La isla donde Bergman soñó su cine y purificó su alma

 08 JULIO 2022     Liborio Barrera



El estreno de ‘La isla de Bergman’, de la directora francesa Mia Hansen-Løve, nos da pie a establecer conexiones entre la película, esa isla, Fåröy el cineasta sueco Ingmar Bergman, que hizo de aquel paraje su hogar. Allí murió en 2007 y allí está enterrado. En Fårö imaginó y rodó escenas de algunos de sus grandes filmes, como ‘Persona’ o ‘La hora del lobo’ y, especialmente, dos documentales para la televisión, Fårödokument (1969) y Fårödokument 1979. Ambos los dedicó a sus habitantes y constituyen el testimonio de unas formas de vida que entonces se veían amenazadas por el empuje del turismo y el éxodo de los jóvenes.

Fårö es una isla de solo 18 kilómetros de longitud y 7,5 de ancho, situada en la provincia de Gotland, a unos 200 kilómetros al este de Suecia, en el mar Báltico. Cuando Bergman realizó el primero de los dos documentales que dedicó a este espacio, benévolo en verano e inhóspito en invierno, y a sus habitantes, Fårödokument, el censo era de 754 personas. Había descubierto aquel lugar en 1960, buscando localizaciones para el rodaje de Como en un espejo. Vio los raukas, esas formaciones de piedra verticales, de apariencia humana, que desafían los vientos inclementes del invierno, frente al mar, vio un barco naufragado, encallado en tierra, tal y como lo había imaginado para la película, vio una playa pedregosa, donde sucedía parte de la historia. “En realidad, no sé qué pasó. Si uno quisiera ponerse solemne, se podía decir que había encontrado mi paisaje, mi verdadera casa. Si se quiere ser divertido se puede hablar de flechazo”, evocó en La linterna mágica, sus memorias.

Allí filmó secuencias de Persona, Vergüenza, Pasión, La hora del lobo y Escenas de un matrimonio. Y allí se construyó, entre 1966 y 1967, un lugar para vivir. Pensando en ello, decidió que su casa tendría una gran habitación con una chimenea, junto a la que se sentaría con un vaso de vino, y vería caer la nieve y el mar. “El fuego iluminaría y yo meditaría”, le contó a la periodista Marie Nyreröd, que le había grabado en 2002 y 2003 para un documental que tituló La isla de Bergman, justo como el filme de Hansen-LøveEn aquel momento, el cineasta poseía en Fårö “unas seis, siete… ocho casas”, no recordaba bien, incluida una que acondicionó en 1971 como sala de proyecciones.

El paisaje de Fårö es llano, sobrio, en gran parte despojado. En la época invernal el mar se descontrola, los vientos dañan y la nieve cubre la tierra. En verano, la sonrisa vuelve a las caras de sus habitantes, que pisan la hierba plácidamente y parecen entregarse al trabajo con placer. La agricultura constituía en los años sesenta y setenta su principal sustento. Y en menor medida, la pesca, que a la altura de 1979 languidecía en el puerto.

“Pensaba apartarme del mundo”, recordaba Bergman al narrar el descubrimiento de Fårö, y, sin embargo, a los pocos meses de instalarse allí, “ya estaba involucrado sin remedio en los problemas de los habitantes de la isla”. Y a muchos de ellos los convocó en Fårödokument. Por primera vez en su cine, se salía de sí mismo, omitía sus fantasmas familiares, sus traumas, y adoptaba el papel de guía, de periodista. En el filme se escucha su voz narrando, y en alguna ocasión se ve su rostro en escorzo mientras las gentes le cuentan sus vidas y sus cuitas.

La socialdemocracia gobernaba entonces Suecia y Bergman se pregunta, al final del filme, si la democracia que ha convertido su país en uno de los más avanzados del mundo puede aplicarse a Fårö. La habría, viene a resumir, si diera respuesta a lo que sus habitantes le han ido relatando: si construyeran una guardería infantil, un puente que los uniera a la isla superior, Gotland, y acabara con un aislamiento secular, mantuvieran el servicio de correos, mejoraran las carreteras, eliminaran el monopolio de venta de ganado para conseguir precios más justos o abrieran un centro juvenil. Tal vez, de este modo, aquellos jóvenes que le anuncian que abandonarán aquel sitio porque en él no hay trabajo, “no hay nada”, reconsiderarían su futuro; otros, sin embargo, se aferran a la reducida tierra donde nacieron, porque, cuentan, no conciben otra vida lejos de ella.

Diez años después, Bergman sondeó de nuevo a los habitantes de Fårö en Fårödokument 1979. ¿Qué ha ocurrido con esos jóvenes desalentados que miraban el incierto porvenir? ¿Y con aquellas mujeres que lamentaban la falta de ayudas públicas al campo? Algunos viven en Estocolmo y regresan periódicamente a la tranquilidad de la isla. “Ver el mar, cuando vuelvo, es liberador”, comenta uno de ellos. El turismo ha aumentado y entre junio y julio el flujo de vehículos asciende a 12.000. “Parece que primero están los turistas y después los lugareños”, se queja un vecino. Otros ayudan a la colocación del techado de juncos de una casa, esquilan las ovejas, matan a un cerdo y lo despojan. Si la vida es dura, y lo es, apenas se manifiesta en sus palabras, en sus acciones. Al contrario: una granjera se lamenta de que debido a su edad ya no puede llevar a cabo las tareas rigurosas del campo con las que, paradójicamente, disfruta. Pero seguirá hasta donde le lleven sus fuerzas. Un viejo agricultor ha descubierto la poesía y lleva escritos quinientos poemas. Los nuevos jóvenes siguen balanceándose en la duda: ¿se irán, se quedarán?

Como en el primer documental, Bergman construye sus imágenes con delicadeza, contención y equilibrio. Constata unas vidas que son como todas las vidas, cuyos lamentos y dichas son las de todas las vidas, encauzadas en el trabajo, en los hijos, abocadas a una vejez en soledad, esperando algo más del gobierno que mejore sus condiciones; pero mientras llega una contestación, conforman su existencia sin grandes alharacas.

Con su registro, de una sobria emoción, el cineasta celebra a esas gentes y les confiere una cierta inmortalidad mientras perduren sus imágenes. Por eso sorprende que, en La isla de Bergman, Mia Hansen-Løve difunda a través de sus personajes la especie de que a sus habitantes les molesta que les pregunten por Bergman o que se identifique la isla con él, y haga hablar a un nativo (en la ficción) diciendo: “¡Que se joda Bergman!”, y que burlándose de él le remeda: “Ah, tengo que luchar contra mis demonios interiores”.

Esta imagen que proyecta Hansen-Løve sobre la relación del director con las gentes de Fårö es equívoca. Porque con sus dos documentales Bergman volvió memorables, es decir dignos de recuerdo, a las gentes que aceptaron hablar con él. El largometraje de Hansen-Løve, que conduce a un matrimonio de cineastas a Fårö para trabajar en los guiones de sus respectivas películas, toma un sesgo documental en la parte que aborda la figura del autor sueco y su relación con la isla. Y lo hace capturando ese paisaje retiro y lo que pervive de Bergman en él. Ya no es el mismo paisaje sino una vista deformada (o malgastada) por la superposición de lo bergmaniano en él: hay una ruta Bergman, un centro Bergman, un festival Bergman, y se alquilan las casas que habitó.

Sobre este sustrato, Hansen-Løve hace una película Hansen-Løve (una nueva indagación en las relaciones de pareja), pero quizá es menos de ella que otras suyas más relevantes, como El porvenir, Todo está perdonado o Un amor de juventud. Tal vez pesa demasiado esa ilación bergmaniana, que distrae o rebaja la intensidad del relato, como ocurría con Woody Allen, más atento a los escenarios de algunos de sus largometrajes europeos que a la alquimia de su imaginación. Aun así, cabe ver una cierta conexión íntima entre los dos fårödokuments y el mejor cine de la directora francesa, justamente en la manera sutil, serena con que Bergman hizo sus dos películas.

“Las cosas no empeoraron y los jóvenes ya no desprecian Fårö”, resume el director sueco al final de Fårödokument 1979. Se emplaza a sí mismo diez años después para comprobar si ese atisbo esperanzador se ha abierto definitivamente. Pero ya no rodó ese documental. En 1989 se había retirado del cine; no así de la televisión, donde siguió concibiendo, hasta tres años antes de su muerte, obras de cámara con pocos escenarios y actores, variantes atormentadas y a la vez purificadoras de su obra. Partía de Fårö para trabajar y regresaba a la isla, donde cada vez pasaba más tiempo. Desde el principio de su estancia allí se estableció “un programa de vida minucioso”. “Me levantaba temprano, paseaba, trabajaba, leía. A las cinco venía una vecina, me hacía la cena, fregaba y se marchaba. A las siete volvía a quedarme solo”.

Era su paisaje, su seguridad, el lugar donde, escribió, “purificar” su alma.


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