Cuando la intérprete es una verdad ALEJO CARPENTIER

 

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El Teatro Municipal repleto hasta el tope, con espectadores en los pasillos, adosados a los palcos, apretujados en las escaleras. Ocho, diez, doce llamadas a escena. El público no acaba de abandonar la sala, esperando que el director de orquesta alce la batuta y se asista a una improbable repetición del final, o al “bis” de una de las variaciones. Una joven grita: “¡Aplaudan! ¡No dejen de aplaudir!” Y una última ovación, apoyada por clamores de entusiasmo se prende en esa sala muy de fin de siglo, cuyos astrágalos dorados, rosetones, terciopelos y alegorías, representan graciosamente, esta noche, un decorativismo Segundo Imperio, que es ya inseparable del ballet clásico ―sobre todo si ese ballet clásico ha sido danzado sobre una música de Chaikovski.

Ahora que el telón ha caído sobre el famoso pas de deux del tercer acto de El lago de los cisnes, la imagen de Alicia Alonso, tal como la contemplamos en la escena, sigue viva en nuestra memoria. Una vez más, con su Cisne Negro, ha promovido el milagro que consiste en emocionarnos en lo más hondo, con algo que, más que el talento de una artista, más que una labor personal, es como la suprema ilustración de un estilo, de una forma imperecedera del arte coreográfico. Ha alcanzado ese momento milagroso en que la intérprete deja de ser una persona, para hacerse, sencillamente, “una verdad”. O sea que una de las tres o cuatro “verdades” posibles en el dominio del ballet clásico se nos manifestó, de modo inolvidable, a través del genio de la danza que anima a Alicia Alonso.

En la danza clásica, Alicia Alonso adquiere una gravedad, una majestad, que establecen, entre el público y ella, esa necesaria distancia, ese deslinde invisible, requeridos por ciertas altas categorías del arte. Esa mujer riente y sencilla en la vida cotidiana, cobra de pronto, con una total sumisión de la fisonomía a la sintaxis del gesto con una cierta impasibilidad del rostro, que se hace perfil estatuario cuando, vuelto hacia un hombro, remata la plástica de un movimiento, un carácter de ser intangible, situado fuera de nuestro ámbito, que resulta la suprema conquista de una técnica puesta al servicio de la intuición y la inteligencia de la danza. […]

 

1951

 

*Publicado originalmente con el título de “El cisne negro”, en la sección “Letra y Solfa” del diario El Nacional, Caracas, Venezuela, 10 de agosto de 1951.

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