David Eagleman en 2011 publicó «La vida secreta del cerebro» con bastante éxito. Ahora llega «El cerebro. Nuestra historia», donde pone al día sus tesis y descubrimientos
Juan Malpartida
Darwin y el darwinismo posterior, genéticamente contundente, mostraron el origen evolutivo de nuestra especie y su pertenencia a una genealogía con un origen común de todo lo vivo. Por un lado, se ampliaba nuestra hermandad; por el otro, suponía una prueba de humildad: nuestra identidad como especie se apoya en otras, y, además, su excepcionalidad es relativa. La neurociencia actual añade descubrimientos inquietantes, no definitivos (en ciencia nunca lo son del todo en cuanto a su complejidad) relacionados con los dominios de la conciencia y la voluntad. Por un lado, somos conscientes de un porcentaje mínimo de nuestras acciones; por el otro, nuestros actos volitivos parecen activarse antes de que seamos consciente de ellos.
¿Quién decide? La identidad está formándose siempre y se apoya en nuestra experiencia, pero esta es el «software» de un «hardware» común a la especie. Acéptense esos términos como sugerencias. En el resto del mundo animal la modelación de sus cerebros viene ya hecha en gran medida, mientras que el nuestro se modela a sí mismo a lo largo de la vida. Hay una información muy general (genética) y una adaptación e imaginación enorme (cultura). Bien, pero ¿quién hace todo eso? Eagleman escribió un libro brillante, «La vida secreta del cerebro» (2011), y ahora publica otro que es una suerte de divulgación puesta al día de esos descubrimientos e hipótesis.
Todo es memoria
Nuestro cerebro no se completa al poco tiempo de nacer sino a la avanzada edad de los veinticinco años, aproximadamente. Dejo a un lado la importancia de esto en la reorganización de nuestra comprensión de la adolescencia y sus impulsos, que tanto da que pensar en relación a aspectos convivenciales y jurídicos. Volvamos a la identidad, que se apoya fundamentalmente en la memoria, tan adaptativa como mentirosa. Todos tenemos miles de recuerdos inventados… Para la conciencia (en los análisis neurocognitivos) todo lo que constata ha sucedido ya hace unas décimas de segundo; de este modo la experiencia consciente es memoria.
Por otro lado, nuestra percepción consciente se apoya en un cuerpo cerebral, sin él no hay ideas ni símbolos, pero estos ¿tienen una realidad material? ¿Lo específico de una visión filosófica en oposición a otra tiene un correlato físico? Algunos neurocientíficos se dan prisa en decir que sí, pero, sin abrir puertas a misticismo alguno, creo que, aunque todo pensamiento se da en este mundo (natural), quizás no hay una correspondencia mecanicista entre ciertos aspectos mentales y las neuronas.
El cerebro no tiene acceso al mundo exterior. Necesita de los sentidos, pero lo que sentimos es una lectura, una interpretación electroquímica realizada por el cerebro. La información de lo que vemos es una interpretación dentro del cerebro, no un trasvase literal. El cerebro traduce las vibraciones del aire, los fotones, las moléculas odoríferas o gustativas integrándolas a través de señales eléctricas en una operación de unificación. No se sabe cómo lo hace, pero lo hace, con un funcionamiento hipercomunicado y una alta plasticidad.
¿Quién está al mando? La sabiduría popular siempre ha dicho ante algún problema que no logra resolver: «Lo consultaré con la almohada», es decir, dormidos. O: «¡Se me acaba de ocurrir algo!». Sí, de repente, una idea la desarrollamos durante minutos, pero es porque nuestro cerebro estaba trabajando en ello, o tomando decisiones que cuando afloran nos hacen decir que queremos seguir viendo a esa persona o que tomaremos tal o cual calle en vez de… El estudio sobre la toma de decisiones se ha internado en aspectos vinculados a nuestros mecanismos emocionales, con el sistema límbico, con las descargas de drogas naturales. ¿Quién está al mando? La mente consciente dirá: «¡Yo!». Y eso nos decimos cuando afirmamos que tal persona que acabamos de conocer nos gusta por su manera de expresarse, por lo que piensa políticamente, pero en realidad su información subliminal, inconsciente, ha sido decisiva para la aceptación o el rechazo.
Sin embargo, en el orden moral esto se complica: somos responsables de lo que nuestro cerebro, allí, en la oscuridad, hace. Siempre ha habido la percepción de que no es igual actuar bajo efectos pasionales o alterados por algo ajeno (bebidas, drogas), que bajo el «control» de nuestros actos. A veces las irresponsabilidades de nuestro cerebro se suponen por la injerencia de fármacos que alteran su toma de decisiones ajena a lo pactado socialmente. No lo volveré a hacer, dice la voz consciente, y podemos creerla, pero tendrá que tomar medidas («contrato de Ulises», se llama esto) para no caer en la tentación.
Educar la empatía
Tras la lectura de Eagleman (y otros) deduzco que en ética nuestro cerebro es poco kantiano. La mayoría de los crímenes o aceptación de ellos se cometen guiados por la lógica, la memoria y el razonamiento, no por los sistemas emocionales que en circunstancias normales nos llevan a actuar entre los otros. La convicción ética es poca cosa si no conlleva un aprendizaje minucioso de la emocionalidad. Por eso es tan importante el tipo de relación que mantenemos con nuestros vecinos, en el trabajo, con la naturaleza, aunque en ciertos momentos nuestra toma de decisiones se desconecta de la empatía: el otro es un instrumento, una idea, no tiene mirada. La pertenencia o no pertenencia a grupos y la capacidad de la propaganda para manipular los instintos son la fuente de los genocidios, y de muchos crímenes. Véanse los nacionalismos excluyentes y las guerras. Educar la empatía debería formar parte de todos, sin excluir los colegios: yo también soy otro.
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