Por qué la ola ‘woke’ remueve a la izquierda

 Las voces críticas que emergen de entre los progresistas clásicos critican “excesos” como la cancelación, el puritanismo y la falta de universalidad de las luchas que ponen el foco en lo identitario

Sergio C. Fanjul

Woke ya no es lo que era. El término, que podría traducirse como despierto o alerta, viene utilizándose desde hace algunos años para aquellas personas sensibles e implicadas contra las injusticias sociales (sobre todo en la política estadounidense, aunque asomando en otros países, donde estas tendencias se replican aunque no sean tan notorias). Fue la forma en la que se autodenominaron, con orgullo, ciertos movimientos en pos de la justicia social y climática: del antirracismo de Black Lives Matter, primero, para luego llegar al feminismo del #MeToo o la lucha contra el calentamiento global. Woke parecía preconizar un nuevo tiempo de igualdad y justicia.

Ahora se ha dado la vuelta a la tortilla por parte de una creciente tendencia antiwoke que, en virtud de la ley de acción y reacción, ha hecho fortuna convirtiendo el término en un espantajo que agitar para descrédito de esas causas progresistas. Lo que empezó como un rechazo de la derecha, ahora también engloba a un sector de la izquierda menos identificado con las luchas que nacieron con la Nueva Izquierda de los años sesenta, o disconforme con su protagonismo actual, o preocupado por sus excesos, o por su falta de universalidad. Woke es ya un mantra, un hazmerreír, un arma arrojadiza, un insulto. Esa crítica desde la izquierda está creciendo y generando tensiones, según se refleja en el panorama editorial, con recientes ensayos de autores como Susan Neiman, Umut Özkirimli, Stéphanie Roza…, sin contar la exuberancia libresca de la crítica derechista.

“Al subvertir el vocablo woke, el sector ultraconservador del Partido Republicano estadounidense consiguió convertirlo en una especie de cajón de sastre para criticar cualquier aspecto del lado progresista del espectro político que no le gustara; ya sea la educación sobre racismo, feminismo, políticas de identidad o incluso libros que consideran inapropiados”, explica la periodista y escritora Lucía Lijtmaer, autora de Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta (Anagrama, 2019). Hoy, lo antiwoke, sobre todo en la derecha de Estados Unidos, ya podría considerarse un movimiento en sí mismo.

La respuesta a lo woke es compleja, múltiple y varía a través de las sensibilidades políticas. La ultraderecha utiliza desde hace tiempo el término para atacar por entero a los movimientos sociales identitarios y ecologistas, a los que califica, desde miedos conservadores, como diferentes dictaduras: dictadura woke, o dictadura ambiental, o dictadura de lo políticamente correcto. También ideología de género, lobby gay, moda queer. Alerta del marxismo cultural que, a su juicio, viene a destruir la civilización blanca, cristiana, capitalista, heterosexual. “Hay una compulsión maniática por descubrir lo woke en todas partes, son como cazadores de Pokémons hipermotivados”, dice el escritor Gonzalo Torné, autor de La cancelación y sus enemigos (Anagrama, 2022), quien señala que, pese a todo, los intentos de censura suelen provenir, por lo general, del bando conservador.

La manifestación del 8-M que no era transinclusiva, este pasado viernes, a su paso por la Gran Vía de Madrid.
La manifestación del 8-M que no era transinclusiva, este pasado viernes, a su paso por la Gran Vía de Madrid.  CLAUDIO ÁLVAREZ

Así, la derecha antiwoke ha llevado en Estados Unidos a posturas más reaccionarias, las que consiguen prohibir la educación sexual en los colegios o el aborto en algunos Estados. Por ejemplo, la ley Stop Woke, con la que el gobernador conservador de Florida, Ron DeSantis, trata de prohibir a empresas e instituciones educativas la divulgación de contenidos sobre antisexismo o antirracismo. Algunas partes de esa ley fueron declaradas inconstitucionales esta semana, cuando un tribunal de apelaciones consideró que podrían violar la libertad de expresión. “Florida será la tumba de lo woke”, había dicho DeSantis.

El capitalismo woke

El llamado capitalismo woke se ha criticado desde diferentes ramas del espectro político; es decir, la manera en la que estas reivindicaciones han entrado en el cine de Hollywood (por ejemplo, el feminismo de películas como Barbie o la elección de actores negros para papeles que se presuponen para blancos), la publicidad con modelos diversos o la preocupación ambiental (a veces mero greenwashing) y las políticas inclusivas en las grandes empresas. Que algunas grandes corporaciones hayan asumido las tesis de la inclusión y la justicia social (sobre todo cuando no revierte negativamente en sus resultados económicos) es visto por algunos como un progreso; por otros, como una infección de la izquierda radical y por otros, simplemente, como una cuestión de rentabilidad reputacional: puro oportunismo.

Según el crítico Özkirimli, lo ‘woke’ se centra más en las ofensas particulares que en las injusticias estructurales”

Desde posturas más centristas se reconoce la legitimidad de luchas como la feminista, la LGTBI o la ecologista, pero se denuncian los “excesos de los woke”, donde entrarían la llamada cultura de la cancelación, los considerados brotes de puritanismo o la denuncia de injusticias históricas, como la que llevó a una oleada de ataques contra estatuas y monumentos de colonizadores y esclavistas. Por ejemplo, dentro del feminismo se ha abierto una brecha entre un feminismo tradicional (conservador con respecto a la cuestión trans y abolicionista de la prostitución) y otro más proclive a la teoría queer y la regulación del trabajo sexual, como se ha vuelto a escenificar en las manifestaciones del 8M.

Brota así un fuerte debate en el seno de la izquierda. Desde algunos sectores se considera que entrar al trapo de lo woke en esos términos es comprarle el marco conceptual a la derecha, alimentar a su monstruo de Frankenstein, jugar en el terreno que ha dispuesto. Desde otros, se ejerce una crítica que, además de señalar los excesos (¿han ido estas luchas demasiado lejos?), también pone en solfa las esencias de lo identitario, reivindicando una izquierda universalista que se enfoque en el ser humano en general y no tanto en ciertas minorías oprimidas en particular. Que se ocupe de lo común y no de lo diferente.

La izquierda antiwoke

El primer libro que cuestionó las políticas identitarias desde la izquierda en España fue La trampa de la diversidad (Akal, 2018), de Daniel Bernabé, que generó gran revuelo: denunciaba cómo estas políticas eran un producto del neoliberalismo que fragmentaba a la clase trabajadora en el individualismo identitario y distraía las luchas en lo simbólico, lejos de lo material o laboral (considerado como la lucha prioritaria, por su transversalidad). En su reciente libro Izquierda no es woke (Debate, 2024),  filósofa estadounidense Susan Neiman defiende ese caráctelar universalista de la izquierda contra lo woke, enfocado en las minorías, y considerado por la autora como una forma de tribalismo.

“Los debates actuales son herederos de esa declaración de guerra a la Ilustración”
Stéphanie Roza, filósofa

Lo woke, según Neiman, se basa en emociones comunes a toda la izquierda progresista, como la defensa de los oprimidos o la reivindicación de injusticias históricas. “Pero, al mismo tiempo, está influenciado por teorías filosóficas que son de derechas, incluso reaccionarias: el tribalismo, por ejemplo, o la creencia de que todas las reclamaciones de justicia son pretensiones encubiertas de poder”, dice la autora. Denuncia cómo la derecha aprovecha el espantajo de lo woke para desacreditar a la izquierda global, hasta casi convertir a lo woke en sinónimo de izquierda (de ahí el título refutatorio de su obra). “La derecha utiliza woke como insulto para desacreditar a cualquiera que luche contra el racismo, el sexismo o la homofobia. Es peligroso, porque aún hay que combatir esos males. Pero la forma en que los woke los combaten a menudo conduce a un rechazo total. También lleva a muchos en la izquierda a sentirse alienados porque no están de acuerdo con cada una de sus demandas”, explica la pensadora.

El malestar tiene sus raíces. La modernidad, basada en el fulgor de la Ilustración, fue criticada durante el siglo XX por diferentes corrientes filosóficas, como la Escuela de Frankfurt (por ejemplo, Adorno y Horkheimer) o los pensadores posmodernos (como los ubicuos Foucault o Deleuze), acusada de haber usado la razón para producir colonialismo, dominación, homogeneización, destrucción de la naturaleza, y hasta campos de concentración y bombas nucleares. El humanismo ilustrado, denuncia la filósofa Rosi Braidotti, puso al humano en el centro, pero a un humano muy particular: blanco, europeo, varón, heterosexual; marginando al resto.

Para perseguir los objetivos de emancipación, que son nobles, Neiman propone precisamente el retorno a las ideas de la Ilustración. “Lo que une a la mayoría de los woke y poscoloniales (las categorías se superponen) es el rechazo de toda idea derivada de la Ilustración. Si miraran las teorías, encontrarían que algunas importantes ideas woke, como que el mundo no solo debe verse desde perspectivas europeas, provienen directamente del movimiento del siglo XVIII que creen despreciar”. La estadounidense, además, critica la efectividad de lo woke para desarrollar políticas, siempre perdido en el terreno simbólico y en “hacer de policía del lenguaje”.

Neiman no es la única que critica la hostilidad hacia los valores de la Ilustración en el discurso identitario. La filósofa francesa Stéphanie Roza, en el reciente ¿La izquierda contra la Ilustración? (Laetoli), denuncia que la crítica al racionalismo, al progresismo y al universalismo cada vez es más feroz. “Los debates contemporáneos son herederos de esa declaración de guerra a las Luces”, escribe. Piensa que esa oposición no conlleva ningún avance en la emancipación intelectual, moral o política, sino que, más bien, supone una “regresión” a los “argumentos y tesis de la vieja crítica conservadora y contrarrevolucionaria de los antiilustrados”. La toma de conciencia de esta situación es necesaria para el “rearme ideológico de la izquierda frente a los desafíos contemporáneos”.

La llamada cultura de la cancelación es otro de los puntos de fricción. Para unos, se trata de un atentado contra la libertad de expresión; para otros, todo lo contrario: la voz de los que nunca la tuvieron, que expresan su disconformidad mediante el consumo o gracias a las tecnologías de la comunicación. “Yo diría que la cancelación es una cultura de humo por la que personas públicas y con escaparate tratan de evitarse las críticas que les puedan venir de un público formado que ha encontrado su altavoz en las redes sociales”, dice Gonzalo Torné. También señala que, por lo general, quienes se quejan de la cancelación suelen hacerlo, paradójicamente, desde potentes tribunas públicas. “Es un victimismo que tiene como objetivo recortar la legítima libertad de expresión de las audiencias”, añade.

De la cancelación parte otro crítico izquierdista de lo woke, U

Sergio C. Fanjul

Woke ya no es lo que era. El término, que podría traducirse como despierto o alerta, viene utilizándose desde hace algunos años para aquellas personas sensibles e implicadas contra las injusticias sociales (sobre todo en la política estadounidense, aunque asomando en otros países, donde estas tendencias se replican aunque no sean tan notorias). Fue la forma en la que se autodenominaron, con orgullo, ciertos movimientos en pos de la justicia social y climática: del antirracismo de Black Lives Matter, primero, para luego llegar al feminismo del #MeToo o la lucha contra el calentamiento global. Woke parecía preconizar un nuevo tiempo de igualdad y justicia.

Ahora se ha dado la vuelta a la tortilla por parte de una creciente tendencia antiwoke que, en virtud de la ley de acción y reacción, ha hecho fortuna convirtiendo el término en un espantajo que agitar para descrédito de esas causas progresistas. Lo que empezó como un rechazo de la derecha, ahora también engloba a un sector de la izquierda menos identificado con las luchas que nacieron con la Nueva Izquierda de los años sesenta, o disconforme con su protagonismo actual, o preocupado por sus excesos, o por su falta de universalidad. Woke es ya un mantra, un hazmerreír, un arma arrojadiza, un insulto. Esa crítica desde la izquierda está creciendo y generando tensiones, según se refleja en el panorama editorial, con recientes ensayos de autores como Susan Neiman, Umut Özkirimli, Stéphanie Roza…, sin contar la exuberancia libresca de la crítica derechista.

“Al subvertir el vocablo woke, el sector ultraconservador del Partido Republicano estadounidense consiguió convertirlo en una especie de cajón de sastre para criticar cualquier aspecto del lado progresista del espectro político que no le gustara; ya sea la educación sobre racismo, feminismo, políticas de identidad o incluso libros que consideran inapropiados”, explica la periodista y escritora Lucía Lijtmaer, autora de Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta (Anagrama, 2019). Hoy, lo antiwoke, sobre todo en la derecha de Estados Unidos, ya podría considerarse un movimiento en sí mismo.

La respuesta a lo woke es compleja, múltiple y varía a través de las sensibilidades políticas. La ultraderecha utiliza desde hace tiempo el término para atacar por entero a los movimientos sociales identitarios y ecologistas, a los que califica, desde miedos conservadores, como diferentes dictaduras: dictadura woke, o dictadura ambiental, o dictadura de lo políticamente correcto. También ideología de género, lobby gay, moda queerAlerta del marxismo cultural que, a su juicio, viene a destruir la civilización blanca, cristiana, capitalista, heterosexual. “Hay una compulsión maniática por descubrir lo woke en todas partes, son como cazadores de Pokémons hipermotivados”, dice el escritor Gonzalo Torné, autor de La cancelación y sus enemigos (Anagrama, 2022), quien señala que, pese a todo, los intentos de censura suelen provenir, por lo general, del bando conservador.

La manifestación del 8-M que no era transinclusiva, este pasado viernes, a su paso por la Gran Vía de Madrid.
La manifestación del 8-M que no era transinclusiva, este pasado viernes, a su paso por la Gran Vía de Madrid.  CLAUDIO ÁLVAREZ

Así, la derecha antiwoke ha llevado en Estados Unidos a posturas más reaccionarias, las que consiguen prohibir la educación sexual en los colegios o el aborto en algunos Estados. Por ejemplo, la ley Stop Woke, con la que el gobernador conservador de Florida, Ron DeSantis, trata de prohibir a empresas e instituciones educativas la divulgación de contenidos sobre antisexismo o antirracismo. Algunas partes de esa ley fueron declaradas inconstitucionales esta semana, cuando un tribunal de apelaciones consideró que podrían violar la libertad de expresión. “Florida será la tumba de lo woke”, había dicho DeSantis.

El capitalismo woke

El llamado capitalismo woke se ha criticado desde diferentes ramas del espectro político; es decir, la manera en la que estas reivindicaciones han entrado en el cine de Hollywood (por ejemplo, el feminismo de películas como Barbie o la elección de actores negros para papeles que se presuponen para blancos), la publicidad con modelos diversos o la preocupación ambiental (a veces mero greenwashing) y las políticas inclusivas en las grandes empresas. Que algunas grandes corporaciones hayan asumido las tesis de la inclusión y la justicia social (sobre todo cuando no revierte negativamente en sus resultados económicos) es visto por algunos como un progreso; por otros, como una infección de la izquierda radical y por otros, simplemente, como una cuestión de rentabilidad reputacional: puro oportunismo.

Según el crítico Özkirimli, lo ‘woke’ se centra más en las ofensas particulares que en las injusticias estructurales”

Desde posturas más centristas se reconoce la legitimidad de luchas como la feminista, la LGTBI o la ecologista, pero se denuncian los “excesos de los woke”, donde entrarían la llamada cultura de la cancelación, los considerados brotes de puritanismo o la denuncia de injusticias históricas, como la que llevó a una oleada de ataques contra estatuas y monumentos de colonizadores y esclavistas. Por ejemplo, dentro del feminismo se ha abierto una brecha entre un feminismo tradicional (conservador con respecto a la cuestión trans y abolicionista de la prostitución) y otro más proclive a la teoría queer y la regulación del trabajo sexual, como se ha vuelto a escenificar en las manifestaciones del 8M.

Brota así un fuerte debate en el seno de la izquierda. Desde algunos sectores se considera que entrar al trapo de lo woke en esos términos es comprarle el marco conceptual a la derecha, alimentar a su monstruo de Frankenstein, jugar en el terreno que ha dispuesto. Desde otros, se ejerce una crítica que, además de señalar los excesos (¿han ido estas luchas demasiado lejos?), también pone en solfa las esencias de lo identitario, reivindicando una izquierda universalista que se enfoque en el ser humano en general y no tanto en ciertas minorías oprimidas en particular. Que se ocupe de lo común y no de lo diferente.

La izquierda antiwoke

El primer libro que cuestionó las políticas identitarias desde la izquierda en España fue La trampa de la diversidad (Akal, 2018), de Daniel Bernabé, que generó gran revuelo: denunciaba cómo estas políticas eran un producto del neoliberalismo que fragmentaba a la clase trabajadora en el individualismo identitario y distraía las luchas en lo simbólico, lejos de lo material o laboral (considerado como la lucha prioritaria, por su transversalidad). En su reciente libro Izquierda no es woke (Debate, 2024),  filósofa estadounidense Susan Neiman defiende ese caráctelar universalista de la izquierda contra lo woke, enfocado en las minorías, y considerado por la autora como una forma de tribalismo.

“Los debates actuales son herederos de esa declaración de guerra a la Ilustración”
Stéphanie Roza, filósofa

Lo woke, según Neiman, se basa en emociones comunes a toda la izquierda progresista, como la defensa de los oprimidos o la reivindicación de injusticias históricas. “Pero, al mismo tiempo, está influenciado por teorías filosóficas que son de derechas, incluso reaccionarias: el tribalismo, por ejemplo, o la creencia de que todas las reclamaciones de justicia son pretensiones encubiertas de poder”, dice la autora. Denuncia cómo la derecha aprovecha el espantajo de lo woke para desacreditar a la izquierda global, hasta casi convertir a lo woke en sinónimo de izquierda (de ahí el título refutatorio de su obra). “La derecha utiliza woke como insulto para desacreditar a cualquiera que luche contra el racismo, el sexismo o la homofobia. Es peligroso, porque aún hay que combatir esos males. Pero la forma en que los woke los combaten a menudo conduce a un rechazo total. También lleva a muchos en la izquierda a sentirse alienados porque no están de acuerdo con cada una de sus demandas”, explica la pensadora.

El malestar tiene sus raíces. La modernidad, basada en el fulgor de la Ilustración, fue criticada durante el siglo XX por diferentes corrientes filosóficas, como la Escuela de Frankfurt (por ejemplo, Adorno y Horkheimer) o los pensadores posmodernos (como los ubicuos Foucault o Deleuze), acusada de haber usado la razón para producir colonialismo, dominación, homogeneización, destrucción de la naturaleza, y hasta campos de concentración y bombas nucleares. El humanismo ilustrado, denuncia la filósofa Rosi Braidotti, puso al humano en el centro, pero a un humano muy particular: blanco, europeo, varón, heterosexual; marginando al resto.

Para perseguir los objetivos de emancipación, que son nobles, Neiman propone precisamente el retorno a las ideas de la Ilustración. “Lo que une a la mayoría de los woke y poscoloniales (las categorías se superponen) es el rechazo de toda idea derivada de la Ilustración. Si miraran las teorías, encontrarían que algunas importantes ideas woke, como que el mundo no solo debe verse desde perspectivas europeas, provienen directamente del movimiento del siglo XVIII que creen despreciar”. La estadounidense, además, critica la efectividad de lo woke para desarrollar políticas, siempre perdido en el terreno simbólico y en “hacer de policía del lenguaje”.

Neiman no es la única que critica la hostilidad hacia los valores de la Ilustración en el discurso identitario. La filósofa francesa Stéphanie Roza, en el reciente ¿La izquierda contra la Ilustración? (Laetoli), denuncia que la crítica al racionalismo, al progresismo y al universalismo cada vez es más feroz. “Los debates contemporáneos son herederos de esa declaración de guerra a las Luces”, escribe. Piensa que esa oposición no conlleva ningún avance en la emancipación intelectual, moral o política, sino que, más bien, supone una “regresión” a los “argumentos y tesis de la vieja crítica conservadora y contrarrevolucionaria de los antiilustrados”. La toma de conciencia de esta situación es necesaria para el “rearme ideológico de la izquierda frente a los desafíos contemporáneos”.

La llamada cultura de la cancelación es otro de los puntos de fricción. Para unos, se trata de un atentado contra la libertad de expresión; para otros, todo lo contrario: la voz de los que nunca la tuvieron, que expresan su disconformidad mediante el consumo o gracias a las tecnologías de la comunicación. “Yo diría que la cancelación es una cultura de humo por la que personas públicas y con escaparate tratan de evitarse las críticas que les puedan venir de un público formado que ha encontrado su altavoz en las redes sociales”, dice Gonzalo Torné. También señala que, por lo general, quienes se quejan de la cancelación suelen hacerlo, paradójicamente, desde potentes tribunas públicas. “Es un victimismo que tiene como objetivo recortar la legítima libertad de expresión de las audiencias”, mut Özkirimli, en su libro Cancelados. Dejar atrás lo woke por una izquierda más progresista (Paidós, 2023). “Cuando trato de explicarles lo woke a mis amigos y familiares mayores, les digo que piensen en el estalinismo. Todo encaja”, dice el autor. “En lugar de gulags, tenemos muerte social, cancelación. Por supuesto, el viejo estalinismo es peor, pero no muy diferente”. Özkirimli piensa que, en efecto, lo woke se refiere a las versiones más extremas de las políticas identitarias, pero también piensa que las políticas identitarias son hoy así: extremas. “Lo woke es una distorsión y una traición a las políticas identitarias originales, que eran abiertas a la construcción de coaliciones, preocupadas por todo tipo de desigualdades y descaradamente socialistas”. Grandes avances sociales, como el matrimonio homosexual en algunos países y otros derechos para la comunidad LGTBI, fueron conquistados antes de la irrupción de lo woke.

Lo woke es, según Özkirimli, narcisista, más interesado en las ofensas individuales percibidas que en las injusticias históricas estructurales, y prioriza el empoderamiento individual antes que el cambio sistémico, la resistencia simbólica antes que la lucha colectiva. También incide, como las autoras citadas, en su carácter particularista frente al universalismo. Un universalismo que, desde las políticas identitarias, ha sido visto como restringido a las clases dominantes y generador de opresión. Por tanto, se argumenta, hay que incluir la diferencia para ampliar el rango de la representación humana.

Hay quien, observando el debate desde una perspectiva global, piensa que la oposición entre políticas materiales e identitarias genera cisma en la izquierda y solo beneficia a la derecha, que siembra así la cizaña, oponiendo clase a raza, género u orientación sexual. Y que la izquierda debe rechazar esas falsas alternativas. “Lo que se plantea es un falso dilema: las minorías están sobrerrepresentadas entre las clases trabajadoras, y, a la inversa, la proporción de clases trabajadoras es mayor entre las minorías raciales”, explicó a este periódico Éric Fassin, profesor de Sociología y Estudios de Género en la Universidad de París 8. “No hay razón para oponer las políticas de reconocimiento y redistribución”.


https://elpais.com/ideas/2024-03-10/por-que-la-ola-woke-remueve-a-la-izquierda.html

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