Iliá Ehrenburg: Gente, años, vida (Memorias 1891-1967)

Domingo 10 de agosto de 201417:39h
Iliá Ehrenburg: Gente, años, vida (Memorias 1891-1967)
Traducción de Marta Rebón. Acantilado. Barcelona, 2014. 2.064 páginas. 55 €.

 Se publican en su integridad, por primera vez en español, las épicas e incisivas memorias del escritor y periodista ruso Iliá Ehrenburg, testigo excepcional de las grandes convulsiones de la Europa del siglo XX.
 Por Rafael Fuentes
En sus memorias, que por primera vez se publican de forma íntegra en español, el escritor y periodista ruso Iliá Ehhrenburg, escribe: “A finales de 1943, junto con V. Grossman, empecé a trabajar en una compilación de documentos... Decidimos reunir diarios, cartas personales, relatos de víctimas supervivientes o de testigos oculares de la aniquilación de los judíos cometida por los nazis en los territorios ocupados". El resultado de esa investigación fue El libro negro, auténtico y terrible atlas del horror, en el que se ofrece cabal cuenta de las atrocidades de las que fue responsable el III Reich en el Holocausto. En la elaboración del libro, se puso de manifiesto la contrapuesta personalidad de los dos autores, más allá del punto de partida que les unía en cuanto a su condición de escritores rusos judíos y cronistas de la II Guerra Mundial para el periódico Estrella Roja, lo que les permitió ser de los primeros en comprobar in situ, tras la liberación, el infierno que escondían los campos de concentración nazis. Ehrenburg preveía, y estaba en lo cierto, que el trabajo sería censurado por lo que consideraba que no debía insistirse en determinados aspectos no precisamente del agrado de las autoridades rusas.
Esa pragmática capacidad para sobrevivir es la que le permitió a Enrenburg no ser una víctima del régimen soviético, aun a riesgo de que su nombre quedase ligado para siempre a su defensa. Porque, sin duda, Iliá Ehrenburg fue una personalidad compleja en la que se manifestaron las contradicciones del ser humano y, sobre todo, un excepcional testigo de del siglo XX, una centuria especialmente convulsa, sacudida por, entre otros hechos, la revolución soviética de 1917, dos conflagraciones mundiales, y, en lo que nos toca más de cerca, la guerra civil española. También el escenario de movimientos artísticos y literarios que revolucionaron el mapa cultural.
En todo ello participó de una u otra manera Iliá Enrenburg y en todo ello nos sumerge en estas monumentales memorias de más de dos mil páginas, en las que entrelaza con soltura vivencias personales con acontecimientos colectivos: “En este cuarto libro de mis memorias -dirá- casi todos los capítulos están relacionados con los acontecimientos políticos de Europa entre 1934 y 1938. Es natural: estos acontecimientos fueron de capital importancia, y yo no me sentía un mero espectador. Sería imposible separar mi biografía de los estremecimientos que sacudieron a centenares de millones  de personas en aquella época. Contar mi vida de otro modo sería una mentira”. También con un caudal de lecturas que tienen para él un valor vital y no meramente de conocimiento libresco. Así, como por ejemplo, cuando escribe: “Chéjov, como ya he dicho, comenzó a escribir El duelo en 1891. Examinando mi vida, me doy cuenta de que hay relación entre mis pensamientos, esperanzas y dudas y aquello que inquietaba a Antón Pávlovich cuando yo no había nacido aún. En la vida me he encontrado con muchos Von Koren, a menudo me he equivocado, me he extraviado del camino y, como Laievski, me he afligido por la estrella empañada que había hecho caer del cielo y, también como Laievski, he admirado a los remeros luchando contra las olas altas”.
Nacido el 27 de enero de 1891 en Kiev -en ese momento perteneciente al imperio ruso bajo el dominio de los zares-, en el seno de una familia judía de clase media, vivió su infancia en Moscú, ciudad que le vería morir el 31 de agosto de 1967. Desde muy joven se sintió atraído por el movimiento bolchevique, al que pronto se adhirió, por lo que fue arrestado y pasó varios meses en prisión. Impagables sus observaciones de primera mano sobre el proceso que llevó al poder al partido comunista. Tras ser corresponsal en la I Guerra Mundial, Ehrenburg no se sintió precisamente integrado en el clima social creado por la Rusia comunista. Si desde la adolescencia había participado activamente en la subversión revolucionaria, al mismo tiempo su personalidad se había forjado también a través de una segunda vida clandestina, en este caso literaria, alimentada por la lectura de autores muy distantes del activismo político, como el claroscuro y la prosa hipersensible de Kunt Hamsun, el rítmico simbolismo de Alesandr Blok o la fabulosa exploración en lo singular y en la veracidad de la experiencia humana individual llevada a cabo por Anton Chejov. Una educación sentimental antagónica con el simplismo lineal de la revolución que le provocaba una íntima mala conciencia. “me reprochaba a mi mismo esta debilidad –nos confiesa-, pero no podía hacer nada contra mi admiración. Sentía que existía otro mundo, el de la naturaleza, las imágenes, los sonidos, los colores…”
La indagación de ese otro universo se hacía incompatible con la rigidez del orden soviético, impulsándolo a salir fuera de la vida rusa, hacia Bruselas y el Berlín de principios de la década de los años 20, para afincarse finalmente en París. Una bocanada de libertad artística que le permitió entrar en contacto directo con la efervescencia vanguardista de Pablo Picasso, de Guillaume Apollinaire, de Fernand Léger, de James Joyce, de Desnos y los surrealistas. Los recuerdos de Ehrenburg siguen así en el centro de los acontecimientos europeos, más aún cuando se desempeña como corresponsal en la guerra civil española y en la II Guerra mundial, lo que otorga a sus sagaces observaciones un multiplicado valor testimonial.
Precisamente, sus recuerdos de España, por la que siente predilección, forman uno de los apartados más interesantes de sus memorias. Su experiencia vital de lo español se vio dividida, como toda su personalidad, entre una sensibilidad artística exquisita y el contrapunto de una justicia revolucionaria. Había conocido España en 1931, considerando aquella primera visita no como un viaje, sino como un hallazgo. Su descubrimiento fue eminentemente estético a través de las obras de El Greco, Zurbarán, Velázquez, Goya, Berceo, Quevedo, Cervantes. “Lo que me atraía  de estas obras tan distintas entre sí eran algunos rasgos comunes inherentes al genio nacional de España (pueden encontrarse también en Don Quijote, en los dramas de Calderón y en la pintura): un realismo cruel, una ironía omnipresente, la severidad de las piedras de Castilla o de Aragón y, al mismo tiempo, el ardor del cuerpo humano, una elevación desprovista de énfasis, un pensamiento sin retórica, la belleza de la monstruosidad y también la monstruosidad de la belleza.” No es de extrañar que se opusiese a Gorki y sus encorsetadas doctrinas sobre el  realismo socialista.
El polo opuesto de lo español estuvo dominado, obviamente, por la militancia revolucionaria. Durante la contienda fratricida viajó por toda la geografía española y en nuestro país conoció a Hemingway, Machado y Durruti y a muchos correligionarios sobre los que comenta: “Para los comunistas españoles no era fácil. Tenían que estar dando explicaciones constantemente: a los anarquistas sobre qué es la disciplina, sin la cual es imposible derrotar a los fascistas; a los republicanos sobre la revolución; a los socialistas sobre la unidad; a los camaradas soviéticos sobre España”. Una constatación práctica, pues, del laberinto político español.
Las páginas de Gente, años, vida, se vuelcan después en los avatares de la Guerra fría, constituyendo unas memorias épicas, un fresco gigantesco de la Europa del siglo XX que siempre fluye de un modo absorbente, impetuoso, plástico, de una torrencial amenidad. La obra ineludible de un testigo roto interiormente, para usar sus propias palabras, por el dilema de la “libertad sin justicia frente a la justicia sin libertad.”

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