"Me fui a mi cuarto, envenenada. Soplaba incesante el
mistral, seco y cálido. Así llevaba días, desde que llegué. Destrozaba mis
nervios. No pensé en nada. Me sentía dividida, esa división me mataba, la lucha
por sentir la alegría, una alegría inalcanzable. La irrealidad opresiva. De
nuevo la vida retrocediendo, eludiéndome. Tenía al hombre que amaba en mis
pensamientos; lo tenía en mis brazos, en mi cuerpo. El hombre que busqué por
todo el mundo, que marcó mi niñez y me perseguía. Había amado fragmentos de él
en otros hombres: la brillantez de John, la compasión de Allendy, las abstracciones
de Artaud, la fuerza creativa y el dinamismo de Henry. ¡Y el todo estaba allí,
tan bello de cara y cuerpo, tan ardiente, con una mayor fuerza, todo unificado,
sintetizado, más brillante, más abstracto, con mayor fuerza y sensualidad! Este
amor de hombre, por las semejanzas entre nosotros, por la relación de sangre,
atrofiaba mi alegría. Y de este modo, la vida hacía conmigo su viejo truco de
disolución, de pérdida de lo palpable, de lo normal. Soplaba el viento mistral
y se destruían las formas y los sabores. El esperma era un veneno, un amor que
era veneno."
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