Bhaskar Sunkara
Después de conocerse los resultados de las elecciones, puse la cadena MSNBC y escuché textualmente el siguiente comentario: «Ha sido una campaña histórica, impecable. Tenía a Queen Latifah, [que] nunca apoya a nadie. Tenía a todas las voces famosas, tenía a las Taylor Swifties, tenía a la Beyhive [fans de Beyoncé]. No se podía hacer una campaña mejor en tan poco tiempo». Al parecer, los demócratas ya están achacando su derrota de esta semana a una serie de factores contingentes y no a sus propios defectos.
Es cierto, por supuesto, que la inflación ha perjudicado a los gobiernos en el poder en todo el mundo. Pero eso no significa que Joe Biden no pudiera haber hecho nada para resolver el problema. Podría haber puesto antes en marcha medidas contra la especulación de precios, haber impulsado impuestos sobre los superbeneficios empresariales y mucho más. Con una legislación bien diseñada y los mensajes adecuados, la inflación podría haberse mitigado y explicado. Eso es lo que el presidente Andrés Manuel López Obrador ofreció a sus partidarios en México y su coalición de gobierno gozó de un apoyo arrollador.
Sin embargo, más que una política, lo que los norteamericanos ansiaban un villano. Biden, un incompetente comunicador entrado en años, no podía proporcionárselo. No podía alardear de llevar a los especuladores ante el Congreso ni de enfrentarse a los multimillonarios. No pudo utilizar eficazmente su púlpito de matón para pregonar sus éxitos en la creación de buenos puestos de trabajo en el sector manufacturero ni para situar la inflación (y el crecimiento del PIB) de los Estados Unidos en el contexto mundial. No pudo hacer casi nada.
Como resultado, el 45% de los votantes, la cifra más alta en varios decenios, declaró que estaba peor económicamente que hace cuatro años. A estas personas no las engañaron los medios de comunicación, se lamentaban de lo que resulta evidente para todos los que viven en los Estados Unidos: el aumento vertiginoso de los costes de los comestibles, la vivienda, el cuidado de los niños y la atención sanitaria son problemas tanto de distribución como de oferta que el Gobierno no ha abordado con urgencia.
Donald Trump, por su parte, hizo una campaña poco impresionante. No fue tan coherente como en 2016, cuando hablaba con más frecuencia de las quejas económicas y las experiencias personales de los trabajadores de a pie. Con un talante menos populista, Trump se sintió lo suficientemente cómodo como para complacer abiertamente a multimillonarios impopulares como Elon Musk.
En cuanto a Kamala Harris, su problema comenzó en 2020, cuando fue seleccionada por motivos identitarios como candidata a la vicepresidencia a pesar de haber tenido un rendimiento terrible en las primarias demócratas. En un debate celebrado en marzo de 2020, Biden prometió que propondría a una mujer como vicepresidenta. Una serie de influyentes ONG le instaron entonces a elegir a una mujer negra. Desde el principio, Harris fue una elección impulsada más por la óptica que por los méritos.
Harris tuvo una ardua batalla desde el principio. Se vio obligada a gobernar junto a un presidente cada vez más senil y se le asignaron tareas envenenadas, como la de «zar de las fronteras». La tardía salida de Biden de una carrera que no podía ganar vino a significar que Harris no consiguió la legitimidad que le habrían otorgado unas primarias abiertas, unas primarias que, de haberse celebrado con suficiente antelación, podrían haber tenido como resultado un candidato más fuerte, como el senador por Georgia Raphael Warnock.
Una vez que tomó las riendas del partido, la vicepresidenta dirigió una campaña que, tanto en estilo como en substancia –igual que el Partido Demócrata actual en su conjunto-, estaba impulsada por la clase profesional. Los débiles anuncios populistas dirigidos a los estados indecisos casaban mal con los intentos de hacer que la contienda versara sobre el derecho al aborto o el desprecio de Trump por la democracia. No había un mensaje económico unificador que culpara a las élites de los problemas del país y presentara una visión creíble del cambio. La gente sabía que Harris no era Trump, pero no sabía qué iba a hacer para resolver sus problemas. Tenía la carga de estar en el poder sin sus ventajas.
Harris fue lo suficientemente inteligente como para no hacer demasiado hincapié en su propia historia personal y en lo histórica que habría sido su victoria. Pero los demócratas en su conjunto seguían asociados a la retórica identitaria y al énfasis en la antidiscriminación por encima de la redistribución basada en la clase social que impulsó la elección de Harris como vicepresidenta. Muchos de nosotros dimos la voz de alarma desde el principio sobre la importancia de iniciativas como “White Women: Answer the Call” [“Mujeres blancas: Responded a la llamada”] y “Asian American, Native Hawaiian and Pacific Islanders for Kamala” [“Mujeres asiático-norteamericanas, hawaianas nativas e isleñas del Pacífico con Kamala”] que se centraban en la movilización a través del color de la piel y el género, en lugar del interés de clase compartido. Pero un partido cada vez más divorciado de los trabajadores funcionó con la base de activistas que tenía, en lugar de hacerlo con la base de votantes que le hacía falta tener.
El resultado fue un cambio asombroso en el apoyo de la clase trabajadora en todos los grupos demográficos. Las encuestas a pie de urna sugieren que Harris perdió 16 puntos entre los «votantes de color» sin titulación, en comparación con Biden, con pérdidas especialmente acusadas entre los latinos. El énfasis en el aborto tampoco dio resultado: Biden aventajó en 38 puntos a los que creían que el aborto debería ser «legal en la mayoría de los casos». Harris parece haber empatado con Trump entre esos votantes.
En el período previo a las elecciones de 2016, el senador Chuck Schumer argumentó de modo infame: «Por cada demócrata de cuello azul que perdamos en el oeste de Pensilvania, conseguiremos dos republicanos moderados en el extrarradio de Filadelfia, y eso se puede repetir en Ohio e Illinois y Wisconsin». Sin una visión económica de la envergadura que tuvo el New Deal, con una clase trabajadora unificada en su centro, los demócratas han visto fracasar ese cálculo por segunda vez en ocho años.
The Guardian, 8 de noviembre de 2024
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