La Strada, una maravilla neorrealista
de Federico Fellini
Iduna Ruiz de Martín – La República Cultural
Suena una melodía con aroma triste, pero
sin dar tiempo a que se encojan las emociones, el ritmo nos lleva hasta un
circo. Sobre unas notas y otras, leemos los nombres que han hecho de La Strada
una película inolvidable, un hito de Federico Fellini. Durante los dos minutos
que duran los créditos, Nino Rota, el compositor de la banda sonora, ha avisado
al ánimo de que aquí se mezcla todo, que el drama manda, pero también iremos a
la feria a sonreír.
“¡Gesolmina, Gesolmina!” (con el cantarín acento italiano y la voz aflautada de
unos niños) son las palabras que nos llevan hasta ella, la hipnótica Giulietta
Masina, que interpreta el personaje más dulce, inocente y expresivo, que para
mí ha dado el séptimo arte. Anthony Quinn es el zafio Zampanó, el ser más opuesto
a ella sobre la faz de la Tierra. Chocan, desde el primer instante, la
curiosidad e imaginación en la mirada de ella, la apatía y cruda realidad en la
de él. El gigante (desde la perspectiva de Masina y la mía, lo es) paga por
adelantado, y Gesolmina abandona feliz y expectante, su hogar. ¡Va a
convertirse en artista! O eso sueña.
Fellini, maestro del neorrealismo italiano, nos adentra en las carreteras y
caminos de una Italia empobrecida por la guerra a través de Zampanó, un artista
ambulante burdo, machista y beligerante, y Gesolmina, una joven sin mayor mundo
que el que ha escuchado narrar, a quien compra por 10.000 liras para que le
ayude en sus espectáculos. El director, también guionista, crea dos personajes
muy diferentes entre sí, hace convivir en un destartalado carromato la dulzura
y la brusquedad, las ganas de vivir y conocer, y la incomunicación. Son bagajes
que pesan demasiado, y uno termina cargándose de más, siempre.
Ahora, si me permitís, voy a sumergirme en las imágenes de esta delicia de
largometraje…
“¡É arrivato Zampanó!”. Y suena el tambor. Soy incapaz de no sonreír recordando
la escena en que Gesolmina inicia su aprendizaje. Es terrible, porque el bruto
titiritero la trata cual perro; pero inspira tanta ternura, tanta… Sonrío (después
de abofetearle a él mentalmente), no puedo evitarlo.
Zampanó no regala ni una sonrisa, ni una. Ella las pone todas. Con el dibujo de
sus labios y con los ojos. ¡Ay la Massina plantando tomates en mitad del viaje!
Con esta ocurrencia esboza un gesto divertido hasta la tosquedaz personificada.
El mundo interior de Gesolmina va evolucionando, y lo sabes por como -y donde-
fija la mirada, por como se encoge de hombros, por como camina. La inocencia
que transmite cuando Zampanó está con otras mujeres, esa timidez de quien es
testigo de una conversación o escena que le ruboriza, después torna en amarga
resignación, en saberse diferente, que no peor. Ella es especial, es pura,
pertenece a otro mundo que sólo entienden sus iguales. En este punto recuerdo
un fragmento de la novela También esto pasará, de Milena Busquets, que dice
“[…] lo que vemos nos define absolutamente. Y amamos instintivamente a los que
ven lo mismo que nosotros, y les reconocemos al instante” y en La Strada se ve
tal cual. En una boda, donde la inconfundible mirada de Fellini nos presenta
desde dentro las arraigadas costumbres italianas, un grupo de niños arrastra a
Gesolmina, su igual, para que haga reír al niño enfermo que se esconde en una
de las habitaciones. Los pelos de punta ante este recuerdo, ante la magia que
se crea entre dos que se miran en el mismo espejo y se reconocen.
El flequillito rubio encuadra unos ojos que empiezan a darse cuenta de que
Zampanó es mala gente, que no la merece. Y pregunta, con más interrogante que
rabia, ¿por qué? No teme preguntar, no le asusta, ¡qué privilegio! Y llora y
ríe sin disimulo, porque no siente la necesidad de disimular, ¿para qué? Una de
las grandezas de este personaje es la transparencia, la ausencia de mentira en
cada gesto, la simpleza que nos hace más humanos.
Cedo parte de mi admiración incondicional por Gesolmina al papel que interpreta
Richard Basehart, “Il Matto” (El Loco), un trapecista del que me declaro
enamorada. En torno a él he tenido conversaciones enfrentadas, hay quienes le aplauden,
como yo, y quienes le tachan de farsante sutil. A estos hoy no les hago ni
caso. Creo que es un espíritu que vibra en consonancia con Gesolmina, pero con
ese punto machista de todos los hombres de Fellini, de los italianos que
retrata el neorrealismo. Hay quienes apuntan a que “Il Matto” engaña a la
joven, la incita con maldad a ver en Zampanó amor, a ilusionarse. Yo lo que veo
es un acto de bondad, hacia ella, porque le da una razón de ser, de estar, un
propósito; y hacia el patán Zampanó. Si Gesolmina se va… ¿quién quedará? “Il
Matto” es juego, la vitalidad que concede la ligereza, es el complemento
perfecto para aquellos ojos vibrantes que se van apagando ante el desprecio.
Cuando habla con la bella Masina me acuerdo de aquellas mañanas en que mi padre
me sentaba frente a los títeres del Retiro y yo gritaba a voces, levantándome,
lo que quería que sucediera “¡sal corriendo, sal corriendo! ¡la bruja está
detrás!” Pues aquí igual. Le digo a Gesolmina, desesperada, la decisión que
debe tomar, pero no me hace caso; y lo peor de todo es darme cuenta de que
quizás yo tampoco me lo haría.
Se acerca el final, y de nuevo cobra protagonismo una melodía, la que tararea
la dulce muchacha, la que quiere aprender a tocar la trompeta. Después, la
mujer tendiendo la ropa, el helado cerca del mar, los borrachos, el darse
cuenta mal y tarde. Del final de esta joya del cine ni quiero ni debo decir
más. Hay que sentir ese fundido a negro, es la única manera de llevarse La
Strada grabada en la piel.
https://larepublicacultural.es/article10189
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