Autore(a)s: Douglas R. Hofstadter , Daniel C. Dennett
Introducción
Vemos levantarse a la luna en el este. Vemos levantarse a la luna en el oeste. Vemos dos lunas que se aproximan mutuamente por el cielo frío y negro, y que una luna no tardará en pasar detrás de la otra en el curso de cada una. Estamos en Marte, a millones de kilómetros de casa, protegidos contra el frío mortal y seco del desierto rojo marciano por las frágiles membranas de la tecnología terrestre. Protegidos, pero perdidos, porque nuestra nave especial está irremediablemente destrozada. Nunca volveremos a la tierra, a los amigos, la familia, los lugares que dejamos allí.
Pero quizá haya esperanza. En el compartimiento de comunicaciones de la nave averiada encontramos un teleportador Teleclono Mark IV con instrucciones para su uso. Si hacemos funcionar el aparato, debemos sintonizar la aguja para el receptor Teleclono en la Tierra y luego entrar en la cámara emisora, donde el teleportador nos desmantelará el cuerpo con rapidez y sin dolor y trazará un esquema con cada molécula que será enviado a la Tierra. Allí el receptor, con sus depósitos bien provistos de los átomos necesarios, producirá en forma casi instantánea, partiendo de las instrucciones recibidas, ¡nuestra persona! Transportada a la Tierra una vez más con la velocidad de la luz, a los brazos de los seres amados, que pronto estarán escuchando arrobados los cuentos de nuestras aventuras en Marte.
Una última inspección de la nave espacial dañada nos convence de que el Teleclono es nuestra única esperanza. Sin nada que perder, preparamos el transmisor, movemos las llaves indicadas y entramos en la cámara. ¡5, 4, 3, 2, 1, YA! Abrimos la puerta que tenemos delante y salimos de la cámara receptora del Teleclono a la atmósfera soleada y familiar de la Tierra. Hemos vuelto sin haber sufrido el menor daño después de nuestra larga caída desde Marte por el Teleclono. Nuestra milagrosa salvación de un fin terrible en el planeta rojo justifica un festejo. Y cuando nuestra familia y amigos se congregan a nuestro alrededor, notamos cómo han cambiado todos desde la última vez que los vimos. Después de todo, fue hace tres años y todos hemos envejecido. Por ejemplo, Sarah, nuestra hija, que debe de tener ahora ocho años y medio. Nos sorprendemos pensando: «¿Es posible que ésta sea la niñita que una vez sostuvimos en las rodillas?». Claro que es ella, reflexionamos, aunque hay que admitir que no la hemos reconocido, sino que la hemos extraído de nuestra memoria para identificarla luego por deducción. Está tanto más alta, tiene un aspecto tanto mayor… En realidad, la mayoría de las células de su cuerpo no estaban en ella cuando la vimos por última vez. Pero a pesar del crecimiento y del cambio, a pesar del reemplazo de sus células por otras, es la misma personita de la cual nos despedimos con un beso hace tres años.
Entonces tenemos una idea repentina: «¿Soy yo, realmente, la misma persona que besó a esta niñita hace tres años? ¿Soy la madre de esta niña de ocho años, o bien un ser humano enteramente nuevo, de pocas horas de edad, a pesar de mis recuerdos —o recuerdos aparentes— de los días y años anteriores? ¿Murió hace poco tiempo la madre de esta niña en el planeta Marte, indefensa y destruida en la cámara del Teleclono Mark IV?».
«¿Habré muerto en Marte? No, decididamente no he muerto en Marte, ya que estoy viva en la Tierra. Sin embargo, alguien debió de morir en Marte, la madre de Sarah. En tal caso, no soy la madre de Sarah . ¡No, tengo que serlo! Toda la intención de entrar en el Teleclono era volver a reunirme con los míos, con mi familia. Lo olvido todo el tiempo. Quizá no entré en ese Teleclono en Marte. Quizá se trató de otra persona, si acaso llegó a suceder. ¿Es esa máquina infernal un teleportador —un medio de transporte—, o bien, como lo sugiere su nombre de fábrica, una especie de asesino fabricante de gemelos ? ¿Sobrevivió o no la madre de Sarah a su experiencia con el Teleclono? Creía que sobreviviría. Entró en la cámara llena de esperanza y expectativa, ya que adoptaba una medida para proveer a Sarah de alguien que la protegiese, alguien amado, pero también egoísta, por cuanto se salvaba de un gran peligro al optar por algo agradable. O por lo menos, tenía esa convicción. ¿Cómo sé yo que por lo menos, tenía esa convicción? Porque estaba allá . Porque era la madre de Sarah. O por lo menos, así parece».
En los días que siguen, nuestro ánimo se eleva y decae, con los momentos de alegría y de alivio alternados con los de profunda duda y cavilación espiritual. Tal vez pensamos, «no está bien fomentar la jubilosa creencia de Sarah en el retorno de su madre». Nos sentimos un poco impostoras y nos preguntamos qué pensará Sarah el día que descubra lo que sucedió en realidad allá en Marte. Recordamos lo que imaginó de la realidad al descubrir que no existía Papá Noel, cuando dio la impresión de estar tan confusa y dolida. ¿Cómo había podido su propia madre engañarla todos esos años?
Ahora con algo más que curiosidad ociosa levantamos el ejemplar de El ojo de la mente y comenzamos a leerlo, ya que nos promete llevarnos en un viaje de descubrimientos del alma y del yo. Aprenderemos, afirma, algo sobre lo que somos y sobre quiénes somos.
Pensamos para nuestros adentros:
Aquí estoy leyendo la página 000 de este libro. Estoy vivo. Estoy despierto. Yo veo las palabras en la página con mis ojos. Veo mis propias manos sosteniendo este libro. Tengo manos. ¿Cómo sé que son mis manos? Pregunta tonta. Están fijas en mis brazos, mi cuerpo. ¿Cómo sé que éste es mi cuerpo? Lo controlo . ¿Lo poseo ? En cierto sentido, sí. Puedo hacer lo que quiera con él, mientras no cause daño a otros. Es más, una especie de bien legal, porque aunque no puedo venderlo legalmente a nadie mientras esté con vida, puedo transferir la posesión legal de mi cuerpo a, digamos, una escuela de medicina una vez que haya muerto.
Si poseo este cuerpo, cabe imaginar que soy algo distinto de este cuerpo. Cuando digo «poseo mi cuerpo» no quiero decir «este cuerpo se posee a sí mismo», afirmación probablemente sin sentido. ¿O acaso todo lo que no es propiedad de otro se posee a sí mismo? ¿Pertenece la Luna a todos, no pertenece a nadie, o bien pertenece a sí misma? ¿Qué puede ser el propietario de cualquier cosa? Yo puedo serlo, y mi cuerpo es una de las cosas que poseo. De cualquier manera, yo y mi cuerpo parecen estar ambos íntimamente conectados y sin embargo, son separados. Yo soy el controlador. El cuerpo es el controlado. La mayor parte del tiempo.
Entonces El ojo de la mente nos pregunta si en tal caso nos sería posible cambiar nuestro cuerpo por otro, un cuerpo más vigoroso, o más hermoso, o más controlable.
Y nosotros pensamos que esto es imposible.
Pero, afirma la obra, es algo perfectamente imaginable y por lo tanto, posible en principio .
Nos preguntamos si lo que se concibe aquí es la reencarnación o la transmigración de almas, pero anticipándose a la conjetura, el libro reconoce que si bien la reencarnación es una idea interesante entre otras, los detalles en cuanto a cómo podría producirse siempre quedan ocultos y existen otras formas más interesantes en que esto podría suceder. ¿Qué ocurriría si nuestro cerebro fuese transplantado a otro cuerpo que pudiese así controlar? ¿No lo consideraríamos como un cambio de cuerpos? Existirían enormes problemas técnicos, pero dados nuestros propósitos, podemos pasarlos por alto.
Se diría en este punto (¿o no?), que si se trasplantase nuestro cerebro a otro cuerpo, nosotros lo acompañaríamos. ¿Pero somos , acaso, un cerebro? Tomemos algunas pocas afirmaciones y veamos cuál de ellas nos parece más ajustada a la verdad:
1 ) Tengo un cerebro.
2 ) Soy un cerebro.
A veces aludimos a alguien muy inteligente como «un cerebro», pero no lo hacemos en un sentido literal. Queremos significar que tiene un buen cerebro. Tengo un buen cerebro, pero ¿quién, o qué es, entonces, el yo que posee dicho cerebro? Luego, si tengo un cerebro, ¿me sería posible canjearlo por otro? ¿Cómo podría cualquiera separarme de mi propio cerebro en un cambio de cerebros, si siempre lo llevo incluido en un cambio de cuerpos? ¿Imposible? Puede ser que no lo sea, como veremos. Después de todo, hace poco que volvimos de Marte y dejamos allá el viejo cerebro, ¿no?
Supongamos, por lo tanto, que estamos de acuerdo en que tenemos un cerebro. ¿Alguna vez nos detuvimos a preguntarnos cómo sabemos que lo tenemos? Nunca lo vimos, ¿no? No podemos verlo, ni siquiera en un espejo, ni tampoco sentirlo. Pero desde luego sabemos que lo tenemos. Lo sabemos porque también sabemos que somos seres humanos y todos los seres humanos tienen cerebro. Lo hemos leído en libros y nos lo dicen personas en quienes confiamos. Todos tenemos hígado y por una circunstancia curiosa, lo que sabemos acerca de nuestro propio cerebro se asemeja bastante a lo que sabemos sobre nuestro propio hígado. Confiamos en lo que hemos leído en los libros. Durante muchos siglos los hombres ignoraron para qué tenían hígado. Se requirió una ciencia para hallar la respuesta. Tampoco sabía la gente para qué le servía el cerebro. Se cree que Aristóteles pensaba que el cerebro era un órgano destinado a enfriar la sangre, y sin duda nos enfría la sangre con la mayor eficacia en el curso de sus operaciones. Supongamos que tuviésemos el hígado dentro del cráneo y el cerebro en la caja torácica. Al contemplar el mundo y escuchar, ¿cabe creer que hallaríamos plausible lo que pensamos con el hígado ? Nuestro pensamiento parece desenvolverse detrás de nuestros ojos y entre las orejas, pero ¿es la razón para ello que allí está nuestro cerebro, o bien que nosotros nos ubicamos, aproximadamente, en el lugar desde el cual vemos ? ¿No es, en realidad, tan sobrecogedor para la mente tratar de imaginar cómo podríamos pensar con nuestro cerebro —esa cosa blanda y grisácea, en forma de coliflor—, como imaginar cómo podríamos pensar con nuestro hígado, esa cosa de color pardo rojizo en forma de hígado?
La idea de que lo que somos no es simplemente un cuerpo vivo (o un cerebro vivo) les parece a muchos poco científica, a pesar de su antigua tradición en el concepto del alma, o espíritu. El alma, podríamos argumentar, no tiene lugar en la ciencia y nunca podría integrarse a la visión del mundo científico. La ciencia nos enseña que no existe algo llamado alma. Hemos dejado de creer en brujas y fantasmas, gracias a la ciencia, y la idea sospechosa de que un alma habita nuestro cuerpo —«el alma dentro de la máquina»— no tardará en expirar y en entregar su alma. Pero no todas las versiones de la idea de que somos algo diferenciado en nuestro cuerpo puramente físico son tan vulnerables al ridículo y a la refutación. Algunas versiones, como veremos, florecen de hecho en el jardín mismo de la ciencia.
Nuestro mundo está lleno de dudas que no son ni misteriosas ni fantasmagóricas, o simplemente construidas con los ladrillos de construcción de la física. ¿Creemos en las voces? ¿En los cortes de pelo? ¿Existen tales cosas? ¿En qué consisten? ¿Qué es, en el lenguaje del físico, un agujero? No nos referimos al exótico agujero negro, sino al simple agujero de un pedazo de queso. ¿Es algo físico? ¿Qué es una sinfonía? ¿Dónde, en el tiempo y en el espacio, existe la marcha patriótica «The Star Spangled Banner»? ¿Se reduce, acaso, a unos pocos trazos de tinta en un papel conservado en la Biblioteca del Congreso? Si destruimos este documento, la marcha seguirá existiendo. La lengua latina sigue existiendo , pero ha dejado de ser una lengua viva. La lengua de los hombres de las cavernas en Francia no existe ya. El juego llamado bridge tiene menos de cien años de existencia. ¿Qué clase de cosa es? No es ni animal, ni vegetal, ni mineral.
Estas cosas no son objetos físicos con una masa, o una composición química, pero tampoco son objetos puramente abstractos, objetos como el símbolo π, que es inmutable, y el cual no es posible ubicar en el espacio ni en el tiempo. Estas cosas tienen lugar de nacimiento e historia. Pueden cambiar y pueden sucederles cosas. Pueden desplazarse, en forma parecida a la de una especie, una enfermedad, una epidemia. No debemos suponer que la ciencia nos enseña que todo lo que podemos desear alguna vez tomar en serio es identificable como una serie de partículas que se mueve en el espacio y en el tiempo. Algunos pueden creer que se trata de simple sentido común (o bien de simple enfoque científico correcto), imaginar que nosotros no somos nada, salvo un organismo vivo, físico, especial —una pila de átomos en movimiento—, pero en realidad este concepto peca de falta de imaginación científica, en lugar de ser evidencia de conocimiento sólido. No es necesario creer en fantasmas para creer en un yo con una identidad que trasciende cualquier cuerpo vivo en particular.
En definitiva, soy la madre de Sarah. Pero ¿es la madre de Sarah yo misma? ¿Murió en Marte, o bien la devolvieron a la Tierra? Yo creo que volvió a la Tierra y desde luego también ella creyó, cuando entró en el teleportador, que volvía a la Tierra. ¿Estaba en lo cierto? Tal vez. Pero ¿qué diríamos en cuanto a los resultados del uso del nuevo Teleclono Mark V? Gracias a los milagros de las técnicas no invasivas de sondeo « CAT », se obtiene la copia sin destruir el original . Le sería posible aun a la madre de Sarah decidir empujar el botón y entrar en la cámara, por el bien de Sarah y para poder llevar de regreso a la Tierra la historia completa de su tragedia en la versión de un vocero elocuente, pero al mismo tiempo, pretendería salir de la cámara y encontrarse todavía en Marte. ¿Podría alguien, una persona determinada, encontrarse en dos lugares a la vez? No durante mucho tiempo, ya que muy pronto las dos versiones acumularían recuerdos distintos y experiencias de vida distintas. Serían entonces tan distintas entre ellas como cualquier otro par de personas.
Vidas privadas
¿Qué hace de nosotros nosotros mismos, y cuáles son nuestros límites? Parte de la respuesta parece obvia: yo soy un centro de conciencia de mí mismo. ¿Pero qué es «conciencia de mí mismo»? La conciencia es tanto lo más obvio como lo más misterioso en nuestra mente. Por una parte, ¿qué puede ser más cierto o más manifiesto para cada uno de nosotros que el hecho de que somos sujetos de experiencia, experimentadores de percepciones y sensaciones, objetos del dolor, depositarios de ideas, y de liberadores conscientes? Por otra parte, ¿qué es la conciencia? ¿Cómo pueden los cuerpos físicos dentro de un mundo físico producir tal fenómeno? La ciencia ha revelado los secretos de muchos fenómenos naturales al principio misteriosos, como el magnetismo, la fotosíntesis, la digestión, y aun la reproducción, pero la conciencia parece ser algo totalmente distinto de los fenómenos mencionados. En primer lugar, los casos particulares de magnetismo, fotosíntesis o digestión son en principio igualmente accesibles a cualquier observador provisto del instrumental adecuado, mientras que cualquier caso particular de conciencia parece tener un observador favorecido, o privilegiado, cuyo acceso al fenómeno es enteramente diferente y mejor que el que tiene otra persona cualquiera, cualquiera sea el instrumental que esta persona posea. Por esta razón y por otras, no sólo no existe hasta el presente una teoría satisfactoria sobre la conciencia, sino que tampoco contamos siquiera con una descripción libre de controversia y de carácter preteórico del supuesto fenómeno. Algunos han llegado a negar que exista nada susceptible de llevar el nombre que consideramos.
El solo hecho de que un aspecto tan familiar de nuestra vida haya resistido durante tanto tiempo todo intento de caracterizarlo sugiere que lo que es defectuoso es nuestra concepción del mismo. Lo que se requiere no es mayores elementos de juicio, mayor cantidad de datos experimentales y clínicos, sino un planteo nuevo y cuidadoso de las premisas que nos llevaron a suponer que existe un fenómeno único y familiar, la conciencia refleja, que satisface todas las descripciones autorizadas por nuestra acepción cotidiana del término. Consideremos las preguntas llenas de perplejidad que surgen en forma inevitable cada vez que dirigimos nuestra atención a la conciencia. ¿Tienen otros animales conciencia de sí mismos? ¿La tienen en la misma forma que nosotros? ¿Podría tener conciencia una computadora o un robot? ¿Puede tener una persona pensamientos inconscientes? ¿Dolores, sensaciones o percepciones inconscientes? ¿Es el bebé consciente en el momento en que nace, o bien antes? ¿Estamos conscientes cuando soñamos? ¿Podría un ser humano albergar más de un sujeto consciente, o ego, o agente, dentro de un cerebro único? Las respuestas adecuadas a estos interrogantes dependerán, sin duda en grado considerable, de los descubrimientos empíricos sobre las aptitudes conductistas y las circunstancias internas de los diversos candidatos problemáticos para la posesión de conciencia. Sin embargo, cabe preguntar respecto de cada una de estas comprobaciones empíricas: ¿Qué relación tiene con la cuestión de la conciencia, y por qué? Se trata de cuestiones no directamente empíricas, sino más bien conceptuales, que quizá sea posible resolver con ayuda de otros experimentos.
El concepto vulgar de conciencia parece basarse en dos grupos diferenciados de consideraciones que podemos encasillar aproximadamente dentro de las expresiones «desde el interior» y «desde el exterior». Desde el interior , nuestra propia conciencia parece obvia y generalizada: sabemos cuanto sucede a nuestro alrededor, y aun dentro de nuestro propio cuerpo, de lo cual no tenemos ningún conocimiento o conciencia, pero nada podría ser conocido por nosotros con mayor intimidad que aquellas cosas de las que somos conscientes como individuos. Esas cosas de las cuales tengo conciencia y la manera en que tengo conciencia de dichas cosas son lo que determina cómo es ser yo . Yo sé como nadie más puede saberlo cómo es ser yo. Desde el interior, la conciencia parece ser un fenómeno absoluto, de todo, o nada, una luz interior que está encendida o apagada. Concedemos que a veces nos sentimos somnolientos, faltos de atención o amodorrados y que en alguna ocasión llegamos a tener la conciencia agudizada en un grado anormal pero cuando estamos conscientes, el hecho de estarlo no admite grados. Existe una perspectiva, entonces, desde la cual la conciencia parece ser un rasgo que divide al universo en dos clases de cosas notablemente distintas: las que tienen conciencia y las que no la tienen. Las que la tienen son sujetos , seres para quienes las cosas pueden ser de una manera o bien de otra, seres para quienes ser es ser como algo. No es como ser semejante a nada ser un ladrillo, una minicalculadora o una manzana. Estas cosas tienen interior, pero no el interior que nos interesa: no tienen vida interior, no tienen punto de vista. Sin duda es ser como algo ser yo mismo (algo que conozco «desde el interior») y casi sin duda es ser como algo ser el otro (ya que el otro me ha dicho, en los términos más convincentes, que es semejante a mí) y probablemente es ser como algo también, ser perro o delfín (si sólo pudiesen decírnoslo) y aun ser como algo, nos atrevemos a decir, ser una araña.
Otras mentes
Cuando consideramos a estos otros (personas y otros seres), los consideramos inevitablemente desde el exterior y entonces varios de sus atributos observables o determinables nos impresionan como pertinentes a la cuestión de su conciencia. Los seres actúan en forma discriminada frente a hechos dentro del campo de sus sentidos. Reconocen cosas, evitan circunstancias dolorosas, aprenden, planean y resuelven problemas. Dan muestras de inteligencia. No obstante ello, podría sospecharse que el enunciado del problema como lo hemos hecho podría significar un juicio prematuro acerca de ellos. Hablar de sus sentidos, o de circunstancias «dolorosas», por ejemplo, sugiere que hemos resuelto ya el problema de la conciencia, ya que debemos señalar que de haber descrito un robot en estos términos, la intención polémica en la elección de palabras habría resultado evidente (y sido resistida por muchos). ¿En qué se diferencian los seres de los robots reales o imaginarios? En ser orgánica y biológicamente semejantes a nosotros y nosotros somos el paradigma de la criatura consciente. Esta semejanza admite gradaciones, como es obvio, y la intuición individual en cuanto a las clases de semejanza que son importantes no es, probablemente, confiable. La semejanza a un pez del delfín resta algo a nuestra capacidad de creer, pero tenemos la certeza de que no debería ser así. Si el chimpancé fuese tan poco inteligente como el gusano de mar, la semejanza facial que tienen con nosotros favorecería, sin lugar a dudas y a pesar del resto, que lo colocásemos dentro del círculo de los privilegiados. Si la mosca doméstica tuviese nuestro tamaño o bien sangre caliente, estaríamos mucho más seguros, cuando le arrancásemos las alas, de que siente dolor (nuestro tipo de dolor, el dolor que importa ). ¿Qué nos lleva a creer que ciertas consideraciones como las mencionadas deberían contar y otras, en cambio, no?
El supuesto obvio es que los diversos indicadores «externos» son signos o síntomas más o menos confiables de la presencia de lo que quiera que sea que cada sujeto consciente conoce desde su interior. ¿Pero cómo sería posible confirmar esto? Este es el notorio «problema de las otras mentes». En el propio caso, según parece, es posible observar directamente la coincidencia entre la propia vida interior con las propias aptitudes observables en el exterior para la discriminación perceptiva, la afirmación introspectiva, la acción inteligente y demás. Pero si cada uno de nosotros ha de avanzar con todo rigor más allá del solipsismo, debemos tener la capacidad de hacer algo aparentemente imposible: confirmar la coincidencia de lo interior y lo exterior en otros. Que nos comuniquen la coincidencia en su propio caso no basta, en un sentido oficial, ya que ello nos proporciona sólo una coincidencia más de lo exterior con lo interior y normalmente las aptitudes perceptivas están acompañadas por las aptitudes para la afirmación «introspectiva». Si un robot perfectamente diseñado pudiese (aparentar) hablarnos de su vida anterior (podría formular todos los sonidos indicados dentro de los contextos indicados), ¿sería correcto admitirlo dentro del círculo de los privilegiados con conciencia de sí mismos? Quizá lo sería, pero ¿cómo podríamos saber que no nos engañamos? Aquí la cuestión parece ser la siguiente: ¿Está realmente encendida esa luz interior especial, o bien no hay otra cosa que tinieblas en ese interior? Y esta cuestión parece ser insoluble. Es posible, pues, que ya hayamos dado un paso en falso.
Nuestro uso de «nosotros» y «nuestro» en los últimos párrafos y la aceptación sin reservas de estos términos por parte del lector revela que nosotros no tomamos en serio el problema de otras mentes, por lo menos, en cuanto a nosotros mismos y a los seres humanos con los que nos relacionamos normalmente. La tentación, entonces, es decidir que por cuanto queda aún por resolver una pregunta seria y coherente sobre el robot imaginario (o sobre alguna criatura problemática) resultará posible responder por medios empíricos directos una vez que contemos con mejores teorías sobre la organización de nuestro cerebro y sobre su papel en el control de nuestra conducta. Ello implica suponer que de una manera u otra los hechos que captamos individualmente «desde el interior» se reducen a hechos que es posible obtener abiertamente del exterior. En otros términos, una cantidad suficiente de hechos exteriores apropiados resolverá la cuestión de si un ser determinado tiene o no conciencia de sí mismo. Por ejemplo, tomemos la reciente tentativa de E. R. John’s [1] de definir la conciencia de uno mismo en términos objetivos:
… un proceso en el cual la información relativa a múltiples modalidades individuales de la sensación y la percepción se combina en una representación unificada y multidimensional del estado del sistema y su ámbito, y es integrada con información sobre los recuerdos y sobre las necesidades del organismo, generando reacciones emotivas y programas de conducta destinados a adaptar el organismo a su ambiente.
La tarea de determinar que este proceso interno tiene lugar en un organismo determinado es presumiblemente difícil, aunque claramente empírica. Supongamos que en relación con una criatura en particular se llevase a cabo con éxito. Según la comprobación, dicha criatura es consciente. Si entendemos correctamente la proposición, no tendremos lugar para formularnos mayores interrogantes. Suspender nuestro juicio en este caso sería como si nos mostrasen detenidamente el funcionamiento de un motor de automóvil y luego preguntásemos: «Pero ¿es realmente un motor de combustión interna? ¿No estaremos, quizá , engañados al pensar que lo es?».
Toda relación científica correcta del fenómeno de la conciencia de uno mismo debe dar en forma inevitable este paso un tanto doctrinario de exigir que se considere el fenómeno en la forma más objetiva a nuestro alcance, pero no podemos menos que preguntarnos si, una vez dado este paso, quedará rezagado el fenómeno en verdad misterioso. Antes de desechar esta presunción algo escéptica como fantasía de románticos, sería prudente considerar una revolución notable registrada en la historia reciente del pensamiento sobre la mente, revolución cuyas consecuencias provocaron una conmoción.
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