Albert Cohen – Bella del Señor (Fragmento)

XXXVI
Solemnes entre las parejas sin amor, bailaban, sólo pendientes de sí mismos, gustaban el uno del otro, concentrados, profundos, perdidos. Embobada de que la sujetara y guiase, ignoraba ella el mundo, escuchaba la dicha en sus venas, a ratos admirándose en los altos espejos de las paredes, elegante, entrañable, excepcional, mujer amada, a ratos echando la cabeza hacia atrás para verlo mejor y él le murmuraba maravillas no siempre comprendidas, pues lo miraba demasiado, pero siempre con toda el alma aprobadas, y él le murmuraba que estaban enamorados, y se le escapaba entonces a ella una impalpable risa estremecida, exactamente, sí, así era, enamorados, y él le murmuraba que se moría por besar y bendecir sus largas pestañas onduladas, pero no allí, más tarde, cuando estuviesen solos, y entonces murmuraba ella que tenían toda la vida, y de repente la invadía el temor de haberle disgustado, demasiado segura de sí misma, pero no, oh felicidad, él le sonreía y contra sí la estrechaba y murmuraba que todas las noches, sí, todas las noches se verían. Zarandeado en su coche-cama, se reprochaba el haber sido un bruto, un bruto por haberla llamado mala. Al fin y al cabo, si no le caía simpático el jefe, qué le iba a hacer, no era culpa suya, vaya. Tenía sus detalles buenos, vaya si no. El otro día en la sastrería, lo había ayudado tan simpática a elegir la tela, había puesto realmente muchísimo interés. Seguro que ahora estaría durmiendo, tan mona cuando dormía. Duerme bien, cariño, le dijo en su traqueteante lecho, y le sonrió, cerró los ojos para dormir con ella. La orquesta cíngara se interrumpió, y se detuvieron sin soltarse en tanto que los seres corrientes, separándose de inmediato, aplaudían, aplaudían en vano. Pero a una mirada de Solal, Imre, el primer violín picado de viruelas, esbozó una sonrise cómplice, enjugó sus sudores y atacó con grandeza en tanto que los dos extraños, observados por la gente sentada, reemprendían el baile en gravedad de amor, al punto seguidos por Imre que floritureaba con grandes efectos de mangas flotantes y sujetaba entre los dientes el billete entregado por Solal. Ella, arrastrando tras de sí serpentinas arrojadas, lentas algas de todos los colores, despegaba a ratos la mano para retocarse el peinado y no lo conseguía, bah tanto daba, y a lo mejor le brillaba la nariz, bah tanto daba puesto que era su bella, puesto que él se lo decía. La bella del señor, pensaba para sí, sonriendo en la gloria. Pero no lograba dormirse y se preguntaba si se habría acordado ella de cerrar la llave del gas. Lo fastidioso era que se iba a quedar completamente sola en el chalé, con la única compañía de una asistenta por las mañanas, ya que Mariette no se incorporaba al trabajo hasta al cabo de un mes más o menos, y no sólo era la llave del gas, eran los cerrojos de la puerta de la calle que seguro que olvidaría echar antes de irse a la cama, y sus vitaminas por la mañana, seguro que no se acordaba de tomárselas, ah cuántas preocupaciones. Pegadas las mejillas, ella y él, secretos, lentamente girando. Oh ella, murmuraba él, todos los encantos, alpinista del Himalaya tocada de retrasada mental cuando estaba sola, oh sus idas y venidas por la habitación, encogidas las puntas de los pies para humillarse, como él de sus ridiculeces disfrutando, oh celeste gestera y bufona de sí misma, ensoñadora en su bañera, amiga de la lechuza y protectora del sapo, ella, su loca hermana. Pegada la mejilla al hombro de su señor, le pedía ella que tornase a repetírselo, con los ojos cerrados, feliz de que la conociesen, de que la conociesen mejor que ella misma, escarnecida y ensalzada por aquel hermano del alma, único ser en el mundo que la conocía, y era eso el amor adorable, el amor de hombre, y Varvara no era nada, nada ya, desvanecidas pobrezas. Echando la cabeza hacia atrás, vio que sus ojos eran azules y verdes, salpicados de motas doradas, tan luminosos en el tostado rostro, ojos del mar y del sol, y se apretó contra él, agradecida de aquellos ojos. De misión oficial, qué coño, con las correspondientes dietas, qué coño, incluidas las del clima, qué coño, y luego, el hotel George V, qué coño, standing de dimplomático, qué coño. Nada más llegar a París, telefonearle para las recomendaciones, llave de gas, cerrojos, postigos, vitaminas, etcétera. No, nada más llegar no, podía despertarla. Sólo a partir de las once, de acuerdo, y confirmar por carta todas las recomendaciones. En hoja aparte, hacerle una lista con las cosas que no tenía que olvidar, con números y cosas subrayadas en rojo, una lista para que se la colgase en la habitación.  O aconsejarle que se alojase en un hotel elgante hasta que llegase Mariette, el Ritz por ejemplo, aunque saliese caro daba igual, así no se quedaba sola en la ciudad, ya no había peligro de que se olvidase de echar los cerrojos. No, el Ritz no, podría encontrarse con el jefe y lo tenía atragantado, era capaz de no saludarlo. Murmullos de su amor en aquel baile. Sí, todos los días de su vida, aprobaba ella, y sonreía al pensar en la delicia de prepararse cada noche para él, cantando prepararse y ponerse guapa para él, oh prodigio de cada noche aguardarlo en el umbral y bajo las rosas, con vestido exquisito y nuevo aguardarle, y cada noche besar su mano cuando llegase, tan alto y de blanco vestido. Hermosa, le decía él, temible de belleza, solar aureolada de brumosos ojos, le decía, y contra él la estrechaba, y cerraba ella los ojos, ridícula, toda donosura, fascinada de ser temible, embriagada de ser solar. Vaya hombre, no consigo dormirme, ha sido el gratinado ese, he tomado demasiado. Llamar por teléfono a las once, antes no, no exponerse a despertarla. Buenos días cariño, ¿has dormido bien? La noche ha sido perfecta, sabes. Primero, bueno, la cena, cabiar y toda la pesca. Vamos, si quieres, de lo cuento al detalle. Bueno, caviar, gratinado de langosta Eduardo VII, confit de codorniz, pernil de corzo a la cazadora, crêpes rellenas Ritz, en fin, vaya, todo de lo más superfino. Entregada y en los brazos de prodigio girando, le preguntaba a qué hora llegaría por las noches. A las nueve, decía él, inclinado para respirarla, y asentía ella, ignoraba que moriría. Las nueve, qué maravilla. A las nueve, llegaría, todas las noches de su vida. Un largo baño, pues, a las ocho, y luego vestirse rápido. Oh fascinante ocupación la de ponerse guapa para él, elegante para él. Pero ¿cómo, cómo era posible, hacía un rato, al llegar, las dos horrendas palabras que le había dicho, cuando ahora, ahora sólo una existía? ¿Pedirle perdón por las dos horrendas palabras? No, demasiado difícil mientras bailaban, ahora no, más tarde, y entonces explicarle. ¿Explicarle el qué? Oh, tanto daba, tanto daba, mirarlo, perderse en sus ojos. Gratinado y codorniz he comido un poquitín demasiado, corzo también, y caviar bien pensado también, pero era para que viera que sabía apreciarlo, cuestión de cortesía, comprendes, y era una manera de estar ocupado cuando él no hablaba, y sobre todo lo que ha pasado es que él no comía casi nada, y a mí me daba no sé qué pensar que los camareros se iban a  llevar esos platos medio llenos, platos tan bien presentados, y abundantes sabes, mecachis la mar, la codorniz dentro llevaba un relleno completamente negro de trufas, te das cuenta, y claro he comido demasiado. Graves, giraban en la penumbra súbitamente azul, y apretaba ella contra su boca la mano del desconocido, ufana de su audacia. Arriba, cuando hablaba de la fuerza y la gorilería, lo que admiraba ella era mi fuerza y mi gorilería, pensó él de repente. Tanto da, tanto da, somos animales, pero la amo y soy feliz, pensó. Oh maravilla de amarte, le dijo ¿Cuándo por primera vez?, se atrevió ella a preguntar. En la recepción brasileña, murmuró él, por primera vez y de inmediato amada, noble entre las nobles surgida, tú y yo y nadie más en el tropel de triunfadores y ávidos de importancias, nosotros dos únicos exiliados, tú sola como yo y como yo triste y de desprecio sin hablar con nadie, única amiga de ti misma, y, sólo con verte parpadear, te conocí, la inesperada y la esperada, al punto elegida en aquella noche de destino, elegida al primer batir de tus largas pestañas onduladas, tú, Bujara divina, feliz Samarcanda, bordado de delicados dibujos, oh jardín en la otra orilla. Qué hermoso, se extasió de ella. Nadie en el mundo me ha hablado nunca así, dijo. Las mismas palabras, pero el viejo no tenía dientes, y no lo escuchabas, pensó. O irrisión, oh miseria, pero me ama y la amo, y gloria a mis treinta y dos huesecillos, pensó. Sí, como te decía, dolor de estómago, pero es que de veras que me daba no sé qué, aparte de que en el Ritz las cuentas son de no te menees, fíjate, oye, ha firmado la cuenta sin siquiera echarle una mirada, sí porque a los clientes fijos les dan a firmar la cuenta, debe de pagar por meses, bueno, me imagino, la cuenta no he podido ver a cuánto subía, me la tapaba con el codo, pero la clavada debía de ser de campeonato, como que todo eran cosas caras, un magnum de Moët brut imperial rosado, te imaginas, el no va más, un magnum apenas empezado, y como es natural todo eso cargado en la cuenta, lo bebas o no lo bebas, lo comas o no lo comas, y ya la apoteosis ha sido el billete de cien dólares al maître d’hôtel, como es natural lo llevan en palmas, un billete de cien dólares, te lo juro, lo he visto con mis propios ojos lo he visto, one hundred dollars con todas las letras, me he quedando viendo visiones, cien dólares, te das cuenta qué derroche, claro que con su sueldo, pero aun así, en cualquier caso me alegro de haberles zampado todo su gratinado Eduardo VII, vaya casi, crêpes también he comido una pizca demasiadas, y, claro, he tenido una digestión difícil, con eructos ácidos, menos mal que se me ha ocurrido llevarme el bicarbonato, la verdad es que ha sido una excelente idea lo de las fichas con las cosas para llevarse de viaje, así estás seguro de que no te dejas nada. Los demás tardan semanas en llegar a amar, y a amar poco, y necesitan conversaciones y gustos comunes y cristalizaciones. A mí lo que dura un parpadeo. Llámame loco, pero créeme. Un parpadeo tuyo, y me miraste sin verme, y fue gloria y la primavera y el sol y el mar tibio y mi juventud recobrada, y el mundo había nacido, y supe que nadie antes que tú, ni Adrienne, ni Aude ni Isolde, ni las otras de mi esplendor y juventud, todas de ti anunciadoras y siervas. Sí, nadie antes que tú, nadie después de ti, lo juro por la santa Ley que beso cuando solemne en la sinagoga ante mí pasa, de oro y terciopelo cubierta, santos mandamientos de ese Dios en quien no creo pero al que revrencio, tremendamente orgulloso de mi Dios, Dios de Israel, y me estremezco en mis huesos cuando oigo Su nombre y Sus palabras. Para el bicarbonato, he pedido un botellín de Evian al tío del coche-cama, resulta la mar de cómodo, esos camareros de coche-cama, te traen lo que te apetezca, a cualquier hora de la noche, te das cuenta, sólo tienes que llamar, por supuesto cuando llega hay que darle propina, pero en fin vale la pena, tres veces he tomado bicar, como tenía tanta pesadez y esos eructos ácidos, la cena de lo más cuidado, en fin no es ése el caso, una noche perfecta desde el principio, sabes. En la mesa, la conversación animadísima, yo perfectamente relajado, Proust, Kafka, Picasso, Vermeer, en fin la cosa ha salido rodada, sin que viniese a cuento en cierto modo, sobre Vermeer lo cierto es que he estado brillante, biografía, carácter del hombre, obras principales, todo acompañado de observaciones técnicas e indicaciones de museos, vamos que ha visto que era un entendido. Sentados en su mesa tenuemente iluminada, se sonreían, y sólo ellos existían. Ella lo miraba, se moría por seguir con el dedo la fastuosa curva de las cejas, se moría por rodearle con la mano la muñeca para notar su estrechez, pero no, no delante de aquella gente. Lo miraba y lo admiraba por llamar con gesto imperioso al maître d’hôtel que acudió, obeso y ligero, escuchó encantado, sacó el magnum del cubo de hielo, lo arropó maternalmente, hizo saltar el tapón, llenó episcopalmente las dos copas y se retiró con amable circunspección, las manos en la espalda, vigilante y universal la mirada, al tiempo que, seguido por la orquesta, Imre atacaba un tango infame con triunfantes movimientos de cabeza y que, unas tras otra, las parejas se embarcaban con distinguidos sentimientos en los hermosos y azules ríos del sueño. Lo miraba ella y lo admiraba ceremoniosamente, con precauciones, arrimando con esmero la rótula y luego el fémur acerado al muslo de su secretaria halagada, poéticamente sonriente. Todo lo admiraba de él, hasta los puños de pesada seda. Babuinadas, pensaba él, pero poco le importaba, era feliz. La mano, pidió. Noblemente sometida, se la tendió ella, antojándosele de repente tan hermosa. Mueva la mano, dijo él. Obedeció ella, y él sonrió de placer. Admirable, estaba viva. Ariane, dijo, y cerró los ojos. Oh, ahora eran íntimos. E imagínate que Waddell estaba cenando también en el Ritz con uno que tenía pinta importante, pero no sé quién era, un tipo alto y pelirrojo, de la delegación británica me imagino, a la vuelta se lo preguntaré a Kanakis. Enchufadísimo, Waddell, consejero especial por supuesto, sin dar golpe claro, especial en lo tocante a costumbres también, ya sabes, a qué me refiero. Muy esnob, el caballero Waddell, se habrá queado bizco al verme cenando con el subsecretario general, bueno, y charlando, de tú a tú. Con lo charlatán que es, no te quepa duda de que mañana todo el mundo estará el corriente en el Palacio. El caballero Vévé se pondrá amarillo. Me va a crear bastantes envidias, of course, pero al mismo tiempo una situación moral de primera. A partir de ahora, seré una persona con la que hay que contar, entiendes. Se levantó, explicó que iba a por unos regalos para ella. Ella hizo un tieno mohín, labios juntos y adelantados, su primer mohín de mujer. Vuelva pronto, le instó, y lo miró alejarse al tiempo que en la orquesta una sierra musical se desesperaba con voz humana, voz de dulce loca o sirena abandonada, miró alejarse al hombre que era ya su porción de felicidad en esta tierra. Elegida al primer temblor de sus largas pestañas onduladas, le había dicho de él. Es cierto que tengo las pestañas bonitas, murmuró. De repente, frunció el ceño. ¿Qué vestido en aquella recepción brasileña? Ah sí, el negro largo. Respiró, aliviada. Menos mal, era una modelo de alta costura de París. Se volvió a ver tan atractiva con aquel vestido, sonrió. Bueno pues conversación animada en la mesa, y Waddell venga a mirarnos, no salía de su asombro, se ha quedado sin habla. Qué, vamos, duro de tragar, ¿no? Él, bueno el jefe, elegantísimo, en plan superdistinguido, pero muy educado conmigo, consultándome para el menú y para todo, tiene un encanto increíble, me gusta mucho verle manipular el rosario ese, parece ser que es una costumbre de Oriente. Sabes, a la vuelta pienso encargarme un esmoquien blanco como el suyo, está muy de moda ahora para el verano, imagínate tú si estará él al corriente de lo que se lleva. Depositó los regalos ante ella. Su rosario de esmeraldas, sus sortijas, el osito con su sombrero mejicano. Para usted, dijo, poniendo mucho sentimiento, y tan radiante que la embargó una piedad de maternidad. Abrió el bolso, le alargó la lujosa pitillera, oro y platino, regalo de su marido. Para usted, repitió. Se la pegó él a la mejilla, le sonrió. Eran felices, se habían hecho regalos. Después del postre, subimos a su apartamento, caray, tendrás que haberlo visto, un salón soberbio, muebles de estilo, café servido por el criado personal, pero que hace también de chófer, según Kanakis. Él se ha interesado en cierto proyecto literario que tengo, una novela sobre Don Juan, tengo unas cuantas ideas sobre el asunto, ya te contaré, se me han ocurrido temas estupendos sobre Don Juan, el desprecio previo, y el porqué de ese furor suyo por seducir, en fin ya te explicaré, es bastante complejo, pero creo que nuevo, original. Así que él me escuchaba, con atención, haciéndome preguntas, bueno, vaya, en plan amistad por todo lo alto, afinidades mutuas, vamos, llamándome por mi nombre y hasta tuteándome, ¡te percatas de lo bien que he sabido mover los hilos! ¡A ver si tutea a Vévé, tutea al caballero Deume Adrien! E imagínate que hasta me ha confesado que está enamorado de la mujer del primer delegado de la India, me lo ha dicho veladamente, pero yo lo he adivinado por ciertos detalles, en fin, ya ves el ambiente. Entre nosotros, como la cosa resulta un poco alocada, lo que pasa es que no quería seducir a su guapa india, pero yo lo he animado porque, te diré una cosa, a mí el delegado indio me la refanfinfla, por mí que le ponga todos los cuernos que le venga en gana. Murmullos de su amor en aquel empalagoso vals que coleaba sin fin. Inclinado y respirándola, le pidió que le hablase, le dijo que necesitaba su voz. Despertando de la languidez de la fusión, alzó hacia él los ojos de dulce perra, hacia él maravillosamene alto, adoró los hermosos dientes sobre ella. Nosotros dos, suspiró, perdida entre incisivos  y caninos. Hable más, le rogó él. Mis ojos de borrego, sonrió ella, y se apretó contra el desconocido. Y, en esas, llama de repente el portero preguntando si puede subir la hermosa india. Entonces yo, trafalgarazo, no me lo pienso dos veces, le ofrezco irme al Palacio y prepararle inmediatamente un resumen del memo británico, el memo ya sabes, te hablé de él, el tocho gordo que no me dio tiempo del liquidar, dada la acumulación de trabajo, me responde que no, que no quiere obligarme a volver al Palacio, que puedo quedarme, en fin, por educación, comprendes, conque yo le digo abiertamente voy a permitirle desobedecerle, señor. Creo que le hizo gracia mi salida. Más, le pidió él.Marchar, los dos, contestó ella, y apoyó la cabeza en el hombro de su pareja que lentamente giraba. ¿Marchar adónde?, preguntó él. Lejos, suspiró ella. ¿Adonde nací?, preguntó él. Adónde él nació, sonrió ella, a una placentera visión. Está bien, hizo muy bien naciendo. ¿Cuándo nos vamos los dos?, preguntó. Esta mañana, dijo él, un avión sólo para los dos, y esta tarde en Cefalonia, usted y yo. Lo miraba ella parpadeante, miraba el milagro. Esta tarde, ella y él ante el mar, cogidos de la mano. Tomó aire, notó el mar y su olor a vida. Una marcha ebria hacia el mar, sonrió, dando vueltas, apoyada la cabeza en el refugio amado. Y nada, he salido por la puerte de servicio para no tropezármela, porque es un apartamento de gran lujo, comprendes, con entrada de servicio, y en fin, me ido a escape al Palacio en taxi, y le he aviado una pequeña obra maestra, un  resumen fuera de serie, más unos comentarios personales cosa fina, concebidos en pleno arrebato de inspiración, entiendes, trabajando duro, consciente de que estaba forjándome el porvenir, comentarios muy políticos, repercusiones, matices, alusiones, etcétera, en una palabra, que he pillado la ocasión por los pelos. Este trafalgarazo, primero porque me hago valer, dado que mis comentarios están condenadamente bien hechos, segundo, porque le he hecho un favor personal dejándolo solo con su dulce amada, por tanto gratitud y amistad, y tercero, last but not least, que hacer un trabajo directamente para un epz gordo sin pasar por la vía jerárquica, entonces lo consideran a uno, entiendes, hace ver que tiene uno relaciones directas con las altas esferas, y Vévé ahí no tiene nada que decir, la malicia del asunto es ésa, entiendes, ah, es que no es tonto el amigo Adrien, sabe defenderse. Contestando a la señal del generoso, Imre se dirigió hacia la mesa, pero sin prisa, a lo hombre libre, parándose aquí y allá, Al llegar, los saludó con el arco y se puso de nuevo a improvisar por propio y privado placer, a base de fugas seguidas de ternura, enamorada la mejilla del violín de donde brotaba una melodía moribunda de ternura que él escuchaba, sexualmente entornando los ojos. Despierta, Imre, no toques más, le ordenó Solal. Obedeció, aunque sin poder evitar el pellizcar un pelín más de cuerdas. Imre querido, te anuncio que rapto a la señora. Con un decidido toque de arco que se deslizó lentamente sobre las cuerdas, saludó el cíngaro la buena noticia, inclinándose ante la dama interesante. Aguantando el violín con la barbilla, se retorció con el arco los bigotes rizados con tenacillas, inquiriendo qué deseaba la noble dama. Tu más precioso vals, dijo Solal. ¡Por mi vida!, dijo Imre. La pega es que no he podido entregarle mi pequeña obra maestra personalmente, es lástima, hubiera quedado íntimo, pero claro no podía molestarlo, estando ahí su dulce amada, conque he metido el sobre y los comentarios en un sobre de correspondencia interior, con mención del destinatario, bien cerrado y pegada la etiqueta que dice Confidencial, pero para mayor precaución, no lo he metido en el buzón de salidas, que Vévé mete las narices en todas partes y es capaz de abrir el sobre para saber lo que le mando al jefe, a pesar del Confidencial o mejor dicho precisamente por el Confidencial, muy capaz también de quedárselo, el cerdo ese, con lo envidioso que es, conque yo, que de tonto ni un pelo, he ido y lo he metido tranquilamente, como quien no quiere la cosa, en el buzón de entradas de Saulnier, sí el ujier personal del jefe, así ni visto ni oído y seguridad de que no será interceptada por el caballero Vévé, legítima defensa, vamos. Giraban, estelares, gobernados por el grave deseo. ¿Qué árboles había en Cefalonia?, preguntó ella, hija de ricos, degustadora de las bellezas de la naturaleza. Recití él con los ojos ausentes los árboles tantas veces enunciados a las otras, recitó loss cipreses, los naranjos, limoneros, olivos, granados, cidros, mirtos, lentiscos. Agotada su ciencia, continuó, inventó citronelos, tubas, circasios, mirobálanos y hasta retiemblos. Deslumbrada, aspiraba ella el olor avainillado de aquéllos árboles maravillosos. Sí, mañana por la mañana recomendarle por teléfono que fuese amable con el jefe se se lo encontraba. Escucha, cariño, si te invitan los Kanakis, cosa harto probable, ya que ahora nos deben una cena, de asistir el jefe a la cena, porque es que me ha dicho Kanakis que tiene intención de invitarlo junto con el embajador de Grecia, un rato listo el Kanak, oye, no seas muy hosca con el jefe, háblale algo, bueno, vaya, mucho si puedes, en cualquier caso en plan amable, si quieres puedes ser encantadora, porque es que, vamos, ha estado perfecto conmig, te garantizo que de aquí a un año, consejero. Una potra de cabrón, vamos, sonrió, y examinó amistosamente la peca que tenía encima del ombligo, luego se hizo un ovillo en su angosto lecho, apretando la nariz contra la almohada y saboreándola a la par que el coche-cama de primera que lo llevaba rumbo a placeres oficiales. En el podio, Imre sudaba y languidecía a conciencia en tanto que el segundo violín solicitaba mecánicamente con humildes toquecillos que su superior amplificaba con soberbia, erguida la barbilla en los momentos exaltantes. Al tiempo que giraba, murmuraba ella que no le daría tiempo de comprarvestidas de verano en Ginebra, y sin embargo en aquella isla haría mucho calor, y habría que cambiar de vestido por lo menos dos veces al día con semejante señor. Los vestidos de las campesinas de Cefalonia le sentarán muy bien, comentó él. Lo admiró ella. Todo lo sabía aquel hombre, lo resolvía todo tan bien. Compraremos treinta y seis, dijo él. ¡Treinta y seis  vestidos, oh maravilla, aquel hombre era grande! ¿Cómo será nuestra casa?, preguntó ella. Blanca frente al mar violeta, dijo él, y una anciana criada griega se encargará de todo. De todo, aprobó ella, y se apretó contra él. Entrañable de gracia, nívea y ondulante, se contempló una vez más, bailando en los altos espejos donde vivía soberbiamente, bella del señor, tan elegante con su vestido de campesina de bordados rojos y negros, servida por una vieja griega descalza, tan simpática, en una isla tan hermosa, cuajada de mirtos, lentiscos y circasios. [1]
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[1] Del libro: Cohen, Albert. Bella del Señor. Anagrama, España 2007.

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