de la cual era propietario. Monsieur y Madame, anteriormente proxenetas cerca de Yvetot, lo habían inmediatamente liquidado pensando que el negocio de Fécamp era más ventajoso para ellos; habían llegado una bonita mañana a tomar la dirección de la empresa que colapsaba en ausencia de sus dueños.
Eran buena gente, que se hicieron querer inmediatamente por su personal y sus vecinos.
El señor Tellier murió de un ataque dos años más tarde. Su nueva profesión lo mantenían entre la molicie y el sedentarismo; engordó demasiado y dañó su salud.
Madame, después de enviudar, era deseada, sin éxito, por los parroquianos del establecimiento; se la reconocía como una persona absolutamente prudente, y las propias asiladas no habían llegado a descubrir nada.
Era alta, entrada en carnes, bien parecida. Su tez, pálida por la oscuridad de ese albergue siempre cerrado, brillaba como bajo un barniz grasiento. Un delgado adorno de rulos, falsos y enroscados, rodeaban su frente y le daban un aspecto juvenil, que contrastaba con la madurez de su figura. Siempre alegre y de cara animada, atraía fácilmente, con un matiz de moderación que sus nuevas ocupaciones no habían podido aún hacerla perder. Las palabras soeces le chocaban siempre un poco; y cuando un muchacho mal educado se refería por su nombre propio al establecimiento que ella dirigía, se enojaba y sublevada. En fin, tenía un alma delicada, y, aunque trataba a sus mujeres como amigas, repetía a menudo que ellas “no eran harina de un mismo costal”.
Algunas veces durante la semana, partía en coche de arriendo con una fracción de su tropa; y se iban a retozar en la hierba en la orilla del riachuelo que corre en los extramuros de Valmont. Eran entonces un grupo de señoritas internas fugadas, con carreras locas, con juegos infantiles, toda una alegría de reclusas intoxicadas por el aire libre. Se comía la merienda sobre el césped bebiendo cidra, se volvía a la caída de la noche con un cansancio delicioso, una dulce emoción; y en el coche besaban a Madame como a una muy buena madre llena de indulgencia y complacencia.
La casa tenía dos entradas. En la esquina, una suerte de café de mala fama se abría en la noche a la gente del pueblo y los marineros. Dos de las personas encargadas del especial comercio del lugar eran exclusivamente destinadas a las necesidades de esta parte de la clientela. Servían, con la ayuda de un camarero llamado Frédéric, un rubiecito imberbe y fuerte como un buey, las botellas de vino y los jarros de cerveza sobre las mesas de mármoles inestables, y, con los brazos lanzados al cuello de los bebedores, sentadas a través de sus piernas, fomentaban el consumo.
Las otras tres damas (eran solo cinco) formaban una suerte de aristocracia, y permanecían reservadas a la clientela del primer piso, a menos que fueran requeridas abajo y que el primero estuviese vacío. El salón Júpiter, donde se reunían los burgueses del lugar, estaba tapizado de papel azul y ornamentado de un gran dibujo representando a Leda extendida bajo un cisne. Se llegaba a este lugar por medio de una escalera de caracol terminando en una puerta estrecha, humilde de apariencia, dando a la calle, y sobre ella brillaba toda la noche, detrás de una celosía, un pequeño farol como aquellos que alumbran aún en ciertas ciudades a los pies de vírgenes empotradas en los muros.
El edificio, húmedo y viejo, olía ligeramente a moho. Por momentos, un aroma de agua de colonia pasaba por los pasillos, o bien una puerta entreabierta en el piso bajo hacía escuchar en toda la casa, como una explosión de trueno, los gritos populacheros de los hombres del piso bajo, y ponían en la cara de los señores del primero una mueca inquieta y de disgusto.
Madame, amable con sus clientes y amigos, no se movía del salón, y se interesaba de las murmuraciones de la ciudad que les atañía. Su conversación seria contrastaba con los temas sin sentido de las tres mujeres; ella era como un descanso de los chistes pícaros, de los peculiares panzones que se decían cada noche en esta orgía decente y mediocre de beber un vaso de licor en compañía de mujeres públicas.
Las tres damas del primero se llamaban Fernanda, Rafaela y Rosa la Jaca.
Como el personal era poco, habían tratado que cada una de ellas fuera como una muestra, un compendio del tipo femenino, a fin de que todo consumidor pudiera encontrar allí, un poco más o menos, la realización de su ideal.
Fernanda representaba a la bella rubia, muy gorda, casi obesa, fofa, hija del campo cuyas pecas se rehúsan a desaparecer, y cuyo pelo ondea, corto, claro y sin color, parecido a un cáñamo peinado, le cubría insuficientemente el cráneo.
Rafaela, una Marsellesa, puta de puertos, jugaba el rol indispensable de la bella Judía, delgada, con los pómulos salientes enlucidos de maquillaje rojo. Sus cabellos negros, brillantes como el espinazo de un buey, formaban unos ganchos sobre sus sienes. Sus ojos hubiesen sido bellos si el derecho no hubiese estado marcado por una nube. Su nariz arqueada caía sobre una mandíbula prominente donde dos dientes nuevos, en alto, desentonaban al lado de aquellos, abajo, que habían tomado al envejecer un tinte oscuro como las maderas viejas.
Rosa la Jaca, una pequeña bola de carne toda en el vientre con dos piernas minúsculas, cantaba de la mañana a la noche, con una voz cascada, unos versos alternativamente obscenos o sentimentales, contaba unas historias interminables y triviales, no cesaba de hablar callando sólo para comer y de comer sólo para hablar. Siempre agitada y ágil como una ardilla, a pesar de su gordura y la exigüidad de sus patas; y su risa, una cascada de gritos agudos, estallaban sin cesar, aquí, allá, en el dormitorio, en la despensa, en el café, por todos lados, sin ningún motivo.
Las dos mujeres de abajo, Luisa, apodada Cocote, y Flora, la columpio porque cojeaba un poco, la una siempre vestida como La Libertad con una cinta tricolor, la otra como Fantasía Española con unos cequíes de cobre que danzaban en su pelo zanahoria con cada uno de sus pasos desnivelados, tenían el aire de cocineras vestidas para un carnaval. Parecidas a todas las mujeres del pueblo, ni más feas ni más bonitas, verdaderas sirvientas de posada, se les apodaba en el puerto bajo el sobrenombre de las dos bombas.
Una paz celosa, pero raramente perturbada, reinaba entre estas cinco mujeres, gracias a la sabiduría de conciliación de Madame y a su inextinguible buen humor.
El establecimiento, único en la pequeña ciudad, era frecuentado asiduamente. Madame había dado al lugar una dignidad como si la tuviera; se mostraba tan amable, tan atenta hacia todo el mundo; su buen corazón era tan conocido, que una suerte de consideración la rodeaba. Los clientes la invitaban por cuenta de ellos, exultados cuando ella les expresaba una amistad más marcada; y cuando se encontraban durante el día por sus quehaceres, se decían “Esta noche, donde tú sabes”, como diciendo “En el café, ¿no es cierto?, después de comida”.
En fin, La Casa Tellier era una costumbre, y raramente alguno se perdía la cita cotidiana.
Sin embargo, una noche, hacia fines del mes de mayo, el primero en llegar, el señor Poulin, comerciante de maderas y ex alcalde, encontró la puerta cerrada. El farolito, detrás de su reja, no estaba encendido; ningún ruido salía del hospedaje, que parecía muerto. Golpeó suavemente la puerta, luego con más fuerza; nadie respondió. Caminó por la calle lentamente y cuando llegó a la plaza del mercado se encontró con el señor Duvert, el armador, que se dirigía en la misma dirección. Regresaron juntos sin mayor éxito. Pero una gran batahola se escuchó repentinamente detrás de ellos, y a la vuelta de la casa, vieron un grupo de marineros ingleses y franceses que aporreaban a golpes de puño las persianas del café.
Los dos burgueses se fueron inmediatamente para no verse comprometidos, pero un apagado “psst” los contuvo: era el señor Tournevau, el salador de pescado, que habiéndoles reconocido, los llamó. Le dijeron la novedad. No había nadie más afectado que él, casado, padre de familia y muy dominado. No venía más que los sábados, “securitatis causa”, decía, haciendo referencia a una medida de control sanitario, que el doctor Borde, su amigo, le había revelado se efectuaba periódicamente. Era precisamente su noche y de esta manera estaría contenido por toda la semana.
Los tres hombres hicieron un gran rodeo hasta el muelle, encontrando en el camino al joven señor Philippe, hijo de un banquero, un parroquiano, y el señor Pimpesse, el recaudador de impuestos. Todos juntos regresaron por la calle “de los Judíos” para hacer una última tentativa. Pero los marineros enardecidos sitiaban la casa, lanzaban piedras, dando alaridos; los cinco clientes del primer piso, retornando a su camino lo más pronto posible, comenzaron a vagar por las calles.
Se encontraron con el señor Dupuis, agente de seguros, después al señor Vasse, juez de los tribunales de comercio; e iniciaron un largo paseo que los llevó primero al rompeolas. Se sentaron en línea sobre el pretil de granito y miraban rizarse el oleaje. La espuma sobre la cresta de las olas hacía, en la sombra, blancuras luminosas, extinguiéndose inmediatamente que aparecían, y el ruido monótono del mar rompiendo contra las rocas se prolongaba en la noche a todo lo largo del acantilado. Cuando los tristes caminantes hubieron descansado por un rato, el señor Tournevau dijo:
-Esto no es divertido.
-No lo es -respondió el señor Pimpesse, y regresaron abatidos.
Después de bordear la calle que domina la costa y que se llama “Sous-le-Bois”, regresaron por el puente de madera sobre el “Retenue”, luego atravesaron la línea del ferrocarril y desembocaron nuevamente en la plaza del mercado, donde comenzó de repente una discusión entre el recaudador, el señor Pimpesse, y el salador, el señor Tournevau, a propósito de una seta comestible que uno de ellos afirmaba haber encontrado en los alrededores.
Los ánimos estaban agriados por el tedio, quizás habrían llegado a los puños si los otros no hubiesen intervenido. El señor Pimpesse, furioso, se retiró. Y un nuevo altercado se produjo entre el ex alcalde, el señor Poulin, y el agente de seguros, el señor Dupuis, acerca del sueldo del recaudador y los beneficios que podría procurarse. Los correspondientes insultos volaban de ambos lados, cuando una tempestad de gritos formidables se desencadenó, y la tropa de marineros, cansados de esperar en vano ante una casa cerrada, desembocaron en la plaza. Se tomaban por el brazo, de dos en dos, formando una larga procesión, vociferando furiosamente. El grupo de burgueses se ocultó bajo un portal, y la horda aulladora desapareció en dirección a la abadía. Largo tiempo aún se escuchó el clamor disminuyendo como un trueno que se aleja; y el silencio se restableció.
El señor Poulin y el señor Dupuis, indignado el uno con el otro, se fueron cada uno para su lado sin despedirse.
Los otros cuatro reanudaron la marcha y volvieron a bajar instintivamente hacia el establecimiento Tellier. Estaba completamente cerrado, mudo, impenetrable. Un borracho, tranquilo y obstinado, daba pequeños golpes en la vitrina del café, luego se detenía para llamar en voz baja al camarero Federico. Viendo que no le contestaban, decidió sentarse en el umbral de la puerta y esperar los acontecimientos.
Los burgueses iban a retirarse cuando un grupo bullicioso de hombres del puerto apareció al final de la calle. Los marineros Franceses berreaban la Marsellesa, los Ingleses la Rule Britania. Hubo una pateadura general contra los muros, después la marea de rufianes reanudó su carrera hacia el muelle, donde una batalla se declaró entre los marinos de ambas naciones. En la reyerta, un inglés se quebró el brazo y un francés se partió la nariz.
El borracho, que permanecía delante de la puerta, lloraba ahora como lloran los borrachines o los niños contrariados.
Finalmente, los burgueses se dispersaron.
Poco a poco se restableció la calma en la ciudad perturbada. De vez en cuando, aún por momentos, un ruido de voces se elevaba, para extinguirse en lontananza.
Sólo un hombre continuaba vagando, el señor Tournevau, el salador, afligido de esperar hasta el próximo sábado; esperaba algún incidente, no comprendía; lo exasperaba que la policía dejara cerrar así un establecimiento de utilidad pública, que supervisa y tiene bajo su tuición.
Regresó husmeando los muros, buscando el motivo; se dio cuenta de que sobre el toldo estaba pegado un cartel. Encendió rápidamente una cerilla que alumbró unas palabras en una letra grande y desigual: “Cerrado por primera comunión”.
Entonces se fue, comprendiendo que no había caso.
El borracho ahora dormía, tendido a lo largo y atravesado en la inhóspita puerta.
Al día siguiente, todos los parroquianos, uno después de otro, encontraron motivos para pasar por la calle con unos papeles bajo el brazo para despistar; con una mirada furtiva, todos leyeron el anuncio misterioso: “Cerrado por primera comunión”.
II
Es que Madame tenía un hermano carpintero radicado en su pueblo natal, Virville, en el Eure. En los tiempos que Madame era aún posadera en Yvetot, había sostenido en la pila baustimal a la hija de este hermano que nombraron Constanza, Constanza Rivet; siendo ella misma una Rivet por su padre. El carpintero, que sabía a su hermana en buena posición, no la perdía de vista, aunque no se encontrasen a menudo, retenidos ambos por sus ocupaciones y viviendo además lejos uno de otro. Pero como la niñita cumplía doce años y hacía este año su primera comunión, él cogió la ocasión para un reencuentro, y escribió a su hermana que contaba con ella para la ceremonia. Los ancianos padres habían muerto, ella no podía negarse a su ahijada; aceptó. Su hermano, que se llamaba José, esperaba que a fuerza de atenciones llegaría a obtener quizás que dejara un testamento a favor de la pequeña, porque Madame no tenía niños.
La profesión de su hermana no le turbaba en absoluto sus escrúpulos y el resto, las personas del pueblo, no sabían nada. Se decía solamente, cuando se hablaba de ella, “La señora Tellier es una burguesa de Fécamp”, asumiéndose que podía vivir de sus rentas. De Fécamp a Virville se contaban menos de veinte leguas; veinte leguas de tierra para los campesinos son más difíciles de cruzar que el océano para alguno de la ciudad. La gente de Virville no había jamás pasado más allá de Rouen; nada atraería a los de Fécamp a un villorrio de quinientos hogares, perdido en medio de la llanura y que era parte de otro departamento. En fin, no se sabía nada.
A medida que la época de la comunión se acercaba Madame sentía una gran inquietud. No tenía un relevo, y no osaría de ninguna manera dejar su casa, ni siquiera durante un día. Todas las rivalidades entre las damas de lo alto y de los bajos estallarían infaliblemente; luego Federico se emborracharía sin duda, y cuando estaba achispado, fastidiaba a la gente por nimiedades. Por fin se decidió a llevar a todo el mundo, excepto al camarero, a quien le dio dos días de licencia.
Consultado, el hermano no hizo ninguna objeción, y se encargó de alojar a la compañía completa por una noche. Así las cosas, el sábado por la mañana el tren expreso de las ocho llevaba a Madame y sus compañeras en un vagón de segunda clase.
Hasta Beuzeville fueron solas y parlotearon como cotorras. Pero en esta estación subió una pareja. El hombre, un viejo campesino vestido con una blusa azul, con un cuello plisado, las mangas amplias ajustadas en los puños y adornadas de un pequeño bordado blanco, tocado de un antiguo sombrero de copa alta donde el pelo rojizo parecía cerda, tenía en una mano un inmenso paraguas verde, y en la otra un canasto grande que dejaba asomar las cabezas alarmadas de tres patos. La mujer, rígida en su atavío rustico, tenía fisonomía de gallina con una nariz puntiaguda como un pico. Se sentó al frente de su hombre y permaneció sin moverse, impresionada de encontrarse en medio de una compañía tan elegante.
Había, en efecto, dentro del vagón, un resplandor de colores brillantes. Madame toda en azul, en seda azul de pies a cabeza, llevaba encima un chal de falsa cachemira francesa, roja, relumbrante, fulgurante. Fernanda resoplaba dentro de un vestido escocés cuyo corpiño apretado a toda fuerza por sus compañeras levantaba sus caídos pechos en una doble cúpula siempre agitada que parecía líquido bajo la ropa.
Rafaela, con un tocado emplumado que simulaba un nido lleno de pájaros, llevaba un vestido lila, con lentejuelas doradas, con un aire oriental que se ajustaba a su fisonomía de judía. Rosa la Jaca, con falda rosa de amplios vuelos, parecía una niña demasiado gorda, una enana obesa; las dos bombas parecían estar envueltas en ropas extrañas hechas de viejas cortinas de ventanales, de esas viejas cortinas rococó de la época de la Restauración.
Tan pronto las damas dejaron de estar solas en el compartimiento, tomaron una expresión grave, y se pusieron a hablar de cosas relevantes para dar una buena impresión. Pero en Bolbec apareció un señor con patillas rubias, con unas sortijas y una cadena de oro, que puso en el portaequipaje sobre su cabeza muchos paquetes envueltos en tela de hule.
Tenía un aspecto de bromista y niño bueno. Saludó, sonrió y preguntó con desenfado:
-¿Las damas cambian de guarnición?
Esta pregunta dejó en el grupo una confusión embarazosa. Madame, una vez recuperado el aplomo, respondió secamente, para vengar el honor del gremio:
-Usted podría ser más educado.
Él se excusó:
-Perdón, debí decir de convento.
Madame no encontró nada que replicar, o juzgó que la rectificación era suficiente. Hizo un saludo digno apretando los labios.
Entonces el señor, que se encontraba entre Rosa la Jaca y el viejo campesino, se puso a guiñarles los ojos a los tres patos cuyas cabezas salían del canasto; luego, cuando sintió que había interesado a su público, comenzó a hacer cosquillas a los animales bajo el pico, acompañándolo de dichos jocosos para divertir a la concurrencia:
-Nos han quitado nuestra la-lagunita ¡Cua! ¡cua! ¡cua! Para encontrarnos con el asa-asador, ¡Cua! ¡cua! ¡cua!
Los pobres animales torcían el cuello para evitar las caricias, haciendo ingentes esfuerzos para salir de su prisión de mimbre; luego, repentinamente, los tres al mismo tiempo lanzaron un miserable grito de aflicción: “¡Cua! ¡cua! ¡cua! ¡cua!” Entonces hubo una explosión de risas entre las mujeres. Se agachaban, se empujaban para ver; se interesaron locamente en los patos; y el señor redoblaba su gracia, su ingenio y sus bromas.
Rosa se cruzó y se recostó entre las piernas de su vecino, besó a los tres animales sobre el pico. Inmediatamente cada mujer quiso besarlos a su turno; y el señor las sentaba sobre sus rodillas, las hacía saltar, las piñizcaba; pronto ya las tuteaba. Los dos campesinos, más espantados que sus aves, movían sus ojos enloquecidos sin osar hacer el menor movimiento y sus viejos rostros arrugados no hacían una sonrisa o una mueca.
Entonces el señor, que era vendedor viajero, ofreció como broma unos tirantes a las damas, y, tomando uno de sus paquetes, lo abrió. Era una artimaña, el paquete contenía ligas.
Las había enseda azul, en seda roja, en seda violeta, en seda malva, en seda escarlata, con unas hebillas de metal formadas por dos cupidos enlazados y dorados. Las chicas lanzaron gritos de alegría, luego examinaron el muestrario, imbuidas de la gravedad natural de toda mujer que palpa un objeto de vestir. Se consultaban con la mirada o con una palabra cuchicheada, se respondían a sí mismas, y Madame manipulaba con ansia un par de ligas naranjas, más grandes, más imponentes que las otras: verdaderas ligas de patrona.
El señor esperaba, alimentando una idea:
-Vamos, mis gatitas, debemos probarlas -dijo.
Fue una tempestad de exclamaciones; y ellas se tiraron sus faldas entre sus piernas como si hubiesen temido una violación. Él, tranquilo, esperaba su hora. Dijo:
-Si ustedes no quieren, yo reempaco.
Luego finalmente:
-Yo regalaría un par, a elección, a las que se probaran.
Pero ellas no querían, muy dignas, con el talle levantado. Las dos Bombas, sin embargo, parecían tan tristes que renovó la proposición. Flora Columpio sobre todo, torturada de deseo, dudaba visiblemente. Él la presionó:
-Vamos, mi hija, un poco de coraje, toma, el par lila, irá bien con tu vestido.
Entonces se decidió y, levantando su falda, mostró una robusta pierna de vaquero, con una media burda mal estirada.
El señor se agachó, abrochó la liga bajo la rodilla primero, después más arriba; le hacía cosquillas suavemente a la muchacha, para hacerle emitir grititos con unos bruscos estremecimientos. Cuando terminó, le dio el par lila y dijo:
-¿A quién le toca?
Todas gritaron al mismo tiempo:
-¡A mí! ¡a mí!
Comenzó por Rosa la Jaca, que descubrió una cosa informe, completamente redonda, sin tobillo, una verdadera “salchicha de pierna”, como decía Rafaela.
Fernanda fue felicitada por el vendedor entusiasmado de sus poderosas columnas. Las flacas tibias de la bella judía fueron menos exitosas. Luisa Cocote, por broma, cubrió al señor con su falda, y Madame se sintió obligada a intervenir para terminar con esa farsa embarazosa. Por fin la propia Madame estiró su pierna, una bella pierna Normanda, gruesa y musculosa; y el vendedor, sorprendido y encantado, se sacó galantemente su sombrero para saludar aquella ejemplar pantorrilla, como un verdadero caballero francés.
Los dos campesinos, paralizados, inmovilizados por el estupor, miraban de lado, con un solo ojo; se parecían tanto a los pollos que el hombre de las patillas rubias, parándose, les hizo en la nariz “Co co ro có”, desatándose de nuevo un huracán de risas.
Los viejos se bajaron en Motteville, con su canasto, sus patos y su paraguas; y se escuchó a la mujer decir a su marido al alejarse:
-Son pécoras que van a ese diabólico París.
El simpático vendedor Porteballe se bajó en Rouen, después de comportarse tan grosero que Madame se vio obligada a ponerlo bruscamente en su lugar. Agregó como moraleja:
-Nos enseña a no hablar con el primero que venga.
En Oissel cambiaron de tren, y en la estación siguiente encontraron al señor José Rivet que les esperaba con una carreta grande llena de asientos y tirada por un caballo blanco.
El carpintero besó educadamente a todas las damas y les ayudó a subir en su carreta. Tres se sentaron sobre las tres sillas del fondo; Rafaela, Madame y su hermano sobre los tres asientos de adelante; y Rosa no halló dónde sentarse, instalándose como pudo en las rodillas de la gran Fernanda; luego el equipaje se puso en marcha. Pero muy pronto, el trote brusco del caballo sacudía tan violentamente el vehículo que las sillas comenzaron a bailar, tirando las pasajeras al aire, a la derecha, a la izquierda, con unos movimientos de peleles, de muecas de alarma, de gritos de terror, combinado de vez en cuando con unas sacudidas más fuertes. Se aferraron a los costados del vehículo; los sombreros caídos en la espalda, sobre la nariz o hacia los hombros; y el caballo blanco iba siempre, alargando la cabeza, la cola erecta, una colita de ratón sin pelo con la cual se golpeaba las ancas de vez en cuando. José Rivet, con un pie apoyado en el pescante, la otra pierna replegada sobre sí mismo, los codos muy elevados, sostenía las riendas, y de su garganta escapaban constantemente una suerte de cloqueo que hacía parar las orejas al jaco, y apurar su trote.
De ambos lados del camino la campiña verde se desbordaba. Las colzas en flor mostraban de trecho en trecho un mantel amarillo ondulante de donde se elevaba un saludable y fuerte aroma, un perfume penetrante y dulce, transportado desde muy lejos por el viento. Entre el centeno ya crecido unos arándanos mostraban sus pequeñas cabezas azul celeste que las mujeres quisieron recoger, pero el señor Rivet no quiso detenerse.
Luego, de vez en cuando, un campo todo entero parecía regado de sangre de tanto que las amapolas lo habían invadido. Y al medio de esas praderas coloreadas así por las flores de la tierra, la carreta, que pasaba llevando ella misma un ramo de flores de colores más ardientes, pasaba al trote del caballo blanco, desapareciendo detrás de los grandes árboles de una granja, para reaparecer al fondo del follaje y caminar de nuevo a través de los campos amarillos y verdes, salpicados de rojo o de azul, la brillante carretada de mujeres que huían bajo el sol.
Dieron la una cuando llegaron a la puerta del carpintero.
Estaban exhaustas y pálidas de hambre, no habían tomado nada desde la salida. La señora Rivet se abalanzó, las hizo descender una después de la otra, las besaba inmediatamente que tocaban tierra; y no perdía oportunidad de besar a su cuñada, que quería acaparar. Comieron en el taller desocupado de las mesas de trabajo por el almuerzo del día siguiente.
Una tortilla francesa casera seguida de una carne asada, regada de buena sidra burbujeante, devolvió la alegría a todo el mundo. Rivet, para brindar, tenía tomado un vaso, y su mujer servía, cocinaba, traía los platos, los retiraba, murmuraba en la oreja de cada una “¿No quiere un poco más?” Una pila de tablas apoyadas en las paredes y unos montoncitos de virutas barridos en la esquina despedían un perfume de madera cepillada, un olor a carpintería, esa inhalación resinosa que penetra al fondo de los pulmones.
Preguntaron por la pequeña pero estaba en la iglesia, no regresó hasta la tarde.
El grupo salió para hacer un paseo por el pueblo. Era un pueblito atravesado por una calle ancha. Una decena de casas en fila a lo largo de esta única vía cobijaba a los comerciantes del lugar, el carnicero, el abacero, el carpintero, el tabernero, el zapatero y el panadero. La iglesia al fondo de esta suerte de calle estaba rodeada de un estrecho cementerio; y cuatro tilos inmensos, plantados delante de su portal, la ensombrecían completamente. Estaba construida en pedernal tallado, sin ningún estilo, y coronada de un campanario de pizarra. Detrás de ella la campiña volvía a aparecer, recortada, aquí y allá por arboledas escondiendo las granjas.
Rivet, por etiqueta, aunque vestía ropa de trabajo, daba el brazo a su hermana que paseaba majestuosamente. Su mujer, muy emocionada por el vestido de lentejuelas doradas de Rafaela, se ubicó entre ella y Fernanda. Rosa la glotona trotaba detrás con Luisa la Cocote y Flora Columpio, que cojeaba, extenuada.
Los vecinos salían a las puertas, los niños detenían sus juegos, una cortina levantada dejó entrever una cabeza tocada de un gorro de indiana; una vieja con muleta y casi ciega se santiguó como al paso de una procesión; y todos seguían mirando por largo tiempo a las hermosas damas de la ciudad que habían venido de tan lejos para la primera comunión de la pequeña de José Rivet. Una inmensa consideración recaía sobre el carpintero.
Al pasar delante de la iglesia, escucharon los cantos de los niños: un cántico gritado hacia el cielo por unas vocecitas agudas; pero Madame les impidió entrar, para no perturbar a aquellos querubines.
Después de un paseo por la campiña, y después de enumerar las principales propiedades, el rendimiento de la tierra y la producción de ganado, José Rivet retornó a su rebaño de mujeres y lo instaló en sus alojamientos.
Como el lugar era muy pequeño, se les había repartido de dos en dos en las habitaciones.
Rivet, por esta vez, dormiría en el taller sobre las virutas; su mujer compartiría su cama con su cuñada, y en el dormitorio del lado, Fernanda y Rafaela descansarían juntas, Luisa y Flora se encontraban instaladas en la cocina sobre unos colchones tirados en el suelo y Rosa ocupaba un pequeño clóset negro al lado de la escalera, encontrado con un armario estrecho donde yacería esa noche la comulgante.
Cuando la niña regresó, le llegó una lluvia de besos; todas las mujeres la querían acariciar, con esa necesidad de expansión tierna, esa actitud profesional de cariño, que en el vagón les había hecho a todas besar los patos. Cada una la sentó en sus rodillas, manosearon sus finos cabellos rubios, la estrecharon en sus brazos con ímpetus de afección vehemente y espontáneos. La niña muy prudente, compenetrada de piedad, como inconmovible por la absolución, se dejaba hacer, paciente y contemplativa.
Como la jornada había sido agotadora para todos, se acostaron muy pronto después de cenar. Ese silencio infinito de los campos envuelve al pueblito de una manera casi religiosa, es un silencio quieto, penetrante y extenso hasta las estrellas. Las muchachas, acostumbradas a las tumultuosas veladas del hotel galante, se sentían emocionadas por este silencio de descanso de la campiña dormida. Tenían escalofríos en la piel, no de frío, sino estremecimientos de soledad que provenían de un corazón inquieto y turbado.
En seguida que se acostaron, de dos en dos, se abrazaron como para protegerse de esta invasión de calma y profundo sueño de la tierra. Pero Rosa la Jaca, sola en su clóset negro, y poco acostumbrada a dormir con los brazos vacíos, se sentía embargada por una emoción vaga y dolorosa. Se revolvía en su cama sin poder dormir, cuando escuchó, detrás del tabique de madera pegada a su cabeza, unos débiles sollozos como los de un niño que llora. Temerosa, llamó débilmente, y una vocecita entrecortada la respondió. Era la niña que dormía siempre en el dormitorio de su madre; tenía miedo en su desván estrecho. Rosa, encantada, se levantó, y suavemente, para no despertar a nadie, fue a buscar a la niña. La trajo a su cama cálida, la apretujó contra su pecho en un abrazo, la mimó, la envolvió de su ternura de manifestaciones exageradas, luego, ya calmada, se durmió. Al amanecer la comulgante reposaba su frente sobre el seno desnudo de una prostituta.
A las cinco, al Ángelus, la pequeña campana de la iglesia sonando a todo repique despertó a estas damas que dormían normalmente la mañana entera, único descanso de sus fatigas nocturnas. Los campesinos de la aldea estaban ya en pie. Las mujeres del lugar iban afanosas de puerta en puerta, charlando animosamente, llevando con cuidado unos vestidos cortos de muselina almidonada como cartón, o unos cirios enormes, con un lazo de seda con franjas de oro en el medio. El sol ya alto brillaba en un cielo completamente azul que mantenía en el horizonte un tinte un poco rosado, como una huella tenue de la aurora. Familias de gallinas se paseaban delante de sus casas, y, de vez en cuando, un gallo negro de cuello brillante levantaba su cabeza coronada de púrpura, batía las alas, y lanzaba al viento su canto de bronce que repetían los otros gallos.
Llegaron unos carruajes de los municipios vecinos, descargando en las pisaderas de las puertas las altas normandas en vestidos oscuros, con el chal cruzado sobre el pecho afirmado por una joya de plata antiquísima. Los hombres habían puesto el guardapolvo azul sobre la levita o sobre el viejo vestido de tela verde cuyos faldones asomaban por debajo.
Cuando los caballos estuvieron en las pesebreras, había a lo largo de todo el ancho camino una doble línea de cacharros rústicos, carretas, cabrioles, tílburis, carros con asientos, coches de todas las formas y de todas las edades, apoyados de punta o bien con el culo por tierra y los varales al cielo.
La casa del carpintero estaba llena de una actividad de colmena. Las damas en bata y enagua, el pelo suelto sobre la espalda, unos cabellos ralos y cortos que se diría descoloridos y raídos por el uso, se ocupaban de vestir a la niña.
La pequeña, de pie sobre una mesa, no se movía, mientras que madame Tellier dirigía su batallón volante. La lavaron, la peinaron, le pusieron la toca, la vistieron y con la ayuda de muchos alfileres ordenaron los pliegues del traje, ajustaron el talle demasiado ancho, arreglaron la elegancia del atuendo. Luego que terminaron, se hizo sentar la paciente recomendándole no moverse; y la tropa de mujeres nerviosas corrieron a ataviarse a su vez.
La pequeña iglesia volvía a llamar. Su tañido débil de campana pobre ascendía perdiéndose en el cielo, como una voz demasiado feble, rápidamente ahogada en la inmensidad azulada.
Las comulgantes salían de sus casas, dirigiéndose hacia el edificio comunal que contenía las dos escuelas y la alcaldía, situado a un extremo del pueblo, mientras que “la casa de Dios” estaba al otro extremo.
Los parientes, de gala pero con una expresión incómoda y unos movimientos torpes de cuerpos siempre encorvados sobre el trabajo, seguían a sus retoños. Las niñas desaparecían en una nube de tul blanco parecido a la crema batida, mientras que los niños parecían embriones de camareros de café, caminaban con las piernas separadas para no manchar sus pantalones negros.
Era un honor para la familia cuando un gran número de parientes, venidos de lejos, rodeaba al niño: de esta manera el triunfo del carpintero era completo. El regimiento Tellier, patrona a la cabeza, seguía a Constanza; el padre daba el brazo a su hermana, la madre caminaba al lado de Rafaela, Fernanda con Rosa, y las dos Bombas juntas, la tropa se desplegaba majestuosamente como un estado mayor en uniforme de parada.
El efecto en el pueblo fue pasmoso.
En la escuela las niñas se organizaron bajo la toca de la monja y los muchachos bajo el sombrero del profesor, un hombre buen mozo que se las traía; partieron atacando un cántico.
Los niños a la cabeza formaban sus dos filas entre las dos líneas de coches sin caballos; las niñas seguían en el mismo orden; como todos los vecinos habían cedido el paso a las damas de la ciudad por respeto, ellas quedaron inmediatamente detrás de los pequeños, prolongando aún más la línea de la procesión, tres a la izquierda y tres a la derecha, con sus atavíos brillantes como un ramillete de fuegos artificiales.
Su entrada en la iglesia enloqueció a la población. Se empujaban, se daban vuelta, se empinaban por verlas. Y las devotas hablaban demasiado alto, estupefactas por el espectáculo de estas damas más engalanadas que las casullas de los cabildos. El alcalde ofreció su banca, la primera banca a la derecha junto al coro, y madame Tellier se ubicó junto a su cuñada, Fernanda y Rafaela. Rosa la Jaca y las dos Bombas ocuparon la segunda banca junto al carpintero. El coro de la iglesia estaba lleno de niños de rodilla, las niñas a un lado y los niños al otro, y los largos cirios que sostenían en sus manos parecían lanzas inclinadas en todas direcciones.
Ante el facistol, tres hombres de pie cantaban a toda voz. Prolongaban interminablemente las sílabas del latín sonoro, eternizando los amén con unas a-a indefinidas que el serpentón sostenía con su nota monótona impelida sin fin, bramado por el instrumento de cobre de ancho hocico. La voz aguda de un niño replicaba, y de vez en cuando, un sacerdote sentado en un sitial y tocado con una birreta cuadrada se levantó, barbullando alguna cosa y sentándose de nuevo, mientras que los tres cantores comenzaban nuevamente, los ojos fijos sobre el grueso libro de cantos abierto ante ellos y sostenido por las alas desplegadas de un águila de madera montada sobre el pedestal.
Luego se hizo un silencio. Todos los presentes al mismo tiempo se pusieron de rodillas, apareció el oficiante, anciano, venerable, con su pelo blanco, inclinado sobre el cáliz que sostenía en su mano derecha. Delante de él caminaban los dos monaguillos en sotanas rojas, y detrás apareció una muchedumbre de cantores con gruesos zapatos que se alinearon a ambos lados del coro.
Una campanilla sonó en medio de un gran silencio. El oficio divino comenzaba. El sacerdote circuló lentamente delante del tabernáculo de oro, hizo unas genuflexiones, salmodió con una voz cascada, temblorosa de vejez, las oraciones preparatorias. En cuanto se callaba, todos los cantores y el serpentón rompían al unísono, y los hombres también cantaban en la iglesia, con una voz más callada, más humilde, como deben cantar los feligreses.
De pronto el Kyrie Eleison saltó hacia el cielo, empujado por todos los pechos y los corazones. Unos granitos de polvo y fragmentos de madera carcomida cayeron incluso de la antigua bóveda sacudida por esta explosión de gritos. El sol que golpeaba sobre las tejas del techo hacía un horno de la pequeña iglesia; una gran emoción, una expectante ansiedad, la proximidad del inefable misterio, oprimía el corazón de los niños, apretando la garganta de sus madres.
El sacerdote, que se había sentado un rato, volvió hacia el altar, y, la cabeza descubierta, cubierta de sus cabellos de plata, con unos gestos trémulos, se acercaba al acto sobrenatural.
Se volvió hacia los fieles, y, con las manos extendidas hacia ellos, pronunció: “Orate, fratres, orad mis hermanos”. Todos oraron. El anciano cura balbucía las palabras misteriosas y supremas; la campanilla tintineó repetidamente, la muchedumbre prosternada clamaba a Dios; los niños caían en una intensa ansiedad.
Fue entonces cuando Rosa, la frente en sus manos, se acordó de repente de su madre, la iglesia de su pueblo, su primera comunión. Se creyó de vuelta a aquel día cuando era pequeña, toda envuelta en su vestido blanco, y se puso a llorar. Lloró quedamente primero; las lágrimas lentamente salían de sus párpados, luego con sus recuerdos, su emoción en aumento, y, el cuello hinchado, el pecho palpitando, sollozó. Había sacado su pañuelo, secado sus ojos, se tapaba la nariz y la boca para no gritar; todo fue en vano; una especie de gemido salió de su garganta, y otros dos suspiros profundos, desgarradores, le respondieron; porque sus dos vecinas, abatidas junto a ella, Luisa y Flora, cogidas de los mismos recuerdos lejanos gemían también con torrentes de lágrimas.
Como las lágrimas son contagiosas, Madame, a su vez, sintió pronto sus párpados húmedos, y se volvió hacia su cuñada. Vio que toda su banca lloraba también.
El sacerdote engendraba el cuerpo de Dios. Los niños ya no pensaban, lanzados sobre las baldosas por una especie de miedo devoto, y, en la iglesia, de tanto en tanto, una mujer, una madre, una hermana, tomada por la extraña simpatía de tiernas emociones, perturbadas también por estas hermosas damas de rodillas que se estremecían de emoción e hipos, empapaban sus pañuelos de indiana a cuadros y con la mano izquierda apretaban violentamente su corazón desbocado.
Como la pavesa que salta esparce el fuego a través de un sembrado maduro, las lágrimas de Rosa y sus compañeras se extendieron a toda la concurrencia. Hombres, mujeres, viejos, jóvenes en blusón nuevo, todos pronto sollozaban, y sobre sus cabezas parecía flotar una cosa sobrehumana, un alma expandida, el hálito prodigioso de un ser invisible y todopoderoso.
Entonces, en el coro de la iglesia, un pequeño golpe seco sonó: la monja, golpeando sobre su libro, dio la señal de la comunión; y los niños, temblando de una fiebre divina, se aproximaron a la santa mesa.
Toda una fila se arrodilló. El anciano cura, sosteniendo en la mano el cáliz de plata dorado, pasaba delante de ellos su ofrenda: entre dos dedos, la hostia sagrada, el cuerpo de Cristo, la redención del mundo. Ellos abrían la boca con unos espasmos, unas muecas nerviosas, los ojos cerrados, la cara totalmente pálida; y la lengua plana extendida sobre sus barbillas temblorosas como el agua que corre.
Súbitamente en la iglesia una suerte de locura, un rumor de muchedumbre en delirio, una tempestad de suspiros con unos gritos contenidos. Pasaba como esas ráfagas de viento que abaten los bosques; y el sacerdote permanecía de pie, inmóvil, una hostia en la mano, paralizado por la emoción, diciendo:
-Es Dios, es Dios que está entre nosotros, que manifiesta su presencia, que desciende a mi voz sobre su pueblo arrodillado.
Y balbució unas oraciones atolondradas, sin encontrar las palabras; unas plegarias del alma, en un ímpetu furioso hacia el cielo.
Terminó de dar la comunión con tanta sobreexcitación de fe que sus piernas casi no lo sostenían, y cuando él mismo bebió la sangre del Señor, se sumergió en un acto de agradecimiento desesperado.
Detrás de él la gente, poco a poco, se calmó. Los cantores, elevados por la dignidad de la sobrepelliz blanca, replicaban con una voz menos segura, aún húmeda; y el serpentón también parecía ronco como si el instrumento mismo hubiese llorado.
Entonces el sacerdote levantó las manos, en un signo de que se quedaran quietos, y pasando entre las dos filas de comulgantes perdidos en éxtasis de bondad, se aproximó a la baranda del coro.
La asamblea estaba sentada en medio de un ruido de asientos, y todos se sonaban con fuerza. Cuando percibieron al cura, se hizo un silencio. Comenzó a hablar en un tono muy bajo, vacilante, velado.
-Mis queridos hermanos, mis queridas hermanas, mis niños, estoy agradecido desde el fondo del corazón: Me han dado la más grande alegría de mi vida. Sentí que Dios descendió sobre nosotros a mi llamado. Él vino, está presente, llenó vuestras almas, hizo desbordar vuestros ojos. Soy el más antiguo sacerdote de la diócesis, soy también, hoy día, el más feliz. Un milagro se ha hecho entre nosotros, un verdadero, un gran, un sublime milagro. Mientras Jesucristo penetraba por primera vez en el cuerpo de estos pequeños, el Espíritu Santo, la paloma celeste, el soplo de Dios, cayó sobre vosotros, se apoderó de vosotros, ustedes se abrazaron, doblegados como cañas ante la brisa.
Luego, con una voz más clara, se volvió hacia las dos bancas donde se encontraban las invitadas del carpintero:
-Gracias sobre todo a ustedes, mis queridas hermanas, que han venido de tan lejos, y cuya presencia entre nosotros, cuya fe visible, cuya piedad tan viva ha sido para todos un saludable ejemplo. Ustedes han sido la edificación de mi parroquia; vuestra emoción ha enfervorizado los corazones; sin ustedes, puede ser, esta gran jornada no habría sido de este carácter verdaderamente divino. Ha sido suficiente algunas veces sólo de una pequeña elite para decidir al Señor a descender sobre el rebaño.
Se le quebró la voz. Agregó:
-Es la gracia que yo anhelo. Así sea.
Y se volvió hacia el altar para terminar el oficio.
Ahora todos tenían prisa por salir. Los propios niños se movían, cansados de la prolongada tensión espiritual. Estaban famélicos, por lo demás, y los parientes, poco a poco, se iban, sin escuchar el último evangelio, para terminar los preparativos de la comida.
Era una muchedumbre a la salida, una muchedumbre bulliciosa, una mezcla de voces ruidosas donde cantaba el acento normando. La gente formaba dos filas, y cuando aparecían los niños, cada familia se precipitaba al suyo.
Constanza se encontró tomada, rodeada, abrazada por toda la familia de mujeres. Rosa, sobre todas, no dejaba de abrazarla. Finalmente ella la tomó de una mano, madame Tellier se apoderó de la otra; Rafaela y Fernanda levantaban su larga falda de muselina para que no la arrastrara por el polvo; Luisa y Flora cerraban la marcha con la señora Rivet; y la niña, recogida, penetrada totalmente por el Dios que ella portaba, se puso en camino en medio de esta escolta de honor.
El banquete estaba servido en el taller sobre grandes planchas sostenidas por unos caballetes.
La puerta abierta, dando sobre la calle, dejaba entrar toda la alegría del pueblo. Se festejaba en todas partes. En cada ventana se veía unas mesas de gente endomingada, y unos gritos salían de las casas en fiesta. Los campesinos, en brazos de camisa, bebían sidra vaciando las copas al seco, y en medio de cada reunión se veían dos niños, aquí dos niñas, allá dos muchachos, comiendo en cada una dos familias.
De vez en cuando, bajo el pesado calor de mediodía, una carreta de bancos atravesaba el lugar al trote saltarín de un viejo rocín, y el hombre en blusón que conducía lanzaba una mirada de envidia sobre todo este despliegue de fiesta.
En la casa del carpintero la alegría guardaba un cierto aire de reserva, un resto de la emoción de la mañana. Rivet bebía sin medida. Madame Tellier miraba la hora a cada rato, porque para no tomar dos días seguidos sin trabajar debían tomar el tren de las 3:55 que las dejaría en Fécamp por la noche.
El carpintero hacía toda clase de esfuerzos para distraer la atención y mantenerlas hasta el día siguiente; pero Madame no se dejaba distraer; ella nunca bromeaba cuando se trataba de negocios.
Inmediatamente terminado el café, ordenó a sus asiladas se prepararan rápidamente; luego se volvió a su hermano:
-Tú, te vas a aparejar ahora -y se fue a terminar sus últimos preparativos.
Cuando bajó, su cuñada la esperaba para hablar acerca de la pequeña; y mantuvieron una larga conversación en la cual nada se resolvió. La campesina astuta, falsamente enternecida, y madame Tellier, que tenía a la niña en sus rodillas, no se comprometía a nada, prometía vagamente; se ocuparía de ella, había tiempo, se volverían a ver.
Mientras tanto el coche no llegaba, y las mujeres no bajaban; se escuchaban grandes risotadas, empujones, explosiones de gritos, aplausos. Entonces, mientras la esposa del carpintero se dirigía al establo para ver si el vehículo estaba listo, Madame finalmente subió.
Rivet, muy borracho y a medio desvestir, trataba, pero en vano, de violentar a Rosa que se moría de la risa. Las dos Bombas lo retenían por los brazos, tratando de calmarlo, espantadas por esta escena después de la ceremonia de la mañana; pero Rafaela y Fernanda lo incitaban, retorcidas de jolgorio, se mantenían a los lados; lanzaban gritos agudos a cada uno de los esfuerzos inútiles del borrachín. El hombre furioso, la cara roja, todo desguañangado, sacudía con violentos esfuerzos a las dos mujeres aferradas a él, y tiraba con toda sus fuerzas las faldas de Rosa farfullando “¿Puta, no quieres?” Pero Madame, indignada, saltó, tomó a su hermano por los hombros, y lo tiró hacia atrás tan violentamente que fue a golpear contra el muro.
Un minuto más tarde, se le escuchó en el patio, bombeándose agua en la cabeza; cuando subió a su carreta, estaba totalmente calmado.
Se pusieron en camino como en la víspera, y el caballito blanco comenzó su paso vivo y danzarín.
Bajo el sol ardiente, la alegría dormida durante la comida se liberó. Las muchachas se divertían ahora de las sacudidas del cacharro, empujando ellas mismas las sillas de sus vecinas, estallando de risa en todo momento, recordando las vanas tentativas de Rivet.
Una luz salvaje llenaba los campos, una luz que enceguecía los ojos; y las ruedas levantaban dos polvaredas que volaban largo tiempo detrás de la carreta sobre la gran vía.
De repente Fernanda, que amaba la música, suplicó a Rosa que cantara; ella entonó vigorosamente “El gordo cura de Meudon”. Pero Madame inmediatamente la hizo callar, encontrando que era una canción poco conveniente para ese día. Agregó:
-Cántanos mejor alguna cosa de Béranger.
Entonces Rosa, después de haber dudado algunos segundos, hizo su elección y con una voz cansada comenzó “La abuela”:
Mi abuela, una noche de su santo
había bebido dos dedos de vino puro
Nos decía, meneando la cabeza:
Qué de amores yo tuve en aquellos tiempos
Cuánto extraño
Mi brazo tan rellenito
Mi pierna bien torneada
Y el tiempo ido
Y el coro de muchachas, que Madame personalmente dirigía, replicaba:
Cuánto extraño
Mi brazo tan rellenito
Mi pierna bien torneada
Y el tiempo ido
-¡Eso está bueno!-dijo Rivet, entusiasmado por el ritmo; y Rosa continuó:
Cómo, mamita, tú no tenías recato
-¡No verdaderamente! y mis encantos
Sola a los quince años, aprendí a usarlos
Porque, en la noche yo no dormía
Todos juntos coreaban el estribillo; Rivet golpeaba con el pie el pescante, llevaba el ritmo con las riendas sobre las ancas del caballito blanco quien, como si hubiera sido impulsado por el ritmo, se puso al galope, un galope tempestuoso, precipitando a las damas unas sobre las otras en el fondo de la carreta.
Ellas se pusieron a reír como unas locas. Y la canción continuó, vociferada a grito pelado a través de la campiña, bajo un cielo abrasador, en medio de unos cultivos maduros, al paso furioso del caballito que aceleraba ahora a cada repetición del estribillo, y picaba cada vez cien metros de galope, con gran alegría de los viajeros.
De vez en cuando, algún cantero se enderezaba, y miraba a través de su máscara de alambres a esta carreta furiosa y rugiente, seguida por la polvareda.
Cuando descendieron en la estación, el carpintero se emocionó:
-Es una pena que ustedes se vayan, lo habríamos pasado muy bien.
Madame le respondió sensatamente:
-Cada cosa a su tiempo, no puede ser siempre solo diversión.
Entonces una idea iluminó la mente de Rivet.
-Vean, yo las iré a ver a Fécamp el mes próximo -dijo.
Miró a Rosa con un aire astuto, con ojos brillantes y de granuja.
-Vamos -concluyó Madame-, hay que ser bueno: Puedes venir si tú quieres, pero no hagas tonterías.
No respondió, y como se escuchó silbar al tren, se puso a besar a todas. Cuando le tocó a Rosa, se empeñó en encontrar su boca que ella, riendo detrás de sus labios cerrados, lo evitaba cada vez con un rápido movimiento de lado. La tenía abrazada; pero no podía lograrlo, debido a su gran látigo que tenía en su mano y que en sus esfuerzos agitaba desesperadamente tras la espalda de la muchacha.
-Los pasajeros para Rouen, embarcarse -gritó el asistente del conductor. Se subieron.
Un corto pitido se escuchó, repetido enseguida por el resoplido potente de la locomotora que escupió ruidosamente su primer chorro de vapor mientras las ruedas comenzaban a rodar lentamente con gran esfuerzo.
Rivet, solo en el interior de la estación, corrió al andén para ver una vez más a Rosa; y a medida que el carro lleno de mercancía humana pasaba delante de él, se puso a restallar el látigo, saltando y cantando con toda sus fuerzas:
Cuánto extraño
Mi brazo tan rellenito
Mi pierna bien torneada
Y el tiempo ido
Luego miraba perderse a lo lejos un pañuelo blanco que alguien agitaba.


III
Durmieron hasta que llegaron, con un sueño apacible de conciencias satisfechas; y cuando entraron al albergue, refrescadas, descansadas para el trabajo de la noche, Madame no tuvo empacho en decir:
-Es lo de menos, ya me aburría esa casa.
Cenaron pronto, y cuando se hubieron puesto los trajes de combate esperaron a los clientes habituales; y el pequeño farol iluminaba, el pequeño farol de virgen, indicando a los transeúntes que en la majada estaba de vuelta el rebaño.
En un abrir y cerrar de ojos la noticia se difundió, no se supo cómo, no se supo por qué el señor Philippe, el hijo del banquero, tuvo la amabilidad de avisar por un mensajero al señor Tournevau, prisionero en su familia.
El salador tenía justamente cada domingo varios primos a cenar, estaban en el café cuando un hombre se presentó con un mensaje en la mano. El señor Tournevau, muy nervioso, rompió el sobre y se puso pálido: No había más que estas palabras trazadas con un lápiz: “El cargamento de bacalao regresó; el barco entró a puerto; buen negocio para usted. Venga rápido”.
Buscó en sus bolsillos, dio veinte centavos al mensajero y enrojeciendo hasta las orejas dijo:
-Es necesario, debo salir.
Le entregó a su mujer la esquela lacónica y misteriosa. Llamó, luego, cuando apareció la sirvienta:
-Mi abrigo, pronto, rápido y mi sombrero.
Apenas estuvo en la calle se puso a correr silbando una melodía, y el camino le parecía dos veces más largo de tanto que era su impaciencia.
El establecimiento Tellier tenía un aire festivo. En el piso bajo las voces ruidosas de los hombres del puerto hacían un ensordecedor griterío. Luisa y Flora no sabían a quién atender, bebían con uno, bebían con otro, mereciendo más que nunca sus sobrenombres de “las dos Bombas”. Se las llamaba de todas partes a la vez; no daban abasto para el trabajo, y la noche para ellas se anunciaba ajetreada.
La tertulia del primero estuvo completa a las nueve. El señor Vasse, el juez del tribunal de comercio, el pretendiente habitual pero platónico de Madame, conversaba muy bajito con ella en una esquina; y sonreían ambos como si a un entendimiento se hubiera llegado esta vez. El señor Poulin, el ex alcalde, tenía a Rosa a caballo en sus piernas; y ella nariz con nariz con él, pasaba sus manos cortas por las patillas blancas del viejecillo. Un extremo de muslo desnudo sobresalía por debajo de la falda de seda amarilla levantada, cortando el paño negro del pantalón, y las medias rojas estaban sujetas por unas ligas azules, regalo del vendedor viajero.
La gorda Fernanda, tendida sobre el sofá, tenía los dos pies sobre la barriga del señor Pimpesse, el recaudador de impuestos, y el torso sobre el chaleco del joven señor Philippe, del cual colgaba al cuello su mano derecha, mientras en la izquierda tenía un cigarrillo.
Rafaela parecía estar en tratos con el señor Dupuis, el agente de seguros, y ella terminaba la conversación con estas palabras:
-Sí, mi amor, esta noche, está bien.
Luego hizo sola un pie de vals rápido a través del salón:
-Esta noche todo lo que quieran -gritó ella.
La puerta se abrió bruscamente y el señor Tournevau apareció. Unos gritos de entusiasmo estallaron: ¡Viva Tournevau! Y Rafaela, que seguía girando, fue a caer sobre su corazón. Él la tomó en un abrazo formidable, y sin decir una palabra, la levantó del piso como a una pluma, atravesó el salón, llegó a la puerta del fondo, y desapreció en las escaleras a los dormitorios con su fardo viviente, en medio de aplausos.
Rosa, que excitaba al ex alcalde, lo besaba una y otra vez y le tiraba sus dos patillas al mismo tiempo para mantener derecha su cabeza, aprovechando el ejemplo:
-Vamos, haz como él -decía.
Entonces el viejecillo se levantó y, ajustándose el chaleco, siguió a la muchacha buscando en su bolsillo donde dormía su dinero.
Fernanda y Madame quedaron solas con los cuatro hombres, y el señor Phillippe gritó:
-Yo pago la champaña. Madame Tellier, envíe a buscar tres botellas.
-Entonces Fernanda, abrazándolo, le dijo al oído:
-¿Bailemos, quieres?
Él se levantó, y, sentándose delante de la espineta centenaria, dormida en una esquina, hizo salir un vals, un vals ronco, lloroso, del vientre plañidero del instrumento. La muchacha gorda abrazó al recaudador, Madame se abandonó en los brazos del señor Vasse, y las dos parejas giraban intercambiándose besos. El señor Vasse, que había sido antaño un gran bailarín, hacía figuras, y Madame le miraba con ojos cautivadores, con esos ojos que responden “sí, un sí”, más discreto y más delicioso que una palabra.
Federico trajo el champaña. El primer corcho saltó y el señor Phillipe hizo la invitación a una contradanza.
Los cuatro bailarines la danzaron a la manera acostumbrada, adecuadamente, dignamente, con afectación, reverencias y saludos.
Después se pusieron a beber. Entonces el señor Tournevau volvió, satisfecho, confortado, radiante. Gritó:
-No sé qué le pasa a Rafaela, pero ella está perfecta esta noche.
Luego, cuando le pasaron una copa, lo bebió de un trago murmurando “Caramba, esto sí que es lujo”.
Sobre la marcha, el señor Phillipe inició una ágil polca, y el señor Tournevau se abrazó con la bella judía que tenía en el aire, sin dejar que sus pies tocaran el suelo. El señor Pimpinesse y el señor Vasse habían vuelto con un renovado impulso. De vez en cuando una de las parejas se paraba delante de la chimenea para embucharse una copa de vino espumoso; el baile amenazaba con eternizarse, cuando Rosa entornó la puerta con una palmatoria en la mano. Estaba con el pelo suelto, pantuflas, en bata de noche, animadísima, toda arrebolada:
-Quiero bailar -gritó.
Rafaela preguntó:
-¿Y tú tío?
Rosa exclamó:
-¿Él? Duerme ya, él se duerme enseguida.
Cogió al señor Dupuis que estaba libre sobre el diván, y la polca se reanudó.
Pero las botellas estaban vacías. “Yo pago una”, dijo el señor Tourmevau. “Yo también”, anunció el señor Vasse. “Lo mismo yo”, concluyó el señor Dupuis. Entonces todos aplaudieron.
La fiesta estaba armada. De vez en cuando, Luisa y Flora subían rápidamente, hacían una apresurada vuelta de vals, mientras que sus clientes, abajo, se impacientaban; luego volvían corriendo a su café, con el corazón henchido de pena.
A medianoche se bailaba aún. Algunas veces una de las muchachas desaparecía, y cuando se la buscaba para un frente a frente, se daban cuenta en ese momento que un hombre también faltaba.
-¿De dónde vienen ustedes? -preguntó graciosamente el señor Phillippe, justo en el momento que el señor Pimpesse entraba con Fernanda.
-De ver dormir al señor Poulin -contestó el recaudador.
La frase tuvo un éxito enorme y todos sucesivamente subían a ver dormir al señor Poulin con una u otra de las señoritas que se mostraron de una complacencia inusual. Madame cerraba los ojos; tenía largo ratos privados con el señor Vasse como para ultimar los detalles de un affaire ya acordado.
Finalmente, a la una, los dos hombres casados, el señor Tournevau y Pimpesse, dijeron que se retiraban, y querían saldar sus cuentas. Se les cargó solamente el champaña, y, más aún a seis francos la botella en vez de diez francos, el precio de costumbre. Y como ellos se asombraron de esta generosidad, Madame, radiante, les respondió:
-Porque no todos los días es fiesta.

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