Traducción del francés: Diego L. Sanromán.
Periódicamente, la cuestión vuelve a salir a la superficie. ¿Hay que leer a Carl Schmitt y a Heidegger? O mejor dicho: ¿se les puede leer y discutir como pensadores de envergadura cuando se conoce (¿y cómo no conocerlo?) la intensidad y, en el caso de Schmitt, la duración de su adhesión activa al nacional-socialismo, así como su contribución a su parte peor, un delirante antisemitismo? Por haber consagrado algunos años a estudiar en particular los escritos del primero de dichos autores (y leído atentamente, como cualquier filósofo de profesión, los del segundo), me gustaría señalar algunas razones por las que estos “casos” exigen una respuesta matizada y argumentada. Me limitaré únicamente a Schmitt, dejando a los numerosos especialistas en Heidegger (que, por otro lado, no se expresan con voz unánime sobre este tipo de temas) la tarea de proveer argumentos apropiados a este último caso, en parte diferente.
1. ¿Carl Schmitt fue nazi y antisemita? Evidentemente, y todo el mundo (es una manera de hablar…) lo sabe o debería saberlo desde hace tiempo. Por otro lado, él mismo hizo todo lo que estaba en su mano, en particular entre los años 1933 y 1938, para que tal cosa se supiese. El hecho de que éste haya sido también el caso de más del 80 % de los universitarios alemanes, especialmente entre los juristas y los filósofos, es un elemento que conviene tener presente, pero que en modo alguno constituye una circunstancia atenuante. Durante este periodo (aunque también más tarde: Schmitt sólo atemperó su abierta adhesión al nazismo después de Stalingrado, y aún se encuentran trazos antisemitas en algunos de sus escritos de posguerra), los textos que conforman su contribución al esfuerzo hitleriano de movilización de las conciencias son perfectamente conocidos por los juristas y los filósofos. Hace tiempo que han sido leídos, comentados y denunciados; pienso en particular, por lo que se refiere a lo años 1930-1940, en las reacciones de Löwith, de Marcuse o Lukàcs. Estos escritos nazis constituyen, en efecto, un monumento a la abyección: así lo señalaba en 1992, en mi libro sobre Hegel y Schmitt, y lo he analizado con detalle en un artículo aparecido en 1991 y, más recientemente, en otro artículo publicado en Le Débat. ¿Por qué, entonces, aquellos que, como yo mismo, han creído que, a pesar de todo, debían cierta atención a la obra de Schmitt, no han situado estos textos en el centro de sus investigaciones, como se sugiere deberían haber hecho? Sencillamente, porque estimaban (tal es, en todo caso, mi posición) que si Schmitt no hubiese escrito más que esto, no habría que dedicarle ni una sola hora de esfuerzo.
2. El problema es que no sólo escribió eso, del mismo modo que Heidegger no escribió sólo el “Discurso del Rectorado”… Si existe un “caso Schmitt” o un “caso Heidegger” es, precisamente, porque dichos autores escribieron, cada uno en su dominio, y sin querer incluirlos en absoluto en una especie de palmarés, textos que se cuentan entre los más notables y vigorosos que produjo el siglo XX. Karl Jaspers planteó muy bien el problema en un informe sobre el “caso Heidegger” escrito en 1947: “Heidegger […] forma parte, junto a Alfred Bäumler y Carl Schmitt, de esos profesores (muy diferentes entre sí) que intentaron ponerse intelectualmente a la cabeza del movimiento nacional-socialista” (citado por H. Ott, Martin Heidegger. Unterwegs zu seiner Biographie, 1988, p. 232). Añadamos lo siguiente: si creyeron poder “ponerse intelectualmente a la cabeza” del movimiento es justamente porque estaban a la cabeza de su especialidad (la filosofía, el derecho) y eran reconocidos como tales por su pares, incluidos aquellos (muy minoritarios) que no compartían su decisión. ¿Cómo explicar, si no, las muestras de interés, e incluso de admiración, prodigadas (antes de 1933) por inteligencias del calibre de Walter Benjamin, Leo Strauss y… el mismísimo Lukács? ¿Cómo explicar, si no, la persistente (y lúcida) atención que le prestan a sus escritos, entre muchos otros y bastante después de 1945, el primer Habermas, Arendt, o los historiadores Reinhart Koselleck y Christian Meier…?
3. Un experimento sencillo permite tomar la medida del problema: consiste en confrontar los escritos de Schmitt, o los de Heidegger, que datan del periodo en el que su compromiso nazi era más pleno y los textos de otros universitarios (¡y son legión!) que pusieron su pluma al servicio de los nuevos amos de Alemania, mediocres ideólogos de los que nadie se preocupa hoy, fuera de los historiadores del periodo: los Otto Koellreuter, Karl August Eckhardt y Reinhard Hoehn (juristas SS), Ernst Krieck (filósofo “oficial” del Ministerio de la Concepción del Mundo de Rosenberg), Karl Lammers (jurista, Secretario de Estado, uno de los principales artífices del arsenal de las leyes nazis) y consortes; no olvidemos que, después de todo, el propio Hans Frank (Ministro de Justicia de Hitler y más tarde Gobernador General de Polonia, condenado a muerte en Nüremberg) era un “distinguido” profesor de derecho… Tal confrontación es elocuente: de un lado, la falta absoluta de pensamiento de quienes ponen en funcionamiento una vaga habilidad retórica al servicio de teoremas extraídos de la lectura de Mein Kampf; del otro, textos que resultan tanto más temibles cuanto no se limitan casi nunca a prestar un simple servicio ideológico, a pesar del “celo del converso” de los que pueden dar muestras. Incluso el Carl Schmitt abiertamente nazi (el de Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica o el del Leviatán en la teoría de Thomas Hobbes) pueden, a pesar de todo, proveernos de materia para pensar; aquí radica toda la diferencia con respecto a los autores citados más arriba.
4. De hecho, si el “caso Schmitt”, al igual que el “caso Heidegger”, nos plantea un problema es porque manifiesta la distorsión, que puede transformarse en monstruosa, entre “teoría” y “práctica”; o, para ser más precisos, entre las exigencias intelectuales que debe satisfacer un texto teórico (filosófico, jurídico o… científico: ¡también Werner Heisenberg fue un nazi convencido!) y las exigencias políticas y morales a las que sometemos los actos de los individuos (y los textos también lo son). Que pueda darse una tensión importante entre estos dos tipos de exigencias no tiene nada de nuevo; pero ocurre que, en el caso de los autores que pusieron su pluma al servicio de Hitler, se trata de la desaparición de millones de seres humanos. Pero, como escribía el teólogo Jacob Taubes poco antes de su desaparición (ver En divergent accord, Payot/Rivales, 2003): lo que nos hace falta comprender también es cómo el nacional-socialismo pudo atraer a inteligencias de la envergadura de Heidegger o Carl Schmitt (o de Heisenberg, añadiría yo).
¿Cómo podemos librarnos de esta contradicción? Hay, en lo esencial, tres soluciones. La primera fue la que adoptó Jankélevitch cuando decidió no citar jamás a ningún filósofo alemán; esta solución es respetable, pero se asemeja, en el caso de alguien que (siguiendo los pasos de su padre, traductor de Schelling, de Hegel y de Freud) había pensado a partir de la tradición filosófica alemana, a una especie de suicidio; el hecho de que, en este caso preciso, se haya visto seguido de un segundo nacimiento filosófico tampoco me parece abogar de forma suficientemente fuerte por esta solución. La segunda consistiría en no referirse jamás a un autor tan comprometido con el nazismo como Heidegger o Schmitt sin subrayar tal circunstancia. Esta solución presenta, a mi ver, un doble inconveniente, más allá de que semejante advertencia hoy en día, sin duda, resulte superflua: en el ámbito metódico, es comparable a lo que recomendaba Schmitt durante la tristemente célebre conferencia de 1936 sobre “los fechorías del espíritu judío en la ciencia jurídica alemana”: no citar jamás a un autor judío sin mencionar que es judío; pero, sobre todo, esquiva el problema que plantea el contenido teórico de textos que no se limitan (es el caso de casi todos los de Schmitt) a una vulgar propaganda a favor de Hitler. Puede que la estigmatización sea necesaria; no puede, en ningún caso, pasar por un argumento. Queda una tercera solución, que es la que asumo personalmente tras una madura reflexión: servirse de los textos de Schmitt hasta el punto en el puedan revelarse intelectualmente fecundos; es decir, alimentar un auténtico trabajo de pensamiento y abandonar al autor a su suerte. Esta solución presenta riesgos, contra los cuales hay que estar imperativamente prevenido (el olvido e incluso la fascinación enfermiza), pero tiene la gran ventaja de demostrar la existencia del movimiento, en esta ocasión de las ideas, de una manera plausible y conocida desde muy antiguo: andando.
Publicado originalmente en Le Monde del 5 de abril de 2005.
* Jean-François Kervegan es profesor en la Universidad Panthéon-Sorbonne (París I) y autor de Hegel, Carl Schmitt. Le politique entre spéculation et positivité (PUF, 2005).
https://colaboratorio1.wordpress.com/2010/05/13/servirse-de-los-escritos-de-carl-schmitt-jean-francois-kervegan-2005/
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