Principios del siglo XX. Suecia. Los carromatos del Circo Alberti avanzan en fila hacia la pequeña ciudad donde realizarán sus representaciones. Amanece en medio de la grisura de un día neblinoso. Los perfiles de los carricoches, tirados por corpulentos caballos, se perfilan en la ladera por la que ascienden pesadamente. Se oye de fondo la cancioncilla de un cochero. Los titiriteros duermen.
Así comienza el duodécimo largometraje de Ingmar Bergman y el primero de su operador Sven Nykvist, éste todavía en blanco y negro, que inicia una enriquecedora colaboración mutua fundada en una perfecta identificación de voluntades posibilitada por una compartida sensibilidad artística.
Desde el comienzo del film el circo se nos revela como un microcosmos al que es tan aficionado el director sueco, como marco reducido que obliga a sus personajes a una relación estrecha que saca a relucir la dificultosa convivencia entre los seres humanos, para revelarnos de esta forma su propia insatisfacción vital, en este caso, sirviéndose de la humillación como forma de menoscabarse sus personajes la dignidad a que tiene derecho todo ser humano.
Para Bergman, ateo confeso, el infierno está en la tierra y podríamos decir que en este circo y en cuanto le rodea. La esperanza, llamémosle Dios, apenas está presente. Sólo algunos atisbos de ella: unas campanas de iglesia oídas a lo lejos como una llamada sin respuesta, una cruz sobre el pecho de Anna, la caballista, y por la necesidad de amarse en la pareja pese a las infidelidades, pero aún esto se muestra dificultoso. Los personajes que más han sufrido la humillación -Frost, cuya mujer se baña desnuda ante la soldadesca para vejar a su marido, y Alberti, engañado por Anna a quien ha seducido el actor Frans a cambio de una alhaja falsa- se refugian en la bebida. El suicidio parece inevitable, pero aún y todo falta “valor” para llevarlo a cabo. La solución es seguir “arrastrándose” por la vida, es decir, continuar malviviendo con el circo a cuestas. De esta manera el circo se convierte en un refugio para los fracasados, los marginados de la sociedad. Alberti dice a su amante la caballista Anna: “los dos estamos presos, presos en el mismo infierno”. Sólo los personajes se encuentran a sí mismos cuando tocan fondo sus frustraciones y sus miserias quedan al descubierto. Quizás esto sea lo positivo.
Los circenses malviven por la precariedad de su condición. Sus caballos son requisados por la policía del lugar al no contar con los permisos necesarios para presentar su espectáculo, los espectadores se ríen de ellos más que con ellos y no son tan considerados socialmente como los actores de teatro. Para Agda, la esposa del director del circo, separada de él y ahora al frente de un modesto estanco de tabaco, aquél circo era un tormento, una panda de locos que gritaba, con la miseria, las pulgas y las enfermedades por doquier, en el que pasaba frío y sentía miedo. No es extraño, pues, que este marco haya sido escogido por Bergman, un director de escena teatral consumado, como si fuera la pieza de un drama íntimo a la manera del kammerspiele de Reinhardt o “teatro de cámara”, a través del cual observar a sus seres y sus mutuas relaciones, pues el cine de este director gira en torno a la experiencia humana.
Un factor que ayuda a intensificar las relaciones entre los personajes, puestas al límite, es la sensación física que en todo momento despiertan las imágenes de Nykvist por medio de la niebla, la lluvia, el barro, el sudor de los rostros y los claroscuros tan calculados, desde la grisura del amanecer al contraste de la noche, sensación física intensificada por el ruido del goteo del agua, el relincho de los caballos, el ulular del viento, los gritos del montaje de la carpa y la impresión de completa mojadura de los vestidos, forma de traducir la penosa vida de los feriantes. Y es que Bergman es un poderoso creador de ambientes. El filme, como escribe Siclier, es una pintura de la condición humana [1] y la negación total del romanticismo al que Bergman fue tan aficionado hasta la década de 1950.
En las películas anteriores, desde “Tortura” a “Puerto” (1944-1948), Bergman describía el mundo juvenil con las circunstancias sociales del momento y la búsqueda difícil de la felicidad, pero ya en “Prisión” y “Hacia la felicidad” (1948-1950), comenzaba a expresar su pensamiento acerca de cómo el mundo externo influye en el interior de sus personajes. En la siguiente etapa, a la que pertenece “Noche de circo”, entre 1950 y 65, este romanticismo cede ante un lirismo desde “Juegos de verano” hasta “El rostro” (1950-58), en que presenta a la mujer y el amor como ejes psicológicos, para decantarse por la búsqueda de Dios y el sentido de la vida como objetivos preferentes en los filmes posteriores, desde “El séptimo sello” hasta “El silencio” (1956-62).
En “Noche de circo” (1953) volvemos a encontrarnos con la tradición pesimista de Kierkegaard y de Strindberg. Bergman expresa la tragedia y la desesperación de la condición humana, simbolizada en este microcosmos, del que el hombre es prisionero por el dolor y la angustia que nacen del egoísmo y de la crueldad de la sociedad, y sobre todo por la conciencia de una soledad invencible.
Como en otros muchos filmes de Bergman (“¡Esas mujeres!”, “La hora del lobo”, “Persona”, “La vergüenza”, “El rito” y “Sonata de otoño”), en “Noche de circo” reaparece la reflexión del director sobre el artista como modelo ético de conducta en la sociedad de su tiempo. No ya el artista de circo sino el actor de teatro en el ensayo y entre bambalinas, y se puede decir que no sale muy bien parado. El director del circo Alberti acude al director del teatro local, Sjuberg, para solicitarle prestados una serie de trajes para el espectáculo circense, pues los suyos se han perdido por el uso y quizás la dejadez. Prepara el terreno indicándole a su acompañante Anna que se muestre sugerente ante el escenógrafo pero sin extralimitarse a fin de persuadirle más fácilmente para que acceda al préstamo. El plan surge el efecto deseado, ocasión que favorece el diálogo entre dos tipos de comediantes, el circense y el dramático, que, lógicamente, se muestra superior. “Nosotros hacemos arte -expone Sjuberg- ustedes el payaso”… “Ustedes se juegan la vida, nosotros la vanidad”, pero al fin somos de la misma calaña, de la misma especie”. Bergman ve en ello una excusa para mostrarnos ese mundo cerrado del teatro tan de su gusto -por aquel entonces en invierno montaba sus puestas en escena al frente del Teatro de Malmö y dedicaba el verano al rodaje cinematográfico- y lo hace mediante la exploración de Anna entre telones, pasillos y camerinos, donde aparecen máscaras y trajes junto a muebles y otros objetos heteróclitos, como hará años más tarde el protagonista-niño de “Fanny y Alexander” (1982) en la casa del judío protector de su abuela. Por este médium quizás recuerde Bergman la exploración que de niño hacía del apartamento de su abuela Anna Calwagen, que de nuevo retomará en el reconocimiento del hotel de Timoka por el niño Johan en el posterior filme de “El silencio” (1962).
Circo y teatro son como dos espejos que nos devuelven distorsionada la imagen de la realidad. Pero no sólo sirven para eso. El uso del espejo, en este film como en otros del director, enriquece los puntos de vista logrando encuadres ricamente espaciales, pero al mismo tiempo sirve para que sus personajes se analicen interiormente retirándose por un instante la máscara de la que se han dotado para vivir según su apariencia deseada. El espejo sugiere la doblez de las intenciones en la escena del encuentro entre el actor Frans y la caballista Anna en el camerino del primero: en la imagen reflejada se nota que él en realidad busca seducirla y en el contra-plano de ella que ambiciona la alhaja que aquel le promete si accede a sus deseos, aunque ambos tratan de disimular sus verdaderas intenciones. El espejo, pues, delata propósitos ocultos y revela con profundo patetismo la desesperación: Alberti en lugar de suicidarse dispara contra su imagen reflejada en el espejo del circo, para descargar finalmente su furia matando al oso enfermo de su zoológico y acto seguido consolarse en la cuadra acariciando el caballo de su amante Anna.
Este recurso sirve para exaltar la predilección por los rostros que comparten Bergman y Nykvist en primeros planos directos o reflejados. Este último ha confesado que en los rostros humanos su fascinación se dirige al brillo de los ojos, manera de llegar hasta el alma de los personajes y descubrir cómo y por qué actúan, en consonancia con el interés del realizador [2].
Desde el punto de vista formal, “Noche de circo” es una película sobresaliente en muchos aspectos, no solo por los descritos, también y muy especialmente por el uso de la música por parte del compositor Karl-Birger Blomdhal. Por entonces Bergman usaba la música con valor contrapuntístico para subrayar el tono de ciertas escenas. En la secuencia del principio en que el cochero Jens relata el pasado del payaso Frost y el de su mujer Alma, cuando ésta se baña desnuda ante los soldados que hacen prácticas de tiro, una serie de elementos rítmicos, como cañonazos y redobles de tambor, refuerzan el carácter doloroso de la historia que humilla profundamente al marido ante la turba militar que se burla de ellos.
Esta secuencia del baño en la playa, introducida como un flash-back al principio de la película, no tiene desperdicio como film dentro del film, que por su narrativa recuerda el cine burlesco en su faceta más agria y el del ruso Eisenstein en la interpolación de primeros planos de rostros vociferantes alternados con otros de conjunto y generales de la soldadesca y de la troupe de payasos que llegan alarmados al escenario de la humillación avisados por el muchacho malintencionado que esconde la ropa de la pareja para mayor escarnio. La secuencia es también clave por otro aspecto nada despreciable que pone al descubierto las profundas inquietudes religiosas del director Bergman, y es la analogía de Frost con Jesucristo, pues el payaso escarnecido por las burlas marcha del lugar llevando sobre sí el cuerpo desnudo de su mujer, cae por tierra con él, y, agotado, es portado por sus compañeros del circo como si de un cuerpo muerto se tratase, alternándose con planos del cielo. Y es que algunos personajes de Bergman sufren una “pasión” semejante e injusta como la de Jesús, tal es el caso de la de Johan en “Pasión” (1969), un título que no es casual. En esta cinta, Johan es el nombre de un anciano enfermo que es acusado sin pruebas de cometer numerosas violencias en animales domésticos en la isla donde habita. Perseguido por sus habitantes, termina siendo apaleado y finalmente, acosado y sin remedio, se quita la vida.
Bajo la apariencia de diversión el circo es para Bergman un mundo de conflictos donde los cómicos interpretan una serie de papeles forzados, obligados a vivir en un permanente desdoblamiento de su personalidad. Como a los hombres y mujeres de circo, a Bergman le atrae la búsqueda de nuevos horizontes, de ahí que su filmografía sea como una nebulosa ideal que gira y gira en torno a una espiral que no acaba y dentro de ella los reflejos del mundo circense aparecen y reaparecen [3]: en “El séptimo sello” (1956), “El rostro” (1958), “El silencio” (1962) y “El huevo de la serpiente” (1976). Y en esta temática surge el desplazamiento -la vida nómada de los feriantes- como el motivo por excelencia que presenta dos facetas, el viaje físico y la introspección como medio para buscar horizontes más tranquilizadores. Y si no se encuentran siempre será posible soñar con América “donde el circo es más valorado” (palabras de Alberti a su troupe).
Ficha técnico-artística del film:
“Noche de circo” (Gycklarnas afton, 1953) [4]
Producción: Sandrews. Productor: Rune Waldekranz. Guionista: Ingmar Bergman. Realizador: Ingmar Bergman. Fotografía: Hilding Bladh y Sven Nykvist, en blanco y negro. Música: Karl-Birger Blomdahl. Escenografía: Bibi Lindström. Montaje: Carl-Olov Skeppstedt. Vestuario: Mago. Duración: 95’.
Intérpretes: Harriet Andersson (Anna), Ake Grönberg (Alberti el director del circo), Hasse Ekman (el actor Frans), Anders Ek (el payaso Theodor Frost), Gudrun Brost (Alma, la mujer de Frost), Annika Tretow (Agda, la mujer de Albert), Gunnar Björnstrand (el director de teatro Sjuberg), Erik Strandmark (el cochero Jens), Kiki (el enano), Ake Fridell (el oficial), Curt Logren (Blom), Majken Torkell, Vanjek Hedbberg.
Imagen de la portada: Alma (Gudrun Brost) se compadece de su marido humillado Frost (Anders Ek) en el filme de Bergman «Noche de circo»
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