Guzmán Urrero
‘El Exorcista’ no solo asustó a medio mundo: cambió para siempre el cine y la literatura de horror. Descubre el legado de una saga que rompió todos los límites.
Una niña levita en una habitación helada. Un sacerdote, anciano y encorvado, desciende de un taxi en mitad de la noche. La luz de la farola atraviesa la niebla como si fuera un juicio divino. Esa imagen —que parece surgida de un lienzo de Magritte— no solo se incrustó en nuestra memoria colectiva, sino que cambió el modo en que sentimos terror en el cine.
Y no exagero. El Exorcista, la película de William Friedkin de 1973 basada en la novela de William Peter Blatty, ya cumplió cincuenta años. Medio siglo desde que el Mal —con mayúscula— se hizo carne y voz en el cuerpo de la pequeña Regan. Medio siglo desde que dejamos de tomarnos a broma al diablo en el cine.
Vi El Exorcista por primera vez en marzo de 1985, en el ya desaparecido Cinestudio Ideal, en una sesión triple que incluía Hundra y Muertos y enterrados. Aquella copia tenía el audio saturado y la imagen más verde que el rostro de Linda Blair. Debería decir que pasé la noche recitando el padrenuestro y jurando no volver a mirar una ouija, pero la realidad es que, durante horas, lo que sentí fue admiración por aquella película imponente y poderosa. Lo que aún no sabía es que El Exorcista no solo era cine de terror, sino un espejo oscuro de una sociedad quebrada.
Como escribió David J. Skal, «la película se convirtió en un ritual cultural muy publicitado que exorcizaba no al diablo, sino más bien a los confusos sentimientos de culpa y responsabilidad de los padres de la era de Vietnam, cuando, al menos desde una perspectiva conservadora, los chavales malhablados tomaban drogas que transformaban su personalidad, lo cual les llevaba a ser violentos, a comportarse mal y, en general, a hacer la vida desagradable a sus mayores».
¿Una historia real?
La semilla de esta historia se remonta a un rincón anodino de Maryland en 1949, cuando un chico llamado Roland Doe (nombre falso, como corresponde a toda buena leyenda americana) empezó a comportarse de manera extraña. Pueden imaginárselo: cadenas que se movían solas, voces guturales, objetos voladores… Todo muy Expediente X, pero antes de Expediente X.
El caso llegó a oídos de un joven estudiante de Georgetown, William Peter Blatty, quien años después lo convertiría en el combustible de su novela. Blatty era un tipo curioso: católico convencido, guionista de comedias (¡escribió para Blake Edwards!), lector del jesuita Teilhard de Chardin y admirador frustrado de La semilla del diablo, cuyo desenlace le pareció demasiado chusco. Blatty quería algo más elevado.
Y así nació El Exorcista, la novela. La escribió en diez meses en su casa de Encino, con la seriedad de quien transcribe una epifanía. Cuando apareció en 1971, no tardó en escalar las listas de ventas, ayudada por una visita estratégica de Blatty al programa de Dick Cavett. Las escenas más extremas —esa crucifixión autoerótica que aún hoy estremece— tomaban inspiración de casos reales, como las posesiones de Loudun en el siglo XVII, donde las monjas bailaban con el diablo y el obispo se lavaba las manos, como siempre.
Por llamativo que fuera todo aquello, Blatty no pretendía el escándalo gratuito. Su infierno, aunque envuelto en la estructura de un best-seller, era estrictamente teológico.
William Friedkin y la cámara como un exorcista más
Friedkin, que venía de ganar el Oscar con The French Connection, era un director perfeccionista, curtido en el documental, apasionado y un poco loco.
«Que Friedkin ‒me decía Jesús Palacios en una entrevista para The Objective‒, procedente de la televisión, el documental y el reportaje, aplicara un estilo visual y unas características formales a su película que la aproximan a estos géneros de no-ficción, es, sin duda, uno de los elementos fundamentales que contribuyeron al impacto de El Exorcista. Este tratamiento es el que equilibra a su vez los espectaculares efectos especiales y las escenas más granguiñolescas y asustantes del film, creando un todo compacto y creíble».

Palacios, autor de El Exorcista. El libro del 50 aniversario (Notorious, 2013), tiene claras las razones por las que triunfó la película. «Como describo en el libro ‒señalaba Palacios en esa entrevista‒, la primera y más importante clave de su éxito fue presentarse como una historia basada en hechos reales. Se crea o no en ello, lo cierto es que Blatty partió para su novela de un reportaje periodístico sobre un supuesto caso de posesión y exorcismo realizado con éxito en los años cuarenta. El tratamiento tanto literario como cinematográfico que el novelista y después el director, William Friedkin, dieron a su versión de la historia aportaba fuertes dosis de verosimilitud, realismo y un tratamiento podríamos decir periodístico o documental. Conectar esto con el tema arquetípico de la lucha entre el bien y el mal, con la existencia del diablo y de Dios, con el problema del mal en el mundo moderno y con la explosión de la moda paranormal, en torno a la parapsicología y los fenómenos extraños como tema de estudio científico (explosión a la que el propio éxito de El Exorcista contribuyó), hizo que tanto novela como film se convirtieran en fenómenos sociológicos, más allá de las páginas y la pantalla. Esta es la clave que convierte El Exorcista en ‘la película de miedo que más miedo da’. Tras ella, las historias de terror sobrenatural basadas en un hecho real, tanto en literatura como más aún en cine o televisión, se convirtieron en un tópico, muy vivo también en la actualidad».
«Blatty era un católico ferviente y practicante —nos dice Palacios—, aunque no por ello fanático, así como también hasta cierto punto atormentado por dudas y especulaciones, mientras que Friedkin provenía de una familia judía cuya fe y tradición no habían calado especialmente en su personalidad, más marcada por la cultura popular, la vida de barrio y una postura relativamente escéptica y liberal. Esto llevó a veces a desacuerdos en torno a si el guion definitivo y la película resultante traicionaban su mensaje teológico, para el primero, o este mensaje podía perjudicar el desarrollo de thriller y película de suspense de cierta ambigüedad formal e ideológica, para el segundo. Lo cierto es que casi siempre se pusieron de acuerdo y, con el tiempo, tanto el uno como el otro aceptaron las visiones propias de ambos. Curiosamente, el montaje del director reestrenado y restaurado en el 2000 refleja más las ideas y el guion original de Blatty que las de Friedkin. Pero también este último, con el paso de los años, sin llegar a ‘convertirse’ adoptó a su vez posiciones en torno a la religión, el misticismo y lo sobrenatural más próximas a las de Blatty que a las que tuviera en su juventud. Puede decirse que El Exorcista acabó influyendo en su director, haciéndole más receptivo a la religión y el más allá. Por fortuna, la película no sufrió a causa de estas tensiones entre sus creadores sino que, creo yo, se benefició de ellas».
Un rodaje complicado
Los métodos de Friedkin rozaban el sadismo: disparaba armas en el set para obtener reacciones genuinas, manipulaba a sus actores, provocaba accidentes… Ellen Burstyn se lesionó la espalda de verdad; Linda Blair desarrolló escoliosis; y el decorado fue pasto de las llamas, menos el dormitorio de Regan, la niña protagonista.
Las malas lenguas hablaron de una maldición. Yo prefiero pensar en un rodaje con más supersticiones que un camarote de la Marina Real británica.
Y sin embargo, de ese caos surgió un film de alta precisión. El retrato de Georgetown como lugar cotidiano donde irrumpe lo numinoso; la introducción del padre Merrin (Max von Sydow) en Irak, que parece sacada de Lawrence de Arabia pero con Pazuzu acechando entre las ruinas; la mezcla de documental médico y liturgia ancestral. Nada como esa angiografía espeluznante, más perturbadora que la cabeza giratoria.
Friedkin no filmaba un cuento de terror. Filmaba una crisis espiritual. Damien Karras (Jason Miller), el joven jesuita que acompaña a Merrin en el exorcismo de Regan, se deshace por dentro. No por el diablo, sino por el silencio de Dios.
Un fenómeno sociológico
Cuando la cinta se estrenó el 26 de diciembre de 1973, el escándalo fue inmediato. Gente desmayándose, vomitando, saliendo del cine con mirada perdida. A pesar de ello, o justo por esa razón, recaudó 441 millones de dólares, recibió diez nominaciones al Oscar (algo inaudito para un filme de terror) y desató una fiebre por lo oculto que aún colea. Satanás, hasta entonces relegado a melodramas góticos o a series B italianas, se convirtió en una estrella de Hollywood.
Pero El Exorcista es también hijo de su tiempo. Estamos hablando de los años de Vietnam, el Watergate, Charles Manson… Una América desquiciada que ya no confiaba en su presidente ni en sus curas. Que buscaba respuestas en el horóscopo, en el LSD o incluso en la Iglesia de Satán de Anton LaVey. Este último, por cierto, detestaba El Exorcista y la acusaba de propaganda católica. Prefería el tono más pagano de Polanski. Pero eso es lo fascinante: El Exorcista no afirma, duda. Su conflicto no es entre el Bien y el Mal, sino entre el cinismo moderno y la posibilidad —terrible, inmensa— de que todo sea cierto.
Lo que permanece en las sombras
A partir de ahí, vinieron las secuelas, las precuelas, las versiones extendidas, las series de televisión, las parodias y los inevitables intentos de imitación. Algunas con encanto. otras olvidables.
Pero nada, absolutamente nada, ha igualado la intensidad metafísica de la original. No es casualidad que haya sido preservada por la Biblioteca del Congreso de EE.UU. como tesoro cultural. Pocas películas han sabido explorar con tanta lucidez el terror no de morir, sino de no saber por qué vivimos.
Cincuenta años después, el Mal sigue mirando desde la penumbra del pasillo, mientras suena Tubular Bells de Mike Oldfield y una niña repite con voz cavernosa: «Tu madre está aquí con nosotros, Karras». ¿Qué otra película se atreve a enfrentar al espectador con su fe perdida, su miedo infantil, su necesidad de redención?
Quizá por eso seguimos regresando a esta película. No por el miedo, sino por la esperanza. Porque El Exorcista no es solo una historia de posesión. Es una letanía. Un último intento de encontrar sentido en el abismo.
El Exorcista, con todo su barroquismo blasfemo, sus vísceras y sus letanías, nos recordó que no somos tan modernos como creemos. Que bajo la piel racional late todavía el corazón medieval que teme al castigo divino. Y que, tal vez, en ese temor, también haya consuelo.
Secuelas e imitaciones
La sombra de El Exorcista se alargó con los años, inquietante y seductora, proyectándose más allá de aquella habitación helada en Georgetown donde Regan MacNeil perdió la inocencia y el mundo moderno su arrogancia racionalista. Lo que vino después fue un carrusel —más bien un aquelarre— de secuelas, precuelas y variaciones que intentaron capturar, prolongar o resucitar la inquietud primigenia. Ninguna logró exactamente lo mismo. Algunas tropezaron. Otras, curiosamente, resultan fascinantes.
El Exorcista II: El Hereje (1977, John Boorman)
Ninguna secuela ha despertado tanto desconcierto —y furia— como esta. Dirigida por John Boorman, que venía de filmar la extraña Zardoz y la poderosa Deliverance, El Hereje es, más que una continuación, un delirio místico en clave new age.
Linda Blair vuelve como Regan, ahora adolescente y convenientemente amnésica, mientras Richard Burton, con una intensidad casi operística, interpreta al Padre Lamont, enviado a investigar la muerte del Padre Merrin (Max von Sydow, en flashbacks y espíritu).
La película juega con conceptos como la hipnosis sincronizada, los insectos africanos y una especie de conexión espiritual global que hubiera encantado a Teilhard de Chardin -el científico jesuita que inspira a Merrin-, pero que desconcertó profundamente al público. Friedkin la detestó. Sin embargo, confieso con cierto rubor que tiene algo hipnótico, una belleza fallida como de tapiz bizantino vuelto del revés.
El Exorcista III (1990, William Peter Blatty)
Aquí, en cambio, hay que quitarse el sombrero. Blatty, el autor de la novela original, toma las riendas de nuevo para dirigir esta tercera entrega basada en su novela Legion. Y aunque el título parece indicar una continuación directa, la cinta es más un thriller filosófico, una meditación siniestra sobre el mal, la identidad y la culpa.
George C. Scott interpreta al teniente Kinderman —el personaje que encarnaba Lee J. Cobb en la original—, enfrentado ahora a una serie de asesinatos rituales que parecen obra de un asesino muerto hace quince años… el mismo día del exorcismo.
Brad Dourif, como el aseisno en serie, ofrece una de esas interpretaciones que se te clavan en el subconsciente, mezcla de amenaza y ternura psicótica.
Hay una secuencia, en un pasillo de hospital, que sigue siendo una de las más terroríficas jamás rodadas. Y sin una gota de sangre.
El exorcista: El comienzo. La versión prohibida (2005, Paul Schrader)
El exorcista: El comienzo (2004, Renny Harlin)
Y entonces vinieron las precuelas. Y con ellas, el caos. En un caso digno de novela, la misma historia fue rodada dos veces por dos directores distintos. La versión original, dirigida por Paul Schrader —el guionista de Taxi Driver y director de obras inquietantes como Affliction—, fue considerada «demasiado lenta» por los productores. Así que la guardaron en un armario y contrataron a Renny Harlin, el de Deep Blue Sea y La Jungla 2, para rodarla otra vez.
Harlin convirtió El exorcista: El comienzo en una pieza sangrienta y efectista, que fracasa en casi todo salvo en demostrar que el demonio también puede parecer un jefe de efectos especiales. Schrader, por su parte, logró rescatar su versión como Dominion, más sobria, atmosférica y con un Stellan Skarsgård convincente como el joven Padre Merrin enfrentando horrores en una excavación arqueológica africana. Lo fascinante es comparar ambas: como si dos miradas sobre el mismo mito revelaran lo que se gana —y se pierde— según qué fe elijas.
El Exorcista (Serie, 2016-2018, FOX)
El diablo también llegó a la televisión. Y con dignidad. Esta serie, protagonizada por Alfonso Herrera, Ben Daniels y una sorprendente Geena Davis (en un giro que no conviene revelar), funciona como secuela directa de la película original. Es más interesante de lo que uno esperaría: bien escrita, atmosférica y con ecos reales de la tensión espiritual que marcó al film de Friedkin. Duró dos temporadas. Pocas, pero suficientes para recordarnos que el mal, cuando es narrado con convicción, sigue teniendo audiencia.
El Exorcista: Creyente (2023, David Gordon Green)
Y por supuesto, el último suspiro de la saga —por ahora—. Dirigida por David Gordon Green, artífice de la más reciente trilogía de Halloween, esta nueva entrega pretendía revitalizar la franquicia. Se anunció como una secuela directa, una especie de «reconexión con el origen», e incluso recupera a Ellen Burstyn como Chris MacNeil, cincuenta años después. Pero el resultado, aunque ambicioso, queda a medio camino. Interesante en sus intenciones, pero carente del terror ontológico y el peso metafísico del original.
Lo que sí logra —y eso no es poco— es recordarnos que El Exorcista no es una franquicia cualquiera. Es una cruz en la pared del cine que seguimos sin saber si sirve para alejar al demonio o atraerlo.
Copyrigth del artículo © Guzmán Urrero Peña. Reservados todos los derechos.
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