13 ABRIL 2018
‘Viernes de Cine’ se detiene hoy en una obra magistral sobre la soledad y el paso del tiempo estrenada hace 60 años por Ingmar Bergman, con la que era entonces su pareja, Bibi Andersson: ‘Fresas salvajes’. Queremos hacer este pequeño homenaje al genial director del que este año se cumplen 100 años de su nacimiento.
¿Qué pasaría si el tiempo y el espacio como dimensiones no existieran? Abrir puertas -con la excepción de la memoria- para trasladarse a través de la propia existencia al libre albedrío o la necesidad del espíritu. Desgraciadamente, o tal vez por fortuna, carecemos de esa posibilidad más allá de los recuerdos o de los sueños. Al menos hasta ahora.
Si existe un ejemplo de cineasta que gusta de transitar por esos vericuetos es sin duda el sueco Ingmar Bergman (del que este año se cumplen 100 años de su nacimiento) y quizás la obra más representativa de dicha obsesión sea su deliciosa y afligida Fresas salvajes (Smultronstället, 1957).
Extrañamente agridulce, compasiva pero inflexible. Demoledora y, sin embargo, tan humana como el arrepentimiento y los desagravios puedan serlo, Fresas salvajes deambula por el filo estrecho de la angustia y la salvación. Entre la muerte y la vida, entre la vejez y la infancia, en los primeros amores y en los últimos casi no reconocidos. A ratos como un cuento de Carroll, a veces como un relato kafkiano, deudora y no del todo satisfecha de Strindberg e Ibsen, envuelta entre el tormento y el deseo.
El viejo y reputado doctor Isak Borg (Victor Sjöström), tras un sueño cargado de simbolismos, decide hacer un viaje de 15 horas en coche desde Estocolmo a Lund para recibir un título honorario. Le acompañará en ese trayecto su nuera, Marianne (Ingrid Thulin), con quien parece mantener una relación distante a pesar de sus educados modales. El camino les pondrá en contacto con varios personajes que provocarán en Borg recuerdos y sueños que le harán desplazarse desde los momentos claves de su vida hasta inevitables reflexiones sobre su paso por ella y su cercanía al fin.
El sentido de la vida al que se enfrenta un individuo como Borg, que ya desde el principio se autodeclara, con pasmosa franqueza, un ser solitario que rehúye cualquier implicación emocional con los demás y que acaba por calificarse, con cierta bonhomía, como un incorregible pedante que no ha querido hacer ningún daño y al que Bergman retrata a través de la poderosa interpretación de Sjöström. Un Victor Sjöström (sí, el afamado director de cine mudo creador de obras tan significativas como La carreta fantasma en 1921 o protagonista del primer acercamiento cinematográfico de Ordet en 1943, dirigida por Gustaf Molander, años antes de la versión de Dreyer) que se apodera física y emocionalmente del personaje de manera asombrosa, haciendo suyo el papel y la película, manejando magistralmente las poderosas secuencias oníricas para después devolver a la realidad a un Borg dueño y señor de la más impecable veracidad, y frente a cuyo discurso emocional y físico tan sólo es capaz de sostenerse la arrebatadora mirada de una joven y hermosa Ingrid Thulin.
Que la reflexión no es caer en pozos oscuros y la necesidad de la misma puede llevarnos hacia optimismos conciliadores podría ser el mensaje más poderoso de este Bergman notablemente emocional. Freudiano si quieren, en cuanto a su inmersión entre fantasmas, pero nunca desesperado en sus conclusiones. La reconciliación y el perdón de la mano de la asunción de la generosidad de espíritu, virtud que amaina el corazón, e incluso del fracaso como algo inherente a uno mismo.
Magnífico el juego que el director sueco es capaz de establecer, tanto en el discurso como en la imagen, en secuencias tangibles y cercanas como en aquellas en las que el expresionismo invade sin rodeos la plenitud de la pantalla. Magistral.
La belleza estética de esta singular catarsis emocional es hipnotizadora, recreadora de sueños como cuadros, pinturas absorbentes en un blanco y negro donde el blanco es más blanco y el negro parece enfrentarse en plenitud, suavemente, a su adversario cromático. Bergman contó además con unos de los planteles de actores suecos más completos de la época, incluyendo a su pareja por entonces, Bibi Andersson, y a un joven (casi irreconocible) Max Von Sydow.
Qué se puede decir de Bergman que no se haya dicho, para bien y para mal, tan amado como odiado por los espectadores, cinéfilos, cineastas y críticos. Nada nuevo. Pero déjenme que vaya este pequeño homenaje para recomendarles que intenten someterse al, a mi parecer, maravilloso mundo de ensoñaciones y realidades, de fantasías en las que el pasado se recuerda con melancólico erotismo y el presente se enfrenta con miedo y relojes que pierden sus agujas, apresurando así el tiempo, tan vago y fútil, por ni siquiera llegar, tan solo por mantenerse.
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